Excepto que algas o algún otro elemento extraño lo atasquen para siempre en la profundidad de las aguas donde yace. (Párrafo resaltado.)

18.

 

—Te voy a extrañar, hijita.

—Está bien, papá. Déjame subir que se va el micro.

—Cuidate, Lali. Abrigate y come bien

—…

—Mamá va a rezar por vos para que salga todo bien.

—¿Y vos desde cuándo rezas?

—…

—Cualquier problema, nos llamas enseguida. A casa o a mi oficina, donde vos quieras.

—Okey, chau.

—Espera, ¿no me das un beso, hija?

—Chau, mamá te quiere, ¿sí?

—Cuidate, por favor, hijita. Y mucho juicio.

—¿Qué querés decir con mucho juicio?

—Que te portes bien...

—A vos no te pregunté.

—Nada, hija, que no hagas locuras, que no corras riesgos, no sé, no sé qué quise decir.

—Entonces la próxima vez no digas nada.

—…

—…

—Otro besito a papá, ¿sí?

—…

—Chau, Lali.

—Chau, mi amor.

—…

—…

—…

—¡Qué amarga es, por Dios!

—Está nerviosa, Inés, es eso.

—Es una amarga. No sé cómo me puede haber salido así.

—Saluda, haceme el favor, y cambia esa cara que está mirando por la ventanilla.

—Chau, querida, que lo pases lindo.

—Chau, hijita, cuidate.

 

Cinco meses después

 

19.

 

Todo estaba bastante bien. El cuerpo de Tuya todavía no aparecía, y eso cambiaba todo. Sin cadáver, no había muerto. Ni asesinato, ni asesino. Ni siquiera accidente. Sólo dudas y absurdas conjeturas alrededor de la desaparición de Alicia, que Ernesto y yo repetíamos delante de terceros como si fuéramos vírgenes en todo este asunto. Actuábamos casi las veinticuatro horas del día. No nos podíamos permitir una equivocación frente a otros. Yo me había metido tanto en mi papel, que hasta en soledad pasaba letra. Un día, mientras me duchaba, me encontré pensando preocupada: "Vaya a saber qué le habrá pasado a la pobre Alicia". Y ahí me di cuenta de que estaba haciendo las cosas bien. Porque si había alguien que sabía lo que le había pasado a Tuya, ésa era yo. Es que fueron muchos meses fingiendo, actuando ante los demás, contestando preguntas. La cabeza se te parte. Te metes en la piel del personaje y te lo crees. Como cuando aprendía inglés y Mrs. Curtís me decía "think in English", o sea, "no piense en castellano y traduzca, piense en inglés". Cuando alguien me preguntaba sobre la desaparición de Alicia, no pensaba qué tenía que responder. Yo simplemente era la mujer de Ernesto, cuya secretaria había desaparecido y de la que no teníamos noticias.

La policía no tenía nada concreto. A casi medio año del accidente, y ellos sin sospechosos, sin una pista, sin un indicio. Nada. A Ernesto hacía tiempo que habían dejado de hacerle preguntas. Los únicos que parecían no olvidarse del asunto eran los padres de Alicia, que cada tanto aparecían en algún programa de televisión, con el evidente objetivo de que su hija no cayera en el olvido.

La cosa podría haber seguido así eternamente, pero un día vino Ernesto y me dijo: "Inés, me parece que tenemos que volver a vivir como si el accidente nunca hubiera existido". Yo no sabía a qué se refería, pero estuve de acuerdo. Sentí que me planteaba un volver a empezar. Otra vez una familia normal, con sus problemas, como todas, pero normal. La idea me encantó. Hasta se me llenaron los ojos de lágrimas. Con el tiempo entendí cómo esa frase marcó un giro de ciento ochenta grados en nuestra historia. Si se lo hubiera contado a mamá, seguro que ella se habría dado cuenta. Lo habría agarrado al vuelo. Mamá siempre fue una intuitiva para estas cosas. Un poco pesimista para mi gusto, pero intuitiva. Yo era muy tierna, siempre bien pensada, siempre confiando en el otro. A mí no me habían pasado las desgracias que le pasaron a mi mamá. El dolor te va curtiendo, te va dando calle, te enseña. Ahora es otra cosa. Pero en aquel entonces, cuando vino Ernesto y me dijo que quería que todo volviera a ser como antes, yo me puse muy contenta. Siempre fui de tirar para adelante. Una no se puede pasar toda la vida golpeándose el pecho y recitando "por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa". Está bien, nos había pasado algo muy fuerte, algo que no le deseo a nadie. Pero qué más podíamos hacer. En todas las religiones existe el perdón para el que se arrepiente de sus pecados. Nosotros estábamos arrepentidos. De verdad. Y si Dios perdona, qué otra cosa puede hacer el hombre.

Una semana después Ernesto tuvo que viajar por trabajo a Brasil. "¿Cuántos días vas a estar afuera, Erni?" "El congreso es jueves y viernes, pero el lunes me armaron dos reuniones, así que me clavo ahí el fin de semana." "¡Justo en Brasil, a vos que no te gusta el calor!" "Así es el trabajo, Inés."

El día anterior al viaje, le preparé la valija. Una valija chica y un bolso de mano. Siempre que viajaba el equipaje se lo preparaba yo. Dos trajes, cinco mudas, dos pantalones sport, dos trajes de baño por si tenía tiempo libre, tres remeras, tres camisas, dos corbatas, tres mejor porque después empieza con que no le combinan, dos pares de zapatos, uno para el traje y otro sport, un par de zapatillas, dos cinturones, cuatro pares de medias. En el bolso metí esas cosas que Ernesto necesita siempre a mano: las vitaminas energizantes, la afeitadora, la crema de afeitar, el cepillo de dientes, el dentífrico, el hilo dental, Ernesto no puede vivir sin su hilo dental, el desodorante, una foto de los tres. La foto fue un agregado de mi cosecha. No me quería olvidar de nada porque después había que aguantarlo a Ernesto.

Esa noche lo esperé con una cena especial. Lomo a la pimienta, con papas a la crema. Es el plato preferido de Ernesto. Puse candelabros, vino del bueno, encendí una esencia floral que según me dijeron despierta los bajos instintos. Yo quería una buena despedida, con todos los chiches. Estrené lencería y hasta me había comprado un baby doll. ¡Los años que hacía que no me ponía un baby doll. Quería que Lali se fuera a dormir temprano. Si no Ernesto le presta más atención a ella que a nada ni nadie. No fue fácil. Yo creo que se quedaba solamente porque se había dado cuenta de que yo quería que se fuera. Si ni siquiera hablaba. Me miraba como si le hubiese hecho algo. Las adolescentes sienten placer torturando a los padres. Parece que se estuvieran cobrando de algo que les hicimos. ¿Qué les hicimos nosotros? Son todas iguales, injustas, resentidas y tercas. Basta que uno les diga que hagan algo, para que ellas hagan todo lo contrario. Y no era la noche más oportuna para tenerle la vela a una adolescente conflictuada. Entonces armé una discusión, saqué uno de esos temas que nunca fallan. Hay varios. Podría haberle hablado del desorden de su cuarto, o criticarle a alguna amiga liviana de cascos. Pero fui a lo seguro, y toqué un tema que a Lali la altera, la comida. Le dije que estaba muy redonda, que últimamente la veía comiendo mucho, que ella no era como yo que como cualquier cosa y no engordo, que si seguía así iba a terminar hecha una bola, que hoy por hoy los chicos sienten rechazo por las gorditas. Le mostré un régimen que había marcado para ella en una revista. Funcionó. Me tiró la revista por la cabeza, me gritó "qué forra sos", y se encerró llorando en su cuarto.

Ernesto llegó a las once menos cuarto de la noche. Para ese entonces, la esencia floral olía a azúcar quemada. Apenas probó unas papitas. "Me quedé trabajando hasta tarde y piqué algo en la oficina." Me quejé de que no me hubiera avisado. "Sí, no te avisé", me dijo.

Subimos al cuarto. Cuando salí del baño, con el baby doll puesto, Ernesto ya estaba con la luz apagada. La prendí, pero no abrió los ojos. Apagué la luz. Le froté la pantorrilla con mi pie. La corrió inmediatamente. "Debo tener el pie frío", pensé. Quise ser más directa. "Erni, ¿venís?" Ernesto prendió la luz y agarró una carpeta celeste que estaba sobre su mesa de luz, la abrió y se puso a leer. "Inés, estoy muy nervioso con este viaje. Tengo que hacer una presentación en el congreso y no me la puedo sacar de la cabeza. Prefiero quedarme leyendo el trabajo así me duermo más relajado." Cada uno se relaja como puede. "Todo bien Ernesto, que descanses", le dije y me acomodé las sábanas.

A la mañana siguiente le ofrecí llevarlo al aeropuerto. "La empresa me manda un remís", me dijo. Subió a despedirse de Lali. Estuvieron un rato largo encerrados en ese cuarto. Seguro que Lali le lloró la carta por la discusión de la noche anterior. Ya era un clásico que Lali le llenara la cabeza en mi contra. Lo hacía desde chiquita. Además, a los dos siempre les costaron las despedidas; las de ellos dos, porque si yo me tuviera que ir a alguna parte no se harían tanto drama. Sobre todo Lali. Me los podía imaginar, hablando, mirándose a los ojos, ella llorando lágrimas de cocodrilo, él consolándola. ¡Cómo si Ernesto no fuera a volver más!

Lali y Ernesto son así, exagerados, sensibleros, dramáticos,

 

20.

 

—¿Dormís?

—…

—Lali...

—¿Qué querés papá?

—Despedirme. Me estoy yendo hasta el lunes.

—Chau.

—¿No me das un beso?

—Déjame papá, me siento mal.

—¿Te duele la cabeza?

—No.

—¿Y qué tenés?

—Náuseas y vómitos.

—¿Qué comiste anoche?

—Nada, papá, no comí nada.

—Pero Lali, no te hace bien. Debe ser por eso que te sentís mal.

—…

—¿Querés que le diga a mamá que te traiga el desayuno?

—¡No!

—Lali, vos no estarás con el rollo de la gordura y las dietas, ¿no?

—Hoy estás relucido, te das cuenta de todo de una.

—Soy tu papá, Lali.

—...

—¿No sabes que podes terminar anoréxica?

—Papá, deja de hablar boludeces.

—No, Lali, no son boludeces. Ahora le digo a tu mamá que te suba el desayuno.

—¡No! ¡Quiero seguir durmiendo, ¿no entendés?

—…

—…

—Está bien.

—…

—…

—Me tengo que ir, me viene a buscar un remís.

—Chau.

—Voy a Brasil, ¿sabés?

—…

—A Río voy.

—…

—Por trabajo.

—Mira qué bien.

—¿Querés que te traiga algo del free shop?

—…

—¿Un perfume?

—Traeme lo que quieras.

—No sé, decime vos, que soy medio desastre para esas cosas.

—Bueno, traeme un perfume.

—¿Alguno en especial?

—No, papá, cualquiera?

—Come, ¿sí?

—...

—Nos vemos.

—Chau.

 

21.

 

Sonó una bocina en la puerta de casa. Era el remís para Ernesto. Nos dimos un beso de despedida. No fue un beso ¡guaaau!, pero fue un beso. Lo cual, para un matrimonio con los años que llevaba el nuestro, era más que bueno. Los matrimonios con el tiempo van dejando de besarse. Eso lo sabe cualquiera, aunque nadie lo diga. Y no significa nada. Es así. A veces se besan en público, para que los demás vean que se besan. Como diciendo "¿ven que a veces nos besamos?". Pero en la intimidad es otra cosa, no hace falta. Y si hace falta es por temor a que esté mal no besarse, como no lo hablan con nadie, no saben que a todos les pasa lo mismo. A todos. Incluso a los que tienen una vida sexual más o menos activa. Capaz que hacen el amor una vez por semana rigurosamente. Dos veces en el mejor de los casos. Pero besarse es otra cosa. El beso pierde el encanto demasiado pronto.

Lo acompañé a la puerta y esperé hasta que el auto arrancara. Lo saludé con la mano. Él hizo un gesto con la cabeza y levantó la mano, sin agitarla. Fui a la cocina y me tomé un cafecito. Leí el diario sin apuro. No me molestaba la idea de pasarme el fin de semana sola. Lali se iba a ir a la quinta de una amiga. Era una suerte para las dos. Después de la discusión de la noche anterior, la relación estaría un poco tensa. Yo me iba a dedicar a pensar en mí, a hacer todas esas cosas para las que una nunca tiene suficiente tiempo. Baño de crema, limpieza de cutis, baño de inmersión, ir a un shopping, alquilar una película bien romántica de esas que Ernesto detesta, comer lo que haya, no tener que cocinar para nadie. Lo iba pensando y cada vez me entusiasmaba más la idea. Iba a ser como internarme en un spa, pero en mi propia casa.

Subí a cambiarme. Cuando entré en el cuarto no me di cuenta, estaba ahí pero no la vi. Me cambié, me cepillé el pelo, me maquillé un ¡poco, y recién cuando estaba por salir la miré. Cómo si me hubiera estado llamando: la carpeta celeste. Estaba sobre la mesa de luz de Ernesto, tal como la había dejado la noche anterior después de repasar su presentación en el congreso. "Qué cabeza, Ernesto, te olvidaste la carpeta", me dije. Y sin dudarlo me subí al auto y salí para Ezeiza. Qué mujer no hubiera hecho lo mismo en mi lugar.

Manejé más rápido de lo que acostumbraba. Tenía que llegar antes de que Ernesto embarcara para poder darle la carpeta celeste. En mi cabeza, iba siguiendo sus pasos para calcular si llegaría a tiempo. Hacía rato que tenía que haber llegado al aeropuerto de Ezeiza. Había salido con bastante margen; con tanta anticipación no debía haber encontrado mucha gente en la cola de embarque. Nadie cumple con las dos horas anteriores a la hora de salida que piden las aerolíneas. Ernesto sí, es muy puntilloso en esas cosas. Y muy metódico, así que lo lógico era que no bien se chequeara, subiera. ¿Qué se iba a quedar haciendo ahí abajo? Yo, por mi parte, estaba bastante jugada con el horario. En el peaje de la autopista, para variar, funcionaban la mitad de las barreras y me demoré más de lo conveniente. Y dentro del aeropuerto me costó encontrar dónde estacionar. Bajé del auto corriendo, con la carpeta en la mano. Casi no les di tiempo a las puertas automáticas a que se abrieran y ya estaba en el hall buscando a Ernesto. Fui mostrador por mostrador recorriendo las colas de embarque. No estaba. Fui a informaciones. A esa hora sólo salía un vuelo para Río. Un vuelo de Varig. Volví a ese mostrador. Pedí que me informaran si Ernesto había viajado. Me dijeron que no daban ese tipo de información y supe, por el tono monocorde de la empleada, que era en vano insistir. Miré en los barcitos al paso. Ernesto toma mucho café, le hace mal, pero le encanta; tal vez se hubiera demorado ahí. Nada. Podía ser que estuviera en el baño o comprando algo. Lo busqué en los negocios de souvenirs, en los quioscos, y lo esperé un tiempo prudencial en la puerta del baño de hombres. No apareció. Quería dejar el recurso de inventar una excusa y hacerlo llamar por los parlantes, como última alternativa. A Ernesto no le gusta andar haciendo papelones y, para él, eso habría sido un auténtico papelón, por más que en esa carpeta celeste se le fuera la vida. Lo mejor era pararme junto a la escalera de embarque. Si todavía no había subido, tenía que pasar por ahí.

Iba caminando hacia la escalera cuando vi la campera de Ernesto. Una campera igual a la de Ernesto. Pero no era Ernesto, era otro hombre, alguien que subía esa escalera abrazado a una mujer. Morocha, alta. Un hombre que le decía cosas al oído. Con la campera de Ernesto. Y un pantalón como el que llevaba esa mañana Ernesto. Con la raya bien marcada, como le plancho los pantalones a Ernesto. Y el bolso de Ernesto colgando de su mano. El bolso que yo le había preparado. A Ernesto. Se puso de perfil para besarla. Ernesto la besó. Y ella, Charo, se dejó besar.

Mientras la escalera los subía, quise gritar. Debo haber sufrido algo así como una parálisis momentánea, porque no me salía la voz, abría la boca pero el sonido no aparecía. Es más, el resto de los sonidos, también habían desaparecido. Como si alguien le hubiera bajado el volumen al sonido ambiente. No podía hablar, no podía moverme, no escuchaba. Sólo veía.

Hasta que quedaron en cuadro sólo sus zapatos, los de Ernesto, y las sandalias de ella.

Y ya no vi más.

 

22.

 

Inés entró en su casa, cerró la puerta y dio dos vueltas de llave. Eran las diez y media de la mañana. Tiró su cartera en alguna parte. Lali ya se había ido. Se acercó a cada ventana y bajó cada persiana hasta que la luz apenas pudo adivinarse entre las hendijas. Desenchufó el teléfono. Subió al primer piso y repitió los mismos pasos. Se miró en el espejo de su cuarto. Fue al baño y buscó en el botiquín las pastillas tranquilizantes. Las sopesó. Sonaron en el aire, había unas cuantas, por lo menos medio frasco. Desenroscó la tapa, volcó algunas pastillas sobre la palma de su mano. Se quedó con dos y devolvió el resto al frasco. Se las puso en la boca. Se sirvió agua. Antes de tomarla sacó una de las pastillas de su boca y la tiró por el inodoro. Tragó la otra. Bajó. Entró en la cocina. Las cosas del desayuno seguían allí. Como si nada hubiera pasado. Intentó lavar una taza. Pero la terminó estrellando contra la pileta. El asa saltó y rebotó tres veces sobre el mosaico de la cocina. Se lavó la cara. Se quedó un rato así, con la cara mojada. Se secó con un repasador húmedo. Sintió asco. Lloró. Puso el resto de las cosas del desayuno dentro de la pileta, incluida la mantequera, con la manteca a medio derretir. Fue al living. Quería ir al garaje pero fue al living. Dio algunas vueltas alrededor de la mesa ratona. Se sirvió un whisky. Sin devolver la botella al bar, lo tomó. Dejó el vaso. La botella no. Salió. Fue al garaje. Entró y cerró el portón tras de sí. Caminó directo hacia la pared del fondo. Sacó el ladrillo. Iba a sacar las cosas que escondía detrás de ese ladrillo, pero no lo hizo. Dejó todo como estaba. Fue a la cocina. Buscó los guantes de goma. No los encontraba. Corrió las tazas de la pileta sin cuidado. Estaban ahí, debajo de los restos del desayuno. Mojados y sucios. Los lavó y los secó. Volvió al garaje. Con los guantes puestos. Fue otra vez hacia la pared del fondo. Sacó las cosas que escondía detrás del ladrillo. Buscó dónde meterlas. Encontró la caja de herramientas. Tiró al piso lo que estaba dentro. Guardó las cartas de Tuya, los pasajes a Río, las fotos de Ernesto desnudo, la caja de preservativos dedicada, y la cerró. Devolvió el resto al hueco y colocó otra vez el ladrillo en su lugar. Faltaba el revólver. Fue a su auto y abrió el baúl. Sacó la rueda y allí estaba, donde lo había puesto el día en que lo había traído de la casa de Alicia. Lo sacó suavemente, casi con respeto. Lo metió en la caja de herramientas. Salió del garaje con la caja en una mano y la botella de whisky en la otra. Devolvió el whisky al bar, y dejó sobre él la caja de herramientas. Fue a la cocina. Dejó otra vez los guantes en la pileta. Abrió la canilla y se lavó la cara, con mucha agua, fría.

Entonces sí, barajó y dio de nuevo.

 

23.

 

Ernesto y Charo subieron la escalera de embarque besándose.

No había vuelta que darle, lo había visto con mis propios ojos. Y los ojos de una no mienten. A lo sumo una puede cerrarlos, pero para eso era demasiado tarde. Se me habían caído todas las tostadas del lado de la manteca, y tenía que aceptarlo. Pero aunque Ernesto y Charo se hubieran besado, como lo hicieron, en la escalera de embarque, yo no terminaba de armar el resto de la historia. Porque alternativas había muchas y muy distintas. Me pasé todo ese día evaluándolas, buscando datos que las confirmaran o errores que las descalificaran. Para mitad de la tarde el embrollo que tenía en mi cabeza era tal, que las distintas alternativas se me mezclaban y ya no sabía cuáles había descartado y cuáles seguían en carrera. Entonces se me ocurrió hacer un cuadro sinóptico. En la escuela, cuando había que estudiar algo muy complicado, yo me armaba un cuadrito sinóptico, con muchas flechas, muchas llaves, todo bien chiquitito, bien ordenado, cosa que si no me ayudaba para clarificarme el pensamiento, por lo menos me servía de machete. Yo nunca fui muy buena en el colegio. No me interesaba, me la pasaba pensando en otras cosas. Al principio me hacía problema. Tenía miedo de que me dijeran burra. Hasta que una tarde, yo estaría en quinto grado, me la pasé tratando de acordarme los nombres de los distintos tipos de triángulos: equilátero, isósceles y escaleno. El isósceles no me salía nunca. Yo me sentía una tarada, lo repetía y lo repetía y cuando cerraba el cuaderno se me borraba. Como si tuviera una tara. Mamá me vio mal y me dijo: "Nena, no te preocupes, que en la vida si hay algo que no te va a servir absolutamente para nada, es saber lo que es un triángulo isósceles". Y tenía razón, a uno le enseñan tanta estupidez. A ver si el isósceles me iba a arreglar el problema con Tuya a mí. De esos triángulos nadie te enseña, tenés que aprender sólita. Y cómo cuesta. Casi siempre te bochan. Aunque una piense que salió victoriosa. Porque el día menos pensado, en vez de eliminar un lado del triángulo, te das cuenta de que se agregó otro. Y el triángulo se trasformó en cuadrado. Como me pasó a mí. Como le pasó a Alicia.

Y de esa geometría, nadie sabe un cuerno.

El cuadro sinóptico decía más o menos lo siguiente: