A diferencia de otras épocas, ya no es tan sencillo conseguir venenos efectivos y, por atraparte, estas sustancias son muy fáciles de detectar con las actuales prácticas forenses.
Claudia Piñeiro
Tuya
Alfaguara—Buenos Aires Argentina
Mayo 2008
ISBN: 978—987—04—0987—8
1.
Para aquel entonces hacía más de un mes que Ernesto no me hacía el amor. O quizá dos meses. No sé. No era que a mí me importara demasiado. Yo llego a la noche muy cansada. Parece que no, pero las tareas de la casa, cuando una quiere tener todo perfecto, te agotan. Si por mí fuera, apoyo la cabeza en la almohada y me quedo dormida ahí mismo. Pero una sabe que si el marido no la busca en tanto tiempo, no sé, se dicen tantas cosas. Yo pensé, lo tendría que hablar con Ernesto, preguntarle si le pasaba algo. Y casi lo hago. Pero después me dije, ¿y si me pasa como a mi mamá que por preguntar le salió el tiro por la culata? Porque ella lo veía medio raro a papá y un día fue y le preguntó: "¿Te pasa algo, Roberto?". Y él le dijo: "¡Sí, me pasa que no te soporto más!". Ahí mismo se fue dando un portazo y no lo volvimos a ver. Pobre mi mamá. Además, yo más o menos me imaginaba lo que le estaba pasando a Ernesto. Si trabajaba como un perro todo el día, y cuando le sobraba un minuto se metía a hacer algún curso, a estudiar algo, ¿cómo no iba a llegar agotado a la noche? Y entonces me dije: "Yo no voy a andar preguntando, si tengo dos ojos para ver, y una cabeza para pensar". Y lo que veía era que teníamos una familia bárbara, una hija a punto de terminar la secundaria, una casa que más de uno envidiaría. Y que Ernesto me quería, eso nadie lo podía negar. Él nunca me hizo faltar nada. Entonces me tranquilicé y me dije: "El sexo ya volverá cuando sea el momento; teniendo tantas cosas no me voy a andar fijando justo en lo único que me falta". Porque además uno ya no vive en los años sesenta, ahora uno sabe que hay otras cosas tanto o más importantes que el sexo. La familia, el espíritu, llevarse bien, la armonía. ¿Cuántos hay que en la cama se llevan como los dioses y en la vida se llevan a las patadas? ¿O no? ¿Para qué iba a buscarle la quinta pata al gato, como hizo mi mamá?
Pero al poco tiempo me enteré de que Ernesto me engañaba. Fui a buscar una lapicera y como no encontraba ninguna, abrí su maletín y ahí estaba: un corazón dibujado con rouge, cruzado por un "te quiero", y firmado "tuya". Una reverenda grasada, pero la verdad es que en ese momento me dolió. Estuve a punto de ir ahí mismo y refregarle el papel por la cara y decirle: "¡Pedazo de hijo de puta, ¿qué es esto?!". Pero por suerte conté hasta diez, respiré hondo, y dejé todo como estaba. Me costó fingir en la cena. Lali estaba en uno de esos días en que nadie la soporta, excepto Ernesto. A mí ya ni me afectaba, así era nuestra hija y estaba acostumbrada. Pero a Ernesto le costaba. Él le hablaba y ella contestaba con monosílabos. Yo no estaba en condiciones de aportar nada; con lo que había descubierto tenía suficiente. Pero tenía miedo de que se me notara. Yo siempre tapo todos los silencios, cubro los baches cuando una conversación no está bien armadita. Es como un don que tengo. Para evitar sospechas les dije que me sentía mal, que me dolía la cabeza. Creo que me creyeron. Y mientras Ernesto monologaba con Lali yo me iba imaginaba qué le iba a decir. Porque mi primera reacción de preguntarle "¿qué es esto?", ya la había descartado. ¿Qué me iba a contestar? Un papel, con un corazón, un te quiero, una firma. No, ésa era una pregunta estúpida. Lo importante era saber si ese papel significaba algo importante para él, o no. Porque en definitiva, y por más que a una le pese, a toda mujer, en algún momento, le meten los cuernos. Es como la menopausia, puede tardar más o menos, pero ninguna se salva. Lo que pasa es que hay algunas que nunca se enteran. Y ésas la pasan mejor, porque para ellas la vida sigue igual. En cambio, las que nos enteramos empezamos a preguntarnos quién será ella, dónde fallamos, qué tenemos que hacer, si tenemos que perdonar o no, cómo cobrarles a ellos lo que nos hicieron, y para cuando el susodicho ya dejó a la otra, el enredo mental que nos armamos es tan grande que ya no podemos volver atrás. Hasta corremos el riesgo de terminar inventando una historia mucho más grave y rebuscada que la verdadera. Y yo no quería equivocarme como se equivocan tantas mujeres. Porque en definitiva, una mujer que dibujaba un corazón con rouge y firmaba "tuya" no podía ser alguien importante en la vida de Ernesto. Yo lo conocía a Ernesto, él detestaba ese tipo de cosas. "Se debe estar sacando alguna calentura", pensé. Porque hoy por hoy las mujeres están muy lanzadas. Ven a un tipo y lo buscan, lo buscan, y el tipo si no hace algo se siente un imbécil. "La verdad", me dije, "para qué lo voy a ir a encarar a Ernesto y hacerle todo un planteamiento, cuando dentro de una semana esta mujer ya va a ser historia antigua". ¿O no?
Lo único importante era mantenerse alerta, estar segura de que la relación no avanzaba. Por eso empecé a revisarle los bolsillos, a abrirle la correspondencia, a controlarle la agenda, a escuchar del otro teléfono cuando él hablaba. Todo ese tipo de cosas que haría cualquier mujer en un caso como éste. Como me imaginaba, no encontré nada importante. Alguna que otra notita más, pero poca cosa. Hasta que empecé a notar que Ernesto llegaba cada vez más tarde, trabajaba los fines de semana, no estaba nunca. Lo único que no desatendía eran las reuniones por el viaje de egresados de Lali. Pero en todo lo demás, ausente sin aviso. Entonces me preocupé porque si salía siempre con la misma mujer, la cosa se podía poner fea. Un día lo seguí. Fue un martes, me acuerdo del día exacto porque veníamos de una reunión informativa por el viaje de Lali. Ernesto ya estaba mal, pero no me sorprendió porque ese viaje lo tenía loco. A mí me parecía que exageraba un poco, se sabe que esos viajes son medio caóticos, pero uno tiene que confiar en la educación que le dio a su hija. ¿Qué más se puede hacer? Ernesto quería controlar todo, todo le parecía que estaba mal organizado. Apenas llegamos Lali se encerró en su cuarto, vive encerrada en ese cuarto. Nosotros fuimos a la cocina a comer algo. Ahí fue cuando sonó el teléfono y Ernesto atendió. Era tarde, diría que una hora inapropiada para llamar a una casa de familia. Ernesto se puso nervioso, más de lo que estaba, empezó a discutir, y en un momento se fue al escritorio para hablar más tranquilo. Yo levanté el tubo de la cocina y llegué a escuchar que ella le decía: "Si no venís ahora mismo no respondo por mí". Y cortó. Ernesto volvió a la cocina, disimulaba pero los ojos le brillaban y tenía la mandíbula rígida. "Hubo un problema muy serio en la oficina, se cayó el sistema." "Anda, anda tranquilo a levantar el sistema, Erni", le dije. Salí detrás de él, me subí a mi auto y lo seguí. Yo no soy de manejar, y menos de noche, pero era un caso de fuerza mayor. No iba a llamar a un taxi y decirle: "¡Siga a ese auto!", como en las series. ¡Qué sabía yo con lo que me iba a encontrar! Fue a los bosques de Palermo y estacionó junto al lago. Yo apagué las luces para que no me viera, estacioné a unos cien metros, me bajé del auto y me acerqué caminando. Me escondí detrás de un árbol. Enseguida llegó ella, Tuya, caminando. Era Alicia, su secretaria, nunca me hubiera imaginado que esa mujer podía escribir con rouge un corazón y un "te quiero" a un hombre casado. Si hasta me caía simpática. Una rica chica, sencilla, con un estilo muy parecido al mío. Ella se le acercó y se le prendió del cuello. Lo quiso besar, pero él la apartó. Ernesto parecía enojado. Discutieron. Ella lloraba y lo abrazaba, él estaba cada vez más furioso. Yo me empecé a tranquilizar, evidentemente no era una relación que funcionara. A mí Ernesto nunca en la vida, en los diecisiete años que llevábamos de matrimonio, me trató de esa manera. Él se quiso ir y ella trató de detenerlo. Él se deshizo de ella. Ella insistió, y él terminó empujándola. Con tanta mala suerte que fue a dar justo con la cabeza en un tronco que había en el piso, y se quedó seca. Ernesto se puso como loco, la zamarreaba, le tomó el pulso, hasta trató de hacerle respiración boca a boca. Pero nada, una desgracia. Yo no sabía qué hacer, no me iba a presentar así como así, y decirle "Ernesto, ¿te doy una mano?".
Entonces me fui para casa, era lo más sensato.
2.
—Hola... ¿Paula?
—Sí, ¿quién es?
—Lali...
—Ah, no te conocí la voz estoy medio dormida.
—…
—Estás llorando.
—No, estuve, pero ahora no.
—¿Hablaste con tu viejo?
—No, no sé si voy a hablar. ¿Viste lo denso que estuvo hoy?
—Sí, la verdad...
—Nada le venía bien.
—¿Siempre es así?
—No, siempre no. Pero con este viaje está atacado.
—Tiene miedo, pobre.
—Sí, si vamos en avión porque vamos en avión; si vamos en micro porque vamos en micro.
—Nena, de lo que tiene miedo tu viejo es de que curtas. ¡Pobre!
—¡Qué boluda!
—Es un chiste. Pero no me digas que no es gracioso...
—A mí no me causa ninguna gracia.
—Reíte un poco. Te pasaste todo el día llorando.
—Tengo mis motivos.
—Sí, ya sé.
—…
—¿Y si hablas con tu vieja?
—Cero. Mi vieja no existe.
—Bueno, con alguien tenés que hablar.
—Pensé llamarlo a Iván.
—No, córtala, picase. Por ese lado ya fuiste y te fue como el culo.
—…
—Ay, no llores...
—Bueno, no hables con nadie. Déjalo para después del viaje, ¿okey?
—Mi viejo se muere.
—Por eso, mejor que se muera después del viaje.
—Vas a terminar haciéndome reír...
—Prométeme que no vas a llamar a Iván.
—…
—Prometeme, dale.
—Okey, chau.
—Chau.
3.
De camino a casa empezó a llover. Más que eso, diluviaba. Las escobillas del limpiaparabrisas iban y venían pero no daban abasto para desagotar tanta agua. Para colmo la izquierda barría mal. Tenía que hacer demasiado esfuerzo para poder ver. Maldije la lluvia. Pero enseguida le encontré el lado positivo. A mí siempre me gusta buscarle el lado positivo a las cosas. Si llovía, las huellas del accidente se iban a borrar, y eso sería de gran ayuda para Ernesto. Para todos.
Miré por el espejito retrovisor. La ruta estaba vacía. Me preguntaba qué estaría haciendo Ernesto. No se me ocurría que hubiera ido a la policía a contar lo que había pasado. Para qué andar ventilando trapitos al sol. El accidente fue un accidente. Si Ernesto iba a la policía, le harían demasiadas preguntas incómodas. Por qué se citaron en los bosques de Palermo. Por qué discutían. Qué tipo de relación los unía. Incómodas y, sobre todo, inútiles. Si Tuya ya estaba muerta. En los accidentes no hay culpables sino víctimas. Y en este accidente las víctimas eran dos. Una, la muerta, por la que preocuparse, a esa altura, no conducía a nada. Y la otra, Ernesto, que se vio involucrado en un hecho lamentable. No, seguro que no había ido a la policía. La realidad era la realidad, y los únicos testigos, vivos, de lo que pasó esa noche fuimos Ernesto y yo. Los dos sabíamos que en el episodio en cuestión, nadie tenía la culpa de nada. La culpa es "guacha" como decía mi papá. Y mi mamá le contestaba: "El guacho sos vos".
Lo que Ernesto y yo teníamos que hacer era tratar de olvidar ese episodio, y tirar para adelante. En cuanto Ernesto me contara todo, yo se lo diría. Estaba preparada, hasta lo había ensayado. Y él se debía morir de ganas de contarme todo. ¡Lo conocía tanto! Nosotros siempre nos contamos todo. Estábamos juntos desde los diecinueve años. Alguna que otra cosa, tal vez. Cosas sin importancia. O cosas que mejor no decir para cuidar al otro. Porque en la pareja hay que cuidarse todos los días; si no, la convivencia te mata. De hecho él, hasta ese momento, nunca me había contado de Tuya, lo cual se entiende y le agradezco. Lo que decía, me cuidó. Y lo que también me daba la pauta de que no era un asunto importante. Si hubiera sido importante Ernesto habría venido de frente, me habría dicho las cosas como eran, y me habría dejado. Ernesto no sirve para andar ocultando cosas. Yo tampoco.
Llegué a casa, estacioné el auto en el garaje y lo sequé. Era difícil justificar que estuviera mojado. No quería andar inventando algo. Que una farmacia, que un dolor de muelas, no iba a tener el mal gusto de inventar un velorio justo esa noche. Además, a mí no me gusta andar inventando. Cuando invento algo me vende la cara.
Subí a la planta alta. Lali dormía. Eso era importante, cuanto menos supiera del movimiento de la casa esa noche, mejor.
4.
—Hola...
—…
—¡Hola!
—¿Está Iván?
—¿Quién le habla?
—Una amiga.
—Las amigas de mi hijo tienen nombre.
—Laura...
—Laura... o Lali...
—Sí...
—Iván está pero no te puede atender. Está durmiendo.
—Ah, bueno...
—¡Espera, no cortes! Iván me contó todo. ¿Sabías?
—No.
—Yo, realmente, estoy muy apenada por vos, por lo que estás pasando.
—…
—Soy mujer y te entiendo, ¿viste?
—…
—Pero justamente como mujer que soy te voy a decir algo, vos no lo tenés que llamar más a Iván. Este problema es exclusivamente tuyo...
—…
—Y mira que, como le digo a Ivi, yo no pongo en duda tu buena fe, ni dudo de que esto haya sido un accidente, ¿viste?
—...
—Porque otro podría dudar.
—…
—Pero, bueno, te vas a tener que hacer cargo de tu error.
—…
—Porque el error fue tuyo, ¿estamos de acuerdo, no?
—Mi hijo no sabía que podía pasar esto. Si vos no le avisas, ¿cómo iba a saber?
—Yo...
—Una mujer siempre tiene que avisar.
—Nosotras dos sabemos que lo que hiciste vos no fue leal, ¿o no?
—Pero yo...
—No sé qué dirán tus padres de todo este asunto, no los conozco. Ni los quiero conocer, no me malinterpretes. Pero yo, como madre de Iván, tengo muy claro cómo fueron las cosas, y quiero que a mi hijo lo dejes tranquilo, ¿me entendés, querida?
—…
—Y si tus padres tienen algo que decir, que me llamen directamente a mí o a mi marido. Porque si vos o alguien de tu familia siguen molestando a mi hijo, voy a tener que hacer la denuncia.
—…
—¿Estás ahí?
—Sí, pero tengo que cortar.
—Es una suerte que hayas llamado así pudimos aclarar estas cosas, ¿no?
—Tengo que cortar.
—Que estés bien y no vuelvas a llamar.
—…
—Chau, querida.
—,,,
5.
Me metí en mi cuarto. Me moría por saber qué estaba haciendo Ernesto en ese momento. Descartada por inútil la posibilidad de que hubiera ido a la policía, pensé que a lo mejor se había tomado un tiempo para arrastrar el cuerpo al lago. Para que se hundiera. Eso dificultaría más la tarea de quien tuviera que investigar la, entonces tal vez, desaparición de Tuya. ¡Esa sí que era una idea! Si hubiera podido llamar a Ernesto y decírselo. Pero no podía. El no sabía que yo también era parte de esa historia. Por un momento pensé en usar la misma táctica que para mi cumpleaños. Una especie de asociación libre inducida. "Ernesto, anoche soñé con vos. Soñé que me regalabas para mi cumpleaños una campera de cuero color borravino que me tiene loca, una que venden en el local tres de la planta baja de las Galerías Pacífico. No sabes, fue un sueño re lindo. Talle cuarenta y dos." Pero en el caso en cuestión, tendría que haberlo llamado y haberle dicho algo al estilo de: "Ay, querido, discúlpame que te moleste pero tuve una pesadilla, te vi arrastrando un cuerpo al lago de Palermo". Demasiado traído de los pelos, se iba a dar cuenta.
Tenía que mantener la calma, cosa que me costaba. Reconozco que estaba nerviosa. Me di cuenta porque no sabía qué hacer. Yo siempre sé qué hacer, siempre tengo las cosas claras. Pero esta vez, estaba confundida. Está bien que uno no ve matar a una mujer todos los días; y mucho menos que quien la mate sea su marido, el de una. Pero bueno, tampoco "matar", que suena tan rotundo, tan de dedo índice agitado en el aire, tan de maestra ciruela. "Accidentar" tal vez sea un término más apropiado. O mejor "empujar y desnucar sin querer". "Desnucar" tampoco es una palabra de lo más feliz. "Preterintencional." Ésa la busqué en un diccionario jurídico la semana pasada, por las dudas. Que a causa de un empujón "preterintencionado" ella se hubiera muerto, ya era otra cosa. Porque Ernesto no puso ahí el tronco donde fue a dar la cabeza de Tuya. Eso fue cosa del destino que quiso que esa mujer terminara así. O de Dios. Y yo en esas cosas creo. Y las respeto. Y busco el mensaje. Porque ¿por qué esa mujer terminó desnucada en los bosques de Palermo y no paseando con mi marido por la Recoleta? Las cosas son como son por algo.
Pero volviendo a lo de mi confusión, porque yo en el tema del accidente y de las culpas tenía todo bastante claro, lo confuso para mí era decidir si era mejor esperar a Ernesto en la cama y hacerme la dormida, o esperarlo sentada en el living. Porque si Ernesto venía, como yo suponía, desesperado por contarme lo que le había pasado, y me encontraba dormida, tal vez no se atrevía a despertarme. Pero si me encontraba despierta, ¿qué podía decirle para justificar mi desvelo? Si era más de la una de la mañana y yo a las diez de la noche ya estoy durmiendo como un tronco. Justo "tronco" se me tenía que venir a ocurrir.
Me puse el pijama y me metí en la cama. Estaba incómoda. Daba vueltas para un lado y el otro. Traté de relajarme. Respiración profunda y esas cosas. Nada. Me levanté y bajé al living. Me senté en el sillón. La lluvia era cada vez más fuerte. Me imaginé el barro que habría en los bosques de Palermo para ese entonces. Me imaginé a Ernesto dando vueltas con el auto para poner en claro sus ideas. Me lo imaginé en la ruta de camino a casa, manejando bajo esa lluvia. Me acordé de las escobillas, de las de mi auto. De esa que no barría y que tendría que haber cambiado hacía meses. La izquierda. Y me dije: "Mejor ocuparme en algo útil mientras espero". Y fui al garaje a cambiar las escobillas. Ernesto siempre tiene repuestos para el auto. Bujías, fusibles, esas cosas. Yo sé bastante de mecánica, pero él no sabe que sé, porque ocuparse de los autos es una tarea de los hombres, y como decía mi mamá, el día que cambias un cuento, sonaste, porque ya creen que sos plomera diplomada y no agarran un destornillador ni que se esté inundando la casa. Abrí la caja donde Ernesto guardaba los repuestos y la revolví. Las escobillas estaban debajo de todo. En realidad debajo de todo no; cuando saqué las escobillas encontré un sobre que, por supuesto, abrí. Porque yo tengo mucha intuición, y sabía que tenía que abrirlo. ¿Y qué había adentro? Más cartas de Tuya. Con el rouge de Tuya. "¡Qué diálogo de mierda hay que tener para necesitar tanta carta!", pensé. Las leí. Eran una asquerosidad. "Este hombre es un reverendo idiota", pensé, "¿en cuántos lugares de la casa habrá dejado pistas de su romance?". Tiré las escobillas al cuerno y me puse a hacer una revisión a fondo de toda la casa. Yo ya le venía revisando desde hacía un tiempo bolsillos, attaché, cajones del escritorio, la mesita de luz, la guantera. Pero la caja de repuestos del auto supera la imaginación de cualquiera. Agité libros, desarmé bollos de medias, saqué fondos de valijas y bolsos. Sólo encontré una foto carnet de Ernesto, atravesada por los labios de Tuya. Adentro de una cajita de preservativos. La foto tenía una dedicatoria: "Para que los disfrutemos juntos". Fue en ese momento en que me quedó claro por qué Dios puso ese tronco donde lo puso. Guardé la foto y los preservativos con el material que había encontrado en mi primera revisión, unas semanas atrás. Pensé en quemar todo antes de que viniera Ernesto. Dadas las circunstancias, no se podía correr el riesgo de que alguien las encontrara. Pero no sé, las guardé. Una nunca sabe. Yo había armado una especie de escondite en el garaje cuando todavía no había abierto mi cuentita en el banco. Un trabajo verdaderamente prolijo: había aflojado un ladrillo, lo había sacado limpito, lo había partido al medio, y otra vez al lugar de donde lo había sacado. Pero esta vez sólo la mitad del ladrillo. Con los billetitos atrás claro. Los billetitos ahora están en un lugar más seguro. "¡Vaya uno a saber dónde terminan estas porquerías!", pensé mientras doblaba las fotos y las notas para que entraran.
En ese momento llegó Ernesto. Me agaché detrás de mi auto para que no me viera. Me parecía muy fuerte que bajara del auto y me encontrara ahí en el garaje. Se iba a sentir espiado. Era mejor dejarlo tomarse su tiempo antes de que me largara todo el rollo. Tal vez un whisky, unos mimos si hiciera falta. No sé, algo que lo entonara. Y después la charla y el alivio de una vez por todas. Ernesto salió y le di tiempo a que subiera. Sabía perfectamente lo que yo tenía que hacer: ir a la cocina y calentar un poco de leche. Después subir y decirle: "Hola, mi amor, me desvelé. ¿Vos todo bien?".
Antes de salir del garaje me detuve a observar el auto de Ernesto. Tenía barro hasta la manija. Se me hizo evidente que, por un tiempo, iba a tener que pensar por los dos.
6.
Material fotocopiado de una publicación española de práctica forense, encontrado en la mesa de luz de Inés Pereyra, con notas en los márgenes y a pie de página, incorporadas entre paréntesis al texto en la versión transcripta a continuación.
La tierra de la escena del crimen y aledaños a la misma, es el lugar por donde empiezan su revisión los agentes forenses. Aunque no es una prueba en sí misma, los agentes nunca dejan de tomar una muestra de dicha tierra cuando realizan su inspección en busca de pruebas. Hoy en día, la investigación forense cuenta con técnicas muy precisas para comprobar si hay restos de la misma tierra en la ropa o el vehículo del sospechoso. (¡Ojo, lavar ropa urgente!)
La cosa también funciona a la inversa. Si tienen al sospechoso, pero aún no saben dónde se llevó a cabo el crimen, una minuciosa revisión de su ropa, su automóvil, su vivienda, o su lugar de trabajo, puede dar cuenta clara de una zona o área particular en donde encontrar el cadáver, si fuera el caso.
La revisión del vehículo es decisiva. Hay que revisar con esmero carrocería y paragolpes. Si se comprueba que la tierra allí acumulada y la tierra de la escena del crimen son la misma, los agentes estarán ante una importante evidencia. (¡Limpiar a fondo los dos autos!)
El agente también levantará cualquier trozo de barro que encuentre en la escena del crimen, y con posterioridad lo comparará con los restos de tierra pegada en el chasis del auto sospechado. Si una pieza encaja con la otra como en un rompecabezas, quien usa el vehículo en cuestión no podrá negar que estuvo en el lugar de los hechos.
Otro elemento que estudian los agentes forenses es la marca o huella de neumáticos o pisadas. Incluso utilizan una técnica similar a la de los odontólogos para obtener moldes de yeso de las huellas halladas, y luego poder examinarlas con más claridad. En el caso de que la huella del neumático sea importante, en cuanto a tamaño y claridad, los agentes podrán deducir el modelo, tamaño y marca del automóvil utilizado en el hecho en cuestión. Si los neumáticos estaban deteriorados, harán una identificación mucho más exacta porque el dibujo estándar del fabricante se habrá transformado en otro, particular, según cómo se hayan gastado dichos neumáticos. (Irrelevante con lo que llovió.)
Las huellas de zapatos también son analizadas. Como mínimo indican cuánto calza quien llevaba esos zapatos. Pero además, dada la diversidad de modelos de suela que hay en el mercado, muy probablemente el agente forense estará en condiciones de averiguar el tipo de calzado utilizado por quien o quienes estuvieron en la escena del crimen. Es mas, los agentes forenses se creen capaces de deducir de qué forma camina la persona que dejó esa huella analizando, a través de la misma, cómo gastó la suela de su zapato. (Interesante, pero también irrelevante.)
7.
Subí a la habitación con mi vaso de leche tibia. Ernesto no estaba ahí. Salí a buscarlo por el pasillo. La puerta del cuarto de Lali estaba entreabierta y me acerqué. Espié sin entrar. Ernesto lloraba sentado en el piso, junto a la cama de Lali. La acariciaba. Había tantas cosas por hacer y él se tomaba sus tiempos para sensiblerías. No se llora sobre la leche derramada. Se trae un trapo y se limpia. Y acá, la única que había empezado a hacer un poco de limpieza era yo. Pero para limpiar como se debe, necesitaba que Ernesto, de una vez por todas, me contara lo que había pasado. Y por el momento parecía más interesado en llorar velando el sueño de su hijita del alma. ¡La consiente tanto! Lo que pasa es que Ernesto todavía se siente en falta con ella. Y eso que pasaron diecisiete años. Ernesto no estaba decidido a casarse, decía que era demasiado pronto. "¿Pronto?", dijo mamá. Hacía tres años que salíamos, desde los diecinueve. "Lo tenés que apurar; nena, si no, no se va a decidir nunca." Y yo lo apuré. No me costó nada. Quedé enseguida. Se lo dije no bien me hice el análisis. Y él dudó, no de mí, dudó de tener el hijo. Nunca lo hablamos, pero yo sé que dudó. Ernesto estaba mudo, no decía una palabra. Yo no quería que se le cayera el ánimo, así que no paraba de hablarle. Le conté que había soñado que el bebé tenía sus mismos ojos. Le dije que ya tenía los nombres, Laura si era nena y Ernesto si era varón. Le conté lo feliz que se había puesto mamá cuando le dije que iba a ser abuela. Ernesto seguía sin decir una palabra. "Ernesto, ¿vos no estarás pensando en que me lo saque, no?" Fueron palabras mágicas, Ernesto se puso a llorar como un chico. Decía: "Perdóname, perdóname". Y sin dejarlo decir más, le agarré la mano, se la puse sobre mi panza y dije: "Bebé, te presento a tu papa".
Me hubiera quedado esperándolo despierta. Quería que Ernesto me contara todo de una vez por todas. Pero eran las cuatro de la mañana y Ernesto no aparecía. Podía haber ido a buscarlo y decirle: "Ernesto, ¿por qué no te dejas de joder y te venís a acostar de una vez por todas?". Pero no quise forzarlo, había tenido un día muy duro. No era cuestión de seguir echando leña al fuego. A mí también me hacía falta descansar. Me tomé la leche, me metí en la cama y me dormí.
El despertador me levantó a las seis y media. Ernesto no estaba a mi lado. No era lo habitual, él nunca se levantaba antes de las siete. Su lado estaba intacto. Me dio escalofríos imaginármelo dormido, acurrucado, sobre la alfombra del cuarto de Lali. Fui a ver, pero ya no estaba ahí. Se estaba duchando. Me apuré, tenía que lavar su auto antes de que saliera. Lo dejé impecable a una velocidad asombrosa. Soy buena para esas cosas. Cuando entré en la cocina, Ernesto ya estaba ahí. Preparaba café. "Hola, querido", le dije. "Hola", me contestó y se sirvió café. Me senté frente a él y le sonreí. Quería que se sintiera a gusto, que viera que su mujer era un bálsamo capaz de curarle cualquier herida. "¿Alguna novedad?", dije sin dejar de sonreír y como para darle ese empujoncito que Ernesto siempre necesita. No me contestó. Me costó mantener mi sonrisa, se puso tensa, como una mueca. ¡Cuando Ernesto se cierra en sí mismo me irrita tanto! Tomó su café. El diario estaba doblado al lado de su taza, pero no lo abrió. "Mala señal, ya empieza a hacer burradas", pensé. Ernesto nunca sale de casa sin leer el diario. Y el punto número uno del decálogo del asesino perfecto es ser fiel a sus rutinas diarias. Si no, es como estar llamando a la policía. "Eh, chicos, miren, acá estoy yo, con la vista perdida, la cara desencajada, el café chorreado porque no le emboco a la boca, ¿no les parece que debo estar metido en algo extraño?" "Ernesto, ¿ya leíste el pronóstico del tiempo para este fin de semana?", le dije mientras le abría el diario y casi se lo ponía en las manos. Ernesto fingió que leía. "Dios mío", pensé, "¡qué difícil va a ser esto!". "Ernesto... ¿se solucionó el problema de sistemas que tenías?". Ernesto me miró y casi me da un ataque: se le llenaron los ojos de lágrimas. Me agarré la cabeza, abatida. Lo miré y le dije de una: "Ernesto, se debe haber solucionado mientras ibas en camino y te volviste porque a la media hora estabas en casa, yo oí que tu auto entraba, eran las diez y media de la noche a más tardar; y ya no saliste más. ¿Okey? Saliste a las diez y estabas de vuelta a las diez y media. Eso no da tiempo para llegar a ninguna parte, ni para hacer nada. ¿Me entendés, no?". No sé si me entendió. No sólo no decía nada sino que además me miraba con esos ojos que me daban ganas de mandarlo a la esquina en penitencia. Porque en el fondo Ernesto, y ése es su grave problema, es un chico. No termina de crecer nunca. Y yo a veces me canso de hacerle de madre. Porque por más que una quiera a un hombre, una tiene sus límites, y hay momentos en que, francamente, le pegaría un tiro.
Pensaba en eso de pegarle un tiro cuando entró Lali. Saludó apenas, como siempre. Ernesto la siguió con la mirada hasta que se sentó, parecía que le iba a decir algo pero enseguida agarró el diario e hizo como que leía. Lali se sirvió azúcar y revolvió el café. Miraba dentro de la taza mientras revolvía una y otra vez. "Nena, lo vas a marear", le dije como para romper el hielo. Levantó la vista, me miró, y volvió a revolver como si nada. Son esos momentos en que una les daría vuelta la cara de un cachetazo. Pero, como dije, no estaba la cosa como para agregar leña al fuego. Lo mejor era dejarla correr. "¡Qué bien dormimos todos anoche, ¿no, Ernesto?!" Ahí Ernesto me miró y me entusiasmé. Pero enseguida volvió a dejar su vista perdida sobre el diario. No había nada que hacerle, Ernesto no la agarraba, estaba, yo diría, desconcertado. Un tipo que mata a una mujer, y después se desconcierta. Un mono con navaja. Un verdadero peligro. Yo arremetí: si no tomaba las riendas de la situación, estábamos perdidos. "A las diez y media de la noche ya estabas durmiendo como un angelito, ¿no, mi amor?" Me quedé con el "¿no, mi amor?" en el aire. Lali me miró con desaprobación, no tenía motivo, pero ella siempre me mira con desaprobación. Agarró su mochila y se fue. Siempre me pareció que el solo hecho de que yo dijera una palabra le molestaba. Dice que hablo mucho. ¿Cuándo hablo yo? Además se cree muy inteligente, "como papá", decía cada vez que traía el boletín. Yo sé que me subestima. Pero yo la perdono, ¿quién no puede perdonar cuando se trata de una hija? Ella fue siempre muy rígida, muy estructurada, se cree que ser inteligente es sacarse diez en matemáticas. Mi inteligencia es de bajo perfil, es inteligencia en las sombras, sin alharaca, sin muy bien diez felicitado. Inteligencia práctica, la que sirve para las cosas de todos los días. La que lo podía salvar a su papá de quedar tras las rejas. Porque mientras yo le armaba coartadas al inteligente de su padre, lo único que él hacía era sonarse los mocos.
Antes de irse, Ernesto se acercó a mí y me dijo: "Esta noche me gustaría que tuviéramos tiempo para hablar, tranquilos". Al fin. "Claro, mi amor", le dije. Y antes de salir agregó: "Si llaman de la oficina, avisa que voy a llegar recién al mediodía".
8.
Me tentaba seguir a Ernesto, me aterraba pensar en la cantidad de burradas que podía hacer ese hombre en cuatro horas. Pero se me ocurrió una idea mejor: ir a su oficina. Abrí el placard y busqué qué ponerme. Tenía que verme bien. Sin llamar la atención, no nos olvidemos de que había una muerta de por medio. Nada me conformaba. De alguna manera, ésa era una ocasión especial. Una no se puede presentar en la oficina del marido en jeans y zapatillas. Por más que sean de marca. Es una cuestión de imagen. Una tiene que ser coherente con la imagen que los demás se van formando de la mujer de un ejecutivo. Y la mujer de Pereyra no era para ellos una gorda con batón y ruleros. De eso estoy segura. Mi marido siempre se viste muy bien, se combina la corbata con el color de las medias, me mata si la camisa que se quiere poner tiene una arruga o sus zapatos no están recién lustrados. Es muy detallista.
Elegí un trajecito color arena, elegante pero discreto, que me compré para el civil de una amiga. Creo que me lo puse ese día y nunca más. Es que vivimos en un barrio residencial, todas casas con jardín y pileta, y para todos los días el taco aguja y la ropa de seda no van. Ni qué hablar de la medibacha. Una no puede regar las plantas o podar una Santa Rita con la medibacha puesta. Acá todas nos vestimos de elegante sport, un lindo pantalón, una linda blusa, chalequitos de bremer, de vez en cuando un blazer, una pashmina. Y buenos accesorios, que siempre ayudan a dar ese toquecito final.
Me hubiera gustado que mamá me viera. Ella siempre me critica lo que me pongo. Dice que no me pinto, que no me arreglo. Es que ella es tan chabacana, tan de departamento. Se viste a las nueve de la mañana como si fuera de noche, se pinta como una puerta, se baña en perfume. Y ya tiene casi setenta años. Me parece que le quedó esa costumbre de cuando todavía pensaba que papá podía volver. Pobre mamá. Se lo dije un día, y me cruzó la cara de un cachetazo.
La recepcionista me reconoció antes de que me presentara y se sorprendió por verme ahí. Yo no soy de ir a la oficina de Ernesto, de meterme en sus cosas. "Su marido todavía no llega, señora", dijo. "No, ya sé, justamente me pidió que avisara que hasta el mediodía no va a estar por acá, subo a decirle a su secretaria." "Ella tampoco llegó", dijo. "Ni va a llegar", pensé para mis adentros; y reconozco que sentí un poco de culpa por un pensamiento tan poco apropiado. Pero bueno, una no puede controlar hasta los pensamientos. Dije: "La espero arriba, tengo que darle un mensaje". Y sin más subí a la oficina de Ernesto. No había nadie. Ernesto siempre se queja de que nadie llega antes de la nueve. Tenía media hora para hacer mi trabajo. Revisé todos los cajones de Ernesto. Esta vez no encontré nada. "¡Bien hecho, Ernestito, una que haces bien!", pensé. Después revisé el escritorio de ella. Nada, tampoco. "¡Qué prolijos estos chicos!", me dije. Pero conociendo las andanzas de Tuya, que firma papelitos con rouge y regala forros con dedicatoria, no me quedé muy tranquila. No podía ser que no tuviera un recuerdo de mi marido, una foto, un slip (en casa usa boxer, pero con ella, vaya una a saber), un osito con cartelito ridículo ("dame tu miel", o similar), un poema. No sé, un algo. Esta mujer tenía que tener algo. En el centro del escritorio, un cajón pequeño tenía echada llave. Lo forcé, fue fácil, esos cajones se abren con un poco de paciencia. Y a mí paciencia me sobraba. Todavía me sobra. Nada, un poco de plata, unos cheques, vales por rendir. Un manojo de llaves. Esto sí que me interesaba, y cada llave con su etiqueta. Una secretaria verdaderamente eficiente. "Oficina Señor Ernesto", señor Ernesto, qué hija de puta. "Recepción", "Entrada de servicio", "Entrada principal", "Sala de reuniones", "Copia Avellaneda". Dos llaves distintas en la misma arandela. Me quedé con esas copias en la mano, pensando.
Desde su propio teléfono llamé a la oficina de personal. Me identifiqué, por qué no hacerlo, dije que tenía que darle un mensaje urgente de mi marido a Tuya. Dije "Alicia", por supuesto. "Y como no llega necesitaría su teléfono particular y, si es posible, su dirección para mandar un cadete con unos papeles." Se ve que mi marido era muy respetado en esa empresa, o que la gente de la oficina de personal era muy idiota, porque inmediatamente me dieron los datos sin preguntar más. Avellaneda 345, 5° piso "B". No había que tener muchas luces para darse cuenta de qué se trataba "Copia Avellaneda".
Era mi día de suerte, realmente no contaba con que se me abrieran las puertas de la casa de Tuya con tanta facilidad. Una bendición del cielo. Más que una bendición, un mensaje. Alguien allá arriba quería que yo revisara ese departamento antes de que llegara la policía.
Bajé las escaleras radiante. Estaba feliz. "Triunfal" sería la palabra justa. Nunca me habría imaginado que la visita a la oficina de mi marido fuera tan beneficiosa para nuestros planes. Nuestros, de Ernesto y míos, aunque Ernesto siguiera en la luna de Valencia. Saludé a la recepcionista con una amplia sonrisa. Me miré de reojo en el espejo de la entrada, y me guiñé un ojo a mí misma. Mientras me miraba caminando hacia la puerta, jugué con el manojo de llaves escondido en el bolsillo de mi trajecito de seda color arena.
9.
—¿Quién te mandó?
—La prima de una amiga.
—¿Se atendió con nosotros?
—No sé, no me dijo.
—¿Cómo se llama?
—Belén Aguirre.
—Ah, sí. ¿Vos sabes cómo es esto, madre?
—Sí, bah, más o menos.
—¿De cuánto estás?
—No sé.
—¿Cuándo fue tu última menstruación?
—No me acuerdo.
—Trata de acordarte porque eso es fundamental.
—Y... hace dos meses más o menos.
—Bueno, si es así, y si nos apuramos, podemos hacerlo por aspiración.
—¿Qué es eso?
—Se aspira, madre, con una pipetita muy chiquita que ni te molesta. Se mete, se aspira y sale todo. No hay que hacer raspaje ni nada.
—...
—Sale limpito, limpito.
—…
—¿Te sentís mal?
—Del estómago.
—Ah, quédate tranquila que eso es muy normal. Ya se te va a pasar. Ponemos una fecha, dos días de reposo relativo y después si te he visto no me acuerdo. Quedas como nueva, vida normal.
—¿Se me va a notar?
—¿Qué cosa?
—Lo que me voy a hacer.
—¡Y cómo se te va a notar si no te vamos a hacer nada!
—Madre, si vos no querés que nadie sepa, nadie va a saber, ¿sí?
—Sí.
—Yo te voy a ir haciendo una receta para unas cositas que vas a necesitar. Un antibiótico para después, y el día anterior vas a tener que tomar un Valium, para estar bien relajadita, ¿sí? Eso te puede voltear un poco. ¿Te va a acompañar alguien?
—No sé.
—Bueno, yo te recomiendo que te consigas alguien de tu confianza, una amiga, no sé, vos sabrás, porque entre el Valium y la anestesia vas a salir un poco mareada, y no es bueno que andes así por la calle sólita, madre.
—Bueno.
—¿Me querés hacer alguna preguntita?
—No.
—Entonces hablemos de los honorarios. Esto te sale mil pesos. Me lo tenés que traer en efectivo porque nosotros no trabajamos con cuenta bancaria, ¿sí? Dólares o pesos es lo mismo.
—…
—Tenés la plata, ¿no, madre?
—Sí, sí, la tengo.
—Bueno, no sé, ¿querés que pongamos la fecha ahora? ¿Te parece el 10 de julio?
—No, ese día me voy de viaje de egresadas.
—¿Pero vos cuantos años tenés, madre?
—Diecinueve.
—¿Seguro?
—Sí... repetí un año.
—Porque mira que nosotros menores, si no vienen con un mayor, no atendemos.
—Yo tengo diecinueve.
—En eso somos muy estrictos, no queremos tener problemas.
—Le digo que soy mayor.
—Okey, madre, pero el día de la operación traeme el documento, ¿sí?
—Bueno.
—¿Querés antes o después de tu viaje?
—Después.
—Mira que no nos podemos ir mucho más allá porque si no ya después se agarra fuerte y no se puede aspirar, ¿sí? ¿Vos cuando volvés?
—El dieciocho.
—Dieciocho es domingo. El lunes tengo todo tomado ¿Martes veinte te parece bien?
—Sí.
—Entonces, martes veinte a las diez de la mañana.
—Voy a tener que faltar al colegio.
—Y sí, no te va a quedar otra, madre.
—…
—¿Te anoto para el marees veinte entonces?
—Sí.
—Bueno, te espero el martes veinte a las diez de la mañana. No te olvides que el pago tiene que ser en efectivo, y el documento por favor.
—…
—Llévate la receta para el Valium.
—Sí.
—Chau, madre.
—Chau.
—Buen viaje.
10.
Entré en el departamento de Tuya como si fuera mío. La llave más gruesa era la de la puerta de entrada. No me crucé con nadie, ni en la recepción del edificio ni en el palier. Antes de entrar, me coloqué unos guantes de goma que compré en el camino. A esa altura de mi vida llevaba vistas demasiadas series policiales como para andar dejando mis huellas por cualquier lado. Toqué el timbre, no fuera cosa que la muerta no viviera sola. Nadie respondió. Metí la llave en la cerradura y entré. Era un departamento de dos ambientes, chico pero coqueto, y muy ordenado.
Antes de inspeccionar cajones y armarios, hice una recorrida por el lugar. Sobraban portarretratos. Fotos familiares. Todos con sonrisas de publicidad de dentífrico. "Pensar que esta gente en poco tiempo va a estar llorando." Dos fotos se destacaban por el tamaño y la ubicación: un retrato de Tuya en blanco y negro, y una foto color donde se abrazaba a una chica de unos veintipico de años, muy alta, de pelo largo y negro. Busqué a mi marido mostrando su dentadura, pero no estaba. Eso me alivió, si no tenía su lugar entre tanto pariente sonriendo, por algo era. "No se puede andar poniendo la foto del amante entre la bisabuela y la prima, como si todos fueran la misma cosa", pensé. Pero me equivocaba, no era sólo eso.
Empecé la revisión más exhaustiva por el living. No encontré nada que pudiera incriminar, o que mencionara o pudiera relacionarse con mi marido; ni siquiera papeles de trabajo. Después me ocupé del baño y de la cocina. Tampoco encontré nada. Dejé el dormitorio para el final. Sabía que si iba a encontrar algo, ése era el lugar. Y así fue. Abrí la puerta y me shockeó encotrarme con una cama matrimonial. Por un momento me lo imaginé a Ernesto revolcándose en esa cama, sudando, trabajando y trabajando para darle amor a Tuya. Me empezó a invadir un sentimiento muy negativo, como una bronca o unas ganas de matar a alguien. Pero ella ya estaba muerta. Me relajé, respiré profundo, y me pude centrar otra vez en mi objetivo. Porque yo no estaba ahí para avivar el fuego sino para apagar el incendio. Y hay que verle el lado positivo a las cosas, en este caso a la cama, porque al fin y al cabo si lo que me molestaba era que Ernesto se hubiera revolcado en ella, estaba claro que ahí no se iba a volver a revolcar. Yo lo único que tenía que hacer en ese cuarto era borrar las huellas que pudieran incriminarlo. Y una cama matrimonial no incrimina a nadie, porque el revuelque no deja huellas. "O sí", pensé. Y me puse a revisar las sábanas. Estaban impecables, como si nadie hubiera dormido en ellas. Ni una mancha, ni un pelo, ni siquiera una arruga.
Veinte minutos después había terminado con el armario y con cada una de las cajitas donde Tuya guardaba todo tipo de porquerías. Todo muy naif. Postales, moños de paquetes, fotos, caracoles, servilletas de papel de distintas confiterías, cucharitas de tragos largos, boletines de la escuela primaria. Evidentemente Tuya era de juntar mucha porquería. Se me ocurrió tirar todo y hacerle un favor al deudo a quien le tocara vaciar el departamento, pero no quise disponer de lo que no era mío.
La verdadera sorpresa me la llevé cuando abrí el cajón de la única mesa de luz que había en el dormitorio. Me encontré con un revólver, y debajo de él, dos sobres. No fue el revólver lo que me sorprendió. Es bastante común que una mujer sola, como era el caso de Tuya, tenga un revólver a mano. Hoy en día anda mucho loco suelto. Yo misma entiendo algo de armas porque, cuando papá se fue de casa, mamá compró un revólver y me enseñó a usarlo. "Dos mujeres solas no pueden estar seguras sin esto", me dijo. Pero nunca lo usamos. Creo que en el fondo mamá lo compró para pegarle un tiro a papá; por si el perfume y la pintura no daban resultado. Pero él no le dio el gusto, porque nunca volvió. Tomé el revólver y comprobé que estaba cargado. Como decía mi mamá, "ya que lo tenemos, que funcione".
Cuando terminé con el revólver abrí el primer sobre. Los guantes de goma hacían que mis movimientos fueran torpes. Me encontré con dos pasajes a Río. Uno a nombre de A. Soria, o sea Alicia Soria, Tuya. Y el otro a nombre de E. Pereyra, o sea Ernesto, mi marido. Eso me confirmaba que la relación era un mamarracho. Ernesto siempre odió la playa y el calor. Jamás hubiera planeado ir a Río, con nadie. Ni siquiera con Lali y conmigo. Llegué a la conclusión de que esa mujer lo había estado acosando. Seguramente ella había planeado el viaje y sacado los boletos. Tal vez la discusión que terminó con Tuya dándose la cabeza contra el tronco, había sido por ese viaje. Si el pasaje hubiera sido a Bariloche podría ser que la cosa hubiera sido planificada por él. Pero a Brasil, jamás. Yo lo conocía a Ernesto, hacía más de veinte años que lo conocía. El ticket estaba marcado para un par de semanas después. Pero Dios hizo justicia, porque para esa fecha, si todos teníamos suerte y la policía se tomaba sus tiempos, Tuya seguiría donde Ernesto la hubiera dejado.
Me guardé los pasajes en la cartera y abrí el otro sobre. Y eso sí que no me lo esperaba. En realidad, el contenido escapaba a la imaginación de cualquier persona con dos dedos de frente. Primero me enojé. Reconozco que me enojé mucho. Pero enseguida sentí lástima. ¿Qué otra cosa se podía sentir frente a esas imágenes? Fotos en blanco y negro, chiquitas, como esos contactos que te hacen en las fiestas para que después elijas una. Fotos de Ernesto. Desnudo. ¡A quién se le puede ocurrir hacer posar a Ernesto desnudo y sacarle fotos! Ernesto es un tipo que tiene su pinta, ¡pero vestido! Cuando está desnudo le cuelgan demasiadas cosas. Ya no tiene veinte años. Está flojo por todos lados. Yo misma, que soy su esposa, cuando sale desnudo del baño ni lo miro. No me parece atractivo. Vestido sí, vestido es otra cosa. Ernesto siempre fue un tipo buen mozo, elegante. Pero hacerlo sentarse en una silla en bolas, mirar a la cámara y poner esa cara de idiota. ¿No se le ocurrió pensar en la gente que lo iba a ver cuando mandaran a revelar el rollo? Como para poner la foto en un portarretratos.
Metí las fotos otra vez en el sobre, casi con asco, y las guardé en mi cartera. Dejé el resto exactamente como estaba. Pero cuando llegué a la puerta me volví. Abrí el cajón de la mesa de luz y me llevé el revólver. No sé, un arranque. Además, un revólver siempre se presta a suspicacias. Y cargado, mucho más.
Abrí apenas la puerta y me aseguré de que no hubiera nadie en el pasillo. Mientras bajaba en el ascensor me felicité por haber ido. Llevaba en la cartera demasiada evidencia en contra de Ernesto. Evidencia falsa, porque en definitiva él y yo sabíamos que todo había sido un accidente. Pero no sólo hay que ser, sino parecer. Y si alguien hubiera encontrado esas lamentables fotos de Ernesto y los pasajes, habría sido difícil convencerlo de su inocencia. Además, de sólo pensar que esas fotos podrían haberse hecho públicas, se me ponía la piel de gallina. ¡Cómo se puede venir abajo la imagen de un hombre de un plumazo! Por suerte estaba yo allí, para que eso no pasara.
Había caminado sólo unos pasos cuando un taxi paró frente al edificio. Del auto bajó la morocha del portarretratos. La alta, de pelo largo. Traía mala cara. Y parecía apurada. Dejó el taxi esperando en la puerta. Abrió con sus propias llaves y entró. Si me hubiera demorado cinco minutos nos habríamos cruzado en el departamento. Busqué un lugar desde donde mirar sin ser vista. Frente al edificio había un bar y me metí ahí. Me senté junto a la ventana. Se acercó un mozo, y se paró junto a mí. Le pedí un café, no tenía ganas de tomar nada, pero quería que se fuera rápido para poder manejarme tranquila. Se quedó mirándome, me miraba las manos. Yo también las miré y me encontré con los guantes de goma. Puestos. "Qué tarada, salí apurada y me olvidé de sacármelos", dije. Me quité los guantes y los metí en la cartera. El mozo se dio media vuelta y fue por el café.
Al rato salió la morocha conversando con un hombre que parecía ser el portero del edificio. Le hablaba preocupada. El hombre movía la cabeza también preocupado. La acompañó hasta el taxi, le abrió la puerta. Ella le dio una tarjeta, subió al taxi y se fue.
Cuando el mozo llegó con el café yo ya juntaba mis cosas para irme. El hombre se molestó. Era bastante bruto, y la imagen no lo ayudaba: el pelo canoso lo tenía tan crecido que podía hacerse una cola de caballo, y tenía un bigote absolutamente negro. Un asco. Para peor, pateó sin querer la mesa y me volcó media azucarera encima. Le tiré las monedas del café sobre la mesa y me fui sin tomarlo.
Era una linda mañana de sol, así que me fui caminando por Rivadavia, sin apuro, pensando. Con la marcha, caían restos de azúcar de mi pollera de seda, y eso me distraía un poco. La sacudí para poder concentrarme. Volví a mis elucubraciones. Si no me equivocaba, ya no jugaba sola. Y si la morocha estaba preocupada por la ausencia de su "vaya a saber qué", alguien empezaba a dar pasos que modificarían los míos. Aunque yo llevaba unas cuantas horas de ventaja, ya no podía dar pasos en falso. La cosa se empezaba a poner más difícil, pero también más entretenida.
Paré en una peluquería y me hice depilar. Como decía mi mamá "una siempre tiene que andar por la calle depilada y con la bombacha limpia". Y en eso sí que le doy la razón. En esta vida hay que estar siempre preparada, porque nadie tiene comprado nada.
Y una nunca sabe qué le puede llegar a pasar.
11.
—¿Y qué vas a hacer?
—No sé.
—Te digo que lo del documento es un tema...
—¿Qué documento?
—¿No te dijeron que si sos menor no te lo hacen?
—Pau, tampoco nos tendrían que vender cerveza o entradas para el boliche...
—Ay, Lali, no vas comparar.
—¿Qué? Mil mangos es mucha guita. Es como quinientas cervezas.
—¿Quinientas?
—Si llevo la plata me lo van a hacer, si está todo podrido.
—Me dieron fecha para el veinte.
—Ay, qué bajón...
—Sí...
—…
—…
—¿Entonces a tus viejos tío les vas a decir nada?
—No, ni en pedo.
—…
—Mi viejo está muy raro, me parece que sospecha algo.
—¿Sí?
—Ayer me vino a ver a mi cuarto, a la noche. Yo me hice la dormida.
—¿Y?
—Lloraba.
—¿Lloraba?
—Me pareció.
—Yo no creo que sepa.
—Capaz nos escuchó hablar.
—Pero te hubiera dicho...
—No sé.
—
—No, no puede saber. Escúchame, Lali, tu viejo no puede decir todas las boludeces que dice en las reuniones por el viaje si sabe lo que te está pasando.
—Sí, en eso tenés razón.
—Pero me preocupa mi viejo. Lo veo medio mal y no sé, siento que capaz es mi culpa.
—No te des máquina, para mí tu viejo no sabe ni ahí. ?
—Me compré la campera.
—Ah, ¿cuál?
—La de duvet, porque la otra era refinita y me iba a cagar de frío.
—Sí, yo también voy a llevar una de duvet. ¿Te parece que con una campera sola estará bien?
—Yo llevo también la de cuero, para la noche.
—Sí, tenés razón, no vamos a estar todo el día con lo mismo.
—¿Y al final te compras los borcegos?
—Mi viejo me dio la plata, pero me la voy a guardar. Para llegar a los mil.
—Ah...
—…
—…
—Yo creo que cien o doscientos mangos te voy a poder prestar.
—Okey.
—¿Le vas a pedir a Iván?
—No.
—¡Qué pibe hijo de puta resultó ése!
—…
—¿Cuánta guita te falta?
—Quinientos y algo.
—¿Y qué vas a hacer?
—La voy a robar.
—¿Me estás jodiendo?
—No, se la voy a robar a mi vieja.
—Pero se va a dar cuenta.
—Sí, pero no va a poder decir nada.
—Por...
—Porque ella se la roba a mi papá.
—…
—Esconde guita en el garaje, debajo de un ladrillo.
12.
Volví a casa. Primero que nada, guardé la evidencia en el garaje, en el hueco de la pared. Con los guantes de goma puestos. El revólver no entraba y lo terminé escondiendo en el baúl de mi auto, debajo de la rueda de auxilio. No me quedaba mucho más por hacer. Ordenar un poco la casa, lavar las tazas del desayuno.
Antes de empezar me saqué el trajecito y me puse cómoda. A las tres de la tarde estaba todo listo. Me dije, "ahora a descansar, me siento en el sillón del living, me tomo un cafecito, y me relajo un poco". Y eso hice. Pero a las tres y cuarto me estaba comiendo los codos. Era imposible esperar relajada a que llegara Ernesto y me contara todo. Me puse a limpiar. En realidad la casa estaba limpia, pero me puse a hacer esas cosas que uno no hace todos los días. Le pasé la franela a los muebles, le saqué brillo a los metales, enceré. Hasta hice un bizcochuelo. Tenía una receta de una tarta de alcauciles, pero me decidí por el bizcochuelo. A las cinco de la tarde estaba agotada. Y nerviosa. Ernesto nunca llegaba antes de las nueve; si seguía con ese ritmo otras cuatro horas iba a terminar de cama. Y si había alguien que tenía que estar en estado, despierta y alerta, ésa era yo.
Tomé el toro por las astas y me fui para la oficina de Ernesto. Cuando estaba por entrar en el edificio vi salir a la morocha que me crucé esta mañana en el departamento de Tuya. Me tentó seguirla. Pero no lo hice. Me anuncié con la recepcionista. Estaba anotando algo y no me había visto. Antes de pasar, hice con ella algunas averiguaciones. "Esa chica morocha, alta, que acaba de salir, me parece que la conozco de alguna parte, ¿trabaja en la empresa?" "No, es Charo, la sobrina de Alicia Soria." "Ah, finalmente llegó Alicia..." "No, y es raro, ni vino ni llamó." "¿Y su sobrina está preocupada?" "Supongo, a mí ni me saludó, fue directo al ascensor y subió." "Bueno, su tía es una señora grande, debe saber cuidarse", dije y yo también me metí en el ascensor.
Bajé en el piso de Ernesto. La puerta de su oficina estaba abierta y desde el pasillo podía verlo. La vista perdida, el escritorio limpio de papeles, el gesto preocupado. Su única ocupación era destruir un clip, desarmando su recorrido de caracol elíptico, y romperlo en pedacitos. Entré decidida. "Hola, Ernesto, ¿te dijeron que estuve esta mañana? Me había olvidado de avisar que llegabas al mediodía, y como tuve que venir a hacer algo al centro...", dije y me senté frente a él. No sé si oyó que había estado esa mañana, si ya lo sabía, o qué, pero de hecho no le importó, porque no hizo ningún comentario. En cambio, para mi sorpresa, dijo: "Qué casualidad, estaba pensando en vos". Miré el clip destrozado sobre el escritorio. "¿Y qué pensabas?" "En la charla que tenemos pendiente." "Para eso vine. Tenía la tarde libre, y me pareció una picardía dejarlo para la noche. Parecías algo preocupado." "Estoy preocupado, Inés", me dijo y me tomó las manos por sobre el escritorio. Creo que Ernesto no me tomaba las manos así desde hacía unos quince o dieciséis años. Mi mamá me hubiera dicho: "Con los hombres es más peligroso un ramo de flores que una cachetada". Pero a mí me hacía tan bien que me agarrara las manos. Me miró a los ojos y me dijo: "Lo que tengo que decirte es muy duro. Sé que te puede hacer mal". Puse cara de asustada, me pareció que correspondía. "Pero sos mi mujer y tengo que contártelo. Hace veintidós años que estamos juntos..." "Veinte nada más, Ernestito, aunque te parezca mentira", pensé pero no lo corregí, no me pareció oportuno. "Vos y Lali son para mí lo más importante que tengo en el mundo", dijo con lágrimas en los ojos. Le apreté fuerte la mano y le dije: "Lo sé, Ernesto". "Si yo pudiera mantenerte al margen de esto te juro que lo haría." "Ernesto, confiá en mí, por favor." "No se trata de confianza, se trata de herir y no quiero herirte." "¡Ay, mi vida, herime un poco y terminemos con esto de una vez!", pensé, y dije: "Ernesto, yo parezco una mujer frágil, pero en el fondo soy muy fuerte. Además, yo estoy con vos, Ernesto". "Gracias, mi amor." ¡Me dijo mi amor! Ernesto nunca me había dicho "mi amor", ni siquiera cuando quiso convencerme de que nos acostáramos por primera vez. Lo más lindo que me dijo en la vida fue "yo también", después de un "te quiero" mío. "Dale, Ernesto, ¿me decís yo también?", le pedía resignada los primeros años juntos. Después me acostumbré a su silencio. Ernesto era parco por naturaleza. Por eso daba las vueltas que daba para contarme lo de Tuya. "No me gustaría que lo que voy a contarte empañe tantos años de felicidad." "No te preocupes; lo empañó, pero yo ya le pasé un trapo", pensé y no dije nada. "Yo... te acordás de Alicia, mi secretaria, ¿no?" "Sí, claro." "No te pongas mal, Inés, pero Alicia y yo..." "¿Alicia y vos qué?" "Estábamos envueltos en una situación... complicada..." "Ernesto, no des tantas vueltas, decime lo que me tengas que decir, estoy preparada." Ernesto respiró, me miró a los ojos, y dijo: "Alicia me acosaba sexualmente". Casi me río. "¡No te puedo creer!", dije. "Sí, es muy triste, yo nunca te lo quise contar pero viví momentos muy feos." "Me imagino..." "No se lo deseo a nadie." "No, yo tampoco." Primero sentí indignación por la mentira, pero enseguida pensé que tal vez fuera cierto. Porque en realidad todas las cartas que encontré eran dirigidas a Ernesto, y yo no sabía cómo había respondido él a esas cartas. Yo misma había concluido que lo de los pasajes a Río podía haber sido una cosa de ella. Estaba por convencerme de eso cuando me acordé de las fotos, las que aparecieron junto al revólver. Las fotos en bolas. Cuesta creer que Tuya lo haya forzado a sacárselas. Si hasta sonreía a la cámara como si hubiera dicho "whisky". Cuando uno se empieza a enredar en sus propias elucubraciones pierde el rumbo, y yo estaba perdida. Porque era claro que Ernesto sí me estaba mintiendo. Pero lo importante no era eso, sino por qué lo hacía. Ernesto me mentía porque me quería, tan simple y fundamental como eso. ¿Para qué contarme de una aventura extramatrimonial que ya era historia del pasado? "Ernesto es un hombre maravilloso", pensé. No como esos que se sacan la calentura afuera y después vienen a sacarse la culpa en casa. "Querida, no puedo mentirte, tengo que confesarte que me encamé con tu mejor amiga", dicen. "¡Pero mentime, hijo de puta, que es lo menos que me merezco!", habría que contestarles a esos crápulas. Evidentemente Ernesto no era un crápula. Ernesto era un flor de hombre; me mentía, se quedaba con toda la culpa él sólito, se la bancaba como corresponde. "Jamás te habría contado esto si no fuera porque pasó algo terrible." "Ernesto, no me asustes..." Me gustó la frase, creo que era justa para la ocasión. "Te acordás que anoche recibí un llamado y tuve que salir, ¿no?" "Sí." "Era ella, me decía que si no la veía en media hora, junto al lago de Palermo, iba a hacer una locura. Entendeme, yo no podía dejar que esa mujer se matara." "¿Cómo no te voy a entender, Ernesto?" "Me fui para allá. Te mentí, perdóname, no tenía una reunión. Tenía que pararla." Asentí con la cabeza. "Nos encontramos y ella creyó que yo estaba ahí para otra cosa, para ceder a su acoso..., ¿podes creerlo, Inés?" "¡Qué loca estaba esa mujer, Ernesto!" "¡Que loca está esa mujer!", me corregí enseguida. "Entonces se me tiró encima, me quería besar, no sé, me da mucha vergüenza contarte esto." "Ernesto, soy tu mujer, quédate tranquilo." Ernesto me besó las manos. "Y entonces fue que sucedió el accidente. Yo quise apartarla de mí, no quería que me tocara, que me besara. Ella no entraba en razones y decidí irme. Pero me tenía agarrado por los hombros y, para sacármela de encima, la empujé. Y ahí..." Me venció la ansiedad, golpeé el dorso de la mano contra el escritorio y dije: "¡Pum!". Ernesto siguió como si nada: "Cayó, con tanta mala suerte, que dio la cabeza contra un tronco, y se desnucó". "¡Qué barbaridad!", dije tapándome la boca. "Una fatalidad", dijo Ernesto. "Un lamentable accidente sin culpables", dije. "Exactamente", dijo Ernesto. Le acaricié la cara, nos miramos, nos sonreímos. Él volvió a besarme las manos. "Si te involucro en todo esto es porque no me gustaría andar dando explicaciones fuera de nuestra intimidad. Sería dejar muy mal parada a Alicia. Vos como mujer, lo debes entender." "Y cómo, Ernesto, claro que lo entiendo." "Por eso pensé que era mejor no hacer la denuncia y dejar que la cosa corriera con naturalidad, que pasaran los días, y que para cuando alguien empiece a preguntarse dónde está Alicia, ya nadie pueda sacar conclusiones equivocadas." "Estoy totalmente de acuerdo con vos, Ernesto." "Esto es muy difícil para mí, imagínate, fingir que no sé nada de Alicia, cuando la pobre..." Ernesto se emocionó. "Hablando de la pobre, Ernesto, ¿dónde está ahora?" Ernesto suspiró. "La hundí en el lago." Ernesto me apretó la mano. Yo se la besé. "¡Qué feo pasar por esto, Ernesto, tener que arrastrarla..." "No, no la arrastré. Tomé prestado uno de esos botes de alquiler, la cargué, remé hasta el medio del lago, y bueno..." Ernesto casi lloraba, me paré y lo abracé. "Necesito pedirte algo." "Lo que sea, Ernesto." "Yo preferiría decir que esa noche estuvimos juntos, en casa, que en ningún momento salí. Necesito dar esa coartada, no tengo otra. Si digo que salí y volví enseguida se va a enredar todo, van a volverme loco a preguntas. No sé si a vos te parece..." "Claro que me parece, ¿para qué andar dando explicaciones?" "Si en definitiva fue un accidente." "Ernesto, esa noche después de cenar, los dos estuvimos en casa, vimos una película, ya me voy a fijar cuál, hicimos el amor, y después nos dormimos." "Gracias, Inés." "Te quiero, Ernesto." "Yo también."
Ernesto me besó en la boca como hacía años no me besaba.
Salí de su oficina mucho más tranquila. Me había dado cuenta de que Ernesto podía manejar la situación mejor de lo que yo creía.
Caminaba de regreso a casa con la certeza de que, esa noche, haríamos el amor como bestias.
13.
Fotocopias halladas en la casa de la familia Pereyra; a la fecha, no ha podido corroborarse la fuente. Las mencionadas fotocopias fueron encontradas en el baúl del auto que habitualmente usaba la señora Inés Pereyra, debajo de la rueda de auxilio. Las acotaciones en el margen y a pie de página fueron incorporadas al texto transcripto a continuación, entre paréntesis, por considerarse relevantes. Las cruces indican textos donde aparecen marcas que no pueden traducirse pero que, evidentemente, indican un llamado de atención sobre el párrafo o frase en cuestión.
Hay diversas formas de morir. (¡O de matar!)
A diferencia de otras épocas, ya no es tan sencillo conseguir venenos efectivos y, por atraparte, estas sustancias son muy fáciles de detectar con las actuales prácticas forenses.
Las armas de fuego, si bien son cada día más accesibles al público, presentan una importante complicación: es relativamente fácil, cuando así se quiere, relacionar el arma con el asesinato, y aun con quien lo cometió. Por eso las armas de fuego son mayormente utilizadas en agresiones planeadas con cierta premeditación. (XXXXXX)
Cuando se trata de agresiones no planeadas, en cambio, aparecen armas menos refinadas, desde un simple cuchillo de cocina, hasta unas tijeras, o una navaja.
O, cualquier objeto lo suficientemente pesado como para provocar una herida grave, por ejemplo, un martillo, un velador, un adorno. (XXXX Un tronco de madera. XXX)
La medicina forense califica de traumatismo a toda violencia ejercida sobre un organismo humano. Cuando el traumatismo se produce por el choque de un cuerpo de superficie regular o irregular, contra un cuerpo humano o animal, llamamos al mismo contusión.
Una de las posibles formas medico legales de las contusiones son las heridas contusas, y dentro de éstas, la caída y sus variedades. Los forenses sólo califican al hecho de caída, si el sujeto se encontraba de pie o acostado. (De pie y empujando.)
Cuando el sujeto cae desde una altura de hasta 50 metros se denomina defenestración, y de más de 50 metros, precipitación. La caída, y éste es el punto más importante, es casi siempre accidental. (XXXXXXXXXX) O por lo menos así la clasifica la medicina forense. En cambio la defenestración y la precipitación pueden ser accidentales, homicidas o suicidas. (Okey, esto fue caída.)
14.
Los días siguientes fueron un infierno. No pasó nada. ¿Cómo una puede sentirle el gusto a lavar los platos, a barrer o a planchar, cuando tiene entre manos algo tan importante como el encubrimiento de un asesinato? ¿Cómo concentrarse en el punto del caramelo, en bajar la comida del freezer, o limpiar un inodoro? ¿Cómo soportar la eterna cara de culo de una hija adolescente?
Recién el viernes empezó a moverse la cosa. Al mediodía estaba viendo un noticiero mientras comía algo. Yo siempre miro el noticiero mientras como, pero le bajo el volumen. ¡Hay cada noticia que se te atraganta la comida! Le subo la voz sólo cuando aparece la cronista de espectáculos o la que da el tiempo. Pero ese día me encontré con una cara conocida y subí el volumen antes de lo esperado. Era Charo, la sobrina de Tuya, saliendo de una comisaría junto con un matrimonio mayor, que resultaron ser los padres de la occisa. Lo de occisa es una apreciación personal, el periodista hablaba de "la desaparecida hija del doctor Soria". La noticia tuvo mayor relevancia de la esperada, justamente porque el padre de Tuya era un médico retirado pero muy conocido, con lo que el asunto cobraba un encanto adicional para el periodismo. Los padres se veían abatidos, y la morocha los ayudaba a llegar al auto entre micrófonos y flashes. La única que respondía a algunas de las preguntas era ella. Me quedé mirándola. Definitivamente, no era linda. Llamativa, tal vez, porque era muy alta, muy erguida. Linda no. Algo de ella me molestaba sobremanera. La miraba y no terminaba de darme cuenta. Hasta que la enfocaron bien de frente, antes de subir al auto. ¡Tenía un par de tetas! ¡Ese tipo de tetas que me dan tanta bronca! Redondas, duritas, orgullosas. Tetas jóvenes. Aunque yo ni de joven las tuve. Mi mamá tampoco, por eso ella odiaba esa creencia popular que dice que las tetas perfectas tienen que entrar justas en una copa de champán. De las copas redondas, no las alargaditas, por supuesto. ¿O ésas son de sidra? Yo de chica tenía esa fantasía. Me las medía. De lejos. Nunca me atreví a hacer la prueba concreta. Me daba miedo que la copa me hiciera un efecto sopapa y mis tetas quedaran atrapadas para siempre. Esas pavadas que una piensa cuando todavía es inocente. Hoy por hoy no tengo esa clase de miedos. Pero soy consciente de mis limitaciones; mis tetas ya no pasarían esa prueba. Las de Charo sí.
Me olvidé de las tetas. Cambié de canal, busqué en todos los noticieros y canales de noticias, pero todos repetían la misma escueta información acerca de "la extraña desaparición de la hija del doctor Soria". Sentí pena por Tuya. No porque estuviera muerta. Ésa es la ley de la vida, unos nacen, otros mueren. Nadie sabe cuándo te va a tocar el turno, pero que te toca, te toca. Sentí pena por la forma en que se referían a ella. Alicia seguía siendo "la hija del doctor Soria". Claro, Alicia sólo podía ser Tuya en la clandestinidad. A mí, sí me asistía el derecho. Me saqué de encima el mote "la hija de Blanca" cuando pasé a ser "la mujer de Ernesto". Y me encanta que me llamen así, siento que me da mi lugar en el mundo. Mi territorio. Además es bueno que los demás sepan que una no está sola, que hay un hombre que te banca, que si se te pincha la goma del auto alguien te la va a cambiar. La sociedad es muy machista, hay que aceptarlo. Por eso mi mamá se hacía llamar "la viuda de Lamas". Aunque mi papá estuviera vivo, en alguna parte.
Tenía que avisarle a Ernesto que el tema de la desaparición de Tuya había tomado estado público. Pero no me pareció adecuado decírselo por teléfono. En este país es demasiado fácil escuchar la conversaciones ajenas. Yo misma me enteré de la trágica cita de Ernesto con Tuya levantando un tubo. Ni qué hablar de teléfonos ligados, escuchas, rastreos de llamadas. Yo por teléfono sólo hablo pavadas. Y con el tema de Tuya había que ser muy cuidadoso. Además, no me costaba nada ir hasta la oficina de Ernesto y decírselo en persona.
Cuando llegué a la oficina la recepcionista estaba ocupada recibiendo una correspondencia, así que fui al ascensor sin anunciarme. Bajé en el piso de Ernesto. Obviamente su secretaria no estaba, así que fui directo a su oficina y me metí. Ernesto no estaba solo, había una mujer en su escritorio, frente a él. "Perdón, no quise interrumpir." La mujer se dio vuelta. Era Charo. Lloraba. Ernesto nos presentó. La morocha se levantó, se secó las lágrimas y me dio la mano. Odié sus tetas una vez más. En persona eran mucho más impactantes que por televisión. Una remera blanca, los pezones marcados. "Lamento mucho lo de su tía", dije. "Esperemos que no tengamos que lamentar nada", me dijo ella. Una ordinaria. Al fin y al cabo, yo no hacía otra cosa que ser solidaria con el dolor de su familia. Hay gente que es así.
Ernesto la acompañó hasta el ascensor. Yo me quedé esperando.
15.
—Para de llorar que no te entiendo nada.
—Está todo mal, ¿entendés?
—¿Peor?
—…
— Cómame, dale,
—Mi viejo...
—¡Le dijiste!
— Bueno, loca, no me grites que yo tío te hice nada.
—…
—Bueno dale...
—…
—Dale, no llores.
—…
— Córtala un poquito así me comas.
—¡Mi viejo anda con una mina!
—¡No te puedo creer!
—Sí.
—Con esa cara de santo.
—¡Es un hijo de puta!
—¿Vos estás segura?
—Sí, leí las cartas de la mina.
—¿Dónde las encontraste?
—En el garaje, en el escondite de mi vieja.
—Entonces tu vieja sabe.
—Y se hace la reboluda. Mi vieja es la peor.
—¡Qué quilombo!
—Me da asco.
—Y vos que te preocupabas por contarle a tu viejo lo tuyo.
—Soy una pelotuda.
—Ahora anda y tirásela de una.
—¿Para qué?
—Para que te ayude por lo menos con la guita.
—¡Por mí que se meta la guita en el orto!
—Y qué, ¿en tu casa todo vida normal?
—Sí, son dos caretas. Duermen juntos y todo.
—Che, ¿y cogen?
—¡Yo que sé!
—No, porque hay que tener estómago para curtir con un tipo que sabes que curte con otra...
—…
—Discúlpame, yo sé que es tu viejo, pero bueno, ¿es así o no?
—A mí de mi vieja no me extraña nada. Pero mi viejo... yo nunca pensé.
—Son todos iguales, te dicen a vos lo que tenés que hacer y después ellos hacen la que más les conviene.
—Yo también voy a hacer la que más me conviene.
—Sí, mándate con lo tuyo y no te des más máquina.
—…
—¿Juntaste la guita?
—Todavía no sé qué voy a hacer.
—Mira que yo te presto eso que te dije.
—Todavía no sé qué voy a hacer.
—Pero se te viene la fecha encima.
—Sí, ya sé.
16.
Ernesto acompañó a Charo hacia la salida. Mientras esperaban el ascensor se percató de que nadie estuviera mirando y la besó. Fue una estupidez, si Inés lo hubiera visto se habría complicado todo. Pero la besó. Charo se deshizo de él. Se enojó. No era el momento. Estaba alterada. Todo había salido mal. Apretó varias veces el botón del ascensor. Se abrieron las puertas. Subió. Se quedó mirando a Ernesto mientras las puertas se cerraban. No dijo nada, sólo lo miraba.
Ernesto volvió a la oficina. Le irritaba saber que lo esperaba Inés, pero no había alternativa. Tenía que tenerla de su lado. El día de la muerte de Alicia, junto al lago, le había parecido verla subirse a su auto y huir. Pensó que era un delirio propio de la situación límite que estaba viviendo. Pero cuando al día siguiente vio cómo actuaba, se dio cuenta de que no había visto visiones. Inés había estado ahí, lo había visto todo. Era demasiado obvia.
Y Ernesto necesitaba asegurarse de que ella, bajo ninguna circunstancia, hablaría. Por eso tenía que hacerla sentir parte de lo que estaba pasando, una parte fundamental. Con sólo eso Inés funcionaría, y bien. Ernesto lo sabía. Dejarla al margen era peligroso. Como el engranaje de una maquinaria que suelto no sirve para nada. Peor aún, hasta podría hacer saltar otras piezas que estaban funcionando adecuadamente.
Ernesto no se equivocaba. En cuanto entró en la oficina y se sentó, confirmó que su mujer estaba al tanto de lo que estaba pasando. Sin otro preámbulo, Inés le recitó cuál sería la coartada. Lo había preparado. Habían visto juntos una película, Psicosis, la daban la noche de la muerte de Alicia en el canal veintitrés, a las diez de la noche. Después de hacer el amor intensamente, habían apagado la luz, y se habían dormido. Sin fisuras, los dos la misma historia. Lo de hacer el amor intensamente no era estrictamente necesario, pero era la parte que más le gustaba a Inés, y Ernesto no se atrevió a objetarlo.
La oía hablar y pensaba en Charo. La deseaba. A Charo. Quería estar con ella. No podía creer lo que había cambiado su vida de un día para otro. La semana anterior planeaba viajar a Brasil. Con Charo. Ella se lo había pedido. El habló a la agencia y sacó los pasajes. Y ése fue el comienzo del fin, los pasajes. Ernesto pidió a la agencia que se los enviaran a él personalmente. Pero se los mandaron a Alicia. Su secretaria. La que se ocupaba de todos los trámites con la agencia cada vez que viajaba. Menos esta vez. Porque esta vez viajaba con Charo, y Alicia no tenía que enterarse. Alicia vio los pasajes y se ilusionó, creyó que "A. Soria" era ella, Alicia, y no Amparo, su sobrina. Charo. O Tuya, como firmaba en sus cartas. Tuya, de Ernesto. Lo que había sido Alicia durante los últimos siete años. Hasta que apareció su sobrina. Alicia misma los presentó un día en su departamento, y desde entonces estaban juntos. Alicia nunca se dio cuenta de nada. Sintió a Ernesto más alejado, pero pensó que no era nada importante. Hasta que aparecieron los pasajes. Hubo que decírselo. Lo hizo Charo. Alicia le dio una cachetada y la echó de su departamento.
Inés seguía hablando y Ernesto no la escuchaba. Quería que se fuera. Ella preguntó por Charo, a qué se dedicaba. ¿Qué le importaba?, se preguntó él. Le dijo la verdad, que era fotógrafa, y que trabajaba para una revista. Pensó en Charo. Se imaginaba yendo a buscarla. A algún boliche. Charo siempre estaba en algún boliche sacando fotos. Recorría lugares nocturnos buscando gente conocida a quien fotografiar. La imaginaba en una barra. El bretel de la remera caído, se veía la tira del corpiño. Blanco. No, negro mejor. Tomaba algo. Ya casi la tocaba; pero Inés se paró para irse. Ernesto la acompañó hasta el ascensor pero no esperó a que subiera. Entró en su oficina y llamó a Charo. No contestaba. Volvió a llamar. El teléfono estaba apagado. Salió a buscarla. Recorrió algunos lugares, y la encontró en un boliche nuevo, debajo de los arcos del tren. Cuando ella lo vio se molestó. Ernesto sabía que corría ese riesgo. Charo no quería que los vieran en público, era peligroso. A él no le importaba. La quería tocar. Ernesto le mantuvo la mirada. Ella hablaba con un tipo, en la barra. Ernesto empezó a caminar hacia ella. Charo se despidió del tipo de la barra, tomó su cámara y le hizo un gesto a Ernesto para que la siguiera. Se abrió paso entre la gente. Había mucho ruido. Y humo. Ernesto pensó que la había perdido. La vio saliendo por una puerta lateral. Hizo lo mismo. Se encontró con un depósito, donde guardaban bebidas y algunas provisiones. No la veía. Caminó unos pasos. Charo lo sorprendió saliendo de detrás de una heladera, y plantándose delante de él. "¿Vos sos idiota?", le dijo. Y ahí mismo Ernesto la empujó contra la pared besándola y tocándola, desenfrenado. No le daban las manos. Charo se quejaba. Le decía que estaba loco. Ernesto no podía parar. Charo se quejaba pero él seguía. Hasta que no se quejó más.
Ernesto llegó a su casa a las dos de la mañana. Inés le había dejado la comida sobre la mesa. La comida, un candelabro y una nota: "Despertame cuando llegues". Había dibujado un corazón. Ernesto sintió que su mujer quería hacer el amor y se espantó. No quería tener sexo con ella. No después de haber estado con Charo.
Ernesto sabía lo que seguía de memoria. Eran demasiados años de estar juntos. "Erni, ¿dormís?" "No." "¿Querés venir?" "Bueno." Ernesto se subiría sobre ella, empezaría, terminaría, y se dormiría. Y mientras él trabajaba, Inés y sus suspiros. Un suspiro igual, parejo, falso.
Ernesto apagó la luz de la cocina y subió. Dio una pasada por el cuarto de Lali. Entró y se quedó un rato mirándola. Le dolía saber que en pocos días se iría de viaje de egresadas. Sabía que no lo podía evitar, pero le dolía. Le dolía todo lo que había pasado y ella no sabía. Ernesto hubiera querido que fuera nena otra vez, que le pidiera upa, que se durmiera mientras él le cantaba una canción. Pero su hija ya tenía diecisiete años. Y habían pasado demasiadas cosas como para hacerse la ilusión de que todo podía volver a empezar.
Entró en su habitación tratando de no hacer ruido. Sobre su almohada había otra nota, otro "despertame", un bombón de chocolate y un video. Psicosis. Ernesto se metió en la cama con una suavidad exagerada. Eligió cada lugar donde apoyarse hasta conseguir la posición que buscaba sin hundir demasiado el colchón. Se dio vuelta hacia la pared. Esperó. Luego se tapó y cerró los ojos. Creía que lo había logrado. Pero se equivocaba.
"Erni, ¿dormís?", le dijo ella.
17.
Síntesis elaborada sobre la base de frases y párrafos resaltados con color verde flúo, sobre un trabajo fotocopiado de una revista mexicana de medicina legal. El trabajo mencionado se titula: "El problema de la rigidez cadavérica en la elaboración de necrorreseñas, y otros informes". En este caso no hubo acotaciones que pudieran ser transcriptas, sino párrafos resaltados que se indican entre paréntesis.