Capítulo XII
RESOLVIENDO PROBLEMAS AJENOS
Mi padre se casó con su esposa por correspondencia. Vino a Pampa desde Los Ángeles, y después de dos o tres banquetes de boda, la mayoría de parientes volvieron a sus granjas, y papá y su nueva esposa, Betty Jane, se instalaron en una cabaña para turistas.
Puso un anuncio en el periódico y empezó a adivinar el porvenir. Su comercio arrancó muy lentamente al principio; luego creció tan rápido que los clientes no cabían en su cabaña.
Cuando los campos petrolíferos se agotaron, los seguidores del boom se escurrieron por la carretera en largas hileras de coches sobrecargados. El polvo vino arrastrándose desde el norte y las dunas empujaron a los campesinos fuera de su tierra. Los grandes lagos tranquilos se secaron, y a lo largo de la llanura dejaron muchos huecos llenos de barro duro, seco y resquebrajado. No hay una región tan sana como el oeste de Tejas cuando quiere serlo, pero cuando el polvo siguió silbando su camino, más negro y en mayor cantidad, había muchos enfermos, enfadados, irritados y preocupados.
La gente buscaba alguna clase de solución. El banquero no se la dio. El "sheriff" no se la dijo nunca a nadie. La cámara de comercio estaba intentando hacer más dinero, y demasiado ocupada para decir a la gente la solución de sus problemas. De manera que la gente le preguntó al predicador, y siguieron sin enterarse muy bien de adonde debían ir o lo que tenían que hacer. Vinieron incluso a la puerta de la adivinadora del porvenir.
En ese tiempo yo tenía unos veinticuatro años y vivía en una cabaña peor que la de Betty Jane y papá. Me había costado veinticinco dólares de entrada, unos meses atrás. Los obreros del petróleo no construyen mansiones cuando estrenan una nueva ciudad boom. El trabajo se agota lentamente. Los trabajadores empacan y se van, cojeando, por la misma vieja carretera por la que llegaron. Han dejado sus cabañas. Sucias, asquerosas, en ruinas, torcidas, encorvadas, bamboleando en todas direcciones como una manada de vacas azotada por una plaga, esas pequeñas cabañas se recostaban por las llanuras.
—¿Tu nombre es Guthrie? —Un hombre de aspecto rudo acababa de golpear tan fuerte en mi puerta que toda la casita se había sacudido—. ¡Estoy buscando a Guthrie!
—Sí, señor, mi nombre; correcto. —Miré afuera por la puerta—. ¿Entra?
—¡No! ¡No entro! ¡En los últimos meses he perdido mucho tiempo visitando a gente de su clase! ¡Intentando conseguir algún consejo decente! —Agitó sus manos en el aire y me lanzó una prédica como preparándose para pasar el cepillo—. ¡No voy a pagar ni un miserable centavo más! Cuatro puyas por aquí. Un dólar por allí. Dos puyas más allá. ¡No salgo de la ruina!
—Eso es un mal asunto.
—¡Voy a entrar! ¡Voy a sentarme! ¡Si usted me puede decir lo que quiero saber, tendrá cincuenta centavos! ¡Si no, no le doy ni un penique! ¡Estoy preocupado!
—Pase p'adentro.
—Bueno. Me sentaré aquí mismo en esta silla y escucharé. Pero no voy a decirle ni una sola palabra del porqué estoy aquí. ¡Usted tiene que decírmelo! ¡Ahora, señor Rompe Problemas, vamos a ver qué número nos va a mostrar!
—El polvo se está poniendo jodido ahí afuera.
—¡Habla de una vez!
—¿Le da miedo ese polvo?
—Ese polvo no me asusta en absoluto.
—Entonces usted no debe tener un trabajo al aire libre. No es ningún campesino. Tampoco es un peón de campo petrolero. Si tuviera una tienda de cualquier clase, tendría miedo de que ese polvo alejara a su clientela. Así que... Mire, señor, usted se equivoca de Guthrie.
—¡Siga hablando!
—Mi padre se casó con una adivina, pero yo nunca he pretendido serlo. Sin embargo, me gustaría ver si puedo decirle a usted lo que usted viene buscando, y lo que quiere saber.
—Cincuenta centavos sí lo consigue.
—Usted trabaja a cubierto. En una refinería de petróleo. Un trabajo bien pagado.
—Correcto. ¿Cómo lo adivinó?
—Bueno, esos campesinos y obreros de los alrededores no tienen suficiente dinero para malgastar cincuenta centavos aquí, y un dólar allí, con adivinadoras del porvenir. De modo que su empleo tiene que ser de categoría. Usted se toma muy en serio su trabajo. Usted está realmente orgulloso de su maquinaria. Le gusta trabajar. Le gusta ver la máxima producción con el mínimo tiempo. Siempre pensando en inventar algo nuevo para hacer que la maquinaria vaya mejor y más rápida. Usted chapucea con eso, incluso cuando ha salido de la empresa y está en su casa.
—Setenta y cinco centavos. Sigue hablando.
—Ese nuevo invento que se trae entre manos va a proporcionarle dinero uno de estos días. Hay una gran compañía que ya está siguiéndole la pista. Y quieren comprarlo. Intentarán robarlo tan barato como puedan. No confíe el secreto a nadie más que a su esposa. Ella está esperando ahí afuera en el coche. Tiene usted mucha fe en sí mismo, y en ella también. Eso está muy bien. Siga usted con sus inventos. Siga trabajando sin parar. No conseguirá tanto como quiere por su invento, de esa gran compañía, pero conseguirá lo suficiente para ponerle en condiciones de continuar su trabajo.
—Suba hasta un dólar. Adelante. —Su cabeza está llena de inventos, y el mundo está lleno de gente que los necesita con urgencia. Sólo tiene que mantener su mente despejada, como un campo, para que más inventos puedan crecer ahí. Y la única manera de conseguirlo es ayudando a la pobre gente trabajadora, tanto como pueda.
—Aquí está el dólar. ¿Qué más?
—Eso es todo. Debe pensar en lo que le he dicho. Adiós.
—¡Es usted el único adivino que conozco que no pretende decir nada y lo dice todo!
—Yo no pretendo ser capaz de leer en la mente. Yo no cobro nada por hablar.
—Es usted muy modesto. Considero este dólar muy bien gastado. Sí, señor, muy bien gastado. Y tengo muchos amigos por todos esos campos petrolíferos. ¡Voy a decirles a todos que vengan aquí a hablar con usted! ¡Buenos días!
Y así quedó la cosa. Me quedé allí mirando los dos lados del billete de a dólar, el retrato del lado gris, y el gran edificio del lado verde. El primer dólar que había conseguido en más de una semana. Simplemente un hombre con la cabeza hecha un lío. Un tipo listo, también. Buen trabajador.
La arena arranco astillas de la esquina de la casa. Y cayó el polvo y sopló el viento. En un par de días, el dólar estaba casi terminado.
Alguien llamó a la puerta delantera. Me levanté y dije:
—Hola —a tres señoras—. Entren, señoras. —¡No tenemos dinero ni tampoco tiempo para perder!
—Algo terriblemente raro le sucede a esta señora. No puede hablar. Ha perdido la voz. Y no puede tragar agua. No ha bebido un vaso de agua, por lo menos, en una semana. La hemos llevado a varios doctores. No saben qué hacer al respecto. Se está muriendo de hambre.
—Pero, señoras, yo no soy médico.
—Algunos adivinos pueden curar cosas como ésta. Es la gracia de la curación. Existen siete gracias: curación, profecía, fe, sabiduría, lenguas, comprensión de idiomas y discernimiento de espíritus. ¡Tiene que ayudarla! ¡Pobrecita! ¡No podemos dejarla morir lentamente!
—Siéntese aquí mismo, en esta silla —dije a la señora—. ¿Tiene usted fe en llegar a ser curada?
Sonrió y casi se ahoga tratando de hablar, y movió su cabeza afirmativamente.
—¿Cree usted que su mente es el jefe de todo su cuerpo?
Volvió a afirmar con la cabeza.
—¿Cree usted que su mente manda sobre sus nervios? ¿Sobre todos sus músculos? ¿Su espalda? ¿Sus piernas? ¿Sus hombros? ¿Su cuello?
Movió la cabeza de nuevo.
Caminé hasta el cubo de agua, tomé el cucharón y llené un vaso. Se lo alcancé a ella y dije: —Su marido quiere que le hable, ¿verdad? ¿Y sus hijos también? ¡No hay la menor duda! ¿Dice que no tiene dinero para un médico?
Movió la cabeza negativamente.
—¡Es mejor que deje esas monerías, y tráguese esta agua! ¡Beba! ¡Beba! ¡Luego dígame qué bueno es hablar de nuevo!
Sostuvo el vaso entre sus dedos, y pude ver que su piel estaba tan seca que se arrugaba y rajaba. Miró alrededor y nos sonrió a mí y a las otras dos señoras.
Levantó el vaso y se bebió el agua. Estábamos boquiabiertos y conteniendo la respiración.
—B b r r u e na. —¿Qué?
—Buena. Agua. El agua. Buena.
—Ustedes, señoras, regresen a casa y dediquen los próximos tres o cuatro días a cargar cubos de agua potable, clara y fresca, para esta señora. Organicen un concurso de beber agua. Hablen mucho de todo. No me deben ustedes nada.
No se puede prever hacia dónde soplará el viento ni qué va a salir de los matorrales. Este fue el principio de una de las mejores, peores, más divertidas y más tristes etapas de toda mí vida. Pensaban que yo podía leer los pensamientos. Como yo no pretendía nada, algunos me llamaban nigromante y curandero. Pero yo nunca pretendí ser distinto de ustedes o cualquier otra persona. ¿Acaso la verdad le ayuda a usted a curarse cuando la escucha? ¿Puede una mente despejada curar un cuerpo enfermo? A veces. A veces los nervios provocan la enfermedad de la gente, y una preocupación puede provocar los nervios. Eso sí, yo podía hablar. ¿Era esto lo que les curaba? ¿Qué son las palabras, después de todo? Si dices una mentira con palabras, puedes provocar la enfermedad de toda clase de gente. Si dices a la gente la pura verdad, se unen y se ponen bien. ¿Era ese el caso?
Recuerdo un ranchero alemán que acudía a mi casa cada vez que el mercado subía o bajaba un penique. Me preguntaba:
—¿Qué dissen los ezpíritus sobrre el ganado de mi padrrre?
—Los espíritus no tienen nada que ver con el ganado de su padre —le decía—. Lo que usted llama espíritus, no son nada, pero nada más que los pensamientos que tiene en su propia cabeza.
—Mi padrrre está muerrto. ¿¿Qué tiene él que comunicarme sobrre la erría y venta de sus ganados? —me decía.
—Su padre querría que usted hiciera exactamente lo mismo que él hizo durante cuarenta y cinco años, aquí en estas llanuras, señor. ¡Criarlos jóvenes, comprarlos baratos, alimentarlos bien, y venderlos caros! —le decía.
Me despertaba a cualquier hora de la noche. Viajaba más de veinticinco millas hasta mi casa. Y no pasaba una semana sin que hiciera el viaje y planteara la misma conocida pregunta.
Un ingeniero de la línea comarcal del ferrocarril de Rock Island que va de Shamrock a Pampa, en el norte, solía viajar en su máquina contemplando las nuevas tierras petrolíferas. Quería que yo cerrara los ojos y tuviera una visión para él.
—¿Dónde debería comprar una tierra con petróleo?
—Veo un viejo campo petrolífero, con grasientas torres negras. Es una buena tierra porque está probada, y sigue produciendo. En medio de este campo de torres negras, veo una torre blanca, pintada con una capa de plata y brillando bajo el sol.
—¡Yo veo esa misma torre cada día cuando paso por ese campo en mi trayecto! He estado considerando si debería intentar comprar alguna tierra cerca de ese campo.
—Yo veo mucho petróleo bajo esa tierra, porque esa torre está en medio de un gran bosque de grasientos mástiles negros. Cuando compre usted su nuevo terreno, cómprelo tan cerca como pueda de la torre central. Pero no invierta demasiado en el negocio.
—¡Me ha ayudado usted a resolver todo mi problema! —me dijo al levantarse—. Me ha quitado usted un gran peso de encima. ¿Cómo sabía usted acerca de esta torre plateada entre tantas viejas y grasientas ?
Y le dije:
—Usted es ingeniero en esa línea comarcal de Shamrock, ¿no?; yo simplemente supongo que ha estado usted ahorrando dinero para comprar, bueno, alguna tierra que ha visto cada día en su trayecto. Yo conozco ese campo petrolero perfectamente bien, y se ve muy bonito desde la puerta de un vagón, y supongo que se ve aún más bonito desde la máquina de tren, cuando se acerca el fin de la jornada, pensando en la vuelta a casa con la mujer y la familia, e intentando pensar cómo invertir su dinero para proporcionar lo mejor a su gente. Estaba simplemente hablando sobre conjeturas. Yo no sé realmente dónde debería usted comprar su tierra petrolífera.
—Aquí tiene un dólar. Creo que me ha ahorrado usted muchos miles.
—¿Cómo es eso?
—Me dijo usted algo que nunca había pensado: comprar mi terreno en medio del mayor campo petrolero. Pero un acre de esa tierra me costaría los ahorros de toda una vida. Y mientras usted estaba hablando con los ojos cerrados, me entró miedo de malgastar mi dinero en alguna tierra desconocida sin torres de petróleo; de modo que empecé a pensar que el mejor agujero donde meter mi dinero podía ser la ventanilla del Ahorro Postal del Gobierno de los Estados Unidos. Se ganó usted este dólar, tómelo.
Entonces, se marchó caminando y ya no le vi nunca más.
Una niñita de seis años tenía grandes llagas purulentas por toda la cabeza. Su mamá la llevó al médico y estuvo más de seis meses en tratamiento. Las llagas no se marchaban. El barbero le cortó el cabello al rape como un condenado a trabajos forzados. Finalmente, la madre la trajo hasta mi casa y me dijo:
—Sólo quería ver qué hace usted por acá.
—¿Le cuida usted la cabeza y se la lava a menudo? —le pregunté a la señora.
—Sí. Pero ladra y chilla y se pone bizca y convulsa cuando tiene que ir a la escuela —dijo su madre.
—Los niños malos se burlan de mí porque mi cabeza parece la de un presidiario —nos dijo la niñita.
—Ponga una clara de huevo en un platito y se lo frota bien en la cabeza cada noche. Déjelo que se empape toda la noche. Luego, puede lavarle la cabeza con agua clara cada mañana antes de ir a la escuela. Ya no tendrá que volver a traerla más por acá para verme. Vas a tener el cabello más bonito que cualquiera de esos niños malvados que te hacen rabiar.
—¿Cuánto tiempo tardará? —preguntó la niña.
—Lo tendrás antes de terminar el curso —le dije.
—Eso estará bien, ¿verdad?
Su madre nos miró a los dos.
—Pero usted, ¡deje de darle miedo a la niña de una vez! Deje de forzarla a jugar sola. No la obligue a quedarse en casa cuando los otros niños están fuera chillando y corriendo —le dije a su madre.
—¿Cómo sabe usted eso? —me preguntó.
—No la obligue a llevar ese viejo sombrero sucio todo el tiempo —proseguí—. ¡Deje de fregarle la cabeza con esa potente lejía! Déjela tranquila, sanará por su cuenta.
—¿Cómo es usted tan listo, señor? —La niñita se rió y se cogió de mi mano—. Mi madre hace todo lo que usted dijo.
—¡Tú cállate! ¡Estás hablando de tu madre!, ¿sabes?
—Sabía todo esto porque puedo ver las manos de tu madre y asegurar que se fabrica ella misma la lejía. Sé que te retiene demasiado en la casa porque se nota que no te ha dado el sol en la cabeza. Yo se que tendrás una bonita cabellera rizada para el último día de escuela. Adiós. ¡Ven a verme con tus ricitos!
Observé a la niña triscando veinte o treinta pies delante de su madre, mientras bajaban por el camino hacia las barracas.
Una oscura noche de invierno, la pequeña cabaña temblaba en el polvo, cuando un hombre de doscientas noventa libras abrió la puerta de un golpe, y trajo el mal tiempo consigo.
—No sé si usted lo sabe o no —habló en voz baja y suave—, pero está contemplando a un demente.
—Quítese el abrigo y tome asiento.
Entonces me di cuenta de que no llevaba abrigo alguno, sino un montón de camisas, jerseys, zamarras de cazador, y dos o tres pantalones de trabajo. Ocupaba más de la mitad norte de mi pequeña estancia.
—Estoy realmente loco. —Me miró como un halcón mirando a una gallina. Me senté en una silla y le escuché—. Verdaderamente.
—Yo también —le dije.
—He estado ya dos veces en el manicomio.
—Pronto va a ser el jefe, allí.
—¡No estaba loco cuando me mandaron allí, pero a base de inyecciones me mantenían lleno de no sé qué porquería! ¡Me sacaron de mis casillas! Hicieron que mis nervios y músculos se descontrolaran. Derribé a una pareja de guardianes en el huerto de guisantes, y me escapé. Ahora estoy aquí. Calculo que me agarrarán bastante pronto. Veo el "No-Do" en mi cabeza.
—¿El "No-Do"?
—Sí. Cuando empieza, ya no termina nunca. Es como estar sentado completamente solo en un gran teatro oscuro. He visto un montón y los he visto siempre desde que era pequeño. Granja. Mamá me decía siempre que estaba loco. Supongo que siempre lo he estado. El único problema con el "No-Do" es que no se acaba nunca.
—¿Cuáles son las últimas noticias?
—Todo el mundo se va a marchar de esta región. El boom se ha terminado. El trigo dispersado. Las tormentas de polvo, más y más oscuras. Todo el mundo corriendo, disparando y matando. Todos contra todos. Esas viejas cabañitas como ésta, son malas, no sirven para nadie. Muchos niños enfermos. Ancianos. No van a necesitarnos a los obreros en este campo petrolero. La gente tendrá que lanzarse a la carretera en medio de este tiempo tan malo. Y todo por el estilo.
—¡No hay nada que ande mal en su cabeza! —¿No cree que todos nosotros deberíamos unirnos y hacer algo al respecto? También veo cosas por el estilo en el "No-Do". Ya sabe, el modo en que todos deberíamos hacer algo al respecto.
—Le necesitan para alcalde en este pueblo.
—También veo toda clase de formas y diseños en mi cabeza. De todas las clases imaginables. Irrumpen en mi cabeza como una gran tormenta de nieve voladora, y cada una de esas formas significa algo. Cómo reparar mejor una carretera. Cómo arreglar mejor un campo petrolífero. Cómo hacer más fácil el trabajo. Incluso cómo construir esas grandes refinerías.
—¿Quién era que dijo que estaba usted loco?
—La policía. La gente. Me metieron en la cárcel un centenar de veces cada una.
—Tenía que haber sido al revés.
—No. Supongo que lo necesitaba. Soy terriblemente malo bebiendo y luchando en las calles. Los muchachos me provocan y yo me lanzo y les sacudo a golpes; la policía interviene para agarrarme, y yo les tiro por los suelos. Siempre hay algo que me hace perder los estribos.
—¿Siempre trabajando?
—Ño, trabajo unos pocos días, y luego descanso unas semanas. Siempre debiendo algo a alguien.
—Supongo que esta ciudad se está secando y desapareciendo de muerte natural. Usted necesita alguna clase de trabajo estable.
—¿Pintó usted estos dibujos de Cristo ahí arriba en la pared? —Miró alrededor de la habitación y sus ojos se detuvieron un buen rato en cada pintura—. "La Canción de la Alondra". Una buena copia.
Dije que sí, que los pinté.
—Siempre pienso que quizá me gustaría pintar algunas de las cosas que veo en mi cabeza. Me gustaría que usted me enseñara un poco de lo que sabe. Ese sería un buen trabajo para mí. Podría viajar y pintar cuadros para tabernas.
Me levanté y removí en una caja de naranjas, llena de viejas pinturas y brochas, y envolví un buen puñado en una vieja camisa.
—Toma, ve a pintar.
Y así, Heavy Chandler agarró las pinturas y se fue a casa. Durante el mes siguiente perdió más de sesenta libras. Cada día hacía un viaje a mi casa. Traía siempre un nuevo cuadro pintado en tablillas y pedazos de caja de naranjas, viejos trozos de cartón y contrachapado, y yo estaba sorprendido de ver lo bueno que llegó a ser. Salvajes y cegadoras escenas de nieve. Cabañas de troncos humeando en las colinas. Ríos de montaña prorrumpiendo a través de verdes valles. Desiertos de arena y lúgubres calaveras. Cactus. Rastrojos a la deriva, rodando por la vida. Buenas pinturas. Él soportaba viento, lluvia, granizo y terribles tormentas de polvo para llegar aquí. Y cada día yo le preguntaba si había estado borracho, y él me decía sí o no. Su cara y sus ojos sonrieron un día y dijo:
—He dormido bien toda esta semana. El primer sueño profundo que he tenido en seis años. El "No-Do" sigue en marcha, pero ahora sé apagarlo y ponerlo en marcha cuando quiero. Me siento tan cuerdo como cualquier hijo de vecino.
Llegó un día en que no se presentó. El agente del "sheriff" vino en su coche hasta la cabaña, y me dijo que tenían a Heavy encerrado en el calabozo por estar borracho. "Menuda pelea, chico —me dijo el oficial—. Seis agentes y Heavy. ;Dios mío, dejó policías tirados por todo el lado sur de la ciudad! Nadie consiguió meterle dentro del coche patrulla. ¡Era peor que una carpa de circo llena de salvajes! Entonces le digo a Heavy: «Heavy, ¿conoces a Woody Guthrie?» Heavy se infló, resopló y dijo: «Sí.» Entonces le agarré por el brazo y le digo: «Heavy, Woody no querría que golpearas a todos estos agentes, si se enterara de ello, ¿verdad?» Y entonces el viejo Heavy me dice: «No, ¿cómo se enteró acerca de Woody Guthrie» Y yo digo: «¡Oh, es un buen amigo mío!» Y sabe usted, señor, el viejo Heavy se calmó, se amansó inmediatamente, se volvió tan sobrio y dócil como cualquiera, en menos de un minuto, y sonriendo por el rabillo del ojo, dijo: «Agárreme y enciérreme, señor carcelero. Si es usted amigo de Woody, ¡también es amigo mío!»"
—¿Qué cree usted que van a hacer con Heavy allí en el calabozo? —pregunté al agente.
—Bueno, por supuesto usted sabe que Heavy era un internado fugado del manicomio, ¿no?
—Sí, pero...
—Oh, claro, claro, también lo sabíamos. Hemos sabido siempre dónde estaba. Sabíamos que podíamos cogerle en el momento que quisiéramos. Pero esperábamos que se pondría mejor y terminaría con su problema. No sé lo que pasó con él. Algo extraño. Se volvió tan cuerdo como usted o yo o cualquier otro. Luego estaba aprendiendo a pintar o algo por el estilo, según no sé quién, yo no estoy muy enterado del asunto. Pero ahora está en el tren, de vuelta a Wichita Falls.
—¿Le encargó Heavy de decirme algo?
—Óh, sí. Ésa esa la razón de mi viaje hasta aquí. Casi me olvidaba. Me dijo que le dijera que tan sólo le pedía a Dios que pudiera usted decirles a esos tres mil quinientos internos, allí abajo, lo mismo que le dijo a él. No sé qué es lo que le dijo usted.
—No. Ya imagino que no —le dije al oficial—, supongo que no lo sabe usted. Bueno, de todas formas, gracias. Hasta la vista. Chao.
Y el coche se fue, llevándose al agente. Y yo me volví para adentro y me tiré sobre la cama, rascando la capa de fino polvo de la manta, y pensando en el mensaje que el viejo Heavy me había enviado. Y después de esto, no le vi nunca más.
Varios centenares me preguntaron:
—¿Adonde puedo ir para conseguir un empleo de trabajo?
Campesinos que habían oído hablar de mí, me preguntaban:
—¿Es este polvo el fin del mundo?
Hombres de negocios me preguntaban:
—Todo el mundo se larga, y yo he perdido todo lo que tenía; ¿qué va a suceder ahora?
Un ligón de sala de baile de pueblo boom entró de improviso y me preguntó:
—Estoy intentando aprender a tocar el violín; ¿cree usted que puedo llegar a ser elegido "sheriff"?
Toda clase de coches aparcaban alrededor de mi pequeña cabaña. Gente perdida. Gente enferma. Gente dudosa. Gente hambrienta. Gente en busca de trabajo. Gente con ganas de unirse para hacer algo.
Un grupo de diez o veinte obreros del petróleo y campesinos llenaban toda la estancia y la mayor parte del terreno frente a la casa. El cabecilla me preguntó:
—¿Que opina usted sobre esos tipos, Hitler y Mussolini? ¿Están para exterminar a todos esos judíos y negros?
Les dije:
—¡Hitler y Mussolini están para formar una cadena de esclavos con vosotros, conmigo y con el resto del mundo! ¡Y matar a todo el que se interponga en su camino! ¡Intentan hacer que nos odiemos el uno al otro a causa del maldito color de nuestra piel! ¡La Biblia dice que debes amar a tu vecino! ¡No habla de un determinado color!
El grupo hormigueó, hablando y discutiendo. Y el cabecilla levantó la voz para decirme:
—¡Este viejo mundo está en muy mal estado! ¡Llegando a un fin terriblemente malo!
—Quizás el viejo lo esté —grité dirigiéndome a todos—, ¡pero uno nuevo está en camino!
—Esta guerra española es una señal —siguió delirando—. ¡Ésta es la batalla final! ¡La batalla de Armagedon! ¡Este polvo, soplando tan denso que no se puede respirar, ni se puede ver el cielo, es el castigo que cae sobre la Tierra! ¡Hombres demasiado codiciosos de tierra y de dinero y de poder, para convertir en esclavos a sus hermanos! ¡El hombre ha condenado a la mismísima Tierra!
—¡Ahora díganos usted una cosa, señor adivino!
—¡Para eso vinimos acá, demonios! ¡Revélanos una visión sobre todo este rollo!
Caminé a través de la puerta, pasando entre cinco o seis tipos musculosos vestidos con toda clase de ropa de trabajo, que tallaban palitos, jugaban con las verrugas de sus manos, mascaban tabaco o enrollaban cigarrillos. Todos los del cuarto salieron al cercado. Me subí en un viejo escalón de madera podrida, y todos bromeaban, reían y soltaban algún chiste. Y entonces, uno de ellos dijo:
—Échanos la buenaventura.
Miré al suelo y dije:
—¡Pues bueno, señores, yo no soy ningún adivino. Lo soy tanto como ustedes. Pero les diré lo que yo veo en mi cabeza. Luego pueden llamarlo como quieran.
Se quedaron todos silenciosos como ratones.
—Debemos unirnos y encontrar entre todos alguna manera de reconstruir este país. Hacer que todo este polvo pare de soplar. Tenemos que encontrar una ocupación y poner a todo bicho viviente a trabajar. Mejores casas en lugar de estas viejas barracas enfermizas de aquí. Mejores plantas de negro de carbón. Mejores refinerías. Tenemos que construir más instalaciones petroleras. Oleoductos directos de aquí hasta Pittsburgh, Chicago y Nueva York. Petróleo y gas para fábricas en todas partes. Tenemos que tener los ojos bien abiertos sobre cada pulgada a lo largo y ancho del país para evitar que alguno de esos lacayos de Hitler le eche mano.
—¿Cómo vamos a hacer todo esto? ¿Nos dirigimos simplemente a John D. Rockefeller y le decimos que estamos listos para trabajar?
Todos se rieron y empezaron a hormiguear de nuevo.
—¡No eres ningún profeta! —gritó un grandullón—. ¡Cono, cualquiera de nosotros podía haber dicho lo mismo! ¡Eres un condenado embustero!
—¡Y tú eres un condenado idiota! —le espeté—. ¡Yo ya dije que no pretendía ser nada especial! ¡Tu maldita cabeza es tan buena como la mía! ¡Carajo!
La turba estalló en risotadas, se agitó, y gesticuló con las manos, como un arbitro de béisbol señalando "fuera". Arrastraron los píes en confusión, se disgregaron en pequeños grupos y empezaron a salir del cercado a la deriva. Todos hablando. Por encima de todos, el grandullón se quejó de nuevo:
—¡Oye, tío, cuidado con llamar idiota a según quién!
—¡Eh, vosotros! ¡Escuchad! ¡Yo sé que todos vemos lo mismo, como si fuera el "No-Do", en nuestra mente! Todo el trabajo que hay que hacer, mejores carreteras, mejores edificios, mejores casas. ¡Todo tiene que arreglarse mejor! ¡Pero yo no soy un genio! ¡Todo lo que sé es que debemos unirnos y permanecer unidos! Este país no va a mejorar nunca mientras continúe esta merienda de negros, este sálvese quien pueda y al infierno con los. demás. ¡Tenemos que unirnos, cono, y obligar a alguien a darnos un trabajo en algún lado, haciendo cualquier cosa!
Pero la muchedumbre se iba caminando hacia Mayor, riendo, hablando y gesticulando. Me apoyé en la pared de la cabaña y contemplé el polvo y la arena cortando las últimas malvas.
"No-Dos" en mi cabeza, seguía mirando y pensando para mí, y recordando a mi lejano amigo Heavy. "No-Dos" en mi cabeza. Por Dios. Quizá todos deberíamos aprender a ver esos "No-Dos" en nuestras cabezas. Quizás.