¡Pero nuestro será el último disparo!

Charlie se rió detrás de la barra:

—¡Muy lapido! ¡Canción viene veloz!

La gente de los apartados aplaudió, y los marinos y el soldado saltaron al tablado y nos palmearon efusivamente los hombros.

—¡Fiu! ¡Está sacándose canciones de la manga como si nada! —El soldado vació su vaso de cerveza.

—¡Vosotros tendríais que ir al Circle Bar, muchachos! ¡Allí conseguiríais unas buenas propinas! •—nos dijo un vaquero de aspecto salvaje, volviéndose de espaldas a la barra.

—¡Cíela el pico! —gritó Charlie manejando un vaso grasiento—. Este chico conoce a Cholly Chino. ¡Le gusta Cholly Chino! ¡Camalcla! ¡Lleva dos celvezas al cantante!

—La encargaría de nuevo, si pudiera, chicos —dijo el soldado—, pero aquél era mi último dólar solitario.

—¡Cholly! —grité—. ¿Dijiste dos cervezas gratis para nosotros?

—Sí. Le dije a camalela lleval. Dos celvezas glatis —dijo.

—¡Que sean siete! —le dije. —¿Siete celvezas glatis?

—¡Si no, nos vamos a cantar al Circle Bar! —intervino Cisco.

—¿Siete? —Charlie miró al techo. Luego levantó un dedo y dijo—: Cholly buen homble. Cholly lleva.

—Por Dios, de ahora en adelante tendremos que tratar a nuestros soldados y marineros como duques y condes —se rió Cisco.

Aquella misma mañana, ambos habíamos intentado embarcarnos en un carguero con destino a Murmansk. Nos habían rechazado por algún dichoso motivo de salud, y ahora Cisco y yo estábamos calientes y locos y riendo y terriblemente enfadados.

—¡Bueno, hombre! —Uno de los marinos agarró su nuevo vaso de cerveza de la bandeja de Charlie—. Tengo la chica más hermosa de Los Ángeles. Tengo un buen uniforme. Tengo un vaso de cerveza gratis. Tengo un poco de música realmente honesta. Tengo una grandiosa guerra para luchar. Estoy satisfecho. Estoy listo. ¡De modo que ahí va un brindis por la derrota japonesa! —Vació su vaso de un solo trago.

—¡Derríbalos! —dijo otro.

—¡Y rápido!

—¡A eso voy! —¡Denme un barco!

—No soy un orador. ¡Soy un guerrero! ¡Guau!

Uno de los más grandes y fuertes del grupo de los civiles engulló un vaso doble de licor frío y lo empujó con un vaso de cerveza, entonces se quedó de pie en medio de la sala y dijo:

—¡Bueno, amigos! ¡Soldados! ¡Marineros! ¡Chicas y mujeres! ¡No reúno condiciones físicas para entrar en la Marina o en el Ejército, pero prometo sacudir a palos a todos los malditos japoneses de esta ciudad!

—¡Sí no tienes más sentido común que esto, bocazas, mejor que metas la cabeza en tu agujero y no la saques para nada! —le espetó un alto marinero—. ¡Aquí no nos vengas con esos disparates!

—¡Cholly tiene mucho bueno amigo japonés! Si dices algo malo, Cholly lompe botella. ¡En tu cabeza! —El dueño agitaba una toalla por encima de la barra.

—¡No luchamos pueblo japonés! —La camarera de Charlie levantó la voz desde el fondo del bar, cerca de la puerta—. Luchamos gobierno criminal japonés. ¡Gran mentira! ¡Gran ladrón! ¡Tú no tienes sentido común! ¡Intenta empezar pelea japonés aquí! Yo chica china. ¡Mucho amigo japonés!

El soldado atravesó la sala con los puños en ristre, empujando su vaso vacío sobre el mostrador, y hablando en las narices del tipo duro.

—Largúese, señor. Eche a caminar. No luchamos contra esos japoneses por el simple hecho de ser japoneses.

El grandullón retrocedió a través de la puerta y se perdió entre un tumulto de quince o veinte personas. Se zambulló en la oscuridad de la calle.

—¡Cono! —El soldado volvió a atravesar la sala diciendo—. ¡Ese tipo no va a durar ni una maldita semana si sigue hablando esa clase de mierda!

—En cuanto a eso —Cisco estaba inclinado, habiéndome al oído—, el Bar Imperial, justo aquí al lado, pertenece a una familia entera de japoneses. Yo les conozco a todos. He cantado allí un centenar de veces. Siempre me ayudan a sacar propinas. ¡Son tan buenos como yo! —Comenzó una melodía con su guitarra.

—¡Música! ¡Tocad, chicos, tocad!

Los marinos se agarraron uno al otro y empezaron a bailar el "jitterbug", levantando los dedos al aire, poniendo toda clase de caras divertidas, y gritando: "¡Yippii! ¡Mueve esas piernas!"

La mayoría de las chicas salieron de los apartados y atravesaron el local sonriendo y diciendo:

—Esta noche aquí no está permitido que dos hombres bailen juntos. Los marinos no pueden bailar a menos que sea con una chica hermosa.

Y un marino bromeó mientras bailaba alrededor de su chica:

—¡Nunca había sido así en mi tierra! ¡Yauu!

Alguien más aulló:

—¡Espero que todo siga así! ¡Sí, señor!

Cisco y yo tocábamos una versión acelerada del viejo "One Dime Blues", lo bastante rápida para mantener el ritmo del "jitterburg". Todo el mundo giraba y daba vueltas, agitando las manos y arrastrando los pies como payasos de circo bailando sobre el serrín.

—¡Mamá, no trates a tu hija con mezquindad! —bromeé por el altavoz.

—¡La cosa más mezquina que hayas visto jamás! —intervino Cisco.

La música salía del agujero de las guitarras y se extendía a través del altavoz. Todos los del bar golpeaban sus vasos al ritmo de la música. Un hombre golpeaba con un níquel el borde de su vaso de cerveza y hacía muecas frente al gran espejo.

El local retumbaba con la música y el baile. Charlie estaba de pie tras el mostrador y sonreía como una luna llena. La música convirtió una noche terrible en el exterior, en una buena, simpática y calurosa fiesta en el interior. Los marineros torcían el cuello, arqueaban la espalda y ponían ojos de besugo y cara de payaso. Las chicas agitaban el cabello en el aire y giraban como peonzas. Griterío y algazara.

—¡Dale vueltas!

—¡Este marino no es un patán!

—¡Aguántala, chico!

—¡Hey! ¡Hey! ¡Pensaba que la tenía, pero se escapó!

Y entonces llegó de la calle un estruendo de cristales rotos en la acera. Paré la música y escuché.

Pasaba gente corriendo frente a la puerta, precipitándose en grandes grupos, chillando y maldiciendo.

Las chicas y los marinos pararon de bailar y salieron a la puerta.

—¿Qué pasa? —pregunté por el micrófono.

—¡Parece una gran pelea —decía un marinero gordo.

—¡Vamos a verlo, chicos —dijo otro marino. Se abrió paso a través de la puerta.

—Siemple pelea. No me intelesa. —Charlie continuó fregando la barra con un trapo mojado—. Yo tengo tlabajo.

Me colgué la guitarra al hombro y corrí hasta la puerta con Cisco pegado a mis talones y diciendo:

—¡Debe ser una pequeña guerra!

Un puñado de hombres que parecían jugadores de billar y corredores de apuestas estaban sobre la acera, al otro lado de la calle, agitándose, señalando, burlándose y blasfemando. Los obreros y marinos de nuestro bar salieron y se dirigieron a la puerta de al lado, la del Bar Imperial. En la oscuridad, el ventanal yacía ya a nuestros pies. Por encima de la confusión y el ruido, algo zumbó sobre nuestras cabezas y rompió otro ventanal. Los cristales volaron por todos lados como hielo picado. Un pedazo cortó una cuerda de la guitarra de Cisco, arrancando una nota.

—¿Quién lanzó esa lata de maíz? —gritó una señora pegada a mi brazo.

—¿Era una lata de maíz? —le pregunté.

—Sí. Dos latas —me dijo—. ¿Quién tiró esas dos latas de maíz, y rompió los cristales? ¡Tengo la buena intención de romperle mi sombrilla en la cabeza cuando me entere!

Dos hombres discutían y se daban empellones en medio de la calle.

—¡Está bien, a ti te quería ver! —decía el más grande.

—¡No vas a querer por mucho tiempo!

Un soldado con un abrigo marrón estaba empujando al grandullón hacia el bordillo. Me abrí paso a codazos y vi que era el mismo soldado que nos acababa de comprar siete cervezas. Miré un poco más de cerca en la oscuridad y vi la cara de perro faldero del que decía que iba a sacudir a todos los nipones de Los Ángeles.

Unos diez rufianes de su pandilla mascaban viejos puros, fumaban colillas y le apoyaban con duro lenguaje, cada vez que decía algo.

—¡Vinimos a agarrarles, y maldita sea, vamos a agarrarles! ¡Nipones son nipones! ¡Soy el tipo que arrojó el maíz, señora! ¿Qué cono va a hacer conmigo?

—¡Yo te voy a enseñar, mastodontes!

Agitaba una lata al aire para tirársela a la cabeza, y el tío que la acompañaba dijo tras ella:

—No, No lo hagas. No vamos a buscarnos problemas. ¡No sabemos ni de qué va todo esto!

Le quitó al vuelo la lata de maíz de la mano.

—¡Estamos en guerra con esos japoneses cobardes! ¡Y vinimos a hacernos cargo de nuestra parte! —Un hombrón de voz perdida hablaba desde la acera—. ¡Somos americanos!

—¡No sois nada más que la peor canalla del Skid Row! ¡Jugadores de pacotilla!

Un camionero medio indio intentaba abrirse camino al otro lado de la calle para alcanzar al tío.

—¡Ratas japonesas!

—¡Espías! ¡Avisaron a la maldita armada japonesa! ¡Estas serpientes amarillas sabían exactamente como Pearl Harbour iba a ser bombardeado! ¡Cogedlos! ¡Encarceladlos! ¡Matadlos! —empezó a cruzar la calle desde el otro lado.

Un par de marineros avanzaron frente a él diciendo:

—¡Usted no va a hacer nada, señor Bocazas!

—¿Y dónde están los polis? —preguntaba una chica a su novio.

—Supongo que están en camino —le dijo Cisco.

—¡Ni los polis van a detenernos! —aulló uno de entre la gentuza.

—¡Pero hermanos, nosotros lo haremos! —le contesté.

—¡Tú, zoquete, pequeño sarnoso "honky-tonk" guitarrista, voy a venir y te voy a romper esa caja de música sobre tu cabeza de bastardo!

—¡Yo pongo la guitarra, señor —le respondí—, pero usted tendrá que poner la cabeza!

Todo el mundo se apretujó a mi alrededor y se rió de los alborotadores. Los insultos volaban por el aire y los puños se agitaban sobre la multitud, en la noche de lluvia. La gente a nuestro lado de la calle formó dos o tres líneas frente a la puerta del Imperial. Varios hombres y mujeres japoneses estaban dentro, recogiendo los cristales del suelo.

—¡Eso es, amigos —alentaba Cisco—, manténganse apretados! ¡Quédense donde están! ¡No dejen pasar a esa gentuza loca!

—¿Por qué arrojarían dos latas de maíz? —miraba alrededor, preguntando a la gente.

Entonces oí al otro lado de la calle a un hombre montado en el estribo de un coche, que gritaba:

—¡Escuchad! ¡Yo lo sé! Esta misma mañana, aquí mismo, en este barrio, una ama de casa fue a un colmado japonés. Preguntó cuánto costaba una lata de maíz. Él le dijo que eran quince centavos. Ella dijo que era demasiado. ¡Y entonces él dijo que cuando su condenado país conquistara los Estados Unidos, ella estaría trabajando en la tienda, y el maíz le costaría treinta y cinco centavos. ¡Ella le golpeó en la cabeza con esa lata de maíz! ¡Ja! ¡Una buena y patriótica madre americana! ¡Por eso hicimos añicos esa maldita ventana con las latas de maíz! ¡Nadie puede detenernos! ¡Vamos, a luchar! ¡A por ellos!

—¡Escuchen, amigos! —Cisco subió sobre la rueda de un carro de verduras—. Estos pequeños campesinos japoneses que se ven a lo largo de la región, y los que manejan los pequeños cafés y bares de ginebra, no tienen ninguna culpa de ser casualmente japoneses. Nueve décimas partes de ellos odian a sus ladrones del Sol Naciente tanto como yo, o como ustedes.

—¡Cobarde mentiroso! ¡Bájate de ahí! —Un tipo, con pelo sobresaliendo por el cuello de la camisa, le ladró a Cisco.

—Cállate, hermano. Luego me encargo de ti. ¡Pero esta maldita historia de la lata de maíz es una asquerosa, perversa y podrida mentira! Fabricada para uso de asesinos que no han tenido un solo día de trabajo honrado en toda su vida. ¡Sé que esta historia de latas de maíz es una mentira, porque hace dos años escuché el mismo relato, palabra por palabra! ¡Hay alguien en este país propagando toda clase de mentiras por el estilo para tenernos luchando unos contra otros! —dijo Cisco.

—¡Tú deliras, atontao!

—¡Tienes toda la razón, chico! ¡Échale candela!

—¡Eres un hijo de puta infiltrado de la quinta columna) ¡Intentando proteger a esos canallas japoneses contra ciudadanos americanos legítimos!

El tumulto empezó a atravesar lentamente la calle. Nos apuntalamos allí, preparados para rechazarlos. Había en el aire una extraña sensación de quietud, como si todos los ángeles del infierno estuvieran a punto de soltar sus cadenas.

En este momento preciso, un tren eléctrico, cargado de hombres y herramientas, se cruzó frente á ellos. Los obreros del ferrocarril soltaron algunos comentarios a los dos lados.

—¿Qué pasa aquí?

—¿Una lucha entre bandas?

—¡Quédate p'atrás, o te vamos a atropellar!

—¡Mira cómo ladran esas ratas!

Cisco saltó rápidamente de la rueda.

—Yo me voy a quedar aquí —gritó—aquí mismo en esta acera—. No me voy a mover.

—¡Yo estoy contigo, hermano] —Una señora se acercó con un gran bolso negro y una garrafa de vino, lista para ser rota sobre la cabeza de alguien.

—¡Yo tampoco voy a moverme! —un hombrecito flaco y viejo jugaba con la hebilla de su cinturón—. ¡Deja que se acerquen!

Mientras los dos o tres últimos vagones cargados de hombres acababan de cruzar por la calle, reteniendo por un minuto al grupo de salvajes, agarré mi guitarra y empecé a cantar:

Lucharemos unidos.