A todos los Estados de la Unión, nosotros, migrantes, hemos recorrido
¡Vamos a trabajar en vuestra lucha y a luchar hastala victoria!
Se quedaron quietos hasta que terminé. Entonces, cada uno de ellos pareció respirar profundamente, y empezó a decir algo, quizá; pero oí una puerta de tela metálica cerrarse de golpe tras de mí, y cuando miré hacia atrás, vi al viejo padre de Ruth saliendo al pequeño porche, y el jefe de la huerta salía con él. El encargado llevaba un papel en la mano, y lo agitó en el aire, indicándonos a todos que mantuviéramos silencio.
—Silencio, todo el mundo. Escuchen. Hhhmmm. No voy a molestarme en leer toda la orden.
«Queridos señores: Debido al clima frío de los últimos treinta días, la cosecha de albaricoques no estará suficientemente madura para poderla enlatar. Habrá un periodo de espera de diez días para dejar que madure la fruta. Los recolectores deben permanecer en el sitio a la espera de órdenes, ya que el tiempo puede sufrir un cambio de calor y madurar la fruta más pronto. Los vales de crédito usuales pueden obtenerse por medio de los arreglos adecuados en la tienda de la compañía...»
Hhhhmmmmmm. Sí. ¿Alguien quiere preguntar algo?
Miró por encima la muchedumbre.
Creo que éste era el tropel más silencioso en el que he estado nunca. Un muchacho de unos quince años le preguntó a su mamá:
—¿Qué vamos a hacer todos ahora, mamá? ¿Quedarnos de brazos cruzados?
Oí a una niña que no tenía más de nueve años llorando.
—¿Papá, por qué no nos metemos en el coche y nos vamos de este sitio? Y su padre le dijo:
—No tenemos gasolina, muñeca. Se la mandamos toda a los soldados para que puedan combatir a ese viejo y malvado Hitler.
Todo el mundo hablaba tan bajo que el encargado de la huerta no oyó ni una palabra. Pensó que todos nos estábamos dispersando sin un sonido, como un rebaño de ovejas perdidas.
Ruth me apretaba la mano.
—¿Por qué no vuelves al campamento y nos cantas diez días de esas buenas canciones?
Su padre me preguntaba desde detrás:
—Tenemos un crédito de diez días. Vas a comer. ¿Te quedas?
—Muy amable de su parte. —Me colgué la guitarra al nombro, y luego le dije—: Creo que es mejor que me lance al camino. Seguir adelante. Observar. Espero que ustedes, amigos, salgan de esta difícil situación.
—¡No me importan las situaciones difíciles! —Ruth se apoyaba sobre el poste de gasolina—. La guerra no se hace con borlas para empolvar. —Parpadeaba con rapidez.
—De alguna manera, me gustaría quedarme aquí, pasar unos días. Siento como si una mitad de mí se quedara y la otra mitad se fuera. Algo extraño —le dije.
—¿¿Te acuerdas de las cuatro semillas que planté y los cuatro deseos que pensé? —Ruth me miró de pies a cabeza—. Estoy pensando en otro deseo, que podamos conseguir trabajo para ayudar a ganar esta guerra.
Choqué la mano con el viejo. Después con Ruth. Y cuando ya andaba hacia la carretera, el viejo aulló a mi espalda:
—¡Le estoy mandando por correo toda mi gasolina y mis neumáticos a mi hijo! ¡Conduce uno de esos jeeps!
Capítulo XVIII
ENCRUCIJADA
Tenía grandes gotas de sudor destacando en mi frente y no sentía mis dedos como si fueran míos. Estaba nadando en altas finanzas, a sesenta y cinco pisos del suelo, apoyando mi codo en un mantel de mesa de aspecto envarado y blanco como un fantasma escapado, y golpeando una gran pecera redonda con el dedo. La pecera estaba llena de agua clara, con una abierta y resplandeciente rosa roja tan ancha como una mano, hundida en el agua, que hacía que la rosa pareciera más grande y más roja y las hojas más verdes de lo que eran en realidad. Pero todo en la sala se veía de este modo cuando mirabas a través de las peceras de agua y rosa en las otras veinticinco mesas. Cada hilera de mesas estaba en un estrado en forma de herradura, y cada herradura un poco más alta de la de abajo. Yo estaba en la más baja. El precio de la mesa por una noche era de veinticinco dólares.
Sesenta y cinco pisos por encima del mundo. Un buen viaje de ascensor para bajar hasta donde se corre la carrera humana. El nombre del lugar, la Sala del Arco Iris, en la ciudad llamada Nueva York, en el edificio llamado Centro Rockefeller, donde las gambas se cuecen en Standard Oil. Estaba esperando para una prueba para ver si conseguía un empleo cantando allí. El tugurio de más categoría que he visto en mi vida. Miré alrededor a las gruesas alfombras como césped tupido, y las ondulantes cortinas colgando de las ventanas, y me reí para mis adentros al escuchar a los otros intérpretes haciendo comentarios jocosos sobre toda la obra.
—Ésta debe ser la sala del delirio, por la forma como lo tienen todo acolchado.
Un hombrecito de aspecto afeminado con un largo frac, estaba esperando su turno para la demostración.
—No creo que hayan podado aún la tapicería este año —susurraba una señora con un acordeón plegado sobre su regazo.
—Y esas mesas —-casi me reía al decir—, es como si en este edificio, como más alto estás, más frío tienes.
El hombre que había sido nuestro guía y nos condujo aquí arriba en primer lugar, atravesó la alfombra con su nariz al aire, como una foca amaestrada, nos hizo una mueca a los que esperábamos para pasar las pruebas, y dijo:
—Ccchhht. Silencio, todo el mundo.
Todo el mundo se deslizó en la silla y se acicaló y se sentó bien recto y se quedó inmóvil, mientras tres o cuatro hombres, y una o dos señoras vestidas de acuerdo con el mobiliario, penetraron bajo el arco de una puerta alta desde la terraza principal y tomaron asiento en una de las mesas.
—¿El jefe supremo! —le pregunté tapándome la boca con el dorso de la mano, a los otros de mi mesa.
Las cabezas se movieron afirmativamente. Me di cuenta de que todo el mundo había cambiado la expresión de la cara, casi como figuras de cera, inclinando su cabeza con la brisa, arrugando la cara ante el sol del atardecer que atravesaba el suelo, y sonriendo como si nunca les hubiera faltado una comida. Este aspecto es el que la mayoría de colegas del espectáculo aprenden rápidamente al entrar en el juego; lo pintan sobre sus caras, o lo moldean, de modo que sonría siempre como un mono a través de los barrotes, de manera que nadie pueda saber que aún no han pagado el alquiler, o que no han tenido trabajo esta temporada o la última, y que acaban de terminar una sensacional y espectacular gira de cinco desastres en serie. Los intérpretes parecían clientes ricos, resplandecientes al sol, mientras el jefe principal con su mesa de jefes de talla media parecían haber sido objeto de un fusilamiento fallido.
A través del agua de las peceras todas las cosas del lugar parecían estar cabeza abajo; el suelo parecía el techo y los corredores parecían las paredes, y los hambrientos parecían ser los ricos, y los ricos parecían estar hambrientos.
Finalmente, alguien debió hacer un movimiento o dar una señal, porque una chica con un vestido de saco de arpillera se levantó y cantó una canción que decía cómo se estaba acercando a los trece, y cómo crecía su ansiedad, cansada de esperar, con miedo de llegar a solterona, y con deseos de ser una montañesa desposada. Las cabezas se sacudieron arriba y abajo y el jefe supremo, los jefes medianos, los agentes y ayudantes sonrieron a través de las mesas vacías. Escuché a alguien susurrar:
—Está contratada.
—¡El siguiente! ¡Woody Guthrie! —un tipo muy elegante decía por el micrófono.
—Supongo que ése soy yo —estaba murmurando, hablándome a mí mismo, y mirando por la ventana, pensando.
Busqué en mi bolsillo y tiré una moneda sobre el mantel; la observé dar vueltas y más vueltas,
primero cara, luego cruz, y me dije: "Menuda diferencia entre aquel huerto de albaricoques en junio, pasado, en el que la gente estaba atrapada a lo largo del río, y esta sala del Arco Iris en una tarde de agosto. Caray, he andado mucho en los últimos meses. No he ganado dinero como para hablar de él, pero he metido la cabeza en un montón de lugares bellos y sencillos. Algunos buenos, otros apenas pasables, y algunos terriblemente malos. Compuse un montón de canciones para la gente de los sindicatos, las canté por todos lados, allá donde la gente se reúne y habla y canta, desde el Madison Square Garden hasta una taberna de fabricantes de cigarros cubanos en Spanish Harlem, una hora más tarde; desde los estudios acolchados de CBS y NBC hasta el salvaje escenario de un ghetto harapiento. En algunos lugares era presentado como un monstruo, en otros como un héroe, y en los duros tugurios cerca de Battery Park, no era más que otra sombra confundiéndose con la demás. Ha sido como esta monedita dando vueltas, una noria de caras y cruces. Los que más me gustaron fueron los obreros de los sindicatos, los soldados y los hombres en ropa de lucha, ropa de tiro, ropa de barco, o ropa de granja, porque al cantar con ellos me hacía amigo de ellos, y me sentía como si de alguna manera participara en su trabajo. Pero esta moneda girando son mis últimos diez centavos... y este empleo en el Arco lis, bueno, según los rumores van a pagar tanto como setenta y cinco a la semana, y setenta y cinco a la semana son, ni más ni menos, que setenta y cinco a la semana."
—¡Woody Guthrie!
—'¡Ya voy!
Caminé hasta el micrófono, tragando saliva e intentando pensar en algo para cantar. Tenía la cabeza un poco vacía o así, y por más que lo intentara, no podía pensar en ninguna clase de canción para cantar... sólo el vacío.
—¿Cuál va a ser su primera selección, señor Guthrie?
—Una pequeña melodía, supongo, llamada Nueva York City. —Y así empujé al presentador fuera de escena con la punta de alambres del mango de mi guitarra e inventé estas palabras al tiempo que cantaba:
¡Esta sala del Arco Iris está muy bien Puedes escupir desde aquí hasta la frontera de Texas!
¡En Nueva York City Señor, Nueva York City
Esto es Nueva York City, y debo saber por dónde voy!
¡Esta sala del Arco Iris está tan arriba
Que el espíritu de John D. viene flotando por ahí
Esto es Nueva York City
Ella es Nueva York City
Estoy en Nueva York City y debo saber por dónde voy!
¡La ciudad de Nueva York está en un auge grandioso
Me tiene a mí cantando en la sala del Arco Iris
Eso es Nueva York City
Eso es Nueva York City
Es la vieja Nueva York City
Donde debo saber muy bien por donde voy!
Llevé la melodía a la iglesia, la rodé por el santo suelo, introduje algunas notas partidas, deslicé una falsa, pasé por el estilo "barrel house", alcancé un par de buenas notas solitarias a campo través, intentando conseguir que me ayudara la vieja guitarra, que hablara conmigo, que hablara por mí, y dijera lo que pensaba, sólo por esta vez.