Capítulo XV

EL TELEGRAMA QUE NUNCA LLEGÓ

En una curva del río Sacramento está la ciudad de Redding, California. Había corrido la voz de que para construir la presa de Kenneth necesitaban a dos mil quinientos obreros, y habían llegado ya ocho mil manos dispuestas a hacer el trabajo. Redding era como un antro de hormigas salvajes. Una milla al norte, en una curva del ferrocarril, había surgido otro campamento, un próspero nido de dos mil personas, que nosotros simplemente llamábamos la "jungla". En ese verano de 1938 aprendí algunas cositas de la gente de Redding, pero muchas más, de una u otra forma, ahí en esa gran jungla donde la gente vivía tan cerca de la naturaleza, y al mismo tiempo tan lejos de todo lo natural como pueda el ser humano.

Llegué a Redding una mañana temprano en un largo tren de carga lleno de gente agotada. Caí del tren con la guitarra al hombro y le pregunté a un tío cuándo iba a empezar el trabajo. Dijo que debía haber empezado el mes pasado. Aún no había llegado el telegrama de Washington.

—¡El mes pasado, mierda! —dijo otro fulano, por encima del hombro—. ¡Hemos acampado a uno y otro lado de este lodazal más de tres meses, escuchando que iba a empezar cualquier día de éstos!

Miré hacia el tren y vi un centenar de hombres saltando con sus atados de mantas y bultos de todas clases. El tío con el que hablaba era un tipo grande y fuerte y llevaba una camisa de franela marrón.

—¡Siempre vienen tantos en cada tren que llega! —dijo.

—¿De dónde viene toda esta gente? —le pregunté.

—Algunos no son más que parásitos —dijo—. Macarras y jugadores, putas y fraudes de todas clases. Sí, pero no hay muchos de éstos. Hablas con veinte hombres y descubres que diecinueve de ellos tienen tantas ganas y capacidad de trabajar como cualquiera, tan buenos trabajadores, con tanta experiencia, han estado por todas partes intentando conseguir alguna clase de empleo estable para traerse a toda la familia, esposa, hijos, todo, e instalarse aquí.

Era un día de calor insoportable, y algunos de los hombres andaban a través de un terreno baldío hacia la calle mayor. Pero la mayor parte de ellos estaban demasiado sucios, abatidos y andrajosos para quedarse mucho por la calle. No venían a la ciudad para registrarse en un hotel, ni siquiera en una casa de catres a veinticinco centavos, ni siquiera en algún césped de hierba verde, sino que atravesaban lentamente la colina hasta el campamento de la jungla. Preguntaban a otra gente ya encallada allí: ¿Dónde hay agua? ¿Dónde hay un montón de basura con buenas latas para cocinar? ¿En qué punto del río pican más los peces? ¿Alguno de vosotros tiene una navaja de afeitar que no use?

Me quedé de pie en una plataforma del ferrocarril mirando mi vieja camisa desgastada. Pensaba: "Bueno, ahora, no sé, puede que haya alguna hija de comerciante en el pueblo que tenga un poco de miedo de esos rudos mozarrones, pero, si yo me pusiera a buscar un par de dólares y me comprara un ajuar limpio, puede que ella me dedicara un poco de conversación. Te hace sentir mejor cuando vas todo lustroso, paseando por la calle, hasta los polis te saludan y te sonríen, y con las mangas enrolladas y todo, con el sol y el viento rozándote la piel, te sientes como un reloj nuevo de a dólar. Y piensas en tu interior, chico, espero encontrarla antes de que la ropa se ensucie de nuevo. Quizás ese pequeño almacén del Ejército y la Marina tenga un grifo de agua en el baño; y cuando me ponga mis nuevos camisa y pantalones, quizá me pueda lavar un poquito. Luego sacar mi navaja y afeitarme mientras me lavo, ojo avizor con el encargado del almacén, que no me vea. Y voy a salir de esa vieja tiendecita como un hombre que ha comprado y pagado por todo."

Oí toda clase de música y canciones ante las puertas abiertas de las tabernas, y entré en todas ellas e intenté probar suerte. Tocaba mi guitarra y cantaba las más largas, viejas y tristes canciones y baladas que conocía; saludaba, sonreía y daba las gracias cada vez que alguien tiraba un penique o un níquel en mi caja de puros.

Una regordeta señora mexicana, con un vestido negro gastado por el sudor, se acercó, tiró tres peniques en la caja y dijo:

—Ahora estoy arruinada. Todo lo que espero es que comience esa gran presa. Que alguien venga corriendo por la calle diciendo: "¡Se ha abierto el trabajo! ¡Contratan hombres! ¡Contratan a todo el mundo!"

Hice suficiente dinero para correr a comprarme la nueva camisa y unos pantalones, pero estaban completamente empapados de sudor y cubiertos de polvo antes de tener la oportunidad de entablar relaciones con la hija del comerciante. Estaba contando mi cambio al borde de la acera y tenía veintipico centavos. Un indio sin sombrero y con verrugas en la nariz me miró y me dijo:

—Veintidós centavos. Uh. Demasiado para chili. No suficiente para un estofado de carne. Demasiado para dormir en la calle, y no suficiente para dormir a cubierto. Demasiado para estar arruinado, y no suficiente para pagar una multa de vagancia. Demasiado para comértelo todo, pero no suficiente para alimentar a otro vagabundo.

Miré el dinero y dije:

—Imagino que una de las cantidades de dinero menos prácticas que un hombre puede tener es veinticinco centavos.

Paseé con ellos retintineando en mis bolsillos, por la calle, por un terreno baldío, cerca de un montón de ceniza y pasando unas vías del tren, hasta que llegué a un pequeño sendero lleno de hierba que conducía al campamento de la jungla.

Seguí el sendero por encima de la colina, bajo el sol y a través de las matas. El campamento era más grande que el mismo pueblo. La gente había arrastrado viejos guardabarros del basural, los había sujetado con alambres a las ramas de roble, unos pies sobre el suelo, y esto era un techo para algunos. Otros habían cogido viejas lonas de sacos o cubiertas de vagones, y las habían extendido sobre ramitas cortadas de manera que las horquillas se entrelazaban, y esto era una casa para esa gente. Oí a dos hermanos que retrocedían contemplando su casa, comentar: "Aún no he perdido mi talento como carpintero." "Mis ojos cansados ven todavía suficiente para clavar un clavo." Habían traído cubos y latas del montón, las habían aplastado contra el suelo, y clavado luego la lata sobre maderas torcidas, y esto era una mansión para ellos. Mucha gente, sobre todo las familias, llevaban alguna ropa de cama, y pude ver las viejas colchas y mantas, hediondas y pegajosas, colgadas como tiendas, y dos o tres niños de edades variadas jugando debajo. Había una gran dispersión de barracas de cartón, para las que la gente había arrastrado cajas de cartón, fundas y embalajes desde la ciudad y los había pegado en forma de casa. Eran fáciles de construir, pero a la primera lluvia que les caía, estaban acabadas.

Entonces, prácticamente a cada paso que dabas por la colina de la jungla, pasabas por una cabaña más o menos hecha de cualquier cosa en general... viejas tiras de papel alquitranado, dobles sacos de arpillera, un viejo vestido, camisa, bragas, estirados para cubrir la mitad de una pared; metal acanalado y abollado, sacos de cemento, cajas de naranjas o manzanas, desmontadas y clavadas con viejos, oxidados y quemados clavos de las pilas de ceniza. A través de una ventanita cuadrada al lado de una casa, escuché el crujido de un somier y gente conversando. Los hombres jugaban a cartas, recortaban un palito con la navaja, y las mujeres hablaban de trabajo que habían conseguido y trabajo que andaban buscando. El suelo de la casa era de tierra, y toda clase y colores de bichos, reptiles y volátiles iban y venían como si les pagaran por hacerlo. Estaban las grandes corónidas verdes, las pequeñas y ruidosas moscas callejeras, moscas de basural y descampado, orugas y cínifes de otros lugares, chinches, pulgas y garrapatas chupando sangre, mientras mosquitos de todas las categorías del ejército y la marina, zumbones, bombarderos y cazas, entonaban algunas buenas canciones de mosquito. En la mayoría de los casos, sin embargo, las familias no tenían ni un techo o abrigo, sino que simplemente se reunían una o dos veces al día,

y, acurrucados alrededor del fuego, al estilo indio, se repartían unos bocados de pan viejo, caldo espesado con harina, o un pobre estofado acuoso. Los sacos de arpillera, ropa vieja, paja y heno, convertidos en ropa de cama, están generalmente llenos de niños jugando o adultos descansando y esperando la llegada de la palabra "trabajo".

El sol brilla por muchos lados, con algunas manchas de sombra, y aquí, a mi lado, un par de familias agazapadas bajo un viejo pedazo de lona grasiento, tres o cuatro hombres silenciosos, recortando maderitas, rompiendo tallos de hierba, agujereando hojas, escarbando el duro suelo; y las mujeres balanceándose atrás y adelante, riéndose de algo que dijo alguien. Un niñito mama de un pecho curtido por el viento, que crió a los otros cuatro niños que gatean cerca del fuego. Frías latas oxidadas son sus tazas de loza china y su vajilla de aluminio, y el cubo de agua de río es tan caliente y claro como el aire. Contemplo una serie de pequeños círculos ondeando a partir del centro del agua, donde una oruga ha caído desde una rama de árbol y se contorsiona para salvar la vida. Y veo a un nombre con un palo ahorquillado, meter las puntas en el cubo, sonreír, y seguir hablando sobre los trabajos que ha hecho; y en un momento, cuando la oruguita enrosca sus patas en la horquilla del palo, el hombre la levanta, se la acerca a la nariz, la examina y luego golpea el palo en el borde del cubo. Cuando la oruguita cae al suelo y se aleja ondulante a través de briznas y cenizas, todo el grupo sonríe y dice: "Ha sido por un pelo, señora oruga. ¿Qué se cree usted que es, un paracaidista?"

Has visto por lo menos un millón de gente como ésta. Quizá los viste allí en el barrio populoso de tu gran ciudad; allí donde ésta pierde su nombre, todo está apiñado y encajonado, la parte más difícil de atravesar en coche. Quizá te has preguntado de dónde viene tanta gente, qué les hace vivir de este modo. Esta gente ha tenido una casa y un hogar como el tuyo propio, ha estado instalada y ha tenido un empleo como el tuyo. Entonces algo les golpeó y lo perdieron todo. Han sido empujados al difícil camino solitario, y lo han recorrido, de costa a costa, de Canadá hasta Méjico, buscando otra vez aquel hogar. Ahora están buscando, por un rato, en tu ciudad. No hay mucha diferencia entre tú y ellos. Si se te acudiera pasear por este enmarañado campamento de la jungla y estuvieras por allí con los otros dos mil, alguien se acercaría, seguramente, te daría la mano y te preguntaría: "¿Qué clase de trabajo es el tuyo, compañero?"

Luego, quizá más allá, en el extremo harapiento de tu ciudad, has visto a esta gente después de lanzarse a la carretera: la gente a la que llamas forasteros, la gente que sigue al sol y a las estaciones hasta tu región, sigue los pimpollos y las hojas tiernas y viene cuando la fruta y las cosechas están listas para recoger, y se va cuando el trabajo está hecho. ¿Qué clase de cosechas? Campos petrolíferos, presas eléctricas, oleoductos, canales, carreteras y túneles en la piedra, rascacielos, barcos... son sus cosechas. Ellos son migrantes ahora. No están simplemente sentados al sol... van en pos del sol, y éste ilumina el país que ellos reconocen como suyo.

Si te interesas por los problemas sociales, vas a encontrar simplemente un simpático grupo de gente compartiendo un montón de risas y conversaciones, algunas de ellas cargadas de sentido común.

He escuchado conversaciones en la maraña de la jungla migratoria.

—¿Qué quedará aquí para mantener a esta gente —está diciendo un hombre con pantalones anchos y barba cerrada— cuando el dichoso trabajo de la presa se termine? ¿Nada?

—No, señor, está usted equivocado. ¿Para qué se cree usted que construimos esta presa, pues? Para recoger agua para irrigar más tierras, y regar toda esta región que parece un desierto. Y cuando una gotita de agua cae al suelo en cualquier lugar cerca de aquí..., una mata, un arbusto, a veces incluso un gran árbol, brotan de la tierra. Miles y miles de familias van a tener toda la buena tierra que necesitan, ¡y yo voy a estar en uno de esos veinte acres!

—Agua, agua —levanta la voz un joven de unos veinte años, con un par de botas de vaquero hechas a mano—. ¿Usted cree que el agua va a ser lo más importante? Bueno, está usted medio en lo cierto, amigo. Pero, ¿se ha parado usted a pensar que lo principal, lo más importante, va a ser la electricidad que producirá esta presa? Puedo quedarme aquí en esta vieja, podrida colina de la jungla con toda esta gente hambrienta esperando trabajo, y sepa usted que yo no veo mucha de esta inmundicia y suciedad. Pero lo que sí veo —intentó simplemente imaginarlo en mi cabeza—, es lo que va a haber aquí. Las grandes fábricas produciendo toda clase de cosas, desde fertilizantes hasta aviones de bombardeo. Líneas de alta tensión, torres metálicas atravesando estas viejas colinas gastadas... y, sobre todo, gente trabajando continuamente en pequeñas granjas, y montones y montones de gente trabajando en las nuevas y enormes fábricas.

—Son los dones del Señor, esto es lo que son. —Un hombrecito nervioso, medio indio, está arrancando tallos de hierba y hablando—. El Señor te da la mente para que tengas todas estas visiones, y el poder para construirlas. Luego, cuando Él lo desea, te lo vuelve a quitar... si no lo utilizas correctamente.

—Si todos nos unimos, socialmente hablando, y construimos algo, digamos, como un gran barco, alguna fábrica, un ferrocarril, o una gran presa..., esto es una labor social, ¿no? —Éste es un joven con gafas de montura de concha, un sombrero de fieltro gris, camisa de trabajo azul con una estilográfica y una libretita en el bolsillo, y su voz tiene el eco de un libro cuando habla—. Esto es lo que significa "social", tú y yo y vosotros trabajando juntos en algo y poseyéndolo juntos. ¡Qué hay de malo en esto..., que alguien levante la voz! Si Jesucristo estuviera aquí sentado, en este mismo momento, habría dicho exactamente lo mismo. Pregúntale, si no, a Jesús cómo diablos un par de miles de nosotros hemos venido a parar aquí en este campamento selvático como una manada de animales salvajes. ¡Preguntadle a Jesús cuántos millones de personas están viviendo del mismo modo? Aparceros del Sur, ciudadanos de las grandes urbes que trabajan en las fábricas y viven como ratas en la inmundicia de los barrios bajos. ¿Sabéis lo que os responderá Jesús? Él os dirá que irremediablemente tenemos que trabajar todos juntos, construir cosas juntos, reparar cosas viejas juntos, limpiar la porquería juntos, levantar nuevos edificios, escuelas e iglesias, bancos y fábricas juntos, y poseerlo todo juntos. Seguro que lo van a llamar un ismo malo. A Jesús no le importa si lo llaman socialismo o comunismo, o simplemente tú y yo.

Cuando venía la noche, todo se calmaba un poco, y podías pasear de un grupo de gente a otro y hablar del tiempo. A pesar de que el tiempo no es un extraordinario tema de conversación, porque alrededor de Redding el tiempo no cambia en nueve meses seguidos (es caluroso y seco, y mañana va a seguir siendo caluroso y seco), puedes escuchar grupitos de personas entrando en relación unos con otros, a base de:

—Mucho calor, ¿no?

—Sí, y seco.

—Muy seco.

Me tropecé con unos jóvenes de doce a veinticinco años, la mayoría muchachos con sus familias, que tocaban el banjo o la guitarra, y cantaban canciones. Dos de ellos atraían a un montón de gente cada tarde cerca de la puesta de sol y siempre tenía lugar casi de la misma manera. Había una vieja cama bajo un árbol en su pedazo de terreno, y un niño retozaba en ella cuando la sombra refrescaba, porque durante el resto del día las moscas y los escarabajos casi podían llevárselo. De manera que ésta era su hora de juego y retozo, y sus dos hermanas, de unos doce y catorce años, respectivamente, estaban encargadas de vigilarle y evitar que se cayera de la cama. Su padre se apalancaba más atrás en un viejo asiento de coche. Más o menos después de cada línea de lectura, lanzaba una mirada por encima de la montura de unas gafas de veinte centavos, y movía su nuez de Adán arriba y abajo; y su esposa estaba cerca, cantando todo lo que el Señor había hecho por ella, mientras el bebé se tenía en pie por primera vez, y saltaba arriba y abajo, arremetiendo hacia el borde del colchón. El viejo arrugaba la cara, rociaba un árbol con jugo de tabaco, y decía:

—Chicas. Ey, chicas. Entrad a la casa, coged vuestra caja de música, sentaros en la cama y jugad con el niño, para que no se caiga.

Una de las hermanas templaba una o dos cuerdas, y luego hacía un acorde. La gente venía desde cualquier rincón del campamento y se congregaba, y el niño, la mamá y el papá, y todas las visitas, se quedaban callados como la luz del día mientras las niñas cantaban: