Capítulo XVII

EXTRI SELECTOS

—¡ Pareces uno de esos niños bonitos que intentan evitar todo el trabajo pesado que pueden! —me decía una hermosa chica de unos dieciocho años, mientras viajábamos.

Era un sedán del 1929 más o menos, el tipo de coche usado que los vendedores llaman limones. No había dos cables que conectaran como era debido; había una brecha de luz entre cada parte del coche en movimiento, y no había una parte que no se moviera.

—¡Tengo tantos callos en las manos como tú! —le grité por encima del ruido—. ¡Echa una ojeada a la punta de mis dedos!

Clavó la mirada en la punta de mis dedos de guitarrista. Luego me dijo:

—Bueno, supongo que estaba equivocada.

—¡Es quizás el único sitio en el que te lastimas recogiendo algodón! —le dije. Retiré la mano. Entoné una cancioncilla y dejé que también mí guitarra hablara de ello:

He trabajado en tu granja,

He trabajado en tu pueblo.

Mis manos están llagadas

De los codos para abajo.

Conduce a los terneros,

Condúcelos despacio.

Están fogosos, resoplones,

Y ansiosos por marchar.

En el asiento delantero, una señora de talla media, con mechones de cabello gris volando al viento, le hizo una mueca a su marido, sentado a su lado, y le dijo:

—¡Bueno, yo no sé si este guitarrista le da al trabajo duro o no, pero no cabe duda de que puede cantar sobre ello!

—Casi puede hacer que el trabajo suene a diversión, ¿no?

Su marido mantenía la vista al frente, en la carretera, y todo lo que veía de él no era más que un sombrero gacho, calado hasta el cogote.

—¿Hace tiempo que corres por ahí tocando y cantando? —preguntó la mamá.

—Cerca de ocho años —le dije.

—Es una buena temporada —me dijo. Iba mirando los saltos del paisaje por la ventana rota—. California está terriblemente llena de cosas para recorrer y contemplar, ¿no?

—¡Hay mucho clima por aquí! ¡Pero aun así, te cuesta un dineral disfrutar de él! —dijo el muchacho que conducía.

—¿ Todos ustedes son una familia? —les pregunté.

—Toda una familia. ¡Ésta soy yo y mi marido, y éstos son los hijos que nos quedan! Somos cuatro ahora. Antes éramos ocho.

—¿Dónde están los otros cuatro? —le pregunté.

Los árboles se volvieron tan verdes y frondosos a lo largo del río, que las hojas no dejaban ver el sol.

—Se fueron.

La chica sentada conmigo en el asiento trasero dijo:

—Usted sabe adonde fueron —y no apartó los ojos de la fértil huerta que se veía por la ventana. Tenía los ojos grises y su cabello negro se rizaba hasta los hombros.

—Sí —le dije—, lo sé muy bien.

Y justo en este momento hubo un estruendo, y el neumático sobre el que estaba mi asiento estalló, ¡Kiiiiiiiblam! El auto sufrió un traspiés con el remolque y botó como una rana enferma. Pude notar cómo el neumático se desgarraba en jirones entre el borde metálico y el pavimento, y todos tuvimos que sujetar lo que teníamos hasta que todo dejó de botar.

—¡Adiós soporte del remolque! —El joven conductor iba hablando consigo mismo, mientras bajaba por la puerta delantera y trotaba hasta detrás.

—Completamente roto —dijo el papá.

—Y encima hay racionamiento de neumáticos —nos decía la mamá.

—El caucho es el caucho, viejo o nuevo. El Tío Sam dice que tenemos que ahorrar ese caucho para los transportes de soldados, armas y cañones.

El conductor hablaba mientras enrollaba un viejo alambre alrededor del perno, para mantener la amistad entre el coche y el remolque.

—No me gustaría nada ver un soldado viajando con el estómago vacío.

El viejo se pasaba un par de dedos por la mejilla y se relamía los labios apoyado en la valla del huerto.

—A ver, señor papá, ¿puede usted decirme qué tiene que ver este viejo neumático podrido con un soldado hambriento? —preguntó la chica.

—Bueno, si pudiéramos seguir por esta región

un poco más lejos, por Dios que podría recoger fruta y cosas suficientes para alimentar a tres o cuatro soldados, buenos comilones. —Vi un destello de luz en los ojos del viejo—. Supongo que sólo sirvo para esto. Puedo recoger más fruta con las manos en los bolsillos, que la mayoría de esos nuevos recolectores que están inundando la región.

—No seas fanfarrón —le dijo la vieja—. Eras el mejor herrero del condado de Johnson, de acuerdo, pero nunca te he visto batir un récord de recolección. Aquí mismo hay una huerta con muy buen aspecto. ¿Adivinas lo que son?

—Albaricoques —intervino la niña.

—Unas líneas muy rectas —nos dijo el viejo—, casi todos los árboles del mismo tamaño. Las ramas sufriendo con tanta carga, sólo esperan que saltemos esa vieja valla y las dejemos limpias. ¡Supongo que un soldado no se relamería frente a un gran pastel de albaricoque caliente, en este mismo momento!

—¿Cómo vamos a conseguir otro neumático? —le pregunté a la pandilla—. ¿Alguien lleva dinero encima?

—Yo no llevo nada que retintinee —dijo uno de ellos.

—Ni que se enrolle —dijo otro.

Oí el sonido de abejorro de un motor suave deslizándose a lo lejos. Antes de que pudiera distinguirlo bien, llegó un Ssssssss Schuuuuuu. Y un Zuuuummmm... Un sedán azul gris, resplandeciente bajo el sol como un camión cargado de diamantes, pasó volando. La firme pisada de los neumáticos nuevos cantó una triste melodía a lo largo del camino.

Un camión medio ladeado llegó por la carretera, sin dos ruedas que siguieran la misma dirección. Sencillamente, el camión no estaba políticamente decidido. Pero llevaba un buen puñado de hombres, mujeres y niños, y se paró en la cuneta, justo delante de nosotros. Cinco o seis personas voceaban a la vez, pero una señora grande y huesuda se imponía a la mayoría.

—¿Necesitan ayuda, o sólo están perdidos?

—¡Ambas cosas! —aulló la mamá de nuestra pandilla.

—¡Reventó un neumático!

—¿Y no pueden arreglarlo?

—¡Éste no! Al equipo de caucho de Badyear le va a tomar tres meses hacer que esto vuelva a contener aire.

—¡El racionamiento de neumáticos nos ha jodido!

—¿Quieren recoger fruta? —nos preguntó la señora.

—¿Recoger por aquí? ¿Dónde? ¿Qué?

—¡No tenemos tiempo que perder! ¡Pero si quieren trabajar, sígannos! ¡Por la primera entrada! ¡Arranca y sigue con la rueda pinchada! ¡No puedes destrozarla más de lo que está!

Nuestra pandilla se precipitó de nuevo a los asientos. Yo iba sentado justo encima de la rueda pinchada, y la chica me preguntó:

—¿Qué clase de canción compondrías ahora, para cantar sobre esto?

Me lancé con: