Acotaciones al margen: plan de acción, intervención directa, declaración de guerra (a ella).

 

?Ernesto y Charo no regresan luego de este viaje.

 

Sin acotaciones al margen.

 

Salí, busqué un teléfono público que funcionara y marqué el número de la policía. Era sólo esperar que alguien atendiera, decir lo que tenía que decir y después cortar. "Comisaría 31", me dijeron del otro lado.

 

24.

 

—Nena, ¿corres, la mochila y me haces un lugarcito?

—…

—Gracias.

—…

—Atención... por favor, por el andén 6 sale el micro de la empresa Río de la Plata de la hora 22.30, con destino a Mar del Plata...

—¿Cómo el de las 22.30? ¡Qué guachada, salen todos menos el mío!

—…

—Yo hace año, año y medio, que viajo todas las semanas. Por el laburo, ¿viste? ¿Podes creer que nunca salí en horario?

—…

—No importa a dónde vaya. Mi bondi, posta que se atrasa.

—Ah...

—Atención, por favor, por el andén 18 sale el micro de las 22.40 de la empresa Micromar, con destino a San Nicolás,

—No ves, no te digo.

—…

—¿Vos también esperas el de Rosario?

—No.

—¿Y para dónde vas?

—No, no voy.

—Viniste a buscar a alguien...

—…

—Che, nena, te encanta hablar a vos, ¿no?

—…

—¿Qué pasa?

—…

—Para, para, no me pongas esa cara que yo no te hice nada malo.

—…

—Ah, no, lo único que me falta es que me hagas una pobrecita y te pongas a llorar. ¿Si yo qué te hice? Te hablé nomás.

—…

—No, para, ahora no te rajes. ¿Te falté el respeto, yo, te hice algo?

—…

—Córtala, nena, no llores que me haces quedar como la mona, ¿la gente qué va a pensar?

—…

—Nena, estás jodida vos, ¿no? ¿Se puede saber qué te pasa?

—…

—Con esa carita y a tu edad, ¡qué te puede pasar! ¡Déjate de joder!

—Estoy embarazada, mi novio se borró, mi viejo y mi vieja no saben nada, mi viejo le mete los cuernos a mi vieja y se fue de viaje con la mina, mi vieja sabe todo lo de mi viejo pero se hace la boluda...

—¡A la pelota!

—¿Ves?

—…

—…

—Discúlpame, che...

—…

—Discúlpame.

—Está.

—¿Y qué haces acá en la terminal?

—Borrarme de mi casa. Mi vieja es la peor. Si tengo que pasar el fin de semana sola con ella, me muero.

—¿Qué, pensás pasar la noche acá?

—Sí. De día ando por ahí, me voy a un shopping o a una plaza, nada. Pero de noche me da miedo, acá es más seguro, hay luz, policía, esas cosas.

—¿Y no le hará mal al pibe?

—¿A qué pibe?

—Al que tenés en la panza, nena.

—Ah.

—…

—No sé.

—Mira que cuando estás gruesa tenés que descansar y alimentarte bien. Por dos, decía mi mujer cuando esperaba a Leo. ¡Veintipico de kilos se terminó echando encima la gorda!

—…

—Leo es mi hijo, Leonardo, pero le decimos Leo.

—…

—Tiene seis añitos.

—…

—¿Patea ya?

—Sí, bastante.

—Te va a salir goleador entonces.

—…

—A ver... ¿puedo?

—Sí.

—No siento nada.

—Tenés que esperar.

—Hasta que salga el micro tengo tiempo para que me baile un malambo.

—Vas a ser la primera persona que lo siente.

—¡Qué grande! Le vas a tener que poner mi nombre...

—¿Cómo te llamas?

—Guillermo... ¡Uy, me pateó! Me pateé, ¿lo sentiste?

—Sí, lo sentí.

—Guillermo, y si es mujer Guillermina, ¿hecho?

—Lo voy a pensar. A mí me gustaba Lucas.

—Ponele Guillermo. Lucas es medio fifí, medio trolín, ¿viste?

—Lo voy a pensar.

—Che, ¿no tenés una amiga que te banque un par de noches?

—Tengo una, pero se fue a una quinta con los padres.

—Si querés la llamo a mi mujer y le digo...

—No, no, está todo bien, la verdad es que quiero estar sola.

—Otra que sola, si acá hay como un millón de personas.

—Bah, por la bola que te van a dar...

—…

—…

Atención, sale por el andén 9 el micro de la empresa El Águila de las 22 horas, con destino a Rosario.

Uy, ¿justo ahora tiene que salir?

—…

—Me da no sé qué dejarte así. ¿Seguro que no querés ir a mi casa? Mi mujer es de primera, no va a tener problema.

—No, seguro, estoy bien.

—No me mintás, caradura, ¿con el quilombo en el que estás metida vas a estar bien?

Último aviso para el micro de la empresa El Águila.

Ya voy, ya voy. ¡Qué manga de hijos de puta! ¡Te hacen esperar como dos horas y después te terminan apurando!

—…

—…

—Gracias.

—Guillermo o Guillermina, acordate.

—Lo voy a pensar.

—Y dale con lo voy a pensar. ¿Vos pensás tanto todo, nena?

—Si pensara todo tanto no estaría así.

—Ves, eso es bueno, te reís de vos misma. Eso es muy bueno.

—…

—Me voy.

—Chau.

Chau. Suerte.

—Chau.

—Chau.

—Che, nena, te anoto acá mi teléfono. Yo dos o tres días estoy de vuelta, cualquier cosita que necesites, llámame, ¿eh? ¡Qué letra de mierda que tengo! ¿Me entendés los números?

—Ocho dos cinco, ocho tres ocho tres.

—Ocho tres, ocho tres, eso. Con el cuatro adelante, ¿viste?

—Sí, sí.

—Bueno, listo. ¿Y cómo es qué te llamas?

—Lali, bah, Lauras pero me dicen Lali.

—Chau, Lali.

—Chau.

—Llámame.

—Chau.

 

25.

 

El pasado viernes, a las 17 horas, personal de la comisaría 31 recibió, en un sobre anónimo, un mapa a mano alzada que señala al lago Regatas de Palermo como el lugar donde se encontraría el cuerpo de Alicia Soria, desaparecida desde el 30 de junio próximo pasado. Ese mismo día viernes, y con anterioridad a la recepción del citado material, se produjeron varias llamadas, todas efectuadas desde teléfonos públicos ubicados en distintos puntos de esta capital, advirtiendo que el cuerpo de Alicia Soria se encontraría sumergido en el mencionado lago. La policía estudia la veracidad de esta información, que daría un vuelco de ciento ochenta grados en un caso todavía no aclarado.

 

Copacabana es tal vez el motivo por el cual quienes visitan Río de Janeiro se enamoran de esta ciudad "a primera vista". Un mar nunca demasiado bravo y su arena blanca, la convierten en una playa ideal para tomar sol y refrescarse.

 

Ante el estado público que tomaron las versiones sobre la posibilidad de que el cuerpo de Alicia Soria estuviera en el lago Regaras de Palermo, se presentó en la comisaría 31 un taxista que asegura haber llevado hasta ese lugar a una mujer, la noche de la desaparición de la mencionada Soria. Es la primera vez desde que los familiares de Alicia Soria hicieron la denuncia, que aparece un testigo aportando datos en la causa. El taxista Juan Migrelli, de 51 años, dice no haberse percatado hasta el día de ayer de que podría tratarse de la misma mujer, pero ante las versiones que ganaron la calle en las últimas horas, y aconsejado por su propia mujer, Migrelli decidió presentarse en la comisaría 31 para dar su testimonio. "Me acuerdo que le dije 'señora, ¿a usted le parece quedarse sola acá a esta hora?', y ella me contestó 'no se preocupe, ya me pasan a buscar'. Uno no se puede meter en la vida de los pasajeros, le cobré el viaje y me fui", dijo el taxista.

 

Lucas, del latín, "resplandeciente como la luz". Otras variantes del nombre: Luca, Lucca.

Guillermo, nombre de origen germano, significa "el protector".

 

A última hora del viernes, y después de una ardua jornada, los abogados de la familia Soria consiguieron que el juez que entiende en la causa ordenara el rastrillaje del lago Regatas de Palermo que se llevará a cabo desde las primeras horas del día de hoy. El mencionado lago es, con sus 10 hectáreas, el más grande de la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, este lago es un espejo de agua artificial, cerrado, con límites bien marcados, una salida de agua y una entrada, lo que facilita la búsqueda, que sin dudas comenzará por el área indicada en el mapa anónimo recibido ayer en la comisaría 31, y que coincidiría con los dichos del taxista Juan Migrelli (ver recuadro). Más allá de esto, expertos en esta materia advierten acerca de la complejidad de la tarea a desarrollar, debido a la abundancia de algas. Es esperable que un cuerpo flote a las 72 horas de haberse producido el ahogamiento. En el supuesto caso de que la desaparecida Alicia Soria estuviera allí, ese plazo se encontraría ampliamente cumplido. Sin embargo, la hipótesis que se esgrime es, justamente, que el cuerpo se encuentre enredado en las algas del lago.

 

Ipanema es una playa que marca tendencias para el resto del país y del mundo. Aquí es donde la primera mujer embarazada se atrevió a usar una bikini, donde se vio el primer topless, y donde apareció la primera bikini de las llamadas "hilo dental".

 

Durante todo el día de ayer trabajaron en el área buzos tácticos del Grupo Especial de Rescate (GER) de la Policía Federal. Las tareas empezaron a las 7.15 de la mañana y siguieron sin interrupción hasta el anochecer. Para mejorar la búsqueda, se unieron las dos orillas del lago con una soga. Los buzos rastrillaban esa área virtual, y luego movían la soga aproximadamente un metro para proseguir con otra franja. "Es la única manera de asegurarnos de que no queda lugar por revisar", declaró Fermín Lemos, a cargo del operativo. Los buzos utilizan en su tarea una cámara que refleja las imágenes captadas en dos monitores. Pero hasta el momento en que interrumpieron la búsqueda, a las 19.10, sólo pudieron verse plantas verdes. Por esta circunstancia, prácticamente el único elemento del que pueden valerse los buzos, es su propio tacto. Los buzos se ven obligados a buscar de pie, caminan hacia adelante y mueven sus brazos a cada lado buscando dar con algo. Llevan pesas de un kilo y medio, un peso varias veces mayor al usado habitualmente, para evitar que sus cuerpos salgan a la superficie. También cuentan con lo que llaman "cabo de vida", una soga que los conecta con un bote, y de la cual, ante cualquier problema, tiran para avisar que necesitan subir. Como sucedió a última hora de ayer, cuando uno de los buzos se lastimó con los restos de un kayac hundido (ver nota aparte). Los buzos trabajan de a dos, y en turnos de cuarenta y cinco minutos. Después de cada inmersión los buzos descansan una hora y media, fuera del agua. Cada vez que los buzos emergen a la superficie, aparecen envueltos en una maraña de algas adheridas a su trajes de neoprene. Para los hombres del Grupo Especial de Rescate (GER), esta búsqueda es un infierno, se los ve abatidos, quejándose de un lago donde la búsqueda es peor "que en la selva de noche".

 

Inés, del griego, "pura y casta".

Ernesto, del germano, "luchador decidido a vencer"

Laura, del latín, "la victoriosa".

 

A las dos y media de la tarde, por orden del Gobierno de la Ciudad, se abrieron las puertas de desagote del lago, a pesar de la oposición de la Asociación Amigos y Vecinos del Lago, basada en argumentos de impacto ambiental. "La desaparición de una persona no puede someterse a consideraciones ecologistas de ningún tipo", dijo el doctor Ricardo Soria, el padre de Alicia Soria, en sus únicas declaraciones a la prensa. Por su parte, el presidente de la mencionada Asociación ecologista, licenciado Luis Julio López sostiene que "vaciar el lago es atroz; deberían llenarlo, para que el cuerpo hinchado por los gases emerja aunque el lago esté plagado de juncos. Terminarán eliminando buena parte de la flora y la fauna". A lo que hace alusión López es que en este lago viven peces (hay cinco especies preponderantes entre las que se destacan "las chanchitas y las tarariras"), nutrias, aves de las más variadas, y hay profusión de algas. Ayer, cerca de las horas del mediodía, la empresa Aguas Argentinas, que desde hace cuatro años se encarga de limpiar y desmalezar los lagos de Palermo, recibió una orden precisa de la Secretaría de Producción y Servicios: abrir las compuertas que unen el Regatas con el Río de la Plata a través del arroyo Medrano. El lago cuenta con dos bocas de entrada y salida de agua, al norte y al sur. Una está conectada directamente a una planta depuradora de Aguas Argentinas; la otra, abierta, desagota el agua del lago hacia el arroyo Medrano, con dirección al Río de la Plata. En la compuerta norte instalaron un alambre tejido que, si se confirma la hipótesis, impedirá la salida del cuerpo. El agua corre a través de seiscientos metros de caños subterráneos que cruzan Figueroa Alcorta y entra en el Regatas por una cascada de piedras, para evitar que el chorro de agua erosione su lecho. Aguas Argentinas se encarga de que la vegetación del lago se mantenga en equilibrio. "Si hubiera exceso de algas el agua se pondría verde; el equilibrio existente permite mantener el agua oxigenada", declaró el vocero de la empresa. En caso de que por el vaciamiento alguna especie deba ser asistida, se la trasladará en tanques especialmente acondicionados al Rosedal. Hasta ayer, ninguna especie tuvo que ser trasladada.

Finalmente, el desagote del lago fue interrumpido cuando el agua apenas había bajado a un metro y medio, ya que las algas, del tipo "cola de gato", se apelmazaron en el fondo y dificultaron aún más la tarea de los buzos tácticos.

 

El Cristo Redentor enclavado en el Corcovado es, tal vez, la imagen más típica de Río: un Cristo con las manos abiertas bendiciendo la ciudad. Nadie puede irse de Río sin haberla visto.

 

Tras dos días de intensa búsqueda, en las últimas horas de la tarde de ayer, fue hallado en el fondo del Lago Regatas de Palermo el cuerpo sin vida de Alicia Soria. El cuerpo se encontraba a catorce metros de la costa, en una zona donde el lago tendría entre tres y cuatro metros de profundidad, gracias a un sonar prestado por un amigo de la familia, ya que ni los bomberos ni la prefectura contaban con el citado elemento. La temperatura del agua del lago en ese momento ascendía a 18 grados centígrados. Una sonda ecográfica como la utilizada vale $350 en los negocios de pesca y está diseñada para detectar cardúmenes. El buzo táctico que halló el cadáver dijo cuando emergió: "Lo encontré, está atascado en medio de un nudo de algas". En la orilla del lago estaba el padre de Alicia Soria, el doctor Ricardo Soria. Su mujer, Beatriz Panne de Soria, tuvo que retirarse momentos antes, asistida por personal médico debido a una descompensación. El doctor Soria vio desde una distancia de cinco metros cómo metían el cuerpo que podría ser de su hija en una bolsa de plástico gris y lo cargaban en el camión de la morgue. Le queda aún un amargo trance por pasar, reconocer el cuerpo hallado. Sin embargo, trascendió que sobre el pecho de la mujer colgaba una medalla con las iniciales "A. S.", y la fecha del nacimiento de Alicia Soria.

Para ese entonces habían pasado cinco horas desde que salieron los tres botes y los tres gomones, uno de los cuales llevaba instalada junto al volante la sonda ecográfica perteneciente a Luis Maten; un amigo personal del doctor Soria y aficionado a la pesca deportiva. En el operativo participaron bomberos, buzos de la Prefectura y civiles. Apenas la sonda marcó el lugar, un buzo se tiró y tocó la cabeza de la desafortunada mujer. De inmediato los demás botes se concentraron allí, y descendieron otros tres buzos que, luego de cortar y arrancar algas, sacaron el cuerpo. En tres oportunidades anteriores la sonda había dado falsas señales. Los errores obedecieron a que la sonda está diseñada para detectar peces, que es la imagen que aparece en su pantalla de cristal líquido de 10 centímetros. El equipo los clasifica en peces medianos, grandes y chicos. Cuando el aparato detectó el cuerpo de Alicia Soria informó la existencia de cuatro peces grandes y uno chico, juntos.

 

26.

