El viejo John D. no es amigo mío.

El viejo John D. no es amigo mío.

Digo que el viejo John D. no es ningún amigo mío.

Se lleva a todas las mujeres bonitas.

¡Y nos deja a los hombres atrás!

Niños y niñas iban trotando a mi lado, tirando de las manos de sus padres, y acercaban sus oídos y narices hasta frotarlos contra la madera vibrante de mi guitarra. Mientras atacaba los acordes del blues, sin cantar, escuché comentarios al paso:

—¿Qué está anunciando?

—¿No es un bromista?

—Un excéntrico.

—Uno del Oeste. Posiblemente perdido en el metro.

—¡Niños! ¡Volved para acá! Oí a un poli que decía:

—¡Basta! ¡Hey! ¡No se pueden hacer estos números aquí!

Pero antes de que pudiera alcanzarme, pasé a través de una puerta giratoria y me abrí camino a través de algunas avenidas atiborradas de tráfico, y comencé a deambular a lo largo de las aceras sin siquiera prestar atención adonde me dirigía. Podían haber transcurrido unas pocas horas. O días. No me daba cuenta. Pero iba esquivando a los peatones, a los niños juguetones, las vallas de hierro oxidado, los escalones podridos, y mi cabeza estaba zumbando, intentando inventar alguna razón por la que me precipité fuera del piso sesenta y cinco de aquel gran edificio, allá atrás. Pero algo dentro de mí debía saber el porqué. Porque al cabo de un momento me encontré caminando por la Novena Avenida de Nueva York, y cruzando frente a otro largo bloque de cemento para llegar al puerto. Veía a madres encaramadas en altas escaleras de

piedra y afuera en las aceras ,en sillas de culo de mimbre, algunas a la sombra, otras al sol, hablando, hablando, hablando. El don de sus sentidos estaba hablando, hablando a la madre o la señora más próxima, acerca del viento, del tiempo, de las aceras, los bordillos, las viviendas, cucarachas, bichos, alquiler, y el propietario, y arreglándoselas para tener un ojo puesto en todos los centenares de niños jugando en plena calle. Al pasar yo por allí, hablaran de lo que hablaran, las oía decir, primero de un lado y luego del otro: —¡Músico!

—¡Heyyy! ¡Tócanos la canción! —¡Hola! ¡Vamos a ver cómo suena! —¿No nos darías una música? —¡Toca!

—¡Dame una serenata!

Y así, sin hacer mucho caso, allí en las últimas manchas del sol poniente, fui serpenteando entre las mujeres y los chiquillos, cantando:

¿Qué es lo que dice el mar profundo?