Hace falta un hombre ansioso para cantar una[canción de ansiedad
Hace falta un hombre ansioso para cantar una[canción de ansiedad
Hace falta un hombre ansioso para cantar una[canción de ansiedad
Estoy ansioso ahoraaaaaa
Pero esta ansiedad no va a durar.
Oía a las dos muchachas desde lejos, apoyado en una vieja artesa. Podía oír sus palabras con la claridad del día, flotando sobre los árboles y abajo en las hondonadas. Colgué mi guitarra del muñón de una rama, me acerqué un poco y me tumbé sobre la hierba seca, y escuché a las chicas durante un buen rato. El niño daba saltos y patadas como una verdadera muía del ejército cada vez que paraban de cantar; pero, tan pronto como atacaban la primera o segunda nota de la siguiente canción, el niño se metía la muñeca en la boca, las babas goteaban sobre el regazo de su hermana, y daba patadas con los dos pies, pero suavemente, marcando un buen ritmo a la guitarra.
No sé por qué no les dije que tenía una guitarra un poco más arriba, colgada de aquel árbol. Sólo me estiré un poco más y penetré en cada nota y cada palabra de su cantar. Era un sonido tan claro y honesto, sin montaje hollywoodiense, sin contorsiones fraudulentas. Para mí era mejor que los fuertes gritos y chillidos que tienes que dar para hacerte oír en las viejas tabernas tumultuosas. Y, en lugar de ponerte todo excitado, mental, moral y sexualmente... no, lo que hacía era mucho mejor, algo más difícil de conseguir, algo que necesitabas diez veces más. Te despejaba la mente, eso es lo que hacía, te tumbaba de espaldas y dejaba reposar tus cansados huesos y relajar tus músculos como los de un gato.
Dos chiquillas conseguían que dos mil trabajadores se sintieran como yo me sentía, descansaran como yo descansaba. Y cuando digo dos mil, echa un vistazo al otro lado, al pie de esas tres pequeñas colinas. Verás uno o dos sombreros agitándose sobre los matorrales. Alguien está yendo o viniendo, alguien se está arrodillando para beber de la fuente de agua que gotea de la colina del oeste. Cinco hombres se están afeitando frente al mismo pedazo torcido de espejo, usando latas para el agua. Una mujer cerca de ti escurre una fuerte camisa de trabajo, recogiendo el agua para lavar cuatro más. Tu mirada resbala por la colina del sur, y no menos de cien mujeres están haciendo lo mismo, lavando, escurriendo, tendiendo camisas, recogiendo las secas para planchar. Ninguno de ellos levanta la voz por encima del susurro, y el que susurra se siente casi culpable porque sabe que noventa y nueve de cada cien están cansados, abrumados, se han sentido tristes, y han bromeado y reído para no echarse a llorar. Pero esas dos chiquillas están hablando sobre todos estos problemas, y todos saben que esto ayuda. Esas canciones dicen algo sobre nuestros duros viajes, algo sobre nuestra mala suerte, nuestra dificultades para ir tirando, pero las canciones dicen que saldremos adelante en bastante buen estado, y estaremos bien, vamos a trabajar, hacernos útiles, si tan sólo llegara de Washington el telegrama para construir la presa.
Pensé que podría actuar con modestia y cautela, sin precipitar el encuentro con las personas, pero algo dentro de mí levantó la voz y dijo:
—Cantáis de maravilla. ¿Cómo os llamáis?
Las dos chiquillas hablaban poco a poco, pero sin nervios, sin alterarse, lisa y llanamente. Me dijeron sus nombres.
—¡Me gusta cómo tocáis esa guitarra con vuestros deditos! Suena con suavidad, pero puedes oírla desde muy lejos. Las tres colinas resonaban con vuestra guitarra, y toda esta gente os estaba escuchando cantar.
—Yo les vi escuchar —dijo una hermana.
—Yo también les vi —dijo la otra.
Yo toco con una cuña de celuloide. Tengo que sonar muy fuerte, porque toco en las tabernas, y, bueno, mi trabajo consiste en hacer más ruido que ellos, y ellos se compadecen de mí y me dan peniques y niquels.
—No me gustan las viejas tabernas —dijo una de las chiquillas.
—A mí tampoco —dijo la otra.
Miré hacia su padre, y él miró de través por mi lado de sus fagas, hizo pucheros con los labios, me guiñó un ojo, y dijo:
—Yo mismo estoy en contra de los bares.
Su mujer levantó más la voz:
—Sí, ¡estás en contra de los bares! ¡Precisamente apoyado contra ellos!
Las dos hermanas miraron terriblemente serias y sobrias a su padre. Todo el mundo se rió, y adoptó una nueva postura para escuchar, apoyándose en los árboles, acurrucándose sobre galledas puestas boca abajo, estirados sobre la hierba, dando palmadas a los hierbajos para aplanar el lugar escogido.
Me levanté, me fui paseando, recogí mi guitarra de la rama aserrada, y pensé, mientras volvía a donde estaba el gentío: "Caray, chico, vieja guitarra, has estado en muchos sitios, has visto muchas caras, pero no te pongas demasiado salvaje y desvergonzada, porque a estas chiquillas y a su mamá no les gustan las tabernas".
Volví a donde estaba todo el mundo, y las dos hermanitas cantaban "La prisión de Columbus":
Allí abajo en la prisión de Columbus,
Donde mi novia me dejó;
Allí abajo en la prisión de Columbus,
Mejor estaría en Tennessee.
"La prisión de Columbus" era siempre uno de mis primeros números, de manera que las dejé seguir un rato, afiné mi guitarra con la de ellas, apoyando la oreja sobre la caja de resonancia, y cuando oí que estaba a tono con ellas, empecé a seguir la melodía, nota por nota, dejando que su guitarra hiciera los bajos y el acompañamiento. Ambas sonrieron al oírme, porque dos guitarras tocadas de este modo es lo que se llama verdaderamente interpretación, y millones de niños se crían con esta clase de música. Si piensas en decir algo nuevo que decir, si viene un ciclón, o una inundación destruye el país, o un autobús escolar cargado de niños sufre una helada mortal en la carretera, si un gran barco se hunde, y un avión cae en tu barrio, si un forajido tiene un tiroteo con los agentes, o los obreros salen a ganar una guerra, sí, vas a encontrar un tren cargado de cosas que puedes apuntar y componer con ellas una canción. Vas a oír a gente cantando tus palabras en cualquier lugar del país, y tú cantarás sus canciones en todas partes a donde vayas o donde vivas; y ésta es la única clase de canciones que tienen un espacio en mi cabeza o mi memoria o mi guitarra.
Y así las dos chiquillas y yo cantamos juntos hasta que aumentó el gentío y oscureció bajo los árboles, donde la luna no podía alcanzarnos.
Sólo un zapato de diez dólares le sienta bien a mis pies
Sólo un zapato de diez dólares le sienta bien a mis pies