Eran los primeros días de primavera
De mil novecientos cuarenta y dos.
Era reina de los mares
Ydel ancho océano azul.
Su humo llenaba el cielo En esa marea del río Hudson.
Y se volteó sobre un costado Al hundirse aquel buen barco.
Oh, el «Normandie» era su nombre
Y grande fue su fama
Y grande fue su vergüenza
Al hundirse aquel buen barco.
La gente coreó como una sola voz en la oscuridad. Pude visionar en la pantalla de niebla que caía una imagen de mí mismo cantando allá a lo lejos en el piso sesenta y cinco del Centro Rockefeller, cantando un par de canciones y retirándome al vestuario para fumar y jugar a cartas un par de horas hasta la próxima actuación. Y sabía que estaba contento de haberme librado de esta basura sentimental y soñadora, y más contento aún de avanzar en mi camino cantando con la gente de aquí, cantando algo con garra, con huevos y risas viscerales, con poder y dinamita.
Cuando Cari me tocó el brazo, pisamos el freno frente al verde temblor de una luz de neón que decía: "Bar del Ancla". Nos paramos afuera en el bordillo y él hizo una mueca y me dijo:
—Éste es un buen sitio; aquí hay siempre una buena pandilla.
De momento teníamos una tripulación completa a nuestro alrededor balanceando sus cabezas al viento, y cantando:
Oh, el «Normandie» era su nombre.
Y grande fue su fama
Y grande fue su vergüenza
Al hundirse aquel buen barco.
Yo mismo canté solo:
Acordaros de su pena
Y acordaros de su nombre. Vamos a trabajar unidos
Y pronto volverá a navegar.
Toda clase de sombreros, gorras, suéters y vestidos nos rodeaban, golpeando el pavimento con
sus zapatos, batiendo palmas, como si sacaran una nueva esperanza de una vieja religión; y cuando miré más detenidamente a la multitud, vi montones de uniformes y gorras de marino. La luz se escapaba a través de la puerta abierta y las grandes ventanas del bar, y caía sobre nuestras caras y espaldas.
—¡Más!
—¡Canta!
—¡Arranca!
Una extraña pandilla allí en ese bordillo.
—¿De dónde has sacado tantas canciones? —me preguntó una señora.
—Oh —le dije—, vagando por ahí, veo cosas, y compongo una cancioncita sobre ellas.
—¡Le invito a un trago, si quiere! —dijo un hombre.
—¡Señor, lo aceptaré dentro de un minuto! ¡No puedo parar ahora para tomar un trago! ¡Perdería a mi público!
—¿Qué cono está haciendo? —volvió a decir desde el gentío—. ¿Presentando una candidatura con esa caja de música sandunguera?
—Allá en Oklahoma —bromeé— conozco a un muchacho negro que toca la armónica, y ha elegido a nuestros cuatro últimos gobernadores.
Una risita corrió a través de los oyentes, y se podía ver cantidad de humo saliendo de nuestro tropel por los cigarrillos, puros y pipas viajeras del océano que la gente chupaba. Con el resplandor de los cigarros, tuve atisbos de sus caras, y cuando vi lo duras y rudas que eran, pensé que debía estar en una de las más buenas compañías.
Un hombre alto se abrió paso a través de los demás, con ambas manos metidas en los bolsillos de su abrigo, y dijo:
—¡Por Dios y por Jesús! ¿Cómo te van las cosas? —Era mi viejo amigo, Will Geer, un actor que interpretaba el papel principal de Jeeter Lester en la obra "Tobacco Road". Will era un tipo alto y corpulento, cuya cabeza y hombros sobresalían por encima de la mayoría, y me tambaleé considerablemente cuando me golpeó la espalda y los hombros con su mano abierta—. ¡Viejo bandido! ¿Cómo has estado?
—¡Hola! ¡Will! ¡Maldita sea tu estampa! ¡Alza la cabeza y canta, chico!
—Sigue adelante. No te detengas por mí. —La voz de Will tenía un chasquear seco que sonaba como una tea en el fuego—. ¡Debí suponer quién eran cuando vi a toda esa muchedumbre cantando! ¡Que siga la fiesta!
—Cari, te presento a Will.
—¿Señor Will? Encantado de conocerle.
—¡Eh! ¡Todo el mundo! ¡Aquí, otro amigo mío! ¡Se llama Will!
Levantó su larga barbilla y su mandíbula cuadrada afrontando la humedad de la niebla, juntó las manos y las agitó por encima de la cabeza. A su espalda, la puerta de entrada del "Bar del Ancla" estaba ocupada por tres personas que salían, el encargado del bar conduciendo por el brazo a una señora y un hombre. Ella tenía unos cincuenta años y era pequeña y delgada, piel correosa como lona mojada y llena de viento, cabello negro y ordinario enmarañado con el ambiente y el escenario, y una voz como arena volviendo al océano.
—¡No necesito su ayuda! ¡Quiero tomar otra copa! —Entonces miró a la multitud y dijo—: ¡No puede usted insultar a una señora de este modo!
—Señora —el encargado iba empujando a la pareja hacia la acera—, ya sé que es usted una señora, y todos sabemos que es un señora; pero el alcalde La Guardia dice que nada de copas después de la hora de cierre, y ahora ya es después de la hora de cierre.
—Querida muñeca —pude oír a su marido hablando—, no le pegues al señor, no, él sólo trabaja aquí.
—¿A ti quien te pregunta nada? —Salió a la acera a nuestro lado.
—i Ponte el abrigo! ¡Ahí, quédate quieta!
Estaba andando de puntillas alrededor de ella intentando desenredar el abrigo. Primero lo sostuvo cabeza abajo con las mangas barriendo la acera; luego agarró las mangas, pero tenía el forro por fuera; y al cabo de un par de minutos, habían conseguido enfundar una manga, pero seguía agitando un puño al aire buscando la otra manga. Tenía una expresión en la cara como si estuviera buscando a un hombre en el muelle porque sabía que éste tenía una de las mangas de su abrigo y estaba haciendo esfuerzos con el viento, con una sombría mirada, pero siempre, apenas a uno o dos pies al sur de donde ella estaba moviendo le brazo, intentando pescarlo.
Will se acercó, le agarró el puño y se lo enfiló a través de la manga, y aparte de algunos murmullos y gruñidos entre la gente, nadie se rió. Will encendió un largo cigarrillo, agarró a la pareja por el brazo y los trajo hasta donde estaba el grupo.
—¡Les presento a todo el mundo! —sonreía y decía—: ¡Todos ustedes, aquí les presento a alguien!
—¡Encantado de conocerles, todo el mundo!
—¡Hola, alguien! ¡Únanse a nosotros!
—¡No se preocupen por haber sido expulsados de este tugurio! ¡Estamos pasando un muy buen rato aquí afuera!
—¡Bienvenidos a nuestro centro! ¡Yujuúuu!
—¿Qué estás haciendo? ¿Cantando? ¡Oh!
—¡Por Dios Todopoderoso! ¡Me encantan terriblemente escuchar buenas canciones! ¡Canten! ¡Armen algún follón!
La señora estaba a mi lado en medio del grupo. Volvimos a cantar nuestra canción sobre el Normandie otra vez, y muy pronto ella y su hombre se sacudieron la cera de los oídos y empezaron a cantar, y sus voces sonaban bien, como una carga de carbón cayendo al sótano.
Eché una mirada por encima de las cabezas de la multitud y vi al hombre del bar, hablando con un poli al lado de la puerta, y me di cuenta de que nuestro coro debía haberle echado a perder tres cuartas partes de las ventas de la noche, de modo que empecé a caminar mirando a las estrellas, y la pequeña turva me fue siguiendo, llenando la marea del río Hudson, los caparazones de los almacenes, los mercados, los depósitos y todos los muelles, y todo el océano, con sus buenas voces roncas. Algunas ásperas, otras anhelantes, algunas gruñendo y otras rechinando con whisky, ron, cerveza, ginebra, tabaco, pero todos cantando a pesar de todo.
Habíamos andado cerca de una manzana cuando oímos un fuerte berrido a nuestra espalda:
—¡Ey, marinero!
Anduvimos algunos pasos más, cantando, y volvió de nuevo.
—¡Ey, marinero!
—¡Sigue cantando. —Un marinero se acercaba a mi oído, diciendo—: La ley dice que tiene que gritar "ey, marinero" tres veces.
—¡Adelante! ¡Canta! —dijo un segundo marino.
—¡No te rajes! —insistió un tercero.
Entonces fue:
—¡Eeyyyy, marinero!
Y un hechizo de inmovilidad absoluta cayó sobre el grupo. El policía militar había aullado su tercera vez. Los marineros se detuvieron y se cuadraron en firmes. —Sí, señor oficial.
—¡Vuelvan a sus unidades, marineros! —¡A la orden, oficial! —¡A la carrera, marinero! —¡Marchando, oficial!
Y los marinos se fueron ordenadamente, enfrentando sus ojos y sus caras al aire de la noche, sacudiéndose el humo del tabaco y los restos de cerveza con un movimiento de cabeza. Y en unos pocos pasos, parecieron convertirse en otras personas, enderezándose, arreglándose mutuamente las camisas, las blusas, las corbatas, aseándose convenientemente. Cuchicheos, risas, agradecimientos, y palmadas en la espalda, fue prácticamente todo lo que me dieron, pero mientras se deslizaban en distintas direcciones hacia sus barcos, algún francés, algún inglés, algún americano, algún cualquier otra cosa, yo pensaba: "Allá van los mejores tipos que he visto jamás."
—¿No te gustaría estar en la Armada, Cari? —dijo Will.
—Me gustaría bastante estar en la Armada —dijo Cari—, pero no creo que pudiera.
—¿Por qué razón? —le pregunté a Cari.
—Tengo un pequeño problema con mis pulmones. Resina. Tuberculosis. He trabajado en una sierra de ripias durante unos años. Estoy en 4-F (*). —Siguió con la mirada a los marineros que se perdían en la noche, y dijo—: La Armada, sí, estaría bien.
Un policía militar balanceó su porra haciendo algunos trucos y nos dijo:
—Sigan adelante con su fiesta, por Dios, esa canción es condenadamente buena..., esa acerca del Normandie.
Otro poli giró y se marchó diciendo:
—Lo que pasa es que los marineros tienen que empezar a trabajar puntualmente. ¡Esas canciones les estaban haciendo mucho bien a nuestros hombres!
Uno o dos de los que quedaban en el grupo se largaron en distintas direcciones y luego tres o cuatro me dieron la mano y dijeron:
—Bueno, hemos pasado un buen rato.
—¡Hasta la vista!
—¡Encima, nos has ahorrado dinero!
Y todo lo que quedó fue Cari, Will, la señora y su marido y yo, de pie allí en el bordillo de la acera, mirando hacia el río, a las grandes montañas oscuras moviéndose arriba y abajo en sus muelles, más grandes que edificios, más vivos que las colinas, echando agua por portillas y líneas de flotación, flotando silenciosa y pausadamente, como tres mujeres, la Queen Elisabeth, viviente, la Queen Mary, respirante, y la durmiente Normandie a su lado.
—¿Amigos, les hace venir a casa conmigo? —nos preguntó la señora—. Tengo una gran, gran botella, casi casi medio llena.
Su esposo tenía las manos en los bolsillos y sacudía la cabeza ante cada palabra de su esposa, con su sombrerito bamboleando en su cabeza con las sacudidas.
—¡Llévenos! —le dijo Will, guiñándonos el ojo—. ¡Aún no he tomado ni una triste copa esta noche!
Caminamos manteniendo la mirada en el resplandor rojo de su cigarrillo, primero brillante, luego opaco, en la oscuridad. Los viejos adoquines estaban iluminados por el reflejo de las luces de neón que de una u otra forma, por extraños caminos, alcanzaban los más sucios rincones de la gran ciudad, y brillaban como joyas de un millón de dólares, incluso sobre las escupidas y nebulosas piedras.
Vi las grandes jorobas de cinco o seis gabarras cargadas hasta los topes. Pesada grava de carretera. Los cabrestantes encabritados y apretados, las aguas envolventes, embravecidas y cayendo al río con las subidas y bajadas de las ondas del océano.
—¡Una buena advertencia! —aulló la señora delante de nosotros—. ¡Anden con cuidado! ¡No quiero perder el tiempo pescando a marineros de agua dulce en este viscoso baño!
Seguí a los demás a través de algunos estrechos tablones y contuve el aliento al mirar hacia abajo, al agua agitada y tragona, relamiéndose los labios bajo mis pies. Finalmente, después de cruzar sobre más cargas blanquecinas de grava y piedras, llegamos a una cabaña construida con cuartones de dos pulgadas en la proa de una gabarra pesada y crupiente.
—¿De manera que éste es su hogar, eh? —le preguntó Will.
—Soy mucho más grácil aquí arriba que abajo en tierra firme. —Estaba manoseando una cerradura de la puerta, y luego entró en la choza diciendo—: Y no hay ninguna chica en el mundo del espectáculo que pueda seguirme por encima de todas estas barcazas de río.
Encendió la lámpara, prendió la estufa de petróleo, y colocó una cafetera de medio galón en el fuego. Todos encontramos asiento en cajas y grandes latas de manteca; entonces dijo:
—¿Por qué no me cantan una canción sobre algo bonito? ¿Mientras este café acaba de hervir? El licor dura mucho más cuando lo mezclas con café bien caliente.
—Voy a componerle una sobre su casa de la gabarra. Déjeme pensar.