Bueno, esta sala del Arco Iris es un extraño lugar para tocar

Hay un largo camino desde aquí hasta los U.S.A.

Y de vuelta a Nueva York City

¡Dios! Nueva York City

¡Hey! Nueva York City

Donde debo saber muy bien por dónde voy!

El hombre del micrófono vino corriendo, indicando que me detuviera, y preguntándome:

—Hhhlmmmm, ¿dónde termina exactamente esta canción, señor?

—¿Dónde termina? —le miré por encima—, ¡Ahora está empezando a salir bien, señor!

—El número es de lo más divertido. Excitante. Muy dolorido. Pero me pregunto si será conveniente para el público. Ejemm. Para nuestros clientes. Permítame un par de preguntas. ¿Cómo hace usted la entrada y la salida del micrófono?

—Andando, por regla general.

—Esto no sirve. Vamos a ver que tal resulta entrar trotando bajo el arco de esa puerta de allí, hacerse a un lado cuando llegue a aquella plataforma plana, cabriolar vivamente cuando baje esos tres escalones, y luego saltar hasta el micrófono sobre las almohadillas de los pies, apoyando todo el peso sobre las articulaciones de los tobillos.

Y antes de que yo pudiera decir nada, él había salido corriendo y entrado trotando, mostrándome exactamente lo que me había explicado.

Otro de los jefes gritó desde la mesa cerca de la pared trasera:

—¡Por lo que respecta a la entrada, creo que podemos ensayarlo una o dos semanas y dejarlo arreglado!

—¡Sí! Por supuesto, lo que tenemos que probar es su sonido por el micrófono, y ajustar los focos a su talla, pero eso puede venir más tarde. Estoy pensando en su maquillaje. ¿Qué clase de maquillaje usa usted, joven? —Otro jefe hablaba desde su mesa.

—No acostumbro a usar ninguno —dije por el micrófono.

Sentí el lejano zumbido y rumor de los trenes de carga y camiones de traslados llamándome. Me mordí la lengua y escuché.

—Bajo los focos, ¿sabe usted?, su piel natural parecería demasiado pálida y muerta. No le importará usar alguna clase de maquillaje sólo para revitalizarlo un poco, ¿verdad?

—No. No creo.

¿Por qué estaba pensando una cosa en mi cabeza y diciendo algo distinto con mi boca?

—¡Bien! —Una señora meneó la cabeza desde la mesa del jefe—. Ahora, oh, sí, ahora, ¿qué clase de disfraz debo conseguirle?

—¿Quée? —dije, pero nadie me oyó.

Cruzó las manos bajo su barbilla e hizo repicar sus pestañas de cera como si fueran tejas sueltas bajo un fuerte viento. "¡Puedo imaginar un carro de heno, lleno de campesinos cantando, y este personaje despreocupado siguiendo al carro por el polvo, cantando después de terminar el trabajo del día! Eso es. ¡Un traje típico de campesino francés!"

—¡Oh, no... esperen! Le veo como un habitante de los pantanos de Louisiana, medio dormido sobre la base plana de un tocón de árbol de goma, con los pies colgando sobre el barro, y su escopeta apoyada cerca de la cabeza! ¡Ah! ¡Qué continuación para la chica del saco de arpillera cantando "Novia Montañesa"!

Un hombre perdiendo una lucha a brazo partido con un puro de veinticinco centavos estaba discutiendo con la señora.

—¡Ya lo tengo! ¡Escuchen! ¡Ya lo tengo! —La señora se levantó de la mesa con una expresión en la cara como si estuviera en alguna clase de trance, y atravesó la alfombra hasta dónde yo estaba, diciendo—: ¡Ya lo tengo! ¡Pierrot! ¡Debemos disfrazarle de Pierrot! ¡Uno de esos adorables trajes de payaso! ¡Nos proporcionará la vida, la excitación y el humor veleidoso de aquella época! ¿No es una idea simplemente maravillosa? —Volvió a cruzar sus manos bajo la barbilla, se inclinó hacía mi hombro, y yo me hice a un lado para esquivarla—. ¡Imagínense! ¡Lo que un disfraz adecuado puede lograr con esta gente! ¡Su vida despreocupada! ¡Cielos abiertos! La simplicidad original. ¡Pierrot! ¡Pierrot! —Me iba arrastrando por el brazo a través del escenario, y abandonamos la sala dejando a todo el mundo hablando a la vez.

Alguno de los aspirantes decía:

—¡Caray! ¡Va a imponer una moda!

Afuera, en una especie de alto porche de cristal, donde una salvaje maraña de cosas verdes crecía todo a lo largo del suelo cerca de las ventanas, me hizo caer en una silla de piel cerca de una mesa de plástico y suspiró y resopló como si acabara un día de trabajo honesto.

—Ahora, déjeme ver, oh, sí, señora, mi impresión después de esa ligera muestra de su trabajo es un poco, digamos, incompleta, o sea, en lo que respecta a las tradiciones culturales representadas y el intercambio y las ínterrelaciones y las superposiciones de esas mismas normas culturales, especialmente aquí en América, donde tenemos, bueno, una tal mezcolanza de culturas, un tal estofado de matices y colores. Pero, a pesar de todo, creo que el disfraz de payaso representará una amplia porción del divertido espíritu de todos ellos... y...

Dejé que mis oídos se desviaran de su verborrea y que mi ojos se deslizaran por la ventana y sesenta y cinco pisos hacia abajo donde la ciudad del viejo Nueva York estaba viviendo, respirando, blasfemando y riendo allá abajo, en aquella larga isla.

Comencé a pasear de un lado a otro, manteniendo la vista fija en la ventana, vía abajo, contemplando los pañales y la ropa interior flotando en las escaleras de incendios y tendederos en la parte trasera de los edificios; viendo el humo convertirse en una mancha nebulosa que salpicaba el cielo y se mezclaba con todos los otros humos que intentaban ocultar la ciudad. Voluptuosos papeles se agitaban y salían despedidos para arriba, se levantaban en el aire y caían descontroladamente, doblándose de espaldas y de lado, una y otra vez, páginas sueltas de periódico con fotos e historias de gente impresas en algún lugar, haciendo rizos en el aire. ¡Vuela papelito, vuela! Gira y retuércete y quédate arriba tanto como puedas, y cuando vuelvas a bajar, hazlo en el cobertizo de un ático, y baja despacio para que no te lastimes. Baja y quédate allí bajo el sol, la lluvia, el hollín, el humo y la arena que se te mete en los ojos en las grandes ciudades... y quédate allí bajo el sol, palidece y púdrete. Pero sigue intentando lanzar tu mensaje, y sigue intentando ser el retrato de un hombre, porque sin esa historia y sin ese mensaje impreso sobre ti, no serías gran cosa. Recuerda que, quizá tan sólo, algún día, en algún momento, alguien te recogerá y mirará tu retrato, leerá tu mensaje, y te llevará en el bolsillo, te dejará en un estante, y te quemará en

su estufa. Pero tendrá tu mensaje grabado en su cabeza y hablará de él y lo hará circular. Y yo estoy volando, de una forma tan salvaje y atorbellinada como tú, y cantidad de veces he sido recogido, tirado y recogido de nuevo; pero mis ojos han sido mi cámara tomando fotos del mundo y mis canciones han sido mensajes que he intentado esparcer por las partes traseras y a lo largo de los escalones de las escaleras de incendios y en los antepechos de las ventanas y a través de los pasillos oscuros.

Funcionando aún como una máquina parlante de mil novecientos diez, mi señora amiga había dicho un montón de cosas de las que no había captado una sola palabra. Me temo que mis oídos habían estado corriendo por algún lugar, abajo, en las calles. La oí decir:

—De manera que, el interés demostrado por el administrador no es en absoluto una cuestión personal, en absoluto, en absoluto; pero hay otra razón por la que es seguro que puede usted satisfacer los deseos de sus clientes; y yo digo siempre, ¿no lo dice usted siempre?: "Lo que dice el cliente es lo que todos tenemos que decir." —Sus dientes brillaban y sus ojos cambiaban repentinamente de color—. ¿Usted no?

—¿Yo no? ¿Qué? Oh, excúseme un instante, ¿eh? Vuelvo en seguida.

Eché una larga mirada a uno y otro lado de las sillas de cuero rojo y las mesas de plástico en la sala acristalada, agarré mi guitarra por el cuello y le dije a un chico de uniforme:

—¿Los servicios?

Y me dirigí en la dirección que señaló, tan sólo que al llegar a un par de pies del cartelito que decía: "Hombres", hice una rápida finta hacia un pequeño corredor donde ponía: "Ascensor".

La señora movía la cabeza de espaldas a mí. Y le pregunté al hombre del ascensor:

—¿Va para abajo? Okey. Planta baja, ¡Lo más rápido que pueda!

Cuando tocamos fondo salí andando por el resbaladizo suelo de mármol, golpeando la guitarra tan fuerte como podía y cantando:

Todo buen hombre se ve en apuros alguna vez. Todo buen hombre se ve en apuros alguna vez.

Se encuentra abatido.

Completamente arruinado.

¡No tiene ni una perra!

Nunca escuché mi guitarra sonar tan fuerte, tan largo y tan claro como allí, en aquellos salones de mármol pulido. Cada nota era diez veces más fuerte, al igual que mi canto. Me llené totalmente de aire y canté tan fuerte como el edificio pudiera soportar. Quería que los perros de lanas que conducían las señoras por allí levantaran los hocicos y se preguntaran qué cono se había abatido sobre el lugar. Hacía demasiado tiempo que la gente caminaba por esos suelos enlosados, demasiado fina, comedida y silenciosamente. Decidí que por un minuto, por un solo instante en sus vidas, vieran a un ser humano paseando, no cantando porque le hubieran contratado y dicho lo que tenía que cantar, sino simplemente andando por allí, pensando en el mundo y cantando sobre él.

El eco resonaba por todas partes y pasaba rozando los murales pintados en las paredes. Rebaños de gente y grupos familiares dejaron de mirar los iluminados escaparates de las tiendas elegantes en las galerías y me escucharon decirle al mundo: