Sólo un zapato de diez dólares le sienta bien a mis pies, ¡Señor Dios!
¡Y yo no voy a ser tratado de este modo!
Cuando se hizo de noche y los hombres habían perdido sus pocos peniques jugando un póquer amañado en las tabernas del pueblo, se vinieron a dormir al campamento de la jungla. Veíamos a un grupo de veinticinco o treinta de ellos que venían del pueblo corriendo por el borde de la colina, aullando, blasfemando, pateando cubos de hojalata y botes de café a treinta pies, y rugiendo como panteras.
Y cuando el grupo salvaje bajó por el sendero hacia donde estábamos cantando... fue entonces cuando el regimiento de borrachos se quedó vacilando y escuchando en la oscuridad, y entonces corrieron de oído a oído la orden de callarse y sentarse en el suelo a escuchar. Todo el mundo se quedó tan callado que el silencio casi chasqueó en el aire. Los hombres tomaron asiento, recostaron sus cabezas contra troncos de árbol y escucharon a las luciérnagas debieron de apaciguarse, porque el viejo campamento de la jungla estaba disfrutando de un buen descanso, allí escuchando a la canción de las chiquillas seguir el impulso del viento oscuro.
Capítulo XVI
NOCHE BORRASCOSA
Recliné mi sombrero en el cogote y me fui andando hacia el oeste, desde Redding, a través de los bosques de Redwood a lo largo de la costa, vagando de ciudad en ciudad, con mi guitarra colgada al hombro, y cantando por los barrios de vagabundos de cuarenta y dos estados; Reno Avenue, en Oklahoma City; Lower Pike Street, en Seattle, la mesa del jurado en Santa Fe; las Hooversvillas a los despreciables bordes del basurero de tu ciudad. Canté en los campamentos llamados "Pequeño Méjico", en el extremo inmundo de los verdes pastos de California. Canté en las barcazas de grava de la Costa Este y en el Bowery de New York viendo a los polis perseguir a los bebedores de ron de laurel. Seguí la curva del Golfo de Méjico y canté con marinos y grumetes en Port Arthur, con petroleros y engrasadores en Texas City, con los fumadores de marihuana en el barrio de los catres en Houston. Seguí las huellas de ferias y rodeos por todo el norte de California, Grass Valley, Nevada City; el camino de los albaricoques y melocotones cerca de Marysville y de las uvas vinosas en las arenosas colinas de Auburn, bebiendo el buen vino (*) casero en las jarras de amistosos vinicultores.
A todos lados a donde iba, tiraba mi sombrero al suelo y cantaba para mis propinas.
A veces tenía suerte y me salía un buen trabajo. Canté por la radio en Los Ángeles, conseguí un contrato del Tío Sam para ir al valle del Río Columbia y componer y grabar veintiséis canciones sobre la Prensa del Grand Coulee. Hice dos álbumes de grabaciones llamados "Baladas de la Cuenca del Polvo" para la casa Víctor. Me lancé de nuevo al camino y atravesé dos veces el continente por carretera y en mercancías. La gente me había oído por la radio en programas de alcance nacional de la CBS y la NBC, y creían que era rico y famoso, pero cuando andaba de nuevo por el camino difícil, yo no tenía ni una perra a mi nombre.
Los meses pasaron volando y la gente aún más rápido, y un día el viento de la costa se me llevó de San Francisco, por las anchas calles de San José, y por encima de la joroba, hasta Los Ángeles. Mes de diciembre, paseando por la Quinta y la Mayor, Skid Row, uno de los más desmadrados de todos los Skid Rows (*). ¡Dios mío, que noche tan ventosa y húmeda! Y las nubes volaban bajas y se disgregaban como manadas de caballos salvajes en los cañones de la calle.
Me tropecé con un colega guitarrista instalado en una mala esquina, y se llamaba a sí mismo Cisco Kid. Era un tipo de piernas largas que andaba como si estuviera en un barco en alta mar, era un buen cantante y especialista en el falsete, y había cruzado los mares muchas veces, arrancado etiquetas en muchos puertos, y a sus veintiséis años había corrido bastante mundo. Aporreaba bastante bien la guitarra, y al igual que yo, hiciera frío o calor, lluvia o sol, andaba siempre con su guitarra colgada al hombro con una correa de cuero.
Nos paseamos por el barrio, mirando dentro de los bares y tabernas, escuchando los chisporroteos y chasquidos de las luces de neón, y a la búsqueda de una pandilla de generosos. Los viejos ventanales de cristal manchado estaban demasiado sucios para que la fuerte lluvia llegara a dejarlos limpios alguna vez. Las viejas puertas, antros y compartimento tenían un pálido color enfermizo, y hombres y mujeres, patrones y empleados se apuraban en el interior y hablaban de un lado a otro. Algunos quioscos con olor a humedad intentaban mantenerse abiertos y vender consejos y folletos para las carreras de caballos a la gente con la cabeza gacha bajo la lluvia, y los salones de billar apestaban el alto cielo con humo de tabaco, escupitajos y montones de hombres sucios voceando sus apuestas. Aparadores de casas de empeños repletos de todos los objetos conocidos por el hombre, colgados, amontonados y empeñados allí por la gente que más los necesita; herramientas, palas, equipos de carpintero y de pintor, compases, grifos de bronce, herramientas de fontanero, sierras, hachas, grandes relojes que no han funcionado desde la última guerra, y tiendas de lona y sacos de dormir dejados por los recolectores de fruta. Cafés, tabernas de banquetas resbaladizas, mostradores donde se sirve jigote, abiertos a la calle frente a una hilera de hombres tragando y mascando, y esperando que la lluvia arrastre algo así como un empleo por el Skid. La basura está entre las piedras de la calle y el bordillo, cieno y arcilla que bajan por la colina desde los barrios finos de la ciudad, papeles arrugados y podridos, paja, estiércol, y aluviones, que vienen de los lugares altos, como el Cisco Kid y yo, y como otros miles de rondadores, a aterrizar y apiñarse, y quedar atrapados en Skid Row.
Aquí es donde vienen los obreros a intentar sacar un poco de diversión y descanso de un níquel con bisonte; en estas tres o cuatro manzanas de viejos edificios inclinados y casas de catres.
Yo os conozco, gente que veo aquí en el Skid. Con los sombreros calados sobre la cara que no puedo ver. Sabéis mi nombre y me llamáis guitarrista callejero, saltabares, canario pesetero, el hombre del bote.
Gente de cine, vaqueros sin caballo, vagabundos atrapados y estofados; ladrones, traficantes, oradores callejeros; estafadores, moscas listas, pies planos, pasajeros de frigorífico; drogadictos, fumadores, fogoneros; marinos, balleneros, moscas dé bar, ratas de barra; virtuosos de la escupidera, podadores de frutales; mazorcas, arañas, viajeros sin rumbo; gente honesta, fraudulenta, sanguinaria y vampiresas; salvadores, rescatados y cantantes callejeros; cazadores de putas, tocadores de timbres; liberados, gamberros, peones, marginados; camareros de whisky y piano, tacaños, derrochadores, jugadores de apuestas; chantajistas, bebedores de ginebra, idos y venidos; chicas buenas, chicas malas, tentadoras, prostitutas; titiriteros, desgranadores de maíz, los de la cuenca del polvo, los cernidores de polvo; patizambos, bamboleros, gonorreicos, sifilíticos; hombres de oro, hombres de miel, hombres tristes y divertidos; trotamundos, jugadores, auto estopistas; cobardes, valientes, chivatos y soplones; gente buena, bastardos, hijos de puta; personas honestas, rectas y cabales; gente ambiciosa, baja y furtiva; y en algún lugar, entre todos estos derrapados... Cisco y yo cantábamos por nuestras papas.
Esta noche de diciembre era mala para ir cantando de tugurio en tugurio. La lluvia había lavado algo de la basura de las calles, pero había ahuyentado a la mayoría de clientes a sus hogares. Nuestro sistema consistía en entrar a una taberna y preguntar a los músicos contratados, si querían descansar unos minutos, y generalmente se alegraban de poder estirar las piernas y tomar un café o una hamburguesa. Entonces tomábamos su lugar en el pequeño escenario, cantábamos nuestras canciones y preguntábamos a los clientes qué les gustaría escuchar luego. En cada tugurio sacábamos treinta o cuarenta centavos, si todo iba bien, y normalmente pasábamos por cinco o seis bares cada noche. Pero ésta era una noche mala. Hombres y mujeres llenaban los apartados, hablando sobre Hitler y Japón y el Ejército Rojo ruso. Unos pocos soldados y marinos y hombres de uniforme estaban dispersos por el bar saludando a estibadores, tripulantes de cisternas y cargueros, trabajadores del muelle y de las fábricas, y hablando de la guerra. Polis escondiéndose de la lluvia entraban y salían y echaban una buena ojeada para ver si se estaba cocinando algún follón.
El Cisco Kid estaba diciendo:
—Parece como si la mayoría de estos viejos edificios fueran a ser levantados y otros nuevos fueran a surgir debajo.
Estaba corriendo de puerta en puerta intentando mantener su guitarra a cubierto de la lluvia.
—Algunas de estas casas de catre son muy viejas, de acuerdo. Creo que las descubrieron los españoles cuando expulsaron por primera vez a los indios de esta región. —Me escabullí detrás de él.
—¿Quiere entrar aquí en el Ace High?
Le seguí a través de la puerta.
—Tocar aquí es cosa hecha. Lo que no sé es si vamos a hacer algún dinero.
El público de Ace High parecía bastante bajo. Saludamos a Charlie el Chino y él señaló con la cabeza el escenario. Todo el lugar estaba pintado de un extraño azul claro, que de alguna manera hacía dar vueltas a tu cabeza, tanto si estabas bebiendo como si no. Toda clase de cuerdas y corchos y grandes redes de pesca colgaban sobre las paredes y en el techo. Cisco volvió una máquina tragaperras de cara a la pared, mientras yo probaba las cuerdas de su guitarra colgada a su espalda y ponía la mía a tono con la suya. Entonces hice una señal a Charlie el Chino y éste se agachó tres el mostrador y conectó el altavoz. Levanté el micrófono hasta que estuvo a la altura de nuestras bocas y empezamos a cantar:
Bueno, vine aquí a trabajar, no vine a haraganear Sí, vine aquí a trabajar, no vine a haraganear Y si no encuentro una mujer, voy a seguir mi camino fuera de la ciudad.
—Eh, tú, flaco —dijo un hombre calvo y precipitado, vestido con un traje de tela gris recién estrenado, tendiéndole al mismo tiempo a Cisco una guía de teléfonos—, echa una hojeada e indícame un nombre y un número para llamar.
—¿Qué número? —le preguntó Cisco.
—Un número cualquiera —dijo—, tú simplemente lee uno. Yo nunca he podido leer muy bien esos números de teléfono.
Escuché a Cisco decir un número. El hombre le dio a Cisco diez centavos y luego le escuchamos hablar.
—¿Señorita Sue Perfalus? ¿Cómo está usted? Soy el señor Upjohn Smith, de la Compañía de Reparación de Tejados del Hogar Feliz. Hoy estuve arreglando el tejado de su vecina. Mientras estaba en el techo de la casa de al lado, pude ver el techo de la suya. La temporada de lluvias se acerca, ya sabe. Su tejado está en muy mal estado. No me sorprendería que se viniera abajo en cualquier momento. El agua hará caer el yeso y arruinará su piano y sus muebles. Podría caer y golpearla en la cara una noche mientras está en cama. ¿Qué? ¿Seguro? Seguro, ¡estoy seguro! Tengo su número de teléfono, ¿no? ¿El precio? Oh, me temo que le va a costar algo así como doscientos dólares. ¿Cómo dice? Oh, ya veo. ¿No tiene usted tejado? ¿Una casa de pisos? Oh, ya veo. Bueno, adiós, señora.
—¿Número equivocado? —le pregunté cuando colgó.
—No. Mira, toma esta guía telefónica e intenta escogerme uno. —Le quitó el listín a Cisco y me lo dio a mí.
—¿Con quién hablo? Oh, ¿juez V. A. Grant? El yeso de su techo se está cayendo. Aquí la Compañía de Reparación de Tejados del Hogar Feliz. ¿Seguro? Seguro, ¡estoy seguro! El yeso puede caer sobre su esposa mientras está en cama. Claro que puedo arreglarlo. Éste es mi oficio. ¿El precio? Oh, le va a costar trescientos dólares. Correcto. ¿Paso por la mañana? ¡Vendré con muchísimo gusto! —Agarró su guía de teléfonos, y me dio otros diez centavos y se marchó.
Cisco rió y dijo:
—¡La gente hace cualquier cosa para ganarse la vida! ¡Patada y zancadilla!
—Ponte a cantar. Hay unos generosos entrando por la puerta. Cono, chico, es lo primero que pescamos esta noche. Espero que podamos sacar treinta centavos más de este grupo de la Marina. ¡Marinero, a navegar, vamos a navegar! ¡Acercaos y solicitad una canción!
—Vamos a cantarles una primero —me dijo Cisco—, para que vean que no se trata de música de tragaperras. ¿Qué vamos a cantar? Los muchachos están empapados. Les ha pillado la lluvia.
Asentí con la cabeza y empecé a cantar: