¿Y quién era el orgullo de los valientes chicos del río?
Una moza de nombre señorita Mc Elroy.
—Bueno, ¿no es eso bonito? ¿No es un vergonzoso engaño? —Tan sólo le quedaban dos dientes, uno abajo y a la izquierda, uno arriba y a la derecha, pero puso una cara como si acabara de entrar en una escuela de señoritas—. ¡Pues no te equivocas mucho! ¡Yo era la única mujer hembra que iba arriba y abajo de este maldito pantano viscoso! ¡Yo era un dichoso gato casero! ¡Nada de floreros! ¡Y si esta noche fuera veinticinco años más joven, honestamente les retaría a jugar a las canicas!
Entonces corrió la punta de la lengua sobre el desapareado par de dientes, golpeó el hule de la mesa, y se rió; y toda la hilera de gabarras se bamboleó en el cieno y las barrillas de las viejas balsas se empujaron unas a otras, y los muelles gruñeron y echaron espuma por sus extremos.
Las canciones ondeaban sobre las cargas de piedras de carreteras y caían goteando por los bordes, y tales canciones, tales historias, tales mentiras y cuentos locos salieron de nuestras cabezas durante una o dos horas, que no han sido nunca ni serán superados por los humanos en este planeta.
Dijo que había tenido seis hijos, que el estar tantas veces preñada le había hecho perder los dientes. Cuatro chicos. Tres de ellos vivos. Dos niñas, que se habían ido. Nos mostró postales de los lugares donde una de sus hijas había trabajado alquilándose como pareja de baile.(*) La otra chica vivía al otro lado del río y venía a visitarla los domingos. Uno de los hijos solía mandarle postales, pero era marino mercante, y no había tenido noticias suyas desde hacía más de ocho meses. Otro de los hijos había estado cuatro o cinco veces en la cárcel por pequeñas estafas; luego se marchó al Oeste para trabajar en las minas, y nunca escribió mucho, de todas formas. Él y su padre se peleaban siempre cuando estaban juntos, porque el viejo creía en la honestidad que permiten las leyes. Se habrían matado el uno al otro si el chico no se hubiera marchado. Estaba contenta de que se hubiera ido.
—¿Qué le queda de todo esto? —le preguntó Will.
—Bueno —nos dirigió a todos una sonrisita y dejó caer sus ojos a un lado—, déjame pensar. Treinta años de navegar por el río, veintiséis años de matrimonio con el mismo hombre, si quieren llamarle un hombre. Esta vieja gabarra podrida. Tres amables caballeros de visita, si se les puede llamar caballeros; y bueno, y un poco menos de media botella de bastante mal whisky. Cantidad de café hirviendo para toda la noche, y encima, encima, se puede añadir, que he vivido para ver el día en que, ¡por Dios, se ha compuesto una canción sobre mí!
Will y yo nos excusamos y salimos afuera. Nos quedamos al borde de la gabarra vecina, y escuchamos el chorrito cayendo en el río Hudson. La luna estaba hermosa y parecía asustada, y las nubes se perseguían a través del cielo como los chicos del reparto de periódicos en la madrugada. Pude sentir un pegajoso velo de niebla establecerse sobre la madera y las cuerdas de mi guitarra, y al tocarla, el tono era suave, húmedo y apagado, a lo largo de las aguas. Seguí punteando una pequeña melodía.
—¿Qué has estado haciendo últimamente? —me preguntó Will mientras andábamos.
—¿Eeeeh? Nada importante. Cantando por ahí.
—¿Tienes oportunidades de trabajo? —Sí, algunas. —¿Dónde?
—Night clubs, mayormente. —¿Conseguiste algo?
—Bueno, yo, ah, o sea, éste, eeh... he pasado una prueba importante hoy. En el Centro Rockefeller.
—¡El Centro Rockefeller! ¡Caray! ¿Salió bien?
—Yo "salí" bien.
—¿Los dejaste plantados?
—¡Tuve que largarme, Will! ¡No podía tragar aquella mierda!
—Vas a seguir haciendo esas huelgas personales hasta que hayas arruinado todas tus oportunidades aquí en Nueva York. Mejor será que tengas cuidado con lo que haces.
—Will, tú me conoces. Tú sabes muy bien que yo he tocado por mis lentejas y pan de maíz, y bebería agua del grifo o haría cualquier cosa, con tal de tocar y cantar para gente que lo aprecie, gente que entienda, y viva lo que yo estoy cantando. Tengo la cabeza hecha un lío. ¡Intentan decirme que si quiero comer y sobrevivir, tengo que cantar su vieja maldita fraudulenta chatarra!
—Por naturaleza supongo que tú reventarías en medio de la alta sociedad, ¿verdad? Pero lo que cuenta es el dinero, Woody.
—Sí. Ya sé. —Estaba pensando en una chica llamada Ruth—. ¡Maldita sea mi estampa! Quizá lo que pasa es que no tengo cerebro suficiente para ver todo esto. Pero después de toda la mala suerte que he tenido, Will, he visto el dinero llegar e irse otra vez, siempre, desde que era un niño, y nunca he pensado en nada más que en dar a conocer mis canciones.
—Esto cuesta dinero, chico. ¿Quieres hacerte un nombre, de alguna manera? Bueno, pues para eso hace falta mucho dinero. Y si quieres hacer donaciones para los pobres de todo el país, hace falta dinero.
—¿Y no podría donarme yo mismo, de alguna manera?
Will gruñó:
—¿No podrías volver a la sala del Arco Iris? No será demasiado tarde, ¿o sí?
—No, no demasiado tarde. Supongo que podría volver. ¡Supongo que "podría"!
Alcé la mirada hasta el alto edificio. El silencio que nos rodeaba parecía aullarme: "Muy bien, ¿qué vas a hacer? Venga, enano, decídete de una vez. ¡Ahora es el momento! ¡Cono, chico, ahora es el momento!"
Un pequeño remolcador surcó justo delante de nosotros echando humo, y lo observé maniobrar en las sucias aguas como un bicho negro pateando el polvo.
—¿Se mueve esta barcaza? —le pregunté a Will.
—Creo que sí. —Caminó unos pasos por la popa, dio un salto salvando la distancia de dos pies, y aterrizó en la gabarra de Me Elroy—. ¡Esa gabarra en la que estás se la está llevando el remolcador! ¡Es mejor que me tires la guitarra! ¡Salta!
En ese momento no dije nada. Will iba andando para mantenerse a mi altura, yo me atoré por un instante, diciendo:
—Parece que realmente se está moviendo.
—¡Salta! ¡Salta, rápido! ¡Yo agarro la guitarra! ¡Salta! —Estaba trotando ahora a una buena marcha—. ¡Salta!
Me senté en la parte trasera de la carga de grava en movimiento, encendí un cigarrillo y soplé el humo en dirección al largo, alto edificio Rockefeller. Will tenía una gran mueca en la cara allí bajo la luz de la luna, y dijo:
—¿Llevas algo de dinero?
Tiré una piedra al agua y dije:
—¡Cuando llegue la mañana, me palparé los bolsillos y ya veremos!
—¿Pero dónde estarás?
—No lo sé.
Mi viejo amigo se quedaba atrás, resollando y sin aliento. Arrastré mi pulgar sobre las cuerdas de la guitarra. A mis pies, en las aguas del río, pude ver el reflejo del fuego, niños luchando sus guerras de pandillas, un niño muy pequeño encima de un árbol y una mamá gata buscando los cuerpos estrujados de sus gatitos. Clara no parecía quemada y mamá no parecía loca en aquella agua de río, sino bonita. Veía el petróleo en el río, que podía haber venido de algún lugar en mi vieja región, oeste de Tejas quizás, Pampa u Okemah. Veía el campamento de la jungla de Redding allí también, y las tabernas a lo largo del Skid Row, aunque parecían anormalmente limpios. Pero por encima de todo veía a una chica en una huerta y cómo bailaba por la orilla enlodada de un río.
Navega, gabarrita; esfuérzate remolcador; échale candela, trabaja, dale duro, surca este río hasta el infierno.
Se curará.