 

Ernesto volvió. Con lo que el interrogante número 3 de la alternativa número 3 de mi cuadro sinóptico quedaba invalidado. Ese lunes, a las cinco de la tarde, abrió la puerta con sus propias llaves y dijo: "Hola, Inés". Se acercó al sillón donde yo estaba y me dio un beso en la mejilla. Dejó la valija a un costado. "Tengo una parva de cosas para lavar ahí adentro." "Mientras no me hagas lavarle un corpiño a ésa", pensé. Se disculpó por no haber parado en el free shop a comprarme algo. "Le había prometido un perfume a Lali, pero estoy agotado, quería llegar a casa cuanto antes." "Mucha actividad, ¿no?" "No sabes..." Estuve por interrumpirlo varias veces para contarle lo del cadáver recuperado, pero cada vez que tomaba coraje él arrancaba de nuevo. Preguntó por Lali, por ella siempre pregunta. "No sé, estuvo todo el fin de semana en la quinta de una amiga, y ni llamó, así que debe estar bien, si hubiera necesitado algo habría llamado, ¿no?" No news, good news, mi mamá odia ese refrán. Claro, aplicado a mi papá era casi una burla. Después Ernesto dijo un par de cosas más, de esas cosas que diría cualquier marido cuando llega de un viaje: si llamó alguien, cómo estuvo el tiempo por acá, etc., etc., etc. No preguntó por el perro porque no tenemos. Tanto lugar común empezó a desconcertarme. Yo me había preparado durante todo el fin de semana para que pasara cualquier cosa cuando regresara Ernesto. Y cualquier cosa era que Ernesto no me hablara, que viniera a juntar sus cosas y se fuera para siempre, que me dijera simplemente "me enamoré de otra". Hasta que no volviera. Pero no me preparé para tanta normalidad. Ernesto actuaba como siempre, lo que me hizo pensar que ése no debía haber sido su único fin de semana de amor clandestino. Con Charo o con otra. Y después de ese clic empecé a ver la cosa con más claridad. Si había habido otros, eso era muy bueno, quería decir que nuestro matrimonio era más fuerte que sus escapadas higiénicas. Porque, ¿de qué otra manera podía calificarse lo que había hecho? Hay gente que se va tres días a un spa a que lo masajeen, otros a que los desintoxiquen, otros a que les hagan baños de barro o de placenta de tortuga. Sobre gustos. Ernesto, evidentemente, necesitaba otro tipo de descarga. Quién está libre de pecado para decir que lo suyo es más criticable que estresarse, que fumar o que no poder parar de comer. Ni qué hablar de otras adicciones. Distintos vicios. Una tiene el deber de comprender. Y a pesar de su vicio, Ernesto siempre había vuelto. Como ese lunes. El golpe final llegó cuando me dijo: "Inés, ¿te acordaste de sacarme el traje gris de la tintorería?", y con esa frase me desarmó, no pude contestarle. "¡Te dije que lo necesitaba para mañana sin falta, Inés!" Era el mismo Ernesto de siempre. Mamá me hubiera dicho: "¡Otra vez sopa, nena!". Pero ella es tan negativa, la golpearon tanto. Yo no. Y en medio de tanta oscuridad, ver la luz y darme cuenta de qué era lo importante, cuando yo misma acababa de encender el fósforo para el incendio, me dio mucho miedo.

Ernesto se sirvió algo para tomar y se sentó en el sillón frente a mí. Apoyó los pies sobre la mesita ratona, junto a su carpeta celeste donde yo ahora guardaba los recortes que habían aparecido el fin de semana acerca de la muerte de "Tuya". O de "ex Tuya", o de "creía que era Tuya". Me quedé con la vista fija en sus zapatos a menos de cinco centímetros de la carpeta. Ya no pude aguantar más y le dije: "Apareció Alicia". Ernesto se quedó duro. "Ayer encontraron el cadáver." Me incliné sobre la mesa ratona y le acerqué la carpeta celeste. Ernesto la abrió y fue leyendo los recortes cronológicamente, tal como yo los había ordenado. La carpeta temblaba en sus manos. Sentí pena, parecía un chico. Entró Lali. Apenas saludó. Tenía mala cara; seguramente se debía haber pasado de rosca el fin de semana con su amiga, no debían haber dormido nada, y esas cosas que hacen las chicas de su edad. Pero no era momento de ponerme a educarla. A su papá y a mí nos estaban pasando cosas demasiado graves. Y a esa altura ya llevábamos invertidos demasiados años y esfuerzos en su educación. Y dinero. Ernesto una vez había hecho la cuenta. Cuando terminara el secundario habríamos invertido, sólo en cuota de colegio, casi ochenta mil dólares. Si le sumas los útiles, los uniformes, los libros, las excursiones, el bendito viaje de egresadas, alguna que otra maestra particular, etc., etc., no bajás de los cien mil dólares. Impresionante. Y como decía Ernesto, para que después venga y te diga que quiere ser modelo. O ama de casa; eso lo decía yo, porque a él, que su hija terminara siendo ama de casa ni se le cruzaba por la cabeza. "Ella está para otra cosa", decía. Ernesto siempre pensaba en Lali, pero ese día, con la carpeta celeste en sus manos, creo que solamente pensaba en él. Y hacía bien. Porque pensar en él era pensar en todos nosotros, en su familia. Dormir un día más o menos a Lali no le iba a cambiar la vida. Se quedó un momento mirándonos, dura, agria, como es ella, y después se fue para arriba. Ernesto no atinó a decirle nada. Peor que eso, intentó decir "no conseguí tu perfume", pero se le quebró la voz y la frase sonó a telenovela. Desde el descanso de la escalera, Lali se dio vuelta para mirarlo y siguió. Fue una suerte, hay veces en que ese silencio con el que nos quieren castigar los hijos adolescentes es lo mejor que nos puede pasar. Ya va a venir a hablar cuando necesite algo. "¡Si supiera por lo que están pasando sus pobres padres!", dije. Y Ernesto me contestó: "Dejala, es una nena". Típico de él, siempre la justifica.

Ernesto esperó a que Lali terminara de desaparecer por la escalera para seguir con la carpeta. Mientras leía se le iba transformando la cara. El tostado brasileño se le iba empalideciendo. "Lali no se tiene que enterar de nada", dijo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Parecía quebrado. "¡Qué vergüenza!" Lloró. No sé si por Lali, o por él, o por la misma Alicia. Pero lloraba de verdad.

Me levanté y fui a sentarme junto a él. Ernesto tiró la carpeta sobre la mesa y se quedó con la vista perdida. Suspiró. Se secó las lágrimas. Me miró. Me agarró la mano y la apretó. Me acarició un mechón de pelo que me caía sobre la cara, me palmeó la pierna, y me dijo "tranquila, todo va a salir bien".

Entonces fue cuando yo me terminé de convencer de que, definitivamente, me había equivocado.

 

27.

 

—Pau.

—¿Lali?

—Sí.

—Ah, ¿qué haces?

—Acá, en casa. ¿Cómo te fue?

—Rebién ¿y a vos qué onda?

—Bien.

—¿No fuiste al colé?

—No, vos tampoco.

—Vine recansada del fin de semana con los viejos. Me agotaron. A esta altura del año ya ni te ponen falta.

—Che, Pau, hace como una hora que la panza se me pone redura. El fin de semana me pasó un par de veces, pero nada, después se me pasó, y todo bien, pero ahora es como más seguido, y no para. No sé. ¿Tenés idea qué puede ser?

—Ni idea.

—…

—…

—…

—¿Te duele?

—No. Pero se pone como una roca.

—Che, ¿no será eso de las contracciones?

—No se.

—Me suena que las contracciones son algo así.

—¿Así qué?

—Así, que se te pone la panza dura.

—…

—No estoy segura, ¿eh?

—Y si son, ¿qué tengo que hacer?

—¡Ay, yo no sé de eso ni ahí!

—…

—Habría que preguntarle a alguien que sepa. ¿Querés que le diga a mi vieja?

—No, no embardes más la cosa.

—No, yo, si vos no querés, no digo nada,

—Ahora se me está pasando un poco.

—Ay, qué suerte.

—Sí.

—…

—…

—¿Se te pasó?

—Sí, casi.

—¿Nos vemos más tarde?

—Bueno.

—Bah, si estás bien.

—Sí, seguro voy a estar bien.

—A las cinco en el shopping.

—Dale.

—Chau.

—Chau.

 

28.

 

Estaba bastante más tranquila. Me puse a preparar algo rico para la cena. Algo que le gustara a Ernesto. No preparé lomo a la pimienta con papas a la crema, por cabala. Es lo que había preparado la noche en que Ernesto se fue a Brasil con Charo. Hice pollo a la naranja, un poco amargo para mi gusto, pero es un plato sofisticado y no me traía recuerdos de nada.

Que hubiera aparecido el cadáver no cambiaba tanto las cosas. Era cierto que si la autopsia la hacían con un poquito de cuidado, iba a saltar lo del golpe en la cabeza. Pero en este país, nunca se sabe. Y además, si saltaba, el golpe no llevaba la firma "Ernesto Pereyra".

Ernesto se dio una ducha y bajó a comer. Por suerte Lali había salido. Había ido al shopping, con una amiga. El mundo se puede estar viniendo abajo y los adolescentes siguen en el shopping yendo y viniendo, sin comprar nada por supuesto. ¡Qué generación, Dios mío! Pero por mí, si quería ir al shopping, que fuera. Y si se quedaba a dormir en lo de su amiga, tanto mejor. Era bueno que Ernesto y yo estuviéramos solos para poder hablar y actuar sin tener que cuidarnos de ser escuchados. No era momento para participar a Lali de lo que estaba sucediendo.

Le serví el pollo. Ernesto se veía mal, preocupado. No era para menos, pero si uno no pone un poco de onda, la realidad te mata. La cosa estaba complicada, eso no lo vamos a negar. Aunque todavía la situación no era irreversible, y eso era lo importante. Hay pocas cosas irreversibles en la vida, la muerte, que te corten un brazo, tener un hijo. De esas cosas no hay retorno posible. Para bien o para mal. Ernesto no se había muerto, no le habían cortado un brazo, ni había tenido un hijo. Sí, una hija, conmigo, y eso sabía que jugaba a mi favor. Así que teníamos que seguir peleando, dando batalla para desvincularlo totalmente de cualquier sospecha. El verdadero problema con el que nos enfrentábamos era que no había demasiados sospechosos en la causa. Si hubiera habido, la presión se habría distribuido entre varios y la cosa habría sido más manejable. Pero no había. Ernesto era, prácticamente, el único sospechoso. Para mí fue una sorpresa que estuviera involucrado. Yo no lo sabía. Ernesto no me había querido contar. "No quería preocuparte, mientras no hubiera cadáver no había delito", me dijo parafraseando una frase mía de meses atrás. Y sentí un cuchillo que se me clavaba porque, si había cadáver, era por mi culpa. Ahora había cadáver, y sospechoso. Parece que dos chismosas que trabajaban con él y con Alicia hablaron de más, y Ernesto quedó pegado. Dijeron que ellas estaban seguras de que entre Ernesto y Alicia había una relación. Se debían creer muy vivas, muy suspicaces. Y no sabían ni la mitad de lo que estaba pasando. Pero bueno, las minas que laburan toda su vida en oficinas son así. Envidiosas, metidas, cizañeras. Cuanto más cerca del microcentro trabajan, peor. Debe haber como un ecosistema que las incuba. Como no les quedan horas libres para vivir su propia vida, viven a través de las de las demás. La oficina es su propia vida. Viven de lunes a viernes y no soportan el fin de semana. Quieren a toda costa que llegue el lunes otra vez, para que les pase algo. Pobres. Como Alicia, que se inventó una vida propia con Ernesto. Una vida clandestina, pasajera, sin futuro. Una vida de lunes a viernes de ocho treinta a diecinueve horas. Y lo que es peor, una vida arruinada por su propia sangre. Algo tan mal parido, ¿cómo podía terminar? Qué triste. Y qué previsible. Mi mamá se habría dado cuenta al vuelo. Hasta yo me habría dado cuenta.

Lo cierto es que estas dos mujeres declararon que entre Ernesto y Alicia había una relación. "Okey, ellas habrán dicho lo que quieran, pero vos declaraste que vimos juntos Psicosis esa noche, y yo voy a decir lo mismo cuando me pregunten", dije. Y agregué más tranquila de lo que estaba para levantarle el ánimo: "¡Tenemos coartada, querido!". "Declaré que vos veías Psicosis en el televisor del living mientras yo dormía arriba", me corrigió él. No era lo que habíamos arreglado. "No quería pisarme. Si me preguntaban algo de la película, me iba a enredar. En cambio, dormir es una mentira más fácil de sostener", me explicó. Y me pareció inteligente. Bueno, hay que aceptar que Ernesto tonto no es. Pero claro, es hombre, y, por lo tanto, capaz de confundir a Tyrone Power con Mel Gibson. Y la cosa, tal como él la había planteado, funcionaba igual. Porque si Ernesto hubiera salido de la casa, yo lo tendría que haber visto. Bueno, es una manera de decir, porque por supuesto que Ernesto sí salió de la casa, y yo sí lo vi. El think in english, de Mrs. Curtis. Pero, pensando en términos de nuestra coartada, estaba todo bien. Todo bien, menos Ernesto, que tenía una cara que daba por tierra cualquier coartada. El pollo a la naranja se enfriaba en el plato. "Es que tengo miedo de que piensen que me estás encubriendo." "¡Ay, Ernesto, no estés tan negativo! Si éstos no piensan nada." El problema seguía siendo que no hubiera otros sospechosos. La justicia está cada vez peor. Se quedan con lo primero que les dicen y no investigan nada más. Era evidente que ser el único sospechoso no nos dejaba muy bien parados. "Hay que generar otros sospechosos, inventarlos", le dije. Ernesto reaccionó mal, me dijo que yo siempre ando pensando locuras, que cómo íbamos a inventar cosas que después se vinieran en nuestra contra, que de ninguna manera iba a hacer una cosa así. Eso es lo que dijo. Pero su cara parecía estar diciendo otra cosa. Por eso insistí. "¿Tenía algún enemigo esta chica?" "No, la querían todos." "Menos la sobrina", pensé. "¿Quién heredó sus cosas?" "No sé, supongo que sus padres, hijos no tenía." "Pero tenía una sobrina", otra vez pensé sin decir nada. "O sea que, en principio, si hay que descartar el móvil económico y el ajuste de cuentas... sólo queda el crimen pasional", le dije y sonó a serie policial. "Y ahí es donde pierdo yo", se apuró a decir Ernesto. "Porque estas solo. Hay que agregar a alguien en ese móvil." El tercer lado del isósceles. La tercera en discordia. ¿O la cuarta? Charo era la candidata ideal. No la quería (a la muerta), le podía tocar parte de su plata y estaba enredada con el amante de su tía, amante de mi marido. Era perfecto, Ernesto tenía que sumar dos más dos y decirlo. Pero resultó que no era tan bueno para las matemáticas. "Todo el mundo sabía que no había otro hombre en la vida de Alicia", dijo como si hubiera sido una frase importante. Con lo cual, no sólo me preocupé porque Ernesto no la agarraba con la rapidez que requerían las circunstancias, sino porque las dos mujeres que habían declarado terminaron convirtiéndose en "todo el mundo". "Aunque queramos inventar un hombre, nadie lo va a creer", siguió. Y yo lo corregí, a riesgo de ser demasiado evidente: "Inventemos una mujer". Ernesto me miró casi sorprendido. "Una mujer que esté lo suficientemente loca por vos como para querer sacar a Alicia del medio." Ernesto dijo "eso es una locura". Creo que dijo exactamente eso. Palabras más, palabras menos. "Alguien que sea capaz de escribir cartas y firmarlas 'tuya'...", seguí. "Estuviste revisando mis cosas", se atrevió a decirme. "Alguien que te saque fotos desnudo." "Inés, no lo puedo creer", dijo. "Alguien que sea capaz de irse a Río con vos por el fin de semana." "No, no, de ninguna manera", dijo. "Es sólo cuestión de meter todo en un sobre y enviarlo al lugar correspondiente." "No", volvió a decir, pero ya no sonaba tan firme. Entonces rematé con una frase que creo que fue definitoria: "¿Serías capaz de ir a la cárcel por ella?".

Ernesto no contestó.

"¿Qué estás pensando?", dije sabiendo que no tendría respuesta. Ernesto siguió mirándome sin decir una palabra.

Y ya no insistí.

No, Ernesto no sería capaz.

 

29.

 

—Ocho dos cinco, ocho tres, ocho tres.

—¿Sí?

—Disculpe, ¿está Guillermo?

—Momentito, ¿quién es que le habla?

—Lali.

—Ah, sí, un segundito.

—…

—Hola.

—Hola, Guillermo, discúlpame que te moleste, yo soy la chica que estaba la otra noche...

—Sí, ya sé quién sos. ¡Qué bueno que me llamaste!

—…

—¿Cómo va todo, nena?

—Bien.

—¿Bien?

—Bah, maso.

—¿Estás en tu casa?

—Sí, estoy en casa.

—Ves, eso es bueno. Eso es muy bueno.

—Bah, en realidad ahora estoy en un teléfono público de un shopping, pero a la noche me voy para casa.

—Está bien, está muy bien.

—…

—…

—Te llamé porque estoy con un problema.

—¡Si estás con un solo problema estás mejor que el otro día!

—…

—Reíte un poquito que le va a hacer bien al goleador.

—…

—Ves, eso me gusta. Dale, contame.

—La panza se me pone dura, muy dura, y después afloja. Pensé, no sé, que capaz tu mujer sabe qué puede ser.

—Nena, ¿me estás jodiendo?

—No, ¿por qué?

—Estás con contracciones. ¿Vos ya estás en fecha?

—Ni idea.

—Vos me estás jodiendo...

—¿El médico que te dijo?

—No, yo... yo no vi a ningún médico desde que estoy así.

—No, lo peor de todo es que no me estás jodiendo...

—Bueno, quédate ahí que voy a buscarte y te llevo ya a un hospital.

—¿A un hospital?

—¿Y a dónde querés ir a tener un bebé, nena?

—¿Pero entonces puede ser que ya esté por venir?

—Y yo no sé, yo soy viajante de comercio, vendo cierres relámpago y esas cosas, nena, pero por las dudas yo te llevo ya mismo al hospital. Dame la dirección del shopping ese.

—…

—Hola...

—…

—¡¡¡Hola!!!

—Ta que lo parió. ¡Cortó!

 

30.

 

Sacaron el cadáver de Alicia Soria del refrigerador y lo colocaron sobre la mesa. Un cartón confirmaba su identidad gracias a la revisión que se había hecho, días atrás, sobre sus piezas dentarias. La medalla con sus iniciales y la fecha de su nacimiento no fue prueba suficiente para acreditar su identidad desde el punto de vista forense. Desde otros puntos de vista, sí. Su padre sabía que era ella. Su madre sabía. Charo, Ernesto e Inés sabían aunque no hubieran visto la medalla.

Corrieron el cierre de la bolsa plástica y el olor de la muerte de Alicia invadió la sala. "Cuerpo en estado muy avanzado de descomposición", le dictó el forense al asistente que tomaba nota para hacer el informe. El forense revisó el cuerpo. Primero externamente, buscando traumatismos, heridas cortantes, orificios de bala. Rutina difícil de aplicar en un cuerpo tan descompuesto y, lo que era peor, con presunción de inútil ya que todo indicaba una muerte por sumersión. Rutina. Giró el cuerpo muerto sobre la mesa y siguió su búsqueda. Algo le llamó la atención. "Infiltración sanguínea prevertebral", le dictó al asistente. Palpó el cuello, hacia arriba y hacia abajo. Y agregó: "Fractura del cuerpo de la 6a y 7a vértebra cervical con separación casi total de fragmentos y distensión medular". Volteó el cuerpo hacia arriba otra vez. Tomó el bisturí sabiendo que no todo era tan evidente en este cuerpo muerto. Dibujó una Y sobre él. Tuvo cuidado y no arrastró los senos de Alicia con el corte. Cuando completó el dibujo, entregó el bisturí a su ayudante y jaló de la piel. El ayudante le pasó la sierra eléctrica y el forense seccionó la caja torácica. Quebró el esternón. Desarticuló las clavículas, y llegó a los pulmones. Un ayudante se encargó de la evisceración. Sacó los órganos de Alicia en bloque, y luego los despegó para medirlos y pesarlos. Empezó por los pulmones. Todos supieron que Alicia no había muerto ahogada. "No existe evidencia de agua en los pulmones", dictó el forense.

El ayudante sacó lo que quedaba. Cuando fue el turno del útero lo cortó, como indica la rutina para ciertos órganos, para luego guardar los cortes en formol. Pero después del primer corte dudó, y ya el segundo lo hizo con más cuidado. No cortó por tercera vez. Llamó al forense, éste se acercó, abrió el órgano por el corte, miró y asintió. Luego dictó: "Posible embarazo de aproximadamente doce semanas".

Llenaron el cuerpo de telas, suturaron con cuidado, y lo lavaron.

El cierre corrió hacia arriba, y el cuerpo de Alicia entró otra vez en el refrigerador.

 

31.

 

Ernesto me esperó en la habitación. Yo fui por la caja de herramientas. Subí la escalera llevando la caja con una sensación extraña, como si fuera parte de una película y la cámara me siguiera escalón por escalón. Yo, la protagonista, iluminada, en el centro de la pantalla. Hasta se me repetía en la cabeza una de esas músicas instrumentales típicas para escenas como ésa. Fue raro. Pero me gustaba, me sentía importante, estaba a punto de hacer algo que iba a ser fundamental para el futuro de mi familia. Algo que me ponía en un lugar privilegiado. El lugar de los que hacen cosas que influyen sobre los demás. Hay gente que pasa por la vida sin dejar huella. Tristísimo. Como mi mamá, que lo único que hizo en su vida fue odiar a mi papá, y eso dejó huella solamente en ella. Porque yo hablo mucho del asunto, pero en definitiva, era la vida de ella, el marido de ella. Yo estaba afuera. Como Lali. Si mamá lo hubiera matado, habría sido otra cosa, pero odiar. Yo misma, si no hubiera sido por todo lo que desencadenó el accidente de Alicia, me habría muerto sin pena ni gloria. Pero ahí estaba, subiendo como una reina, llevando sobre mis brazos la ofrenda para los dioses que me esperaban en el altar (o sea, la caja de herramientas para Ernesto que me esperaba en la habitación).

Cuando entré, Ernesto estaba sentado sobre la cama. Dejé la caja junto a él y me senté del otro lado. Eso también fue lindo. Ernesto y yo estábamos sobre la cama compartiendo algo. Como cuando éramos jóvenes y mirábamos fotos, o como cuando nos quedábamos una mañana sin apuro leyendo el diario. No puedo jurar sobre una Biblia que alguna vez hayamos hecho lo uno o lo otro. Después de veinte años, el matrimonio deja de ser lo que es para convertirse en lo que uno cree que es. A uno se le mezclan las cosas, lo que le pasó a otro le podría haber pasado a uno. Es todo tan parecido, sobre todo en los matrimonios como el nuestro, familia tipo, modelo estándar. Yo no sé si alguna vez miré fotos sobre la cama con Ernesto, pero aun si no lo hice, pude haberlo hecho. Y la sensación era ésa, la de haber recuperado algo que alguna vez tuvimos.

Ernesto levantó la tapa de la caja y recibió su primer golpe. Vio el revólver de Alicia. "¿Qué es esto?" "El revólver con el que te pensaba matar Alicia." Ernesto se quedó mirándome. "¿A mí?" "Eso me imagino. Estaba junto con tus desnudos y los pasajes a Río." "¿Dónde?" "En su mesa de luz." "¿Estuviste en su departamento?" "Sí." "¡Eso es una locura, Inés! Te pudo haber visto alguien. ¿Te vio alguien?" "No." "¿Estás segura?" "Me crucé con el portero, pero no me vio, y tomé un café en el bar de enfrente, pero el mozo que me atendió no está ni para sumar dos más dos." "¿Cuál mozo? ¿Uno alto, canoso?" "Sí, uno flaco, de bigote negro, me tiró media azucarera encima." Ernesto se quedó mirándome tenso. No sé si "tenso" era la palabra. Luego se aflojó y tomó el revólver. Lo observó, lo revisó, lo empuñó como si fuera a disparar. "¡Ernesto, tené cuidado que podes lastimar a alguien!" "¿Está cargado?" "Obvio, con un revólver descargado no te iba a poder matar." Ernesto abrió el tambor y sacó las balas, lo volvió a cerrar, y guardó todo, revólver y balas, en el cajón de su mesa de luz.

Nos pusimos a revisar las cosas. Las cartas firmadas "Tuya". Los besos de lápiz de labio. La caja con los preservativos dedicados. Ernesto se opuso terminantemente a que usáramos las fotos donde aparecía desnudo. Le daba pudor, y nos sobraba material incriminatorio. La idea era convencer a la justicia de que había una mujer con un móvil lo suficientemente importante como para querer sacar del medio a Alicia. Una mujer celosa, posesiva, perdidamente enamorada de Ernesto. Una mujer que lo quería sólo para ella. Y que conocía los pasos de la occisa como los suyos propios. Charo. Que además, por el vínculo familiar que tenía con Alicia, estaba obligada a tener contacto con ella, a encontrarse en reuniones familiares, a soportar posibles reproches. Todo muy molesto, casi insoportable, tanto, que decidió cortar por lo sano y sacársela de encima. Ordené las ideas para Ernesto y le agregué algunos adornos de mi autoría para que sus dichos sonaran convincentes: que Charo era tremendamente posesiva (evidencia 1, carta número 1, "no aguanto un minuto más sin verte"); que no soportaba la idea de que hubiera otra mujer (evidencia 2, carta en servilleta de papel, "te quiero sólo para mí"); capaz de cualquier cosa (evidencia 3, dedicatoria en caja de preservativo, en este caso no es relevante la frase sino el hecho en sí mismo); que le había insinuado alguna vez la idea de deshacerse de Alicia (evidencia 4, frase en cajita de fósforos de hotel alojamiento, "no puede haber nada que nos separe"). Ernesto luego diría, ante la autoridad competente, que hasta ese momento él sólo había tomado las frases citadas como palabras que se dicen por decir. Y que sólo después de mucho pensarlo, se sintió en la obligación de prevenirlos de que, tal vez, Charo tuviera algo que ver en todo esto. No iba a ser fácil, Charo contraatacaría, pero Ernesto tenía coartada, estuvo en casa, yo daría fe de eso, dormía arriba mientras yo miraba Psicosis. Charo no. Ernesto lo sabía, no me dijo qué había hecho Charo esa noche, pero sabía que no tendría coartada. A menos que la inventara, como nosotros. Pero ella no contaba con alguien incondicional que la cubriera, que la protegiera. Ernesto sí, me tenía a mí.

Esa noche dormí serena. No hicimos el amor, Ernesto estaba cansado. Pero yo estaba feliz, habíamos compartido tanto, habíamos estado tan cerca, que eso era más importante que la mejor encamada que hubiera tenido en su fin de semana con Charo. Cuando dos personas se conectan como lo habíamos hecho nosotros, la cosa puede durar toda la vida. En cambio, hasta la mejor atracción sexual se termina cuando llega el orgasmo. Y después te quiero ver remontando el barrilete de nuevo.

A la mañana Ernesto salió más temprano para ir a hacer su declaración espontánea en la comisaría 31, tal como habíamos planeado. No quiso que lo acompañara. "Quiero mantenerte lo más lejos posible de esto." Le acerqué la caja de herramientas y se fue. Estaba nervioso, con decir que no pasó por el cuarto de Lali a saludarla. Rarísimo, pero una suerte. Lali no había dormido en casa. Seguramente estaba en la casa de su amiga, como siempre, y no nos había avisado. Pero la situación le hubiera generado una angustia más a Ernesto, que ya estaba en el límite de lo que podía soportar.

No pasaron cinco minutos desde que salió de casa y yo no encontraba calma. Era como que el cuerpo me quedaba chico. Uno de los hechos más importantes de mi vida futura estaba a punto de concretarse, mientras yo, encerrada en mi casa como todos los días, decidía si cambiaba las sábanas de la cama o las hacía aguantar un par de días más.

Tomé un taxi y me fui a la comisaría. Aunque más no fuera quería ser voyeur y celebrar desde mi escondite mi victoria sobre Charo. O mejor dicho "nuestra" victoria, porque Ernesto y yo volvíamos a ser un equipo. Me sorprendió no ver el auto de Ernesto estacionado en los alrededores. A Ernesto no le gusta pagar cochera. Me acerqué a la puerta de la comisaría y husmeé. No lo vi. Tal vez ya estuviera declarando. Nadie me preguntó que hacía, qué necesitaba, ni nada por el estilo, pero no quise abusar de la inoperancia del personal de turno y busqué un lugar desde donde observar sin ser vista. Esperé una hora y no pasó nada. Se me ocurrieron distintas alternativas, pero no tenía papel para hacer un cuadrito sinóptico, así que lo hice mentalmente.

 

Alternativa 1: Ernesto está declarando, tarda porque la justicia es lenta.

Alternativa 2: Ernesto está declarando, tarda porque despertó alguna sospecha y lo tienen demorado.

Alternativa 3: Ernesto tuvo un problema con el auto y se atrasó.

Alternativa 4: Ernesto se acordó de que tenía que pasar por la oficina, y pospuso la declaración un par de horas.

Alternativa 5: Ernesto ya llega.

 

Ésta en realidad no era una hipótesis más, sino lo que estaba viendo. En el preciso momento en que trataba de pensar una quinta alternativa, Ernesto pasó manejando su auto. Las alternativas 1 y 2 quedaron automáticamente descartadas, y ya no importaba mucho si se había demorado por la alternativa 3 o la 4, porque lo importante era la 5. Ernesto ya estaba allí.

Estacionó en la esquina y bajó del auto. Pero no estaba solo, del lado del acompañante bajó un hombre alto, flaco, canoso. Alguien a quien conocía pero que no podía terminar de ubicar. Cruzaron la calle juntos, Ernesto unos pasos más adelante, como si lo guiara. Sin la caja de herramientas. Antes de entrar el hombre se acomodó el pelo mirando su reflejo en la ventanilla de un patrullero. Lo tuve frente a mí. Entonces vi su bigote negro. Sentí un dulzor relajante en la boca y ya no tuve dudas. Era el mozo que me tiró el azúcar encima la mañana que estuve en el departamento de Alicia.

 

32,

 

—Me duele mucho.

—Sí, sí ya sé, chiquita. Vos aflójate, lo más relajadita posible que te tengo que hacer un tacto.

—¿Qué es eso?

—Quiero ver si estás con dilatación.

—Tengo miedo...

—Tranquila, querida, vos relájate lo más que puedas.

—¿Qué me está haciendo?

—Nada, chiquita, un tacto, nunca te hiciste ver, ¿no?

—No.

—Tuviste suerte, parece que está todo bien.

—…

—Bueno, bueno, no llores que en un ratito vas a estar con tu bebito en brazos. A ver, flojita, vos bien flojita.

—…

—Ves que no es nada, querida, un dedito más...

—…

—Un segundito más y ya termino.

—…

—Flojita, por favor, que si no no puedo hacer bien el tacto.

—…

—Acá toco la cabccita.

—…

—No llores, pichona.

—…

—Bueno, voy a pedir una sala de parto ya mismo. Estás con seis de dilatación. Esto ya se viene.

—Tengo mucho miedo.

—¡Pero por qué vas a tener miedo!

—…

—Vos tranquila, tranquila que esto es cosa de todos los días.

 

33.

 

Inés subió a un taxi y fue a su casa. Entró en la cocina. Fue a la pileta de lavar los platos y se puso los guantes de goma. Unos guantes anaranjados, de goma gruesa, talle M. Movió los dedos en el aire como probando distintos movimientos. Se sintió torpe, se sacó los guantes de un tirón, y los estrelló contra la pared de azulejo blanco, justo en la guarda de la tetera y la taza azul y blanca. Salió y fue a su cuarto. Se torció el tobillo entre el tercer escalón y el cuarto. Rengueó el resto de la escalera pero no aminoró su marcha. Estrelló la puerta de su cuarto contra la pared. Entró. Fue a su placard y lo revolvió. Cada estante, cada cajón. No encontró lo que buscaba. Se tomó un instante para pensar. Recordó. Fue al cuarto de Lali. Se alegró de que no hubiera regresado.

Se subió a un banco y metió la mano hasta el fondo del último estante del placard de su hija. Su brazo se movió a un lado y al otro, tanteando. Reapareció su mano con una bolsa de plástico. Se bajó, abrió la bolsa y sacó un vestido amarillento que alguna vez fue blanco. El vestido de comunión de Lali. Lo tiró al piso. Luego tiró la cofia, la canastita de las estampitas, un rosario. Sacó un guante. Se fijó que fuera el derecho. Se lo puso con dificultad. Era chico y estaba endurecido por los años. Juntó todo rápido y salió del cuarto. Entró en su dormitorio con el guante puesto. Fue directo a la mesa de luz de Ernesto, agarró el revólver y las balas que alguna vez habían sido de Alicia. Que alguna vez estuvieron puestas en el tambor. Con la mano derecha. Sin apretar demasiado, apenas sosteniéndolo, para que no se borraran las huellas de Ernesto. Necesitó la mano izquierda para cargarlo y se ayudó con un pañuelo. Metió todo en la cartera, el revólver cargado, el pañuelo, y por último el guante. Fue a su cuarto y se cambió. Buscó en el placard y vio el traje color arena del día en que fue al departamento de Alicia. Le pareció adecuado terminar esta historia como había empezado, y se lo puso. Algo le pesaba en el bolsillo del traje, metió la mano y se encontró con las llaves de Alicia, el manojo de llaves etiquetado que había encontrado en el cajón del escritorio. Las acomodó en el bolsillo como para que no hicieran tanto bulto, pero no se atrevió a dejarlas.

Bajó corriendo las escaleras, cerró la puerta de un golpe, sin llave, y se fue.

 

34.

 

En la ciudad de Buenos Aires, a los 17 días del mes de diciembre de 1998, comparece ante S.S.a y Secretario actuante, un testigo espontáneo, a quien se le procederá a tomar DECLARACIÓN TESTIMONIAL. Acto seguido S.S.a le requiere el juramento o promesa de decir verdad de todo cuanto supiere y le fuere preguntado, de acuerdo con sus creencias, siendo instruido de las penas correspondientes al delito de falso testimonio, para lo cual le fueron leídas las disposiciones legales pertinentes del Código Penal y expresó "Lo juro". Se le enuncian los derechos que le asisten, previstos en los artículos 79, 80 y 81 del C.P.P., dándose lectura de los mencionados artículos.

Preguntado que fuera por sus datos personales dice llamarse ALBERTO GARRIDO, acreditando identidad mediante DNI 12.898.610, el cual exhibe y retiene para sí, de profesión mozo de bar, divorciado, nacido el 6 de marzo de 1960, en Buenos Aires, hijo de Enrique Garrido y Elena Gómez, domiciliado en la calle Yatay 2341 de esta ciudad.

Se lo invita a manifestar cuanto conoce de la causa, declarando: "Me presenté esta mañana en la Comisaría 31, de donde me derivaron a este juzgado, para aportar un dato muy importante para la causa. El día de la desaparición de Alicia Soria, atendí en el bar a una señora muy nerviosa, vestida con un traje color arena, que había salido del edificio de la mencionada Soria, y que observaba los movimientos del edificio con actitud sospechosa. Me acuerdo perfecto de ella porque me llamó la atención que llevara puestos guantes de goma". Su Señoría pregunta: "¿De goma?". El testigo responde: "Sí". Preguntado por S.S.a para que le diga si tiene conocimiento de la identidad de esa mujer, el testigo manifiesta: "Hasta hace un tiempo no la tenía, pero ayer, un cliente habitual del bar, el señor Ernesto Pereyra, entre trago y trago me manifestó su preocupación por ser el único sospechoso en un crimen que no había cometido, y su inquietud y su temor porque sospechaba que su mujer, Inés Pereyra, estaría involucrada en este lamentable hecho, lo cual, por el vínculo y el aprecio propio de quienes estuvieron casados tantos años, le impedía acercarse a la justicia y evacuar sus sospechas. Me mostró una fotografía que siempre lleva consigo, y la misma coincidía en un cien por ciento con la mujer que vi el día de la desaparición de Alicia". Preguntado por S.S.a por qué no se presentó con anterioridad ante este juzgado para dar su testimonio, el testigo manifiesta: "Porque a veces uno juzga sin saber y tenía miedo de involucrar a alguien que no tuviera nada que ver simplemente por una actitud nerviosa o poco común. Pero cuando el señor Pereyra me manifestó sus temores, y me enseñó la foto, mi conciencia me dijo que tenia que presentarme y decir mi parecer, y si estaba equivocado, o no tenia nada que ver, la justicia ya se encargaría de demostrarlo". Preguntado por S.S.a si quiere agregar, quitar o enmendar algo de lo expresado, responde: "No", con lo que se da por finalizado el presente acto, previa lectura en alta voz del Actuario, firmando el compareciente para constancia de ello, luego de S.S.a y ante mí DOY FE.

 

35.

 

Tomé un colectivo hasta el microcentro. No me gusta manejar, menos cuando estoy nerviosa. Y para qué negarlo, estaba nerviosa. Parecía que algo dentro de mi cuerpo se iba a salir por mis orejas. Algo caliente, algo en ebullición. ¿Las tripas? Me senté en el primer asiento. Miré por la ventanilla. Traté de serenarme. Intenté con respiración profunda. ¿Por qué fue que dejé de ir a yoga yo? El semáforo de Cabildo y Juramento no funcionaba. Árboles, autos, edificios. Jugué con el manojo de llaves de Alicia. Porque la profesora de yoga hablaba demasiado, me terminaba poniendo nerviosa. Con voz calma, pausada, de la luz interior, de la madre Tierra, pero demasiado. Pasó un grupo de adolescentes vestidas de colegio. Cuatro o cinco. Pensé en Lali. Lo que vendría no iba a ser fácil para ella. Siempre vivió en una cajita de cristal. Siempre ajena a todos los problemas de la casa. Protegida de todos los peligros posibles por su padre, qué ironía. Y de golpe, el mundo se le estaba por venir abajo. Ya se había venido abajo, para ser más precisa. Pero lo peor era que le podía caer en medio de la cabeza. Y bueno, es la ley de la vida. A mí también me dieron un mazazo en la cabeza. Iba a tener que madurar, no le iba a quedar otra. A los golpes, como nos pasó a tantos. Árboles, edificios, autos. Como me pisó a mí el día en que mi papá se fue y no volvió más. Uno se cree que lo tiene todo, que su familia es un modelo, y de un día para otro todo cambia. No sé si Lali será capaz. No creo que sea. Pero yo no podía pensar en ella en este momento. Por una vez en la vida tenía que pensar en mí. Hubiera sido lo único que me faltaba. Una publicidad de lápiz labial, autos, edificios. Rojo, amarillo, verde. Las llaves de Alicia en mi bolsillo. El revólver en la cartera. Repetía para mí misma los pasos a seguir. A pesar de Lali. Saqué de mi cartera el cuadrito sinóptico sin tocar el revólver. Punto uno, cajero. Y me concentré en eso. Árboles, edificios, autos. Punto uno, cajero. Después pensaría en el punto dos. Y en el tres, y en el cuatro. Poquito a poco. Autos, edificios. Gente que iba y venía. No quería pensar en él. En Ernesto no. Esquinas de Buenos Aires, bocinas. Punto uno, cajero. Llegué a destino. Bajé del colectivo por la puerta trasera. Como corresponde. El timbre no andaba. Grité. El chofer también. No lo puteé porque no es mi estilo, pero lo habría puteado. Caminé, me choqué con alguien, me empujaron. Gente, mucha gente. Sobre la vereda contraria apareció el primer cajero. Crucé. Esperé mi turno. Los que estaban delante de mí se tomaron su tiempo, se tomaron todo el tiempo del mundo. Claro, total, ellos qué sabían. Me impacienté. Llegó mi turno. Revisé el saldo. Había casi diez mil dólares. Intenté sacarlo pero sólo me permitían sacar setecientos pesos. Saqué toda la plata que se me permitía. Punto dos, repetir punto uno las veces que sea necesario. Hice lo mismo en cuanto apareció otro cajero, El cajero me informó que la operación era inválida, que ya no podía extraer más dinero en el mismo día. No sabía, yo nunca usaba el cajero. Tomaba la plata que me daba Ernesto a principios de mes y me administraba. También tenía la plata de mi cuenta bancaria, mi chanchito, el que empezó siendo un hueco en la pared de ladrillos del garage. Pero esa no la quería tocar, por si venían tiempos difíciles. Intenté en otro cajero, por las dudas. Me informó lo mismo. Fui directo al banco. Al de Ernesto, no al mío. No quería, pero no tenía alternativa. Hice la cola. Esperé. ¿Nadie está apurado cuando uno lo está? Me atendió un empleado, le dije que quería cerrar la cuenta Pereyra Ernesto y/o Lamas Inés. Me preguntó si era la titular de la cuenta, le dije que sí. Pero verificó y me dijo que Ernesto tenía que firmar los papeles. Le dije que era una pena pero que Ernesto estaba de viaje. Me dijo que entonces no podía cerrar la cuenta. Le dije que necesitaba el dinero para pagar la operación de mi mamá. Un lugar común difícil de creer. No sé, me salió eso. Lloré. Parece que al bancario le llegó mi lugar común. Me dijo que no llorara, que si lo que necesitaba era la plata que la sacara. Le pregunté que cómo hacía sin la firma de Ernesto. Me contestó que para sacar el dinero no necesitaba la firma, sólo para cerrar la cuenta. Me quedé pensando en que si yo fuera dueño de un banco cambiaría normas tan idiotas, pero sonreí y le pedí que hiciéramos la operación cuanto antes. Que la vida de mi madre dependía de ello. El empleado fue a su escritorio, se sentía importante. Me sugirió dejar cien pesos para que auditoría no cerrara la cuenta. Era otra norma del banco. La cumplí. Por caja me entregaron el dinero. Fui al baño y lo escondí. Repartí los billetes en el corpiño, la bombacha, y el cambio en la cartera. Eran nuevos y se me resbalaban. Salí. Entré en una casa de ropa y me compré un jean y una campera de cuero negro. Pagué en efectivo. Le di mi traje color arena para poner en la bolsa y me llevé lo nuevo puesto. En el primer tacho de basura dejé la bolsa con el traje color arena. Me dio pena. Entré en un locutorio pero no hablé, sólo pedí una guía telefónica. Busqué: "Alquiler de autos" y "Pelucas". Correspondían al punto tres, y al cuatro. Me acordé de que las llaves de Alicia habían quedado en el traje color arena, en el tacho. Pero no tenía importancia, es más, era una buena manera de sacarse de encima ese macabro souvenir. La agencia de autos más cercana quedaba a tres cuadras de donde estaba y la casa de pelucas a veinte, pero tenía que empezar por la peluca. El punto tres era comprar una peluca. Tomé el subte, no me dejaba muy cerca, pero no me haría pensar tanto como el viaje en colectivo. Un taxi no, no tenía costumbre. "Para qué andar regalando la plata", habría dicho mamá. Llegué a la casa de pelucas. Entró una mujer justo antes que yo. Venía a vender su pelo. Lo compran para hacer pelucas naturales. A la empleada le interesó, y llamó a la encargada. Discutieron el precio por unos minutos. Yo estaba impaciente, pero entretenida. Nunca había visto a nadie vender su pelo. Negociaron, la mujer dejó aclarado que le parecía poco lo que le ofrecían pero acepto. La mujer se fue. Llegó mi turno. Elegí una peluca castaña oscura, largo a los hombros, pelo lacio. Típica cabeza argentina. Aunque casi todas queramos ser rubias. O parecer rubias. Y nos hagamos reflejos, y nos decoloremos las cejas, y hasta nos olvidemos de que alguna vez nuestro pelo fue otro. Rubias de prepo. Rubias ásperas. Rubias a pura envidia. Rubia como yo. Me probé la peluca castaña. Me sentaba bien. Había otra, espléndida, morocha, casi negra, de pelo largo, lacio. Como Charo. Me la probé sólo para sacarme el gusto, vaya una a saber cuándo iba a tener oportunidad de probarme otra vez una peluca. Me acomodé los mechones sobre los hombros. Como ella. Si fuera Charo a vender su pelo, se lo comprarían. Me llevé la peluca puesta. La castaña. La que soy y no quiero ser. La típica. Miré a través de la vidriera cómo la vendedora volvía a acomodar la peluca morocha en la cabeza de telgopor blanco de la vidriera. Con cuidado abrió sus mechones y los acomodó para que lucieran. Ocupaba el centro de la vidriera. El resto se opacaba. No existía. Ni siquiera las rubias. Tomé otra vez el subte hasta la agencia de autos. Entré. Me senté en la recepción a esperar que el único empleado a la vista terminara de atender a un hombre evidentemente extranjero. Hacía calor y el sillón de cuerina ajada se llenaba de sudor bajo mis piernas. Me sentí mojada. Y nerviosa. La peluca también me daba calor. Me picaba, pero no me pareció de buen gusto rascarme. Los zapatitos me aprietan, las medias me dan calor... ¿Por qué el pensamiento se va sin control para cualquier parte en momentos como ¿se? Y el vecinito de enfrente... El extranjero se fue y yo me planté delante del escritorio antes de que el empleado me llamara. Pedí un auto. El más barato. El empleado me ofreció uno. Le pregunté de qué color era. Rojo. Lo rechacé enseguida, tenía que ser gris. Un auto gris, común, barato, uno de esos que circulan por todos lados en Buenos Aires. Como la peluca castaña. Quedaba uno. Sin aire. No me importaba, mira si a esa altura me iba a estar preocupando por el aire. Lo alquilé. Pagué en efectivo. Un robo, alquilar un auto en este país es un robo. Creí que el trámite había concluido, pero el imbécil del empleado me pidió que firmara un cupón de la tarjeta de crédito en garantía. No me gustó. No quería dejar huellas. Por algo había pagado en efectivo. Me negué.

Discutí con el empleado. Me retracto: imposible discutir con un imbécil. No, yo nunca antes había alquilado un auto, ¿y qué? "Son las normas", me dijo y agregó: "Yo no puedo hacer nada". "Sí, podrías irte a la mismísima mierda", le dije, ya no estaba para sutilezas. Tenía ganas de matarlo. Podría haberlo hecho. Firmé el cupón y me entregó las llaves y los documentos. Fui al subsuelo y retiré el auto. Antes de arrancar le saqué todas las calcomanías de la agencia de alquiler y las tiré por la ventanilla.

Me acomodé la peluca en el espejo retrovisor.

Y allá fui.

 

36.

 

Fotocopia del libro editado en España, compendio de distintos ensayos presentados en el XII Congreso Nacional de Psicología Aplicada, año 1995. El ensayo fotocopiado se denomina: "Una aproximación a la dáctilo—psicología; rasgos psíquicos y otras consideraciones", firmado por un grupo de psiquiatras españoles. La fotocopia fue encontrada en la guantera del auto alquilado por Inés Pereyra. Sin acotaciones al margen.

 

L'uomo delinquente. Tal el título de un trabajo realizado por Cesare Lombroso, un ex cirujano del ejército y director del Asilo de Pesara, en el cual, y después de estudiar más de seis mil casos de personas que habían delinquido, encontraba ciertas características o peculiaridades físicas que, supuestamente, tendían a repetirse.

Para Lombroso, el típico delincuente tenía mandíbula ancha, orejas grandes, brazos largos y pómulos altos. Para él, y siempre basándose en su estudio, un incendiario tenía cabeza pequeña; un estafador debía ser fuerte, de mandíbulas anchas y pómulos altos; un ratero tenía las manos largas y generalmente contextura alta y cabello oscuro.

Hubo otros intentos parecidos. El doctor vienés Franz Joseph Gall desarrolló la teoría de la frenología, que tuvo mucha aceptación por aquella época. Según esta teoría, el carácter de la persona podía descubrirse observando la forma del cráneo. Para él, las tendencias domésticas estaban concentradas en la parte trasera del cráneo; las aptitudes intelectuales, en la parte frontal; la generosidad, en la superior; y el egoísmo y el egocentrismo, en los laterales. Sus seguidores llegaron a clasificar más de cuarenta características, y aseguraban que con sólo medir una cabeza podían saber si estaban ante un bebedor empedernido, un jugador compulsivo o un ladrón.

Las teorías de Lombroso y Gall, poco apoco, fueron desmentidas por la realidad. Sin embargo, y aunque sus técnicas hayan fracasado, la esencia de lo que pregonaban no murió del todo. Psicoanálisis incluido, no sólo quienes trabajan en la práctica forense sino también la gente común, muchos, siguen intentando encontrar un patrón que pueda indicar quiénes podrían, y quiénes no, ser delincuentes en potencia. O asesinos.

Tal vez, lo más asombroso sea que esta inquietud no se deba tanto a poder definir esa posibilidad en el otro, sino en uno mismo.