Dime, mamá, ¿está tu suela gastada como la mía?
¡Hey! ¡Hey! Chica, ¿está tu suela gastada como la mía?
Trabaja y rueda, ¿está tu suela gastada como lamía?
¡Todo viejo neumático va a estallar tarde o temprano!
—¡Barájalas y reparte! —se rió el conductor.
¡Oye, Señor Todopoderoso, haz girar las ruedas!
¡Hey! ¡Buena chica, hay que hacer girar las ruedas!
¡Mujer trabajadora, haz girar tus ruedas!
¡Si no encuentro un trabajo, rodaré por toda California!
—¿Por dónde escuchaste esta canción? Es muy buena —me preguntó el viejo, desde el asiento delantero.
—No era una canción. Me la acabo de inventar.
Una gran huerta desfilaba a ambos costados.
La joven a mi lado en el asiento posterior dijo:
—Chico, hagas algo o no hagas nada, lo cierto es que tú puedes cantar sobre el trabajo.
—Cuando cantes seis, ocho o diez horas, de un tirón y de prisa, en algunas de esas tabernas, como yo hago, ya verás como la música se convierte en trabajo —le dije.
—¿Tanto tiempo cantas cada noche?
—Por regla general. Empiezo cerca de las ocho, canto hasta las dos o las tres, y a veces hasta el amanecer.
—¿Y cuánto ganas?
—Un dólar, o dólar y medio.
—Igual que una jornada en la huerta. —Echó un vistazo por la ventana a una abeja que intentaba llevar una gran carga de miel y se mantenía a la altura de nuestro coche—. ¡Mira! Esta pobre abejita. ¡Está pasando un mal rato intentando volar con demasiada miel!
—Parece como si incluso esta pobre abejita estuviera alistada trabajando para la Defeeensa del Tío Sam —dijo su padre, torciendo el cuello y la cabeza para ver a la abeja.
—¡No es defeeensa! —le dijo ella.
—Deeefensa, Abeefensa. Alguna clase de despensa —dijo el viejo.
Ella miró exageradamente al cielo y le dijo: —No es deeefensa. ¡Ya no lo es, ya no! —¿Pues qué es? —Guerra.
—Es lo mismo, la guerra es defenderse, ¿no? —le preguntó su papá.
—¡No, ni mucho menos! —le respondió la chica. —¿Cuál es la diferencia?
—Si Hitler se me acercara con una cachiporra, y yo diera un paso atrás para evitarlo, esto sería defenderse.
—¿Entonces qué?
—Entonces, si yo me consiguiera una cachiporra mucho más grande —agarró la bomba de aire del suelo—, ¡esto cambiaría mucho mi posición!
—¿Ah, sí?
—Entonces, cuando me lanzara y de un golpe clavara al viejo Hitler en el suelo, esto sería guerra.
—Ah, caray, tienes razón hermana —la apoyó el viejo—. Sólo que no hace falta que agites tanto esa bomba aquí dentro del coche. No querrás dejar fuera de combate a uno de tus propios soldados, ¿verdad?
—No. —Sonrió un poco y dejó caer la bomba de nuevo sobre las planchas del suelo—. No debo lastimar a ninguno de mis soldados.
La mamá escupió por la ventana delantera y dijo:
—Imagino que hoy en día todos somos soldados. Parece que aquí está la entrada donde debemos girar.
El coche giró por un gran portal oscilante, hasta una huerta de árboles plantados en una profunda tierra arenosa.
—El camión se ha parado un poco más adelante —oí decir a la vieja mamá.
La gente bajó de la caja del camión, los hombres con sus petos y pantalones caquis, camisas de dos o tres colores allí donde se había cosido un nuevo remiendo, y el color azul tirando a pardo, medio borrado por el sudor. Algunos pañuelos anudados al cuello y los guantes puestos. Surgieron potes de tabaco y los hombres enrollaron sus pitillos. Podías ver una caja de rapé brillar al sol como si fuera pulida. Saltamontes, escarabajos y toda clase de criaturas con alas daban vueltas por el aire, y telas de araña colgaban de las ramas de árbol hasta los terrones del huerto.
La señora alta del camión saltó sobre nuestro estribo y dijo:
—Siga conduciendo. Con cuidado, no vaya a atropellar a nuestros recolectores. Ha sido una suerte que vinieran al campo en estos días, con este racionamiento de la gasolina y el caucho. —Podía ver su brazo y su mano metidos por la ventanilla y sujetándose en la manecilla interior de la puerta. Tenía la piel clara y ligeramente pecosa que me hizo tomarla por una señora sueca—. ¿Ven ese puñado de coches y remolques al otro lao? i Sigue hasta allí!
La sueca bajó al suelo y el coche se detuvo. Salí, me cepillé algo del polvo de mis andrajos, y todo el mundo estaba de pie, esperando que ella nos dijera algo acerca de algo.
—¿Ustedes se dedican a la recolección?
—Sí, señora —asentimos todos.
—Entonces supongo que entienden de albaricoques, ¿no?
Todos afirmamos con la cabeza que entendíamos. —¿Saben ustedes cómo clasificamos los albaricoques?
—¿ Clasificarlos ? —No, señora. —No creo.
—Tres clases de albaricoques, ya saben. Los comunes. Luego, los mejores que siguen se llaman selectos. Y los mucho mejores, extraselectos.
—Comunes.
—Selectos.
—Extraselectos.
Movimos la cabeza arriba y abajo.
—Ahora, los comunes son los últimos en madurar con el calor; cualquiera puede recoger los comunes. Se pagan a tanto la caja. Los selectos maduran antes. Mejor gusto, mejor aspecto, menor cantidad. Pueden conseguir un poco más de dinero recogiéndolos, cerca de dos veces más por caja que los comunes.
—¿Hay selectos ahora? —preguntó el viejo de nuestra pandilla.
—No —nos dijo la señora—. Demasiado temprano. Ahora hay extraselectos.
La joven sacudió la cabeza.
—¡Oh, sí, señora. Son los más tempranos, ¿no?
El sol le daba de pleno en la cara y vi que su cabello iba a coger unos rizos preciosos cuando se lavara el polvo en agua de río.
—Los primeros en madurar. La gente de dinero quiere de lo bueno lo mejor, y los mejores son los extraselectos. Bueno, ahora les daré una idea de cómo deben recogerlos, y así cuando venga el encargado de la huerta dentro de un momento, ya sabrán ustedes qué responder.
—¿Ven aquellas ramas de allá?
—Una pesada carga.
—¡Madre mía, mira esos albaricoques!
—Los árboles tienen mucha paciencia, ¿no?
—Nadaaaaando en jugo.
—Tienen que ser capaces de reconocer un extra-selecto cuando se encuentren con él —nos dijo la sueca—. Aquí hay uno. ¿Lo ven? Color claro y brillante. Bonito aspecto dorado.
—Se me hace la boca agua —dijo el viejo.
—No tendré ni tiempo de tomar mi rapé, de tantas de esas frutas amarillas que voy a comer.
La vieja se reía y nos guiñaba un ojo.
—Estoy segura de que entendemos lo que quiere decir —le dijo la chica a la señora—. Hemos recolectado muchas otras frutas, donde las clasifican de una manera parecida. Están hermosas, ¿verdad?
—Una cosa más —la señora hablaba tan bajo que me tuve que acercar para oír—. Debo decirles que eviten enredarse en discusiones con el encargado. Si les pilla comiendo extraselectos, se los descuenta de su jornal, de manera que no digan que no les advertí. Ahora viene hacia nosotros. Todo va a salir bien. Falta mano de obra por aquí, les necesita a ustedes. No se dejen avasallar por él. Creo que tuvo un parto difícil, y por su naturaleza le gusta verlo todo difícil.
—¿Recolectores nuevos? —aulló, cincuenta pies antes de llegar a nosotros. Estaba sujetando el alambre superior de una valla, a horcajadas sobre él, y era un hombre bajo y rechoncho. Se podía ver que tenía que gruñir y hacer un gran esfuerzo para saltar la valla—. ¿Mano de obra nueva?
La madre dijo:
—Bueno, yo ya no soy tan nueva —sonrió al encargado, y luego bajó la mirada a la tierra profunda.
—Quiero decir que son nuevos por aquí, ¿no?
Estaba intentando desabrocharse el cinturón para meterse las dos o tres camisas dentro de los pantalones. Todo a su alrededor parecía grasiento y con tendencia a hundirse en el suelo.
—Nuevos aquí —dijo la madre. Los demás estábamos quietos, esperando que él o el cinturón, uno de los dos, resultara vencedor—. Nos acaba de traer un neumático jodido.
—¿Ya conocen bien los extraselectos?
—Nosotros no jugamos con nada que no sea lo mejor de lo mejor —le dije.
—Bueno, en cuanto a eso, espero no agarrarles jugando en la huerta cuando llegue el pedido.
—¿Llegue el pedido adonde? —le preguntó la chica.
—El pedido de la conserva. No ha llegado aún. Está previsto para hoy. 0 mañana a más tardar. Bueno, desempaquen sus cosas allá debajo de aquellos árboles.
Miraba al viejo coche de morro humeante. Luego dio la vuelta y se fue caminando. Di un par de pasos tras él y le dije: —Oiga, jefe, no creo que esta gente entienda bien todo este asunto del pedido. Si vamos a comer, tenemos que empezar trabajando, porque no tenemos dinero. No podemos esperar ni un día más. Se detuvo, se giró hacia mí, y me dijo: —Oye, yo no sé quién eres tú, pero llegaste aquí con un grupo de recolectores. Quieres trabajar, ¿no? —Agitó tanto los brazos en el aire que volvió a salírsele la camisa del cinto y tuvo que luchar con los pantalones para evitar que se cayeran—. ¡No te comportes como si hubieras recogido albaricoques alguna vez en tu vida! ¿O sí? —Me miró de pies a cabeza.
—No. No he recogido un albaricoque en mi vida, excepto para comer. Yo me dedico a la música. ¡No necesito recoger sus condenados albaricoques para ganarme la vida! Pero sí esta gente. ¡Es su único medio de ganarse el sustento! Tienen una rueda pinchada, señor. No pueden ir más lejos. ¡Si no trabajan, no comen!
—Ven para abajo. Y firma.
—¿Que firme? ¿Dónde?
—En la tienda. ¿Es que no ves aquella gasolinera, con lo grande que es? ¿Y la tienda? —Señalaba frente a él, y se alejaba de nuevo.
Di unos cuantos pasos a su lado y luego le dije:
—Yo no voy con esa gente, no puedo firmar por ellos. ¿Qué es lo que tenemos que firmar?
—El registro —me dijo. Entonces se paró de repente y me preguntó—: ¿No vas con esa gente? ¿Cómo es eso? —Me estaba examinando meticulosamente con la mirada—. ¿Cómo es que estás tan interesado en mis asuntos?
—Yo estaba haciendo auto-stop. Esta gente me cogió. Yo me gano la vida cantando en las tabernas —le dije.
—Entonces, supongo que no voy a necesitar que trabajes para mí. Puedes agarrar tu ukeleleaydihoo y largarte de aquí.
—Bueno, no es que tenga muchísima prisa —le dije al hombre—. Pensaba que podía quedarme por aquí hasta que tengan su neumático arreglado. —Entonces me giré y grité hacia ellos—. ¡Hey! ¡Alguno de ustedes tiene que venir a la tienda y firmar algo!
—¿Firmar qué? —escuché decir a alguien.
—¡Registrarse! ¡Firmar alguna cosa!
—Mejor que vayas tú, querida —oí que el viejo le decía a la joven—. Tienes buena vista. Mejor que la mía. Y tienes más buena letra que tu hermano.
La chica y yo andábamos, pues, apartando los terrones a patadas bajo los árboles. Intentaba sujetar de algún modo su cabello sobre la oreja y decía:
—He firmado muchos de estos libros de registro. Sólo para controlar quién está trabajando, cuánto vas ganando, cuántos son en tu familia, y cosas por el estilo. Tú también puedes firmar.
—Me temo que no quiero.
—¿No vas a trabajar?
—No recogiendo albaricoques.
—Precisamente estaba pensando cómo nos podíamos divertir recogiendo juntos. Hubiéramos cogido muchos más, aunque tú no hubieras cogido ni uno.
—¿Cómo es eso? ¿A ver?
—Tú tocas la guitarra y cantas para nosotros en el huerto, y nosotros trabajamos mucho mejor y más fácil. ¿Entiende, señor cantante?
—¿Sabes que eres una chica muy, muy lista? ¿Sabes lo que voy a hacer?
—¿Qué?
—Voy a conseguirte un buen empleo. ¡El mejor empleo en todo el Estado de California! —¿Estrella de cine? —No, mujer. ¡Gobernador! —¿Yo gobernador?
—¡Podemos decirle a todo el mundo que vas a ganar esta guerra rápidamente!
—Oye, ¿una mujer puede ser gobernador?
—Le diremos a todo el mundo que vas a agarrar todas las bonitas luces de neón verdes y rojas y todos los fonógrafos tragaperras de los bares, casas de citas y tugurios, y los vas a meter en las fábricas, en las tiendas y en los huertos!
—¿Qué es una casa de citas?
—Déjalo correr.
—¿Una casa para encontrarse?
—Según algunos, para perderse. Bueno, es igual, entonces, en lugar de atraer a todo el mundo del trabajo a la taberna, ¿te das cuenta?, vas a atraer a todo el mundo de la taberna al trabajo. Y todos
lo vamos a pasar tan bien trabajando que trabajaremos tres veces más duro.
—¡Y a ganar la guerra! Aquí está la tienda del registro —dijo, y le agarré la mano para que pudiera saltar sobre un charco de aceite cerca del porche.
Irrumpimos a través de una vieja puerta de tela metálica.
—Está tan oscuro que no podré ver dónde tengo que poner mi nombre. Dígame, señor jefe, ¿está usted metido en este agujero oscuro la mayor parte del día? —le preguntó al dueño.
—Cuánto tiempo paso metido en mi propio negocio es asunto mío, señorita. Tome. ¡Supongo que por lo menos sabe usted escribir su nombre! —Refunfuñó y le dolió la barriga por ser un viejo gruñón—. Pon el nombre de cada miembro de tu familia y una cruz en los que vayan a recolectar. Aquí mismo en esta lista.
La miré escribir los nombres de los cuatro miembros de su familia.
—Cuatro. Solíamos ser ocho —casi se dijo a Sí misma, supongo, por la fuerza de la costumbre.
—¿Quién es el propietario de vuestro coche y remolque? —le preguntó el tendero.
Levantó la mirada hacia él.
—Mi padre. ¿Por qué?
—Vais a necesitar algunas cosas para cocinar y comer, ¿no? —le echó una ojeada por encima de las gafas.
—Sí, supongo que sí.
—Llévela este vale de garantía a tu viejo. Dile que lo firme, lo vuelves a traer y tenéis un crédito de veinticinco dólares en esta tienda. No es más que un pedacito de papel que firmamos todos.
Yo estaba paseando por la tienda, echando un vistazo a las etiquetas de los precios.
—¿Leche del Águila a veinticinco centavos? —le pregunté—. ¡Válgame Dios, nunca había visto que la leche del Águila costara más de dieciocho centavos, ni siquiera en los pueblos petroleros de Tejas y Oklahoma!
—¡Si no lo quiere, déjelo en el estante! —me dirigió una mirada fulminante.
Ella dejó caer el lápiz.
—Las cosas están tan terriblemente caras. No veo cómo vamos a poder arreglárnoslas para comer algo. —Me cogió la mano y parecía lamentar que el tendero la hubiera oído.
—Yo no firmaría ese condenado papel aunque me muriera de hambre —le dije—. Pero vosotros, por supuesto, sois toda la familia; la rueda pinchada; estáis un poco atrapados aquí.
La chica llevó la nota a su familia y tuvimos que dar la mano a veinticinco o treinta personas alrededor del grupo, antes de tener una oportunidad de hablar sobre el asunto del crédito. Ropas de aspecto gris y viejos sacos y trapos tirados por todos lados. Autos destartalados y remolques de construcción casera. La gente sonreía y señalaba el suyo, fanfarroneando.
—Lo construí tal como quería, a mi manera.
—Sí, señor; me tomó cerca de seis meses de ahorros y estrecheces conseguir el dinero para poderlo construir.
—¡El nuestro parece el depósito de chatarra de Los Ángeles corriendo por la carretera, pero esos lindos coches lustrosos se apartan a un lado para dejarnos pasar!
Todos reíamos cuando alguien decía una de buena sobre su cacharro o su remolque.
—¡El mío quiere correr tanto que tengo que llevarlo cargado de piedras para evitar que levante el vuelo como un gran pájaro!
—Yo no sé. No sé —iba diciendo el viejo, mientras se frotaba la cara con las manos—. Mamá, ¿tú qué crees, qué tienes que decir sobre este dichoso crédito? —Miró alrededor buscando a su mujer, pero no estaba en el grupo. Entonces le preguntó al chico—: No sé qué cono hacer, ¿tú qué piensas? Corremos un gran riesgo de perderlo todo. —Miró al resto de la familia—. Me habéis ayudado, me habéis ayudado a construir todo esto. Tenéis el derecho de opinar si tenemos que tomar o dejar las cosas. —Entonces preguntó a un hombre que había por allí—: Oiga, señor, ¿sabe usted algo sobre este maldito vale del crédito infernal?
—¿Qué si se? —Un hombre alto y delgado agarró sus tirantes con el pulgar y le dijo al viejo—: ¿Ve usted el vale que yo tengo? Exactamente igual que el suyo. Yo le aconsejo que no firme nada para nadie.
—Muy agradecido —dijo el viejo—. ¡Por todos los ciempiés del infierno, me gustaría encontrar a mi mujer! Siempre se larga y se esconde. ¡No la encuentro por ningún lado! ¡Lory! ¡Lorrry! ¿Dónde cono te escondes? —La llamaba haciendo bocina con las manos.
—No te detengas y firma esa cosa, pa. —Su esposa estaba tumbada en un viejo pedazo de lona gris, mirando a través de las ramas de un árbol de aspecto salvaje, hablando a través de las hojas, directamente hacia el ancho cielo resplandeciente—. Tú ya sabes que vas a firmarlo de todos modos. Vas a pensar en mil cosas ruines sobre el tendero. Vas a pensar en cinco mil cosas que están mal en esta huerta. Vas a decir que hay un j ilion azul de fallos en la administración del país; pero acabarás firmándolo. Vas a maldecir al viejo señor Hitler y Mussolini y al Kaiser Bill y al Padre Coffin; y luego vas a pensar en los soldados que combaten a
Hitler, y vas a decir que tienes que recoger la fruta para ellos; y vas a pensar en tus propios niños hambrientos, y lo vas a firmar... Si dijera que llevaras tu ojo izquierdo y tu brazo derecho a esa vieja tienda cuando fueras a comprar algo, lo firmarías. Yo sé lo que hay dentro de esa vieja cabeza tuya. El mundo entero está luchando para evitar el hambre. Tu propia familia espera con las tripas rechinando. Que alguien le preste a mi marido un lápiz indeleble. Va a escribir su nombre en un papel. Vamos a perder todo lo que tenemos. Está pensando en todos esos soldados pegando tiros allá a lo lejos y va a escribir su nombre en un vale de crédito de la compañía...
El sol se puso para todo el mundo. Podías oír el ruido de cuchillos y tenedores de a medio níquel el par.
—Huele como si todo el mundo tuviera la misma cena por aquí —decía el padre.
—¡Pecho de cerda con judías! —La chica se rió a mi lado y su cabello rozó mi cara cuando recogía los platos de estaño—. Pero cuando has trabajado duro y estás muy hambriento, huele bien, ¿verdad?
Una señora de un coche al otro lado de nuestro remolque se acercó con un cubo metálico en cada mano y dijo:
—Les traje estas galledas llenas de trapos. Cucarachas y mosquitos, toda clase de insectos, mordedores, picadores, o tan sólo discutidores van a venir a la carrera a colonizar este lugar en cuanto encendamos los faroles. Sólo tienen que pegarle fuego a estos trapos, volverlos a meter en la galleda bien apretados, y dejarlos consumir. Hacen una nube de humo casi tan mala como la de aquellos tipos que solían arrojarnos gases lacrimógenos antes de que llegara la guerra y dejáramos de hacer huelgas,
—Yo soy una de los que están realmente contentos de que se acabaran esas huelgas —dijo la madre—, porque no está bien que un puñado de gente se levante y deje el trabajo, y que otro puñado llegue en sus coches y te tire cantidad de gases lacrimógenos, mientras por todos lados se estropean las cosechas. Esa señora es muy amable, ¿no? Se marchó antes de que tuviéramos tiempo de darle las gracias por esos cubos.
Su hija paseaba por la oscuridad y sentí su calor al tomar asiento a mi lado sobre la caja de cerveza; le tomé la mano y dije:
—Sí, señor, tienes un par de manos terriblemente honestas y trabajadoras.
Apretó un poco la mía y dijo:
—¿Crees que yo podría aprender a tocar la guitarra?
—Si probaras, podrías. ¿Quieres tomar lecciones? Ostras, podría enseñarte la parte más fácil en poco tiempo.
—A ver si dejáis de flirtear y nos cantáis una canción. ¿Conoces por casualidad el "Talkin Blues"?
—Te enseñaré cuando hayas sacado todos los platos y las cosas. —Me enteraba sólo de una parte de lo que me decían—. ¿Eh? ¿El "Talkin Blues"? Conozco algunos versos.
—Mientras tú cantas los "Talkin Blues" —me dijo la chica—, procuraré no hacer ruido, pero tengo que guardar estos platos en sus cajas.
—Okey —dije, y comencé a tocar y hablar:
Si tú quieres ir al cielo,
Yo te diré cómo hacerlo,
Engrasa tus pies en un estofado de cordero,