No nos moverán. Lucharemos unidos.

No nos moverán.

Igual que un árbol

Plantado en la ribera

No Nos Moverán.

—¡Que cante todo el mundo! —Cisco agarró su guitarra y levantó la voz.

—¡Todos juntos! ¡Cantemos! ¡Con todas nuestras fuerzas! —les dije.

De manera que cuando el último vagón se fue calle abajo, todo el mundo estaba cantando como campanas de iglesia repicando por todo el gran cañón del viejo Skid Row:

IgualQue un árbooooool

Cerca de

La riberaaaaa

No

Nos

Moverááááááán.

 

Toda la banda de facinerosos se lanzó a la carrera hacia nosotros soltando un millón de blasfemias de la más baja, vil y ruin calaña. Haciendo rechinar los dientes, mordiendo las colillas de puros y sacando espuma por la boca. En nuestro lado, todo el mundo seguía cantando. Se lanzaron en picado para romper nuestras líneas. Todos siguieron cantando tan alto, claro y áspero como el martilleo de una fábrica de guerra.

Los marinos hinchaban el pecho y cantaban fuerte. Se amontonaban soldados de refuerzo. Los camioneros echaban la cabeza hacia atrás, y los recolectores de algodón balanceaban los brazos con los vaqueros y campesinos y camareros de las tabernas cercanas.

La lluvia caía más fuerte y todos estábamos más mojados que ratas de muelle. Nuestro canto golpeó a la turba de agitadores como un ciclón deshaciendo un pajar. Se detuvieron... apoyándose en los talones como si les hubieran golpeado en los morros con un bate de béisbol. Chapuceaban en busca de palabras. Escupían entre los dientes y se frotaban los ojos con los dedos. Se rascaban la cabeza y el agua de la lluvia resbalaba por sus mejillas. Vi a dos o tres en la primera fila que nos acometía, haciendo muecas como micos en una parra. La turba que los apoyaba se disgregó, se quedó un momento parada bajo la lluvia, y luego la mayoría se escabulló en distintas direcciones, en grupos de dos o tres. Cuatro o cinco andaban como gorilas, agitando los brazos y los puños frente a las narices de los soldados y marineros, que cantaban en el bordillo. Por un minuto pensé que la batalla iba a empezar, pero nadie tocó a nadie.

Y entonces, después de algunos aullidos y alaridos que no tenían punto de comparación con nuestro cantar, a través de las nubes llegó el familiar lamento de esa sirena que los macarras baratos, corredores de apuestas y tahúres acaban conociendo también, el gemido del coche celular de la policía, a una manzana de distancia. En un segundo, los duros se agacharon, se deslizaron por entre los coches, se mezclaron con el gentío de las aceras, se metieron en las callejuelas y desaparecieron.

Una gran "tocinera" larga y negra apareció, y quince o veinte polis saltaron con todas las pistolas, porras y bastones que harían falta para ganar una guerra. Dieron uno o dos pasos hacia nosotros, y luego se pararon a escuchar las gotas de la lluvia, el viento en el cielo y el eco de las canciones sobre la vieja calle del derrape. Sacudieron la cabeza, miraron su agenda, y barrieron con sus focos los alrededores.

—El jefe dijo que aquí era donde estaba el motín. —Un policía iluminaba su agenda con la linterna.

—Tan sólo un puñado de gente cantando. —Otro policía sacudía la cabeza.

—¿Canta con nosotros, oficial? —Cisco se rió entre la gente.

—¿Cómo va la canción? —le preguntó el gran jefe.

—Escuche.

—Sí. Eso es. Tum. Tum. Tum. Plantado en la ribera, ¡no nos moverán!

Todos los polis se quedaron sonriendo y balanceando sus porras. Marcaban el ritmo con pies y manos. Observaban, hablaban entre dientes y escuchaban.

—¡Okey! ¡Eso es todo! —les dijo el oficial al mando—. ¡Volvemos al coche celular! ¡Vámonos!

Y cuando se fue, siguiendo las vías del tranvía, para desaparecer en la noche de lluvia, esa vieja "tocinera" iba cantando:

 

 

Igual que un árboooool

Plantado en La riberaaaa No Nos

Moveráááááán.