Deslízate fuera de las manos del diablo
¡Y corre hasta la Tierra Prometida!
Tómatelo con calma. Y ve bien engrasado
Estando de rodillas en el gallinero
Creí escuchar a una gallina estornudar;
No era más que un gallo diciendo sus plegarias,
Y dando las gracias por las gallinas de arriba.
El gallo predicando. Las gallinas cantando.
Los pequeños pollitos tan sólo esperando.
Ahora he estado aquí y he estado allá,
He vagado casi por todos lados,
La chica más hermosa que he visto jamás
Anda siempre a mi lado arriba y abajo.
La boca bien abierta. Cazando moscas.
Sabe que estoy loco.
Todo el mundo se mofaba y reía al final de cada párrafo. Seguí tocando la guitarra mientras otros añadían párrafos que habían sacado de algún lado. Una mujer con una gorra azul sostenía su barbilla con una mano y espantaba toda clase de insectos de su bebe dormido sobre un viejo saco a sus pies, y cantaba:
Abajo en la hondonada sentada sobre un tronco,
Con el dedo en el gatillo y la vista en un verraco;
Apreté el gatillo, la escopeta hizo «zip»;
Agarré al señor cerdo con todas mis fuerzas.
No puedo comer ojos de verraco.
Pero necesito encrasarme.
—¡Bueno, esto de cantar está muy bien! —La chica levantó la voz mientras seguía con los platos—. ¡Pero no va a dejar los platos limpios! ¡Señor guitarrista, venga acá, ayúdeme a traer un cubo de agua del río!
Cuando fui tras ella, oí burlarse a alguien en el grupo:
—¡No ha sido difícil convencerle!
—¿Sabes que nunca te he preguntado el nombre todavía? —iba hablando y siguiéndola por un sendero bajo los árboles hacia la orilla del río—. Supongo que tienes uno, ¿no?
—Ruth. Yo ya sé el tuyo; te llamaré Ricitos. Dios mío, me pregunto qué profundidad tendrá el río por aquí. El agua es linda y clara. Casi puedes ver los peces nadando. —Metió sus pies descalzos en el agua y dejó los zapatos tirados en la orilla. Cogió dos cubos de agua, componiendo un precioso cuadro, allí de pie, reflejada cabeza abajo junto a todos los árboles y las orillas—. Bastante fría —intentaba meter sus pies mojados en las sandalias.
—¡Sécate los pies antes de meterlos en los zapatos! —Cogí los cubos y los dejé en el suelo a unos pasos del sendero, y le di la mano mientras volvíamos por la maleza. Nos dejamos caer sobre un montón de hojas y le sequé los pies, uno tras otro, con mi pañuelo.
—¡Da gusto tener a alguien arrodillado secándome los pies!
—Les da calor. Sí. Da mucho gusto.
—¿Pero cómo sabes tú que da gusto? Son mis pies los que están siendo secados.
—Sí, pero soy yo el que está secando.
—Mi piel está toda requemada y áspera. Siempre voy sin medias y arañándome las piernas con ramas y zarzales. Son muy feas.
—A mí me gustan. Están muy mojadas por encima de las rodillas.
—¿Te da reparo?
—No, no me importa. De hecho, estaba justamente pensando que me gustaría que hubieras entrado más en el agua.
—Dame una lección de guitarra.
—¿Ahora mismo?
—Enséñame algo que sea muy fácil de hacer.
La rodeé con los dos brazos, y con una mano hice una almohada de hojas; entonces agarré un puñado de hojas, las solté sobre su pelo y dije:
—Esto es fácil de hacer. —Y le di cuatro besos y dije—: Y esto es fácil, y esto es fácil, y esto, y esto.
Acerqué mi cara a su cuello y sentí sus brazos alrededor del mío, sentí calentarse su mejilla y me dijo:
—¿Esta es tu primera lección de guitarra? —Esto es lo que se llama los primeros y fáciles pasos.
—Tú estás caliente y yo estoy toda fría de haberme metido en el agua.
—Si tuvieras carámbanos de hielo colgando de tu cabello, seguiría sintiendo tu valor.
—Dame la segunda lección.
—La segunda lección se basa en aprender cómo usar tus manos y tus dedos. Tomándole el pulso al instrumento. Familiarizándose con las cuerdas ligadas.
—¿Cuerdas ligadas?
—Unas pocas?
—¿Qué?
—Quiero que tú y yo estemos bien atados, algo así como pertenecerle el uno al otro, y quedarnos así para siempre. Tal como estamos ahora. Y tú puedes ser gobernadora.
—¿Gobernadora de quién?
—Mi gobernadora.
—¿Me vas a dar lecciones de guitarra? ¿A comprarme caramelos dos veces por semana?
—Caramelos de penique, dos veces a la semana. —Lo estoy pensando.
—Estás muy bonita aquí tumbada, pensando en ello.
—Tú también estás bien. Cuéntame todo sobre ti. Cuéntame todo sobre dónde has estado. Todo sobre tu guitarra. Seguro que si pudiera hablar tendría mucho que contar.
—Puede hablar.
—¿La guitarra habla? ¿Y qué dice? —Dice que le gustas. Una barbaridad. —¿Cuánto?
—Todas esas ramas de árbol llenas, y el río lleno, y encima dos galledas. ¿Es suficiente?
—¡Caray! ¡Nadie me había querido tanto antes!
—Yo sí, pero no te había encontrado hasta ahora. Te he estado buscando a lo largo de muchos caminos... y hasta ahora no te ubico. Lo sé. Lo veo al mirarte a los ojos, al mirarte la cara, y hasta detrás de tus orejas.
—¿Cómo es que tienes que tocar en las tabernas? No me gusta que tengas que cantar en viejos antros de licor.
—Pues no sé, atravesando el país, las tabernas están muy a mano, al lado de la carretera. ¿Sabes? Ganas un níquel o dos, y te marchas.
—¿Y adonde vas? ¿Qué es lo que buscas?
—Esto.
—Quizás algún día puedas encontrar sitios mejores para tocar y cantar. ¡Oh!, como un escenario o la radio, o algo por el estilo.
—Me gusta ir donde se realizan grandes obras, como construcción de presas, instalaciones petroleras y recolección de mieses. Podría encontrar un empleo estable si tú me empujaras un poquito.
Nos quedamos en silencio por un rato.
—No —me dijo al oído—, no mires. No mires cómo se pone el sol. No mires cómo oscurece. No me cuentes historias sobre un pedazo de papel llamado contrato matrimonial, no, no me digas nada de esto, sólo quédate aquí y no hagas grandes promesas; estás aquí, ahora; mañana te habrás ido; lo sé, pero por ahora, di tan sólo que pensarás en mí, y a cualquier sitio que te vayas, cuando estés cansado de vagar, acuérdate de esto, ¿vale?
—De acuerdo. —Y escuché su corazón latiendo bajo mi oído cuando posé mi cabeza sobre su pecho—. Lamento no ser muy hablador. No se me ocurre nada que valga la pena decir precisamente ahora. Habla tú un rato, yo me encargo de escuchar.
—Vamos a quedarnos los dos aquí tumbados, escuchando y pensando.
Sentía su piel caliente bajo mis caricias y mis dedos peinando su cabello entre las hojas perdidas. Sus labios estaban húmedos como la tierra empapada bajo esas hojas. Tenía un calor, un movimiento y una vida, sin los cuales un hombre no podría vivir. Parpadeé con mis pestañas en su oído, pero tan sólo sonrió y mantuvo los ojos cerrados como si estuviera soñando algo.
Cargamos los cubos hasta el campamento y yo andaba detrás de ella, quitándole hojas y ramitas del pelo. Echamos el agua y lavamos juntos ollas y sartenes, mientras escuchábamos a los demás. Había bastante gente alrededor.
—¡Eh, señor! —un muchacho de unos quince años levantaba la voz por encima de los demás—, ¿ha encontrado ya ese lápiz indeleble que buscaba?
—No, todavía no. ¿Por qué? ¿Tienes uno? —le dijo al chico el padre de nuestra pandilla—. Gracias.
Entonces, un tipo grande, con una camisa muchas veces remendada y una voz rápida y mordaz, intervino:
—Dígame, viejo, ¿quiere usted que le explique
todo lo que se puede saber acerca de estos vales?
—Me gustaría que alguien lo hiciera.
—De acuerdo. —Apoyó su pie en una caja de manzanas y apuntó con su pipa a la oscuridad, y mientras hablaba, las únicas tres cosas que brillaban en la noche eran su pipa, un botón blanco de su camisa, y el resplandor de las fogatas en los cubos llenos de trapos, reflejado en sus ojos—. Va a pensarlo usted una vez más. Esta fruta va a atrasarse una semana o diez días con la excusa de una maldita cosa u otra. El pedido de la conservera. El tiempo. El mercado. ¡Qué demonio! Sea como sea, la cuestión es que usted firmará este vale de crédito esta noche. Lo llevará por la mañana para comprar sus cosas e irse a trabajar. Conseguirá una factura de compra y se enterará de que la cosecha ha sido retrasada por unos días. De manera que va a seguir comprando unos días más. Comprará tímidamente. Mezquinamente. Pasarán sin muchas cosas que hacen falta. Intentando mantener una cuenta pequeña. —Examiné al tipo mientras hablaba; se le veía harapiento, golpeado duramente por la vida y abatido. Siguió fumando su pipa y descansando su bota gastada sobre la caja.
—Compraría pocas cosas. Intentaríamos ir con cuidado. ¿No es cierto, chicos? ¿Mamá —Su papá sostenía el papel amarillo con la mano sobre la rodilla, en cuclillas, con las piernas cruzadas, y cada vez que decía una palabra apuntaba a todo el mundo con su lápiz indeleble.
—Llegará a deber diez días o dos semanas en la tienda. Puede que irregularmente se recojan algunos albaricoques, pero no suficientes para alimentar a la mitad de su familia. Luego el clima va a ser más caluroso y eso obligará al jefe a recoger los albaricoques. Irán a trabajar. Harán lo suficiente para sobrevivir mientras trabajan.
—Podemos hacer eso, seguro, ¿verdad, mamá?
—Apenas ganarán lo suficiente para mantenerse mientras trabajan. Pero no ganarán lo suficiente para poder pagar la cuenta de diez días que deberán. Llevarán diez de retraso respecto al mundo. Veinte dólares, veinticinco. ¡Diez días! ¡Respecto al mundo!
El grupo se dispersó para acostarse, cada uno por su lado, pensando. Ruth y yo nos sentamos en la escalerilla del remolque y hablamos durante una o dos horas.
A la mañana siguiente, a la salida del sol, estaba inclinado lavándome la cara con agua de la manguera de la estación de servicio, pensando en sacar algo de la tienda del jefe aunque sólo fuera agua corriente. Vi al viejo que venía caminando solo, despacio, a través de la huerta. Me estaba secando la cara con el borde de la camisa cuando se acercó a mi espalda y dijo:
—¿No es usted el guitarrista?
Le sonreí y le dije que lo era.
—El sol de madrugada es muy bueno para el hombre, ¿verdad? —me preguntó. Luego, intentando esconder el pequeño papel amarillo tras su espalda, para que yo no lo viera, escupió en un charco de aceite usado y dijo—: Tengo que entrar un momento en la tienda.
Estaba pensando que este viejo había tenido una vida muy dura, cuando oí a alguien decir:
—Buenos días, gobernador. —Me di la vuelta y allí estaba Ruth de pie tras un arbusto, en el lado soleado de la tienda.
—¿Por qué te escondes en los parterres del jardín? —le pregunté—. Espiando a tu viejo, ¿no?
Estaba escarbando cuatro agujeros en la tierra del parterres con el tacón de sus zapatos, y diciendo:
—No. No necesito andar a hurtadillas y espiar a mi viejo para saber lo que va a hacer. Va a darle la nota de crédito al hombre de la Compañía, y no le dirá nada. Quizá qué linda está la mañana. Te diré un secreto si no se lo dices a nadie. —Acababa de escarbar el cuarto agujero y miró alrededor para ver si alguien la estaba viendo—. He robado cuatro de esos hermosos albaricoques amarillos. Me los he comido para desayunar. Y ahora los estoy replantando aquí al lado de esta vieja tienda. Algún día crecerán. Así podré descansar en paz sabiendo que los devolví.
Indiné su cabeza para arriba, la besé y dije:
—¿Expresaste un deseo por cada uno que plantaste?
Asintió con la cabeza.
—¿Alguno de ellos acerca de tú y yo?
—Sí. —Aplanó el suelo con el pie donde había plantado la cuarta semilla—. Primero, espero que sigas con tus viajes. Segundo, espero que te hartes, y te des cuenta de que no te gusta. Tercero, espero que sigas con tu música y tus canciones, porque es algo que llevas dentro, y te crees que eres una especie de predicador o un médico recorriendo tabernas, escuchando los problemas de la gente y crees que tú puedes levantarles un poco los ánimos, hacer que se sientan un poco mejor. Cuarto, quiero darte esta dirección postal: es de unos parientes de la familia, siempre saben por dónde andamos y nos mandan el correo.
Nos quedamos de pie bajo el sol escondidos tras un arbusto, abrazándonos de nuevo, y le besé sobre los párpados mientras ella decía:
—Los dos hemos estado buscando precisamente esto durante mucho tiempo. Los dos hemos creído encontrarlo antes en algún lugar.
—Y algo sucedió y lo destrozó todo. Tenía mucha esperanza cuando era un niño. Tan pronto como un deseo se venía abajo, me resultaba muy divertido el solo hecho de esperar algo nuevo. Pero últimamente, supongo, mi máquina de deseos ha estado un poco averiada. Pienso que si tú me amaras tanto como yo, podríamos dormir bajo un puente del ferrocarril, y estar a gusto.
—Eres un tremendo embustero.
—¿ Embustero ?
—Sí. Has tenido cosas mejores. Podría asegurarlo. Yo también. Diez docenas de veces. Luego se van. Te lanzas a la carretera y vas dando traspiés de pueblo en pueblo, y por todo el camino, ves lindas granjas, lindos coches, lindas personas, lindas ciudades, y no crees que tú puedas llegar nunca a ganar suficiente dinero con tu guitarra y tus canciones para conseguir todo esto, de manera que mientes, te mientes a ti mismo, y dices: "Todos los demás están equivocados y son injustos, odio su bonito mundo, ¡porque no puedo encontrar un hueco por el que introducirme!" Y cada vez que respiras estás mintiendo. Quizás eres un buen chico, y quizá te quiero, pero sigues siendo un embustero. —Apoyó su cara en mi hombro.
Nos sentamos, ocultos entre un alto matorral y la pared de la tienda, y durante una hora más hablamos en voz baja y pensamos juntos.
—Ayer, anoche, mi pañuelo se mojó todo, secándote las piernas; ahora, esta mañana, creo que tienes más agua en tus ojos que la que hay en el río allá abajo. ¿Te sientes mal?
—Oh, no. —Intentó sonreír—. ¿No te importa que te llame embustero? Todos mentimos un poco. Yo también miento.
—Sí. Lo sé. Soy un mentiroso. Yo sé lo que estoy buscando en realidad. Trabajar. Ganar dinero. Construir algo. Una casita que no le falte nada. Y
tú en ella. Sabía lo que quería. Pero no podía conseguir nada de ello si no encontraba mi trabajo. Quería escoger mi propia clase de trabajo. Puedo trabajar como un perro condenado, pero debo elegir el trabajo. Podía haber conseguido un empleo conduciendo un camión o un tractor, empujando una carretilla, tirando de una sierra de trozar, pintando carteles, o incluso haciendo de pintor; pero cuando estaba cantando en la radio en Los Ángeles me llegaron más de quince mil cartas animándome a seguir cantando esas viejas canciones ,a componer nuevas, contar historias fantásticas, chistes y cantar para todo un océano lleno de gente a la que no podía ver. Cartas de tíos desde barcos en alta mar; cartas de familias granjeras, de gente que sigue la pista de las cosechas; obreros de fábricas de todo el país; ratas del desierto en busca de oro; incluso viudas desde Reno, donde van en línea recta hacia su cuarto marido. La gente grita, ríe y llora, me abraza, me besa, me insulta, me da de golpes, en tabernas y tugurios. Y aun así, los peces gordos que son los dueños de esas emisoras de radio dicen que no tengo lo que la gente desea. Como ves, yo no me chupo el dedo. Y hace tiempo juré que me aferraba a mi guitarra y mis canciones. Pero la mayoría de emisoras de radio no quieren dejarte cantar las verdaderas canciones. Quieren que cantes tan sólo la vieja mierda de vaca y nada más. De manera que nunca puedo conseguir el dinero ni las cosas que harían falta para mantenerte a ti y a mí en una casa y un hogar... de manera que me he estado mintiendo a mí mismo durante mucho tiempo, diciendo que no quería una casita y todo lo demás.
"Pero creo que ya sé, Ruth. Me lanzo al camino de nuevo. Ahora mismo. En este preciso instante. No sé lo lejos que tendré que ir hasta encontrar el lugar donde pueda cantar lo que quiero cantar, y mi cabeza está tan llena de nuevas ideas para canciones como un árbol en una colina lleno de flores de todos los colores. Cantaré en cualquier lugar donde se paren y escuchen. Y ellos cuidarán de que no me muera de hambre. Ellos cuidarán de que tú y yo podamos estar juntos."
Sentí sus labios como mariposas posándose en mi cara.
La gente de los coches y remolques andaban de a dos y de a tres, pateando el polvo de la mañana y congregándose alrededor de la tienda, cuarenta o cincuenta en total, picando de pies, recortando maderitas o limpiándose las uñas con largos cuchillos afilados.
—¡Hombre, caray! ¡Estoy realmente ansioso por arrancar esa fruta de las pesadas ramas!
—¡Yo no vine a California para un maldito baño de sol!
—¡ Suelte el trabajo de una vez, señor!
—¡Salga de prisa, señor jefe del huerto, lea ese telegrama que me manda ejercer mis músculos viriles en el arte de agarrar albaricoques!
—¡Ya he tomado mis huevos con jamón, y el jugo de naranja! ¡Mis venas van llenas de vitafones!
Cada vez que uno soltaba un comentario por el estilo, todo el mundo se reía y un pequeño estruendo recorría el tropel como si fuera un terremoto.
—¡Hola! ¡Guitarrista! —Uno de los tipos nos vio a Ruth y a mí salir andando del lado de la tienda—. ¿Podría usted desprenderse de esta linda muchacha esta mañana, el tiempo suficiente para cantarnos una cancioncita?
Dije que calculaba como si pudiera.
—¡Tócanos algo referente a todos nosotros reunidos aquí alrededor en espera de empezar a trabajar!
Tanteé unas pocas cuerdas para ver si la caja estaba afinada, y le sonreí ligeramente a Ruth, que me miraba:
Trabajo en tus huertas de ciruelas y melocotones
Duermo en el suelo bajo la luz de la luna
No ves al borde de tu ciudad y luego
Venimos con el polvo y nos vamos con el viento.
De los verdes pastos de abundancia a la tierra seca del desierto
De la presa del Gran Coulee por la que bajan las aguas