Capítulo XIX

CON DESTINO A LA GLORIA

El viento aullaba a mi alrededor. La lluvia azotaba mi piel. Golpeando el techo metálico del vagón, la cortina de lluvia sonaba como una especie de manguera de bomberos de alta presión intentando perforar agujeros. La noche era tan negro-alquitrán como una noche pueda ser, y era tan sólo cuando los destellos de un relámpago abrían brechas en las nubes cuando podías ver la silueta cuadrada del tren retumbando con el trueno.

—¡Jesús! —el chico estaba tumbado tan cerca de mí como podía, hablando con su cara hacia el otro lado—. Creo que está aminorando la marcha.

—Estoy listo para parar en cualquier momento. —Yo estaba tumbado de costado con mi brazo izquierdo alrededor de su barriga—. Me gustaría asearme antes de llegar a Chicago.

Escuché en la oscuridad y oí a alguien gritando:

—¡Eh, vosotros, chicos! ¿Habéis dormido?

—¿Eres tú, John? —le respondí a gritos a mi compañero de viaje negro.

—¡Sí, soy yo! ¿Has dormido?

—¡He estado medio atontado!

—¡Yo también! —oí gritar al muchacho mayor.

—¡Vosotros sois muy delicados, chicos! —gruñó el muchacho que yo sostenía.

—¿Cómo está tu caja de música?

—¡Sigue envuelta en aquellas camisas! ¡Tengo miedo sólo de pensar en ella!

—¡Está reduciendo la marcha! ¡Vamos a detenernos en unos pocos minutos!

—¡Eso espero! ¿Estamos muy cerca de Chicago? —gritaba tan fuerte como podía.

El chico pequeño intervino:

—Nada. Esto no está nada cerca de Chicago. Esto es Freeport. Creo.

—¿Illinois? —le pregunté.

—Sééé. Illinoy.

—Hijo, ¿tiene tu cara tanta porquería de cenizas y polvo de carbón como la mía?

—¿Y yo qué sé? No puedo ver ni tu jeta. Demasiado oscuro.

—Daría un dólar por un buen cigarro.

—Ven a Chi, te conseguiré un cigarrillo de mi hermano.

—Me pregunto si esos tíos habrán terminado con sus peleas dentro del vagón.

—¡Caray, hombre! ¡Se deben haber devorado el uno al otro! —John dio una palmada a la espalda del chico que estaba sosteniendo.

—Les he estado escuchando a través del techo.

—¿Estás seguro? ¿Qué están haciendo?

—Repartieron golpes por un buen rato. Blasfemaron. Y han estado bastante tranquilos en las últimas millas.

—¡Te aseguro que ha estado silencioso! ¡Hombre, apostaría a que se han cortado mutuamente en pedacitos, como quien no quiere la cosa!

—Me estoy preguntando simplemente cuántos vamos a encontrar cuando pare este dichoso tren. Son buenos chicos. Sólo que sin trabajo. Ya sabes cómo es la gente.

John se deslizó sobre la barriga desde el extremo del vagón en el que había estado viajando con la cabeza al viento. Le sentí acostarse a mi lado y pasar su brazo alrededor de mis costillas para agarrarse de una plancha de la pasarela.

—Párese como si esta lluvia sostuviera el humo pegao al techo del tren, ¿no? Ya lo había vito ante. Toma a un puñao de lo mejore trabajadore del mundo. Déjalo sin una perra. Sin un empleo etable. Se le pone una mala sangre del demonio.

—Mi viejo era así. —Pude oír al muchacho mayor hablando mientras reptaba y se acostaba junto al pequeño—. Estaba bien, okey. El hombre se queda sin trabajo, y explota a la mínima de cambio. Son dos personalidades distintas. Voy al norte del Estado ahora a visitar a mi ma cuando él no está por allí. Me pegó una paliza hace cosa de un mes. No los he visto desde entonces. —Su voz sonaba lenta y seca junto al traqueteo y la lluvia.

—No te pongas sentimental.

—Joder, mequetrefe, ¿sabes?, creo que hablar más rudo que todo ese vagón lleno de vagabundos de ferrocarril.

—E verdá.

—Digo lo que pienso, ¿te enteras?

—De acuerdo. ¿Qué vais a hacer vosotros? ¡Eso son los frenos de aire!

Levanté la cabeza y miré por encima de mi guitarra. Vi los pocos resplandores rojos de las luces de neón abriéndose paso entre las nubes. Vallas y arbustos pasaban zumbando junto a las cálidas manchas de luces eléctricas en las ventanas de las casas. Focos y faros de otras locomotoras disparaban a través de la lluvia. Hoyos y terrenos baldíos llenos de agua brillaban como monedas nuevas cuando estallaba el rayo. Intentaba sacudirme los cubos de agua de la cara. Lo suficiente para poder ver. "El borde de alguna ciudad."

—Freeport. ¿No te lo dije antes? —El enano se sonaba la lluvia de la nariz inclinando su cabeza sobre la guitarra—. He mendigado en todos esos hogares felices. Freeport.

Los cuatro nos incorporamos sobre las manos y las rodillas y escuchamos el chirriar y el apretar de los frenos contra las ruedas. Una aguja de cambios al rojo vivo se agitaba a nuestro paso. El calor llegó flotando desde la caldera y todos nosotros nos sentamos y extendimos las manos para calentarnos un poco. La lluvia caía más fuerte todavía. Nuestro vagón se tambaleaba como un elefante cojo. Luces de cruce rojas y verdes parecían bolas de caramelo de Navidad fundido. Un resplandor blanco y purpúreo venía de una antorcha de peligro apuntalada en una traviesa, al otro lado del parque, hacia la derecha. Hacia la izquierda podía distinguir una solitaria luz eléctrica roja difuminada a través de las ventanas de un puesto de hamburguesas. Faros de veloces coches danzaban a lo largo de la carretera más allá de los expendios de salsa de chili. Nuestro tren aminoró la marcha hasta un lento reptar, a ambos lados, nada más que sucias hileras de las más disparatadas clases de vagones de ferrocarril.

—Todas aquellas luces brillando ahí delante, es el cruce de la carretera. La guarida de los polis.

El jovencito me aguijoneaba y señalaba.

—¿Estás seguro de que es una ciudad jodida?

—Peor que eso.

—Eh, tú, renacuajo. Tú y yo es mejor que descarguemos. —El muchacho alto seguía tumbado sobre su barriga y se arrastró hasta el final del techo—. Dejamos nuestro equipaje en este vagón abierto con maquinaria —me explicó.

—Estoy de acuerdo. —El chiquillo se deslizó y le siguió escala abajo.

Me acerqué sobre manos y rodillas y miré por el borde del techo entre los dos vagones. —Poco a poco.

Yo contenía el aliento mientras les contemplaba deslizarse por la resbaladiza escala. Con la lluvia y las nubes estaba tan oscuro que no podía distinguir el suelo bajo él.

—¡Ten cuidado con esas ruedas, gran jefe! ¿Estás bien?

—¡Lo conseguí! —le oí decirme.

Luego vi su cabeza y sus hombros precipitarse en la cola del vagón lleno de maquinaria. Precisamente entonces, un brillante rayo de luz se disparó sobre el coche. Los dos chicos se escondieron fuera de vista, pero un hombre vino trotando por las vías y manteniendo su linterna enfocada sobre ellos.

—¡Eh! ¡Eh! —le escuche berrear. Subió los escalones del vagón abierto y disparó su luz sobre los lados—. ¡De pie! ¡De pie! ¡Tú, levántate! ¡Bueno! ¡Maldita sea! ¿Dónde se creen ustedes que van, señores senadores?

Las cabezas de los dos niños se incorporaron entre la maquinaria y el final del vagón. Mojados. Sucios de hollín de carbón. Sin sombreros. Cabello enmarañado. Cortinas de lluvia derramándose sobre ellos frente al brillante resplandor de la linterna del poli. Parpadearon, fruncieron el entrecejo y se frotaron la cara con las manos.

—Buenos días, capitán —saludó el pequeño.

—Intentando llegar a casa —el mayor estaba colocándose su paquete de lona a la espalda.

El pequeño hizo una mueca frente a la luz y dijo:

—Un poco lluvioso.

—¡Éste es un sitio muy peligroso para viajar! ¿No sabéis que el tiempo lluvioso hace resbalar a las cargas? ¡Largaos! ¡Fuera! ¡Saltad a tierra! —Señaló el camino con la luz.

Los dos chicos se deslizaron por la pared del vagón y yo rodé por el tejado hacia el lado derecho y descolgué mi guitarra por el costado donde estaban ellos.

—¡Eh!, ¿no queréis recoger vuestras camisas?

Me colgué de la escala, donde el poli no podía verme, y siseé a los chicos mientras se iban andando al lado del tren.

—¿Camisas? ¿Camisas?

Los dos chicos se ajustaron los pantalones, se rieron un poco, y dijeron: —¡Naaa!

Me quedé allí columpiándome en la escala por un momento, contemplando cómo los muchachos se perdían de vista. Lluvia. Humo. Toda clase de nubes. La noche más oscura que el infierno. Me sentí un poco raro, supongo. Ya se habían ido. Me icé de vuelta al techo del vagón y dije:

—Bueno, John, allá van nuestros compañeros de viaje.

—Se fueron, sí, señó. ¡Tú sigue teniendo suh camisah enrolladah sobre tu caja de música. ¿Está seca?

—N00. —Palmeé los costados de mi guitarra—. No podría estar más mojada de lo que está. Ellos querían dármelas, de manera que yo me las quedo.

—Algún día serán vagabundoh de verdá.

—Bueno, una de las cosas que tendrían que enseñar a los soldados es a vagabundear.

—Te aseguro que me gustaría en contra un buen trabaho de conducto de camioneh. Te aseguro que deharía de vagabundea.

—¡Silencio! ¡Agáchate!

Al atravesar lentamente la carretera, un poderoso foco disparó sus rayos desde un sedán negro bajo un farol de la calle. El tren acabó de pasar el cruce y luego se detuvo. El sedán rodó hasta el lado de nuestro vagón, una suave sirena sonaba como un pobre gato macho bajo un barril. Cerca de una docena de polis uniformados abrieron completamente la puerta del furgón. Las linternas juguetearon sobre los sesenta y seis hombres mientras tres o cuatro de los patrulleros treparon por la puerta.

—¡Despertad!

—¡Okey! Todos fuera.

—¡Tú, ponte en marcha!

—Sí, señor.

—¡Uno por uno!

—¿Quién eres tú? ¿Dónde está tu cartilla militar?

—Me llamo Whitaker. Herrero. Aquí está mi número de alistamiento.

—¡El siguiente! ¡Cono! ¿Qué ha pasado en este vagón? ¿Una guerra civil? ¿Cómo es que todo el mundo está liado aquí? ¿Todos vendados?

—Yo me llamo Greenleaf. Mecánico de camiones. Bueno, mire, señor oficial, hemos tenido una especie de merienda campestre y de baile en este vagón. El maquinista apretó los frenos de aire un poco demasiado rápido. De manera que un buen puñado de nosotros nos caímos. Nos golpeamos la cabeza contra las paredes. Contra el suelo. ¡Ah!, aquí está. Mi cartilla militar. Es esto, ¿no? No puedo ver, con este trapo sobre mi ojo.

—¡No me creo ni una sola palabra! ¡Ha habido maraña en este coche! ¿Qué pasó? ¡El siguiente! ¡Tú!

—Aquí está mi cartilla. Dinamitero. Lebeque. Me hice pedazos el puño al caerme.

—¡Cartilla militar, amigo! ¿Qué es esto? ¿Un vagón lleno de borrachos? ¡Todos apestáis a licor!

 

—Picolla. Aquí está mi número. Perforador de pozos de petróleo. ¡Alguien me derramó una botella de vino sobre la espalda mientras estaba dormido!

—Dormido. ¡Sí, sí! ¡Ya veo que también dejaron pedazos de vidrio sobre el cuello de tu camisa! ¡Cartillas militares, tíos! ¡Moveos más rápido!

—Me llamo Mickey el Mañoso, ¡mire! ¡No voy a mentirle! Soy un jugador. El mejor. ¡Uso ropa buena y gasto mucho dinero! Tenía muy buen aspecto, traje bueno, y todo eso. Entonces alguien me bautizó con una botella de vino de litro. Me abrió la cabeza. ¡Arruinó mi traje! ¡Aquí está mi número, oficial!

—¡Quienquiera que haya cascado a este hombre, me gustaría felicitarle! ¡Moveos! ¡Tú, salta por la puerta! ¡Alinearos junto al coche patrulla con los demás!

—Tommy Bear. Un cuarto de sangre india. Mecánico.

—¡Oiga, capitán, algunos de estos pájaros están molidos a palos! ¡Aquí ha habido follón! ¡Cada uno de ellos tiene una oreja lastimada, un ojo morado, o un puño roto, o su ropa casi hecha jirones! ¡Ha habido una buena pelea en este vagón! ¡Casi cincuenta de ellos!

—¡Agrúpenlos ahí afuera! ¡Todos en manada! —El capitán metió su cabeza por la portezuela—. ¡Condúzcanlos ahí afuera bajo ese farol de la calle! ¡Les haremos hablar! ¿Hay alguno muerto?

—¡No lo sé! —El sargento barrió todo el vagón con su linterna—. ¡Veo a unos cuantos que no parecen capaces de levantarse!

—¡Tírenlos afuera! ¡Vosotros seguid caminando, chicos! ¡Andando! ¡Todos! ¡Aquí mismo, bajo esta farola! ¡Que se alineen! ¿Encontráis alguno muerto ahí atrás?

—¡Tres o cuatro sin sentido! ¡No creo que estén muertos! ¡Vamos a sacarlos bajo esta lluvia y a despertarlos! Descarga aquel de allí a través de la puerta. Sacúdele un poco. Parece que aún está temblando. ¿Cómo está ése? Sus ojos siguen parpadeando un poco. Ponlo de cara a la lluvia. Traigan a esos otros dos, muchachos. Ayúdenlos a tenerse en pie: Sacúdanlos bien. Parece que pueden salvarse. ¡Por Dios, han debido tener una pelea a muerte! Sostenedlos un poco.

—Este pájaro está bien. La lluvia le ha hecho volver en sí.

—Llévenlo allá donde está el capitán. Pero, ¿a vosotros qué os pasa? ¿Estáis locos o qué? ¿No tenéis otra cosa que hacer? ¡Pelear! ¡Sacudir el polvo de los demás! ¡Maldita sea, yo no pensaba que a ninguno de vosotros le quedara tanto arrojo! ¿Por qué demonios no empleáis toda esa energía para trabajar? ¡Sigue andando, tú, potro semental! ¡Camina! Aquí están estos cuatro, capitán. Ya están todos.

—¡Parecen una procesión de difuntos condenados! —El capitán miró por encima al tropel. Entonces se volvió hacia el furgón y aulló—: ¿Alguno más por ahí? ¡Mira a ver si hay armas y navajas por el suelo!

—¡Aquí hay un par! —Un tipo grande y fuerte estaba de pie sobre el vagón detrás mío y de John—. ¿Con que escondiéndose, eh? ¡Ya podéis bajar por esa escala! Pero ya. ¿Qué tiene allí envuelto, señor?

—¿Esta cosa?

—Esa cosa. ¿Algún cadáver? —Una guitarra.

—Aja. ¿Yo delai dijúu y tal, no?

—Me vale para comer.

—¿Adonde te diriges, negrito?

—A cualquier lugar donde pueda encontrar un empleo.

—¿Un empleo, en? ¿¿Y dónde está tu camisa? —Sobre su guitarra.

—¡Jesús bendito] ¿Te importa más esa caja de música que tu propia espalda?

—Mi espalda puede soportarlo.

—Bajad al suelo. Venga, moveos. Allá donde veis a todo el grupo alrededor de la farola.

Sacudí el agua de mi pelo mientras caminaba.

John dijo:

—No cabe duda de que es una mala noche de tormenta.

—Aquí está el par que pillé encima del vagón, capitán.

—Vosotros dos, alinearos. ¿Dónde está tu camisa?

—Ya se lo he dicho a él. Este chico la tiene envolviendo su caja de música. Está lloviendo.

—¿Y tú me lo dices? ¡Está lloviendo! ¡Chicos! ¿Se habían enterado? ¡Está lloviendo! ¿Alguno se ha mojado?

El sargento nos enfocaba las caras con la linterna y decía:

—Limpien un poco la sangre de este pelotón sangriento. ¿Cuál fue el problema, amigos? ¿Quién empezó todo esto? ¿Quién pegó a quién? Decid la verdad. ¡Hablad!

Los últimos dos polis vinieron trotando del furgón hasta donde estaba la pandilla.

—Aquí está su artillería —dijo uno de ellos. Descargó dos puñados llenos de cuchillos y los cuellos de tres botellas de vino—. No había pistolas.

—¿No había pistolas? —el capitán observó los cuchillos—. Podrías cortar a un hombre en pedazos con uno de esos cuellos de botella rota. ¿Cuántos de ellos están borrachos?

—Huela y verá.

—No creo que se pueda saber por el olor, jefe. Algún pájaro rompió una botella de litro sobre la cabeza de otro. Luego otros dos o tres jarros se rompieron sobre otras cabezas. Todo el mundo huele a licor.

Pasamos en fila de dos, con los polis conduciéndonos y vigilándonos. El sargento miraba una hilera de cartillas militares. El gran jefe miraba otra hilera.

—Vosotros dos, chicos. ¿No tenéis cartilla? Vais a la cárcel si no la tenéis. ¿Eh? —dijo el jefe. —Demasiado joven. Dieciséis —dijo un chico. —Diecisiete —afirmó el segundo. —¿Todo en orden, jefe?

—¡Eh, tú! ¿Qué tienes ahí envuelto... un bebé? —me preguntó el jefe. —Una guitarra.

—¡Oooh! ¡Qué bien! ¿Por qué no la sacas y nos tocas una cantinela? Así. Dum di dum. Dum di dum. ¡Tra la la la la! ¡Yudel leidi júuuuu! ¡Ja! ¡Ja! —hizo aletear una manga de su abrigo y dio vueltas bailando.

—Demasiado húmedo para tocar —le dije. —¿Para qué demonios la sacas en este tiempo tan tormentoso, entonces? —me preguntó.

—Yo no solicité esta tormenta.

—¿Qué es lo que lleváis todos por encima, chicos? —nos preguntó el sargento.

—Polvo de cemento —John levantó la voz por encima de mi hombro.

—¿Y qué os va a suceder a todos —nos preguntó el jefe— con tanta lluvia?

Dije:

—Nos vamos a convertir en estatuas. Nos pueden colocar por calles y parques, para que las señoras ricas puedan ver lo lindos que somos.

 

—No, hombre. No os voy a detener por nada. —El jefe nos miró por encima—. Os podría encerrar a todos si quisiera. Pero no sé. Vagancia. Alteración del orden. Pelea. Muchas cosas.

—Viajar en un tren de mercancías —intervino el sargento.

—O sólo por estar aquí —dije.

—Os digo una cosa, por Dios. No he visto jamás una banda de facinerosos tan sucios, descuidados, ensangrentados y molidos, en toda mi vida, y he sido policía durante veinte años. Podría meteros a todos en chirona si quisiera. No sé. ¿Entendéis, chicos...?

Una gran locomotora de ocho ruedas atravesó bramando la carretera, arrojando vapor a cien metros a cada lado, poco a poco, tocando su campana, resoplando y dejando salir cuatro túúús de su silbato, y apagó la charla del jefe.

—Va hacia el Oeste —me decía John por encima del hombro—. Es una verdadera flor, ¿no te parece?

—Muy bonita —le dije.

Un viejo vagabundo de pelo gris pasó trotando a nuestro lado en la oscuridad, columpiando su atado en la espalda, chapoteando a través de los charcos de barro y sin darse siquiera cuenta de los patrulleros. Percibió la silueta de todos nosotros allí bajo la farola y gritó:

—¡Cantidad de trabajo! ¡Construyendo barcos! ¡La guerra sigue! ¡A la mierda con todos estos truenos y relámpagos! ¡Trabajo, muchachos, trabajo! ¡Tengo una carta aquí mismo! —Se hundió a unos pasos de nosotros, agitando un pedazo de papel blanco en la oscuridad.

—¿Trabajo? —Un tipo se desprendió y se fue trotando detrás del viejo.

—¿Un empleo? ¿Por dónde? —Otro hombre se colgó el lío bajo el brazo y arrancó a correr. —¿Una carta? —¡Déjame verla! —¿Por dónde dijo? —¡Eh, viejo! ¡Espera!

—No os dejéis engañar por estas tonterías, chicos. ¡No es más que un dichoso vagabundo, con un maldito pedazo de papel!

—¡Seattle! ¡Seattle! —oí aullar al viejo a través de la lluvia—. ¡Trabajo, trabajooooooo!

—Loco.

—Ya sabéis que no hay trabajo en Seattle, hombre. ¡Caray, está a más de mil quinientas millas al oeste de aquí!

—¡Cerca de Japón!

—El viejo tenía la carta en su propia mano.

—¿Y tú crees que tiene razón?

Tres hombres más se perdieron en la oscuridad.

—Yo conozco a esa gente de Seattle. No hay gente mejor que ésa. Mujeres muy bonitas. ¡Y por Dios que no escriben cartas, si no es para decir lo que piensan!

—¡Yo he dormido bajo todos los puentes de Seattle! ¡Es una ciudad muy laboriosa!

—¿Os estáis volviendo completamente locos? —nos preguntó un policía.

—¡Quiero estar tan cerca de Japón como pueda! —Otro hombre se escurrió en la oscuridad.

—¡Yo quiero darle un golpe a la madre de ese Hiro Hijoputa, en persona!

—Pe'dóneme u'ted, señó polisía. ¿Ese tren se dirige a donde tan luchando eso japonese?

Los hombres chapotearon en los charcos hasta dejarlos secos, y se hundieron en la cortina de lluvia y viento. Los polis estaban de pie a nuestra espalda bajo la farola, rascándose y riéndose. Resoplaba por la nariz y cerraba los ojos para evitar que me entrara el agua.

—¡El sol naciente! ¡Yujúu!

—Hasta la vi'ta, ofisiá!

—¡Llueve, pequeña tormenta, llueve!

Más hombres cargaron sobre el tren en movimiento. Que crujía. El esmalte mojado reflejaba la escasa luz desde el poste de teléfonos alrededor del que esperaban los polis. Grandes ruedas de hierro gruñían a lo largo de los relucientes rieles. Escalas lustrosas. Techos metálicos resbaladizos, balanceándose primero a un lado, luego al otro, y las negras siluetas de los hombres pegados como lapas, succionando como caracoles, siguiendo el balanceo de los vagones, todo el mundo murmurando, hablando y respondiendo con chistes a la tormenta.

—¿No dijo el señor A. Hitler que éramos un país de afeminados?

Cuatro hombres más se escurrieron de justo a mi lado y agarraron un furgón. Seis más brincaron tras ellos. Ocho más se colgaron de la escalera pisándoles los talones. Furgones enteros cubiertos de hombres hablando y dispuestos a luchar.

—¡Lee esa carta, viejo! ¡Yupiii!

Diez más pusieron pies en polvorosa. Y veinte detrás.

Le dije al poli que estaba a mi lado:

—¡Esos chicos van a necesitar sin duda un poco de música! ¡Deja que llueva! —Y trepé la escalera metálica del siguiente vagón.

Me acurruqué en el techo del furgón, con John sentado justo a mi lado.

—¡Trueno! ¡Dale duro! —Un hombre mayor estaba agitando los brazos como un monje rezando en lo alto de una montaña.

—¿No eres tú ese condenado muchacho al que le partí la boca? ¡Hombre, lo siento!

—¿Me rompiste una botella de vino sobre la cabeza? ¡No vamos a romper la próxima botella! ¡Por Dios, nos la beberemos! ¡Sí, señor!

Los hombres se revolvían y reían. Se tambaleaban cuando el tren tomaba velocidad. El humo vino rodando a lo largo de los techos, casi eclipsando a los vagones. Miré hacia atrás, a la docena de polis de pie alrededor de la farola.

—¡Lástima que no podamos viajar adentro! —iba gritando a los viajeros nocturnos—. ¡Vamos a quedar mojados de la hostia!

—¡Déjalo correr! ¿Qué cono esperas tú en una guerra, chico, una blanda almohada para tu culo? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

—¡Que me traigan un barco para construir!

—¡Uuuuuffff!

Estaba pasando un mal rato intentando estar de pie y parpadeando para hacer saltar alguna ceniza de mis ojos. Miré a mi alrededor con la cabeza escondida del viento y del humo.

Y en uno de los guiños de mi ojo otra visión a lo largo del tren. Hombres. Una mezcla tumultuosa de sombras borrosas y humo de tren. Oyeron algo acerca de trabajo. Acababan de enterarse.

—¡Soy el chico del agua!

Miré debajo de mi codo.

—¡Cono! ¿Qué demonio hacéis vosotros en este tren? ¡Pensaba que os habíais ido hace rato!

—Nada. Nada de eso —el renacuajo escupió a la lluvia—. Nada de eso.

—¡Este tren va para Seattle! ¡Mil quinientas millas!

—Séeee.

John viajaba a mis pies, sentado con la espalda desnuda al viento, hablando.

—Va a ser una noche muy mala, chicos. Lluviosa.

 

—Sáaaa.

—Tormentosa.

—¿Y qué?

—¡Vamos hacia la costa oeste para construir barcos y cosas para combatir a esos japoneses, si esta lluvia no nos arrastra a todos antes de que lleguemos!

—De acuerdo. Voy contigo.

—¡Diantre! ¡Estamos en guerra!

Escuché a lo largo del tren y mis oídos captaron el principio de un suave cantar. Me estiré bajo la tormenta para oír qué canción era. El chuf-chuf de la máquina alcanzando máxima velocidad ahogó el cantar por un momento, y el traqueteo y los crujidos de los vagones acabaron de apagarlo; pero al escuchar tan atentamente como podía, oí a la canción venir hacia mí, cada vez más fuerte, y me agregué al resto de los hombres cantando:

¡Este tren no lleva fumadores, jugadores de pacotilla o mentirosos Este tren va con destino a la gloria Este tren!

Viento húmedo se enroscaba en el impulso del tren, cenizas me golpeaban los párpados, y yo los mantenía cerrados y cantaba con toda mi voz. Entonces abrí una ligera brecha frente a mis ojos, y una gran nube de humo negro de la máquina se aplastaba sobre toda la hilera de vagones, como una manta a través de la tormenta.

F I N

 

 

POSDATA

"Bound for Glory" fue publicado por primera vez en 1943. Desde entonces, Woody Guthrie y sus canciones viajaron de uno a otro extremo de América.

Woody Guthrie escribió más de 1.000 canciones entre 1936 y 1954, cuando tuvo que ser hospitalizado, víctima de la enfermedad de Huntington (Corea).

La popularidad de las canciones y baladas de Woody Guthrie ha seguido en aumento. Sus canciones se han convertido en parte integrante de América junto a sus ríos, sus bosques, sus praderas, y la gente a la que Guthrie reflejó en ellas: "This Land is Your Land", "Reuben James", "Tom Joad", "Pastures of Blenty", "Hard Traveling", "So long, It's Been Good to Know Yuh", "Union Maid", "Pretty Boy Floyd", "Roll On, Columbia", "Dust Bowl Refugee", "Blowing Down This Old Dusty Road" y "This Train Is Bound For Glory".

Estas canciones y docenas más han sido grabadas por Guthrie y otros cantantes populares. Pete Seeger, Joan Baez, Tom Baxton, The Weavers, Peter, Paul and Mary, Judy Collins, Odetta y Jack Elliott se cuentan entre los que han expresado su amor y admiración a través de su lealtad a Guthrie y a las canciones que escribió.

Las canciones de Woody y su guitarra hicieron de él un portavoz de los oprimidos en todas partes, pero también cantó sobre la belleza de América, una belleza que contempló desde las puertas abiertas de furgones mientras corrían a través del país. Vio a America desde la carretera abierta, y conoció directamente a su gente.

En 1943, él y su viejo amigo, el malogrado cantante folk Cisco Houston se enrolaron en la marina mercante y Woody conoció la guerra y el mundo más allá de los océanos.

Después de la guerra se incorporó brevemente a los Almanac Singers, un grupo que incluía a Pete Seeger, Lee Hays, Millard Lampell y otros. Escribió un segundo libro, "American Folk song", una selección de treinta canciones e historietas. Una recopilación de prosa y poemas suyos, "Born to Win", editada por Robert Shelton, apareció en 1965. Era miembro de "Canciones del Pueblo", de nuevo junto a Hays y Seeger. Este grupo fue descrito como "una nueva unión de compositores progresistas".

Al principio de los treinta, Woody Guthrie se casó con Mary Esta Jennings, y en 1942, con Marjorie Mazia Greenblatt. Woody falleció el 3 de octubre de 1967. Dejó cinco hijos.

 

(*) Policía privada, contratada por los ferrocarriles y empresas norteamericanas. (N. del T.)

 

(*)Sierra.

 

[1] Marmota.

(* ) «Ultimo Tisú»: Un juego de palabras con el inglés, «Last Issue», que significa «Ultima tirada».

(*) Skid Row sería algo así como calle del Derrape; según el diccionario: Barrio de holgazanes y degenerados. (N. del T.)

 

* Situación de inutilidad militar. (N. del T.)

(*) Taxi-dancer. (N. del T.)