Sí, tengo un hermano
que lleva ropa bonita.
Tiene un trabajo
en un sitio del pueblo
y todas las chicas monas
andan por allí cerca.
Roy seguía comiendo sin mirarme. Empezó a cantar una pequeña canción:
Tengo un hermanito que lleva un mono.
Sí, tengo un hermanito que lleva un mono.
Tiene un trabajo de granja
y trabaja bastante,
pero no gana dinero
en su propio huerto.
—¡Mi canción es mejor que la tuya! —le dije. —¡La mía es mejor! —me contestó. —¡La mía! —¡La mía!
Cuando los fumigadores estaban todos en marcha, y Roy había vuelto al trabajo, mamá me cogió de la mano y me acompañó hasta llegar debajo de la morera. Me senté encima del lavadero, intentando mirar hacia atrás por la puerta y ver los fuegos artificiales de los fumigadores. Mamá cogió un palo de al lado del árbol y se puso a cavar donde yo lo había dejado. Sentí que era como la madre de cualquier niño.
—Vamos. Ponte a trabajar. ¡Vamos a ver quién puede revolver más tierra!
—Pero tú eres sólo una mujer...
—Yo puedo mover más tierra en un minuto de la que tú puedes mover en una hora, hombrecito, i Fíjate en estas lombrices!
—Está llena de ellas.
—Es una señal segura de que es buena tierra. —Sí.
—¡Date prisa! ¡Mira cómo te rezagas! ¡Creí que habías dicho algo sobre ser una mujer!
—Supongo que tuviste que salir así.
—Tuve que serlo. Quería serlo, para poder ser tu madre.
—¡Igual que yo quería ser tu hijo!
Y supongo que cuando le dije esto, me sentí lo más cerca a eso que se llama la felicidad de lo que nunca había estado. Ella parecía tan equilibrada... Normal, como todos los días, como cualquier otra mujer trabajando fuera con su hijo, los dos sudando, consiguiendo algo, creando algo.
Después de alrededor de una hora, dejamos caer nuestros palos al suelo y descansamos un rato.
—¿Cómo te sientes? ¿Bien? —le pregunté.
—Me siento mejor de lo que me he sentido desde hace años. ¿Cómo te sientes tú?
—Muy bien.
Miraba los vapores de los fumigadores saliendo a humaredas de las grietas de la casa.
—Es algo raro el trabajo. Es la mejor cosa del mundo. Es la única religión del mundo que vale la pena. Buen trabajo y buen descanso.
—Hemos tomado mucha medicina esta mañana, ¿no?
—¿Nosotros? ¿Medicina?
—Quiero decir que el trabajo nos está poniendo mejor de salud.
—Mira. Mira la casa. ¿Puedes ver el humo hinchándose entre las grietas de aquellas paredes tan delgadas?
—¡Sí, hombre! ¡Parece que se quema! Mamá no me contestó.
—¿Sabes una cosa, mamá? Papá se siente mejor, y Roy se siente mejor, y a mí me hace sentirme aún mejor cuando todos nosotros te vemos sentirte mejor. Me da muchas ganas de trabajar.
Mamá todavía no contestaba. Sólo se quedaba allí con el codo sobre el rodillo y la barbilla en la mano, mirando. Pensando. Dando vueltas a cosas en la cabeza mientras el humo corría por las grietas.
—Cuanto más trabajo ahora, más me gusta. Hombre, sí, tengo ganar de trabajar muchísimo y tener un huerto grande y nuevo todo crecido esta tarde para cuando vuelvan papá y Roy. ¡Qué asombrados se quedarían de verme aquí fuera recogiendo las cosas y vendiéndolas y todo!
Mamá se quitó una mosca del brazo y se quedó callada.
—Ya lo entiendes, supongo. Porque, después de todo, eres la única madre que tenemos. No puedes ir a ninguna tienda y comprarnos otra madre. Eres la madre de toda la familia.
De mamá no salía respuesta alguna. Fijaba sus ojos en la casa. Mirando y abriendo los ojos aún más, y su boca y cara cambiando en una mirada inmóvil, fría y dura. No la vi mover ninguna parte de la cara.
Luego la vi incorporarse hasta las rodillas, mirando como si estuviera hipnotizada a la casa con el humo flotando por fuera.
Dejé caer el palo de la mano y mi corazón sentía como una masa de hielo dentro. Fuego y llamas parecían arrastrarse a través de la pantalla de mi cerebro, y todo estaba carbonizado, salvo la vista que tenía delante. Me salían gotas de sudor ahumado y mis ojos veían las esperanzas amontonadas como imágenes sedosas sobre una película de celuloide desapareciendo en un agujero ardiente que transformaba todo en nada.
Mamá se levantó y empezó a dar pasos largos en dirección a la casa. Me precipité delante de ella e intenté frenarla. Ella andaba con la misma fuerza que la había visto usar durante sus malas temporadas; y la fuerza de una persona normal no podía competir con la suya. Extendí las manos intentando detenerla, y me empujó contra la cerca como si yo fuera una muñeca de papel con que ella hubiera jugado y que entonces tiraba al viento.
Salí disparado a través del jardín, di la vuelta a la izquierda del callejón, y seguí por el camino de tierra tres manzanas, corriendo con todo lo que mis pulmones y mi corazón podían y mi sangre me daba. Un dolor me tocó el estómago, pero me di todavía más prisa. Mis ojos no veían a los perros ni a la gente hambrientas ni las chabolas derrotadas por el camino del barrio del este; mi nariz no olía el caballo muerto pudriéndose en la maleza, y mis pies no me dolían al chocar contra las piedras que habían hecho daño a otros mil chicos mientras corrían tan locamente como yo por el mismo camino.
Aquella mirada. Aquella mirada perdida, remota y ardiente que relampagueaba en sus ojos y se reflejaba en el sudor de su cara. Aquella mirada. Aquella mirada de siempre. Casas, establos y terrenos vacíos me pasaban como si estuviera pasando en una moto desbocada.
Irrumpí en la oficina de papá, quitando de mi camino a la gente con sus papeles diciendo algo sobre alguien necesitando sus matrículas. Me tiré sobre la mesa de trabajo, jadeando, y cogí aliento para decir:
—¡Corre! ¡De prisa! ¡Mamá! Papá y Roy dejaron sus máquinas de escribir con los papeles enrollados a la gente mirándose de soslayo. Salieron violentamente y encontraron a Warren a punto de entrar para comprar a la abuelita unas placas de coche.
—¡Llévate este chiquillo a casa contigo! ¡Guárdalo por esta noche! —Papá corrió camino arriba por el camión.
Roy me gritó por encima del hombro:
—'¡Vete con la abuelita! ¡Vuelve por la mañana!
Warren me colocó en el asiento de su coche: y yo chillaba:
—¡Quiero volver a casa donde está mamá! ¡No quiero quedarme toda la noche contigo! ¡Asesino de gatos!
Warren estaba cabreado, soltando tacos mientras me llevaba por las siete millas que hay hasta la granja de la abuelita, y yo chillaba y berreaba al entrar en su casa.
Aquella noche me quedé despierto, y ví más de cien películas pasando por mi cabeza, pero no parecían inventadas por mí, porque por sí solas crujían y destellaban por todas partes a mi alrededor. Los grillos chirriaban como si estuvieran llamando a sus amantes, pero suavemente; como si tuvieran miedo a que los descubriesen. Abajo, a las orillas de la charca, las ranas parecían reírse. Me quedé tumbado allí en un charco de sudor frío en medio de un verano avanzado; mi cuerpo se retorcía en un calambre, y yo no podía mover ni un brazo ni una pierna. Volví la cabeza sobre la almohada para mirar por la ventana de noche, y más allá de un prado lleno de heno y tórtolas veía un incendio amarillo que se había extendido a través de una cuesta de hierba seca, cinco o seis millas al sur: me alegraba de que no estuviera al este, hacia casa. Me imaginé que el abuelo estaría durmiendo, preparándose para trabajar con Lawrence por la mañana, cortando leña en la cima. Me decía: "Warren también duerme: le oigo roncando aquí a mi lado, preocupado principalmente por sí mismo. Pero sé que en la habitación de al lado la abuelita, igual que yo, está tumbada con los ojos escocidos y la cara salada y mojada, soñando sueños locos que flotan entre vientos nocturnos y se tuercen, vuelven y ruedan, se enrollan y saltan, luchan y se consumen quemándose, como el incendio del prado allí a través del viento, en el heno seco."
Warren nos llevó al pueblo a la abuelita y a mí cuando llegó la mañana. Entramos por la verja del jardín y de la puerta de atrás de la casa Jim Cain. Las ventanas hechas pedazos riéndose al sol sobre el suelo. La cocina al revés y los platos y cacharros echados por todo el cuarto y desparramados por el suelo. En el salón, algunos libros rotos y cartas viejas, sillas caídas de lado, y una lámpara de petróleo hecha pedazos donde el petróleo se había vertido, remojando el papel de la pared. En la habitación pequeña, estaban las camas llenas de ropa loca y deshecha como si alguien hubiese muerto en un sueño. Warren y yo seguimos a la abuelita desde la habitación, a través del salón, y otra vez hasta la cocina. No oí a nadie decir una sola palabra. La estufa de segunda mano estaba hecha pedazos en un rincón y el keroseno olía muy fuerte, mojando el suelo y las paredes. El papel carbonizado se enrollaba hacia arriba de la pared por detrás de la estufa, algunas de las tablas estaban negras, humeantes y abrasadas por llamas que habían sido ahogadas a golpes de saco de arpillera.
Roy entró por el porche de atrás y noté que estaba todo sucio y desaseado, y no se había afeitado; su camisa nueva y sus pantalones rotos por varios sitios; su pelo en sus ojos y sus ojos agotado. Dejó la mirada flotar por el cuarto sin mirarnos a la cara, luego miró hacia la estufa y dijo:
—La estufa explotó. Papá está en el hospital. Quemaduras bastante graves.
—Es curioso —dije—. Ayer tenía miedo cuando empezaste a fumigar la casa. Miedo a que el kerosene se incendiase. Entonces cogí el depósito de kerosene y lo puse fuera en el jardín de atrás, debajo de la morera. No puedo imaginar cómo explotó. —Miraba el depósito de kerosene echado en el rincón con el kerosene cubriendo el suelo—. No veo en absoluto cómo ocurrió.
—¡Cierra la boca! —Roy apretó sus puños y me gritó, los ojos brillando como fuego incontrolable—: ¡Renacuajo!
Me senté junto a la estufa contra la pared y oí decir a la abuelita:
—¿Dónde... cómo está Nora?
Warren estaba escuchando y tragando fuerte.
—Está en el tren de pasajeros con destino al Oeste. —Roy se deslizó al suelo junto a mí, manoseando un quemador entre los carbones de la estufa—. Camino al manicomio.
Nadie decía mucho.
De algún sitio a lo lejos oímos el aullido remoto de un rápido silbando.
Capítulo X
EL SACO DE CHATARRA
Como mamá no estaba, papá se fue al oeste de Texas, a vivir con mi tía de Pampa, hasta recuperarse de sus quemaduras. Roy y yo nos quedamos, por un tiempo, viviendo en la vieja casa de Jim Cain. Cuando la luz del día llegaba a la casa y me levantaba de la cama, no había desayuno caliente ni camas limpias. Era una casa sucia. Una casa con vieja ropa sucia tirada por todos los rincones, o una tina de agua, espuma y pantalones mojados en el banco detrás de la casa, que yacían allí desde hacía dos o tres semanas, esperando que Roy y yo los laváramos. No sé. Esa casa, esa vieja, vieja morera grande, esas flores secas en el jardín, la cocina tan penosa y solitaria, parecía como si todo en el mundo tuviera un eco aquí, pero inaudible. Podías quedarte quieto y amartillar el oído hacia un lado, pero no oía nada. Sé muy bien cómo me sentía allí, y el único sentimiento era: quería largarme en cuanto salía el sol y había luz afuera.
Luego, Roy tropezó con un trabajo en el almacén mayorista de Okemah. El día que nos fuimos de la casa de Jim Cain, le ayudé a arrastrar y almacenar todas nuestras pertenencias en el sobrado del granero más podrido de la ciudad. Me pidió que fuera al otro lado de la ciudad y me quedara con él en su nuevo cuarto de tres dólares, pero le dije que no, que quería salir de la cáscara por mi cuenta.
Cada día barrí las avenidas y los suelos sucios con mi saco de arpillera llagándome los hombros, escarbando como un topo en los montones de basura de todo el mundo, para ver si podía sacar algo de la nada. Caminando diez o quince millas diarias, con mi saco de hasta cincuenta libras, para pesarlo y vender mi carga al chatarrero, hacia el atardecer.
Los montones de desechos y las pilas de basura no alteraban mi estómago. Había sido bautizado en diez o quince cuadrillas distintas de traperos, por el sistema de ser salpicado, pateado, chorreado, arrojado, amontonado y cubierto con todo material de basura y chatarra conocido por el hombre en el mundo. Había vuelto a casa de la banda riendo y asustando a los niños con disparatadas historias de mitad-niños y mitad-ratas, mitad-coyotes y mitad-hombres.
Cuando le dije adiós a Roy, me llevó una vieja colcha y una sábana a la cabaña de la banda y la convertí en mi hotel.
La lluvia y el calor habían alternado tan a menudo últimamente, que la colina de la casa hervía y se evaporaba por entero. Los hierbajos se habían convertido en una jungla, donde las arañas destruían a las mariquitas, y las avispas bombardeaban en picado a las arañas. Un mundo donde los recién nacidos de unos, salían del cuerpo muerto de otros. El sol era caliente como fuego en el gallinero, y el estiércol de las gallinas había arrastrado sus piojos a través de la colina, con las lluvias. Un vapor sofocante cubría el lugar con el olor y el veneno de madera podrida.
Las aguas se filtraban desde más arriba de la colina, y mantenían el suelo de la casa húmedo y empapado. Mi colcha y mi sábana maceraban y enmohecían. Cada noche me despertaba en mi cama en el suelo, con la sensación de que la materia que se pudría durante la noche calaba en mi cerebro y llenaba mi cuerpo con una fiebre tenebrosa. El sol, fermentando el rocío en los montones de basura, hacía salir una especie de gas que me hacía reír y tumbarme en el sendero bajo el sol y soñar sobre morir y enmohecer.
En esas noches, cuando los muchachos se iban a casa, me tumbaba de espaldas en mi sábana empapada, y un torbellino me llevaba a una tierra de sangrientos sueños de degollados, de luchas y revuelcos en la corrupción y en el lodo, toda la noche, perseguido y pisoteado por demonios y monstruos, para acabar enrollado en los anillos de una boa constrictor reptando por el sumidero de la ciudad. Me despertaba con los ojos exorbitados. Al levantarse, el sol traía de nuevo el olor de la hierba, y el vapor de la colina volvía a atraerme.
Luego, durante muchas mañanas, estaba tan débil que no podía tender mis sábanas al aire y al sol mientras buscaba chatarra. Mi primer pensamiento, cada mañana, era arrastrarme fuera, a un lado de la colina, y quedarme tumbado bajo el sol en el sendero. Sentía los rayos penetrando en todo mi cuerpo, y sabía que el sol era una buena medicina. Una mañana, estaba tan loco y mareado que me arrastré hasta la cima de la colina y me empujé un centenar de metros hasta los terrenos de la escuela.
Me desplomé en un banco cerca de una fuente. El mundo estaba caliente y yo tenía frío. Luego, el mundo se volvió frío y yo tenía calor. Usé mi saco de arpillera como almohada. Sentía como relámpagos estallando en mi cabeza. Mis dientes rechinaban.
No me enteré de nada hasta que sentí a alguien sacudiendo mi hombro y diciendo:
—¡Hey, Woody, despierta! ¿Qué pasa?
Miré hacia arriba y ví la Roy.
—¿Qué tal, hermano? ¿A qué se debe que pases por aquí?
—¿A qué se debe que estés ahí tirado y enfermo? —me preguntó Roy.
—¡No estoy enfermo! Un poco mareado.
—¿Dónde estás viviendo estos días? ¿Haraganeando en esa vieja guarida nocturna?
—Estoy bien.
—¿Qué es ese sucio saco bajo tu cabeza? —Un saco de chatarra.
—Sigues arrastrándote por los estercoleros, ¿eh? Oye, retoño, tengo una buena habitación. ¿Tú sabes dónde vive la señora Hutchinson, allí abajo, en esa gran casa blanca de dos pisos? Ve para allá. Mandaré un médico rápidamente para que te eche una mirada. Nos vemos hacia las seis. ¡Levántate! ¡Ahí está la llave!
—¡Yo ya puedo cuidarme solo!
—Oye, chorbo, ¡digo hermano! Toma esa llave.
—¡Lárgate a trabajar! —Me levanté y empujé a Roy fuera de la acera—. Seguro, iré a dormir a tu cuarto. ¡Mándame un buen doctor! ¡Y vete a trabajar!
Empujaba a Roy por la espalda y reía al mismo tiempo. Entonces me sentí tan mareado que me caí en un hoyo, y Roy me agarró, me levantó y me dio un pequeño empujón para ponerme en marcha hacia su cuarto.
Llegué a la gran casa blanca de dos pisos y subí las escaleras hasta la habitación número diez. Mi saco de trapero estaba empapado de rocío de la mañana, de modo que arrojé una cerilla a la estufa de gas y coloqué el saco en el suelo, extendiéndolo para que se secara. Sentí un frío estremecimiento recorriéndome el cuerpo. Me quité la camisa, la puse en el suelo, y me dejé tostar por el calor de la estufa de gas. Era tan agradable que me estiré ahí delante, con las manos entre las rodillas y temblando un poco, y allí me quedé abatido y mojado por el relente, calentándome a través de los téjanos, y pensando en otras veces en que, estando en una situación jodida, había aparecido siempre alguien para sacarme del apuro. La chatarra estaba proporcionando más dinero. Supongo que quieren latón. El cobre es bueno. Y el aluminio es lo mejor. Ese viejo chatarrero es un judío. A algunos, en la ciudad, no les gustan los judíos porque son judíos, los negros porque son negros; yo, porque soy un condenado pequeño chatarrero, pero no me importa nada todo eso. Este viejo suelo es bueno y caliente. ¿Qué es eso? ¿Una sirena de bomberos? ¡Por Dios, no! ¡No soporto las sirenas de bomberos! ¡La sirena de bomberos me ha vuelto loco! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Apáguenlo! ¡Fuego!
—¡Levántate! ¡Despierta! ¡Muévete!
Una señora me hizo rodar fuera del paso; luego, pataleó y bailó de un lado a otro frente a la estufa. Todo estaba lleno de humo. Sacó una vasija de agua de la sentina, la arrojó frente a la estufa, y una gran nube de humo blanco voló y llenó toda la habitación.
—Despierta! ¡Te vas a abrasar! ¡Te vas a llagar!
Te vas a llagar. A llagar. A llagar. Espera y verás. Brea caliente y plumas calientes y te vas a llagar. Klu-Klux-Klan. Despierta. Despierta y arrástrate sobre la barrilla.
La señora me gritaba furiosamente. Me tomó de la mano y me levantó sobre el suelo. Caminé hasta la cama y me deslicé entre las cobijas con los pantalones puestos.
—¡Me parece que, al menos, podrías quitarte las bragas, muchacho! ¿Qué significa eso de extender ese viejo saco grasiento ahí frente al fuego y luego largarse a dormir de esa manera? ¡Deberías tener tu pequeño trasero bien llagado!
¡Vil, miserable, rastrero, infame Klu-Klux! ¡Lárgate inmediatamente fuera de mi casa! ¡Viejas túnicas fantasmales! ¡Enrollado en una mortaja! ¡Mortaja! ¡Mortaja!
La señora se echó el cabello hacía atrás, fuera de la cara, y caminó hasta el borde de la cama.
—¡Pero, si tienes fiebre! —Acercó su mano a mi frente—. ¡Tu cara está simplemente llagada!
—¡Embréame y emplúmame! ¡Te odio! Golfa...
Me lancé en picado contra ella y fallé, y fui a parar al suelo. Hice esfuerzos para trepar, intentando levantarme. Todo oscureció...
—¿Te sientes mejor ahora? ¿Con un buen trapo frío en la frente? —Sonrió y me miró a la cara igual como solía mirarme mi madre hace mucho, muchísimo tiempo—. Quemé un par de agujeros en mi viejo felpudo, pero tú tendrás que salir a cazar en las avenidas y buscarte un saco de arpillera nuevecito. No te preocupes por mi viejo felpudo. Cuando irrumpí en el cuarto y me encontré con el humo y el saco ardiendo en el suelo, y te ví la ti durmiendo en el suelo, no estaba furiosa, ¿sabes? Nooo. Ahí. Come esta harina de avena. Y toma esta leche caliente. ¿Está buena? ¿Hay suficiente azúcar? Te quité los pantalones. Deberías usar alguna ropa interior, cabeza alborotada.
Miré a través de las persianas de la ventana, al otro lado de los terrenos de la vieja escuela y pensé en un millón de amigos y un millón de caras, un millón de disputas y peleas, y una ciudad entera llena de gente tan buena como la que puedes encontrar en cualquier lado. La señora seguía arrodillada al lado de mi cama.
Puso su mano en mi cabeza y dijo:
—¿Vas a dormir?
—Detrás de mi cabeza. Duele. Brinca.
—Date la vuelta y apóyate en la barriga. Eso es un buen muchacho. Deja, yo te frotaré el cogote. ¿Te sienta bien?
Siguió frotando y acariciando repetidamente.
—¿Está lloviendo? —Me acomodé en lo más profundo de las cobijas.
—¿Qué?, no. ¿Por qué? —Me dio una palmada en el cogote.
—Estoy todo mojado y frío.
—¡Estás soñando! —frotó y acarició una vez más.
—¿Está ese tren huyendo? —Vete a dormir.
—Todo es divertido, ¿no es cierto? Puedo escuchar la lluvia.
—¿Te hacen sentir las caricias mejor? —me dio otra palmada.
—Eso está mejor.
—Acaba de hablar y duérmete de una vez. —Eso está mejor. —¿Quieres algo? —Sí.
—Un nuevo saco de chatarra.
Capítulo XI
UN MUCHACHO EN BUSCA DE ALGO
Tenía trece años cuando fui a vivir con una familia de trece personas en una casa de dos habitaciones. Iba por los quince cuando conseguí un trabajo limpiando zapatos, escupideras y esperando los trenes nocturnos en un hotel del centro. Tenía un poco más de dieciséis cuando me lancé, por primera vez, a la carretera e hice un viaje por el Golfo de Méjico, cultivando higos, regando fresas, recogiendo uvas, ayudando a carpinteros y perforadores de pozos, limpiando jardines, cortando hierba y sacando cubos de basura. Entonces me cansé de ser un forastero, levanté mi pulgar de nuevo y aterricé en mi pueblo, Okemah.
Encontré un trabajo a cinco dólares la semana en una gasolinera automática. Dos veces a la semana recibía puntualmente una carta de mi padre desde los llanos de Tejas. Le explique todo lo que pensaba, y él me contó todo lo que esperaba. Luego, un día, escribió que sus quemaduras habían sanado lo bastante para volver al trabajo, y había conseguido un empleo como administrador de un grupo de viviendas en Pampa, Tejas.
Al cabo de tres días, estaba en su pequeña oficina, estrechándole la mano, hablando de viejos tiempos y de mi trabajo con él como ayudante general en la propiedad. Acababa de cumplir los diecisiete.
Pampa era un pueblo del boom petrolero tejano y más salvaje que una marmota. Creció rápido y ligero. Los pueblos petroleros vienen de esta manera y se van del mismo modo. Las casas no están construidas para durar mucho, porque la mayoría de trabajadores llegan caminando al pueblo, trabajan como caballos por un tiempo, instalan los pozos, perforan hasta quince mil pies de profundidad, hacen surgir los surtidores negros, encajonan el chorro caliente, tapan la fuerte presión, le ponen válvulas, consiguen que el petróleo mane regular y fácilmente hasta los tanques de los ricos, y entonces el campo, un bosque grande y tupido de torres de perforación, se queda ahí bombeando petróleo por todo el mundo para que funcionen los coches de lujo, las fábricas, la maquinaria de guerra y los trenes rápidos. No queda mucho trabajo por hacer en los campos petrolíferos una vez que los muchachos lo han desarrollado con su duro trabajo y su sudor caliente, entonces se van más lejos por la carretera, tan pobres, tan deprimidos y desplazados, tan duros, tan luchadores, tan trabajadores, como el día que llegaron al pueblo.
El pueblo era, en realidad, una dispersión de pequeñas barracas. Estaban construidas para durar unos pocos meses; hechas con viejas planchas de madera podrida, barriles de petróleo aplanados, cubos, hierro laminado, todo tipo de cajas y sacos de arpillera. Algunos tenían la suerte de tener un suelo, otros, nada más que la polvorienta vieja tierra. El alquiler era elevado en esas barracas. Un precio corriente era de cinco dólares a la semana para tres habitaciones. Eso quería decir una habitación dividida en tres.
Las mujeres trabajaban duro, intentando hacer que sus cabañas tuvieran el aspecto de algo, pero con el clima seco, el sol caliente, el viento fuerte y el polvo acumulándose, podían limpiar, sacudir, barrer y fregar su barraca veinticuatro horas al día sin nunca acabar. Los suelos estaban siempre torcidos e irregulares. Las viejas alfombras de linóleo habían visto crecer a seis familias y llevar a dieciocho niños a la escuela. Las paredes estaban hechas de delgados paneles, de una pulgada de espesor y recubiertas con cualquier cosa que las mujeres pudieran clavar sobre ellas; viejo panel azul, papel de embalar procedente de los vagones abandonados en las vías; en raras ocasiones, una capa de contraplacado pintada con cal o algún color raro, desde azul marino, pasando por todos los azules de medianoche hasta un rojo chillón que habría vuelto loco a un toro de Jersey. Cada familia componía una especie de silla o banco a base de material de deshecho, que abandonaban en la casa cuando se iban, de modo que, cuando un banco hecho a mano, que no costaría más de treinta y cinco céntimos, o una vieja silla, o una mesa había sido abandonada, el propietario contrataba a un pintor de carteles para escribir la palabra "amueblado" en el cartel "Para alquilar".
Muchos de los trabajadores petroleros provenían del campo. Habían oído hablar acerca de los buenos sueldos y la gran cantidad de trabajos. La vieja granja se ha secado y evaporado. Las gallinas han dejado de poner huevos y las vacas se han secado también. El viento ha crecido y el cielo está negro de polvo. Los moscardones se están adueñando del lugar, relamiendo los cubos de leche, cayéndose en la nata, ahorcándose en la melaza. Aparte de esto, no hay más trabajo que hacer en la granja; no se puede comprar semilla para plantar, ni comida para caballos y vacas.
Yo puedo trabajar, cono. Me gusta trabajar. Nací trabajando. Crecí trabajando. Me casé trabajando. ¿Qué clase de trabajo quieren que se haga en este pueblo del boom? Si es trabajo lo que quieren que se haga, arando, cavando o cargando algo, yo puedo hacerlo. Si quieren cavar un sótano o quitar porquería, yo puedo hacerlo. Si quieren traer piedras y palear cemento, yo puedo hacerlo. Si quieren aserrar madera y poner clavos, por todos los infiernos, yo puedo hacerlo. Si quieren conducir un camión cisterna, puedo también hacerlo, o si quieren atornillar torres metálicas, que me den un día de práctica, y yo puedo hacerlo. Podría llegar a ser muy bueno. Y no me marcharía. Aunque pudiera, no querría hacerlo.
¡Al infierno con todo ese condenado montaje! Voy a levantarme, sacudirme y largarme de este maldito lugar! Abur, granja. ¡Allá voy, ciudad del boom! Cien millas adelante por esa gran carretera.
El nuevo trabajo de papá consistía en el manejo de una ruinosa pensión, en medio de la calle Mayor, construida de hierro acanalado sobre una estructura de cuartones de dos por cuatro, y dividida en pequeñas cuadras llamadas habitaciones. Difícilmente podías acostarte a dormir en tu cuarto sin tocar la pared con la cabeza por un lado y sacando los pies al pasillo. Podías escuchar lo que pasaba en las seis cuadras alrededor, y era sumamente difícil pensar en tus propios asuntos en lugar de intentar fisgar en los cuartos de al lado. Las camas hacían tanto mido que sonaba como una especie de fábrica rechinando. Pero la maraña tenía un ritmo y una melodía que los seguidores del boom llamaban "el blues del somier herrumbroso". Llegué a conocer tan bien esa melodía que podía alquilar un catre en un hotel de pueblo-boom, meterme en mi cuarto, sentarme allí a escuchar un minuto y adivinar el peso de los otros inquilinos con un margen de tres libras, solamente por los quejidos del somier.
Mi padre llevaba una de esas casas. Cuidaba un bloque de viviendas donde las chicas alquilaban habitaciones: las chicas que seguían a los booms. Habían venido a buscar trabajo y llegaron a la pensión para levantar un hogar y arreglar sus papeles de ciudadanía con los macarras, los Me Gimps, las otras chicas, y los viejos cueros que hacían de madres del rebaño. Una de las clientes de papá, por ejemplo, era una vieja señora de cabello gris teñido tan rojo como la pared de ladrillos de un granero, y su nombre era Oíd Rose. Sólo que nunca ha habido una rosa tan vieja. Había estado en todos los booms, Smackover, Arkansas, Cromwell, Oklahoma, Bristow, Drumright, Sand Springs, Bow Legs, y más al este de Texas, Kilgore, Longview, Henderson; luego al oeste, allá en los llanos ventosos, alrededor de Panhandle, Amarillo y Pampa. Era un negocio floreciente, siguiendo el boom; y esta vieja pensión de láminas de hierro oxidado, podía haber estado en cualquiera de estos pueblos, al igual que Oíd Rose.
Ahora que lo pienso, yo he estado en todas y cada una de estas ciudades. Puedo haber dormido en esta vieja pensión una docena de veces dando vueltas al país, y dormir resultaba siempre terriblemente caro. Debo haber pagado el coste de muchas de esas láminas de metal. Y las chicas que vivían ahí, deben haber pagado el valor de uno o dos camiones cargados de esos "dos por cuatro". El precio corriente es de unos cinco dólares a la semana. Si una chica está trabajando, eso no es demasiado, pero si está sin trabajo, eso es mucho dinero. Ella sabe que los oficiales pueden agarrarla por el brazo en cualquier momento por "vagancia", porque es un delito de cárcel el ser un haragán en una ciudad del boom.
Recuerdo una muchacha que vino del campo. Cayó en la ciudad un día, desde una pequeña y floreciente comunidad de creyentes, y no era lo que se puede llamar una chica hermosa, pero tampoco fea. Un poco llenita, pero nada gorda. Había trabajado duro limpiando cubos de leche, en labores domésticas, lavando la ropa de la familia. Podía ordeñar una vieja vaca de Jersey. Su cara y sus manos relucían de trabajo. Su habitación en la pensión no era lo bastante grande para castigar a un gato. Se instaló, la arregló y le dio una barrida y un repaso que sería noticia de grandes titulares en cualquier pueblo petrolero. Luego, lavó las descoloridas cortinas de la ventana, corrió la cama y el armario en todas direcciones para ver cómo quedaba mejor, y colgó bonitos cuadros en la pared.
No llevaba ningún vestuario extra. Me preguntaba por qué; algo andaría mal en casa, quizás. Tal vez se marchó a toda prisa. Supongo que eso es lo que hizo. Debía pensar que llegaría a la ciudad y entraría a trabajar en un café o un hotel o en casa de alguien, y cuando recibiese la paga de la primera semana, compraría lo que necesitara, e iría aumentándolo poco a poco. No era una chica de ciudad. Se podría jurar. Todo lo relacionado con ella olía a granja, y a granero y a pasto, y a espacios abiertos, y a ganado rumiando, y a rebaños de ovejas; era como mirar a la llanura y ver a un rudo vaquero atravesando el paisaje en una gorda yegua baya. Sea como sea, su modo de hablar y las palabras que conocía no parecían tener conexión alguna con esta salvaje y movida ciudad-boom, salpicada de petróleo, empapada en gasolina, y con sabor a whisky. Sin ganado, sin cubos de leche. Nada de cultivar un huerto tempranero, ni ponerse un gran sombrero de paja, y conducir una yegua moteada y un caballo negro en el rastrillo. Supongo que estaba un poco perdida. Las otras chicas se congregaban para verla, andando sobre sus altos tacones, con uno o dos frascos de laca de uñas, cigarrillos, barras de labios de distintos sabores, y media pinta de whisky claro de maíz. Charlaban y cotilleaban como gallinas. Reían y piafaban, y gritaban: Oh, chica, esto. y... Oh, chica, aquello. Todo lo que decían era divertido y nuevo, y ella estaba sentada, escuchando, absorbiéndolo todo, pero no decía casi nada. No tenía gran cosa qué contar. No fumaba, no sabía cómo usar la pintura de uñas. No había visto cine últimamente. En algún momento, se levantaba y atravesaba el cuarto para arreglar algo que había sido derribado, u observar que tenía que rascar la grasa y la suciedad de su cocinita de dos fogones.
Cuando las chicas se iban a sus habitaciones, ella echaba un vistazo por todo el cuarto para ver si estaba bien arreglado, y si lo estaba, se daba, a veces, un pequeño paseo por el oscuro corredor hasta el patio trasero, donde la chatarra y la basura le llegaban al tobillo. Podías tropezar muy a menudo con ella ahí afuera. Encontrarla con un puñado de sacos y papeles, llevándolos, con un fuerte viento del norte, a la callejuela para echarlos a la basura. A veces, te sonreía y decía: "Pensaba que podría recoger algunos de esos papeles."
Está pensando: "hace más de una semana que no he pagado mi alquiler, ¿me pregunto qué va a hacer el dueño? ¿Me pregunto si debo echar una mano, agarrar la escoba y barrer el pasillo, y traer unos cubos de agua y fregarlo; ¿me pregunto si le gustaría? Quizá le conmovería y podría emplearme para seguir haciéndolo."
Venía a la oficina donde estaba papá, se sentaba allí y hojeaba revistas y periódicos, mirando todas las fotografías. Le gustaba mirar fotos de montañas. A veces, miraba una foto durante dos o tres minutos. Y luego decía: "me gustaría estar allí".
Se levantaba y miraba por la ventana. El edificio tenía un solo piso. Todo estaba a nivel del suelo. La acera iba más allá de la puerta, y todos los muchachos del petróleo se congregaban a lo largo de la calle, hablando, vacilando, con su ropa de trabajo, pantalones de caqui y camisas salpicadas de petróleo crudo, monos azules empapados de grasa y cubiertos de una espesa capa de polvo, todo aliñado con sudor. Hacían bastante dinero. Los perforadores llegaban a sacar hasta veinticinco dólares al día. Eso era un montón de dinero, chico. Se lo gastaban casi todo. Despilfarrando en tragaperras y whisky. Las peleas estallaban a cada instante a lo largo de la calle. Ella podía ver a la turba arremolinándose. Podía ver un par de cabezas saltando y dando vueltas en el centro. Muy pronto todo el mundo estaba sacudiendo el polvo de los demás, sofocado, mojado de sangre y sudor caliente. Se les podía escuchar resollando y blasfemando a una manzana de distancia. Luego, la pelea se terminaba y los hombres venían por la acera, con la ropa hecha pedazos, sombreros perdidos, cabello lleno de barro y polvo, whisky roto.
Ella era nueva en la ciudad, me di cuenta porque retrocedía un poco cuando empezaba una pelea a puñetazos. No le hacía mucha gracia lanzarse en esa loca riada de boxeadores de los campos petroleros. Quizá le habría gustado si hubiera conocido mejor a la gente, pero ella no conocía a nadie lo suficiente como para llamarle amigo. Era francamente peligroso para una muchacha forastera, ir de un tugurio a otro buscando trabajo; entonces ella esperó hasta que se le terminó el dinero y el alquiler del cuarto andaba dos semanas atrasado. Entonces fue a algunos sitios y preguntó por trabajo. No la necesitaban. No tenía experiencia. Volvió varias veces. Seguían sin necesitarla. Estaba en la ruina.
Entró en contacto con una chica tuerta. La tuerta le presentó a un camionero. El camionero le dijo que le podía encontrar un empleo. Venía cada día de los campos con un cuento acerca de un trabajo que estaba intentando conseguirle. Los primeros días solían encontrarse en la oficina o en el pasillo y él le contaba toda la historia. Pero tenía que esperar uno o dos días más para estar seguro. Y llegó el día en que sucedió que no se encontraron en la oficina ni en el pasillo, y él tuvo que ir a su habitación para hablar sobre algo que parecía un trabajo para ella. Convirtió esto en algo habitual durante una semana, y un día ella apareció en la oficina con siete dólares y cincuenta centavos para pagar parte de su alquiler. Esto fue una gran sorpresa para mi padre, y empezó a picarle la curiosidad. De hecho, tenía mucha curiosidad. De modo que pensó en fisgar un poco por el hotel para ver qué estaba pasando. Un día la vio marchar hacia el centro, con la tuerta. Al cabo de una hora volvían con los sombreros en la mano, apartándose el cabello de la cara, hablando y diciendo que estaban terriblemente cansados. La tuerta la condujo por el pasillo y se metieron en una habitación. Papá ando de puntillas hasta la puerta y miró a través de la cerradura. Pudo ver todo le que sucedía. La tuerta sacó una cucharilla y puso algo en ella. Sabía entonces de que iba el asunto. La chica prendió una cerilla, la sostuvo bajo la cucharilla, y calentó un buen rato. Es una de las maneras de preparar una dosis de narcótico-morfina. A veces, usas una aguja, a veces lo inhalas, a veces, lo comes, a veces, lo bebes. La idea principal parece ser el usar cualquier sistema conocido para introducirlo en el cuerpo.
Abrió la puerta de un empujón en el momento en que intentaban tomar el narcótico. Arrebató el material de manos de la tuerta, y les pegó una buena y oportuna bronca, explicando lo terrible que era habituarse a la droga. Lloraron y chillaron y hablaron como un par de niñas pequeñas, y juraron repetidamente que ninguna de las dos lo usaba regularmente, que no tenían el hábito. Sólo la compraron para divertirse. Ellas no sabían. La chica del campo no lo había probado nunca. Juró que nunca lo haría. Ambas lloraron y hablaron algo más y prometieron no tocar nunca más la "chatarra".
Pero yo me quedé por ahí alrededor. Me di cuenta de cómo la chica de un solo ojo iba y venía repetidamente, sintiéndose por un momento como si fuera la reina de todo el ancho mundo, toda sonrisas, risas y bromas; y luego se iba y volvía otra vez, y estaba toda jodida, cansada y dolorida, sin una perra, hambrienta, solitaria, triste, con el ojo hundido y el cabello revuelto. Esto seguía después de que papá le quitó los aparatos de la morfina, y después de sus grandes promesas de dejar la "chatarra". La campesina no mostró nunca la menor señal de estar drogada, pero el camionero traía con él una pequeña botella de whisky cuando empezó a conocerla mejor, y yo les oía beber al otro lado del tabique.
El señor camionero comía en un pequeño restaurante de paredes grasientas, justo al lado. Él la presentó al dueño del tugurio, un tuberculoso de unos seis pies y cuatro pulgadas de altura, delgado y jorobado como una araña. Había estudiado para ser predicador, leído la mayoría de libros sobre el tema, y tenía una destilería clandestina de licor en su casa de comidas.
Empleó a la chica en la cocina de lugar, donde ella hacía todo su trabajo y también el de él, y atropellaba a dos o tres pinches y ayudantes intentando evitar que todo se viniera abajo, con todas las planchas del techo, y todas las comidas cocinadas y servidas. Era tan caliente que no comprendo cómo podía aguantarlo. Yo entraba y salía a menudo de esos lugares porque papá estaba a cargo de ellos. Personalmente, nunca he podido comprender cómo alguien comía, dormía o vivía en esa gran trampa de fuego.
Él le pagaba un dólar al día para estar por allí. No lo consideraba un trabajo, y por eso no tenía que pagarle mucho. Pero decía que si ella quería estar por allí, le daría un dólar cada noche, sólo para demostrar que tenía corazón.
La pensión entera había sido agrandada poco a poco, a base de trasladar viejas cabañas al terreno, hasta alcanzar cerca de cincuenta cuadras. Nunca se pintó ninguna de ellas. Como una serie de cajas de cerillas puestas en línea; algunas de ellas alojaban familias enteras con bandadas de niños, y otras daban cobijo a cantidad de hombres, en una habitación donde quince o veinte catres ocupaban el espacio de una cama, sucia, llena de chinches, grasienta, viscosa, y en cualquier otra circunstancia, no adecuada para vivir ni dentro ni tan sólo cerca.
Mi trabajo consistía en presentar las habitaciones a la gente, y la gente a las habitaciones, e intentar convencerles de que eran realmente habitaciones. Un día, cuando estaban fuera chapuceando con un colchón y un somier oxidado, escuché, por causalidad, a una pareja celebrando un fiesta del calibre de un "Biscúter", en una de las habitaciones. Yo sabía que el cuarto debía estar libre. Nadie estaba registrado en él. La puerta estaba cerrada y el cerrojo echado. Tenía un ligera idea de lo que estaba pasando.
A través de un pequeño agujero en la pared, ví media pinta de whisky caliente puesta encima del sucio armario, y se habían bebido el ochenta y nueve por ciento. La cama no tenía sábanas ni ningún tipo de cobijo, sólo el colchón descubierto. Era de un rosa mustio, mezclado con un verde convertido en marrón, adornado alrededor con un bronceado de chinches empapados en la tela. El tuberculoso dueño del pequeño café y la bodega clandestina estaba sentado a un lado de la cama con la campesina. Los dos habían tomado algo de la botella. Estaba hablando con ella, y lo que decía ha sido repetido demasiado a menudo por otros hombres como él, para ponerlo ahora entre comillas. "¿Has tenido muchas dificultades últimamente, no? Pareces un poco triste. Aun cuando sonríes o ríes, sigue viéndose en tus ojos la tristeza. Nunca desaparece. Lo he observado muchas veces desde que estás cerca de mí. Eres una buena chica. He leído muchos libros y estudiado a la gente. Yo sé muy bien."
Ella decía que le gustaba trabajar.
Él le dijo que tenía una cara bonita.
—Tienes unos ojos bonitos, aunque sean tristes. Son azules. Tristes y azules.
Ella dijo que no se sentía tan mal ahora que tenía trabajo.
Él dijo que desearía poder pagarle más que un dólar. Dijo que era una buena empleada. Él no se sentía capaz de trabajar muy duro. En sus condiciones, hacía demasiado calor para él, con el techo bajo.
Yo podía oír su respiración y el rechinar de sus pulmones. Su cara estaba pálida y cuando se rascaba la barba con la mano, el rojo de la sangre aflojaba a través de la piel.
—Me siento mejor cuando te tengo cerca —dijo.
Ella dijo que iba a comprar unas cuantas cositas.
—¿Dónde viven tus padres? Debes haber escapado de casa alguna vez. Dime cuál fue la causa.
Su familia vivía a treinta y cinco millas de allí en Mobeetie. Treinta y cinco o cuarenta millas. Nunca supo exactamente la distancia. Los tiempos se pusieron difíciles. Y la granja es terriblemente solitaria cuando sale el sol y cuando se pone. Empezó una discusión familiar, y ella se enfadó con sus padres. De modo que compró un billete de autobús. Y fue a parar a los campos petroleros. Había oído muchas cosas acerca de los campos petroleros. Decían que se pagaban buenos sueldos y siempre necesitaban a alguien para trabajar en ellos.
—Tú ya tienes un trabajo aquí donde estás. Mientras lo quieras. Yo sé que irás aprendiendo mientras sigas trabajando. No creo que mi dólar sea del todo malgastado. Este otoño va a ser bueno, tú conocerás mejor el negocio y te pagaré mejor. Conseguiremos un viejo para lavar los platos. Es demasiado para ti cuando hay mucho movimiento.
Ella apoyaba una mano en el colchón y él se dijo, mirándosela: "Parece bonita y limpia, y no quiero que la lejía y el agua caliente de los platos la ponga toda roja y seque la piel. Que se raje. Que se abra. Que sangre." Puso su mano en la suya y le dio un buen apretón amistoso. Acarició muy lentamente su brazo de arriba abajo con el revés de la mano, tocando apenas la piel, y dejaron de hablar. Entonces le tomó la mano, introdujo los dedos entre los suyos y apartó su mano del colchón, quitando el peso de su brazo de tal modo que ella cayó de espaldas sobre la cama. Él sujetó su mano y doblándose sobre ella, la besó. Y la besó de nuevo. Mantuvieron sus bocas pegadas por un buen rato. Él rodó hasta ella, y ella se apretó contra él. Tenía unos buenos músculos en sus hombros y espalda y él palpó cada uno de ellos, pasando del uno al otro. El uniforme verde del café, estaba recién lavado y planchado de modo que brillaba cuando le daba la luz y donde se ajustaba bien a su cuerpo. Varias veces buscó por la cintura el gran lazo atado sobre sus caderas, tirando de él hasta que el nudo se deshizo. El uniforme empezó a abrirse un poco por delante, y con un toque de la mano lo dejó medio abierto sin que ella llegara a darse cuenta. Sus manos eran largas y sus dedos muy finos, habían vuelto las páginas de muchos libros; con los dos primeros largos dedos de su mano derecha, agarró el uniforme a lo ancho, y con un giro de la muñeca dobló hacia atrás el resto del vestido. Tocó y jugó con sus pechos, moviendo sus dedos del uno al otro como una especie de gran araña blanca. Su tuberculosis producía un fuerte ruido de gargajos cuando respiraba, y respiraba cada vez más rápido.
Oí ruido de pasos en la vieja acera de madera eché un rápido vistazo a través de la puerta y vi una sombra acercándose. Yo estaba subido en la estructura metálica de un catre plegable, y salté de mi puesto de observación por un minuto. Era mi padre. Dijo que él tenía que ir al banco y que yo fuera a vigilar la oficina. Había una pareja allí que quería ver una habitación y se tenía que arreglar el cuarto antes de que se instalaran. Había que mudar la ropa de cama. Me quedé unos diez segundos sin decir una palabra. Mi padre me miró de una forma rara. Yo disimulaba. Estaba de pie, alargando las orejas hacia la pared, y preguntándome lo que me estaba perdiendo. Pero, ostras, ya lo sabía. Sí, ya lo sabía, era exactamente lo mismo de siempre, y no me estaba perdiendo nada de nada.
Unos treinta minutos más tarde, cerca ya del anochecer, después de alquilar y alojar a la pareja y de poner sábanas para ellos, me lancé en picado hacia la vieja pared de madera y su agujero, me subí y eché un último vistazo. Pero se habían ido. No quedaba nada para contar más que las huellas profundas de sus caderas hundidas en el colchón.
Nunca tendré una sensación tan rara como el día que entré en la oficina y encontré a papá tras la cortina de flores, sentado al borde de la cama con la cara entre las manos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Señaló arriba del armario, y encontré un cheque a mi nombre de un dólar y cincuenta centavos.
Primero hice una mueca y dije:
—Supongo que es algo de mis ganancias en el petróleo, que empieza a llegar.
Mi sangre se volvió frío lodo negro cuando mis ojos apercibieron en una esquina del cheque el nombre y dirección del Asilo Mental de Norman, