Explícame, ¿qué dice el mar profundo?

Bueno, gime y suspira,

Se agita y echa espuma.

¡Y da vueltas en su tedioso camino!

Seguí caminando, con el día apenas marchándose por las azoteas de los altos edificios, pasando por el tamiz de las viejas chimeneas agrietadas. Gracias a Dios, no todo el mundo, ni todas las cosas son lustrosas, almidonadas e emitaciones. Gracias a Dios, no todo el mundo tiene miedo. Miedo en los rascacielos, miedo en los despachos de asuntos públicos, miedo del tic de las maquinistas que nunca explotan, los télex del mercado de valores, que dan tantos sustos de muerte, marcando muertes, bodas y divorcios, amigos y enemigos; télex conectados y enchufados como sinfonolas, tocando las falsas y lacrimosas mentiras que se cantan en las salvajes cañadas de Wall Street; canciones lloradas por las familias que pierden, canciones que retintinean en las espuelas de plata del hombre que gana. Aquí en los barrios bajos, la gente está atestando las aceras, los bordillos y las tomas de agua para incendios, y coches, camiones, niños y pelotas de goma rebotan por las calles. Y yo pensaba: "Esto es lo que yo llamo estar nacido y vivo; no sé cómo llamaría a ese gran edificio que he dejado atrás a lo lejos."

Me di cuenta de que un joven marino mejicano de cara tranquila me seguía de cerca. Era de complexión pequeña, casi como un niño, y el mar y el sol habían mantenido su cabello grasiento y su sonrisa dulce. AI cabo de una o dos manzanas habíamos entrado en contacto y me había dicho:

—Mi nombre es Carlos, llámame Cari.

Aparte de esto, Cari no dijo gran cosa; espontáneamente sabíamos que éramos camaradas sin hacer ningún discurso al respecto. De manera que durante una hora anduve cantando por allí, mientras ese hombre caminaba a mi lado, sonriendo cara al viento, sin contarme grandes historias de submarinos y torpedos, sin historias de héroes.

Un niño y una niña irrumpieron ruidosamente con sus patines, y me dijeron que cantara más alto para poder oírme por encima de su propio estruendo. Otros chiquillos dejaron de pegarse y me iban siguiendo y escuchando. Las mamas llamaron en un centenar de lenguas distintas: " ¡Niños, volved acá!" Normalmente, los niños continuaban susurrando y cantando conmigo hasta el final de la manzana, y entonces se quedaban en el bordillo cuando yo cruzaba la calle, y me seguían con la mirada durante un rato. En cada manzana se formaba una nueva banda que andaba en manada, palpando la madera de la guitarra, y tocando la correa y las cuerdas. Muchachos mayores reían entre dientes y flirteaban en oscuros portales y se empujaban frente a los dispendios de refrescos y de caramelos de penique, y me las arreglé para cantarles por lo menos un pedacito, unas pocas palabras de las canciones que ellos querían escuchar. A veces me paraba un momento y papas y mamas y niños de todas las edades me rodeaban, tan callados como podían, pero la barahúnda de grandes camiones, autobuses, furgones y autos nos hacían estar apiñados y muy juntos para poder oírnos.

Llegó la noche, la típica noche de verano que se planta en el viento, se sumerge en las blancas nubes y hace que los edificios parezcan toda clase de cargueros crujiendo en un muelle. Como oscuros enjambres estábamos tendidos a lo largo de escalones de piedra y barandillas de hierro, y sentí volver hacia mí aquella vieja sensación. Cuando llegué a los muelles, la canción que cantaba una y otra vez era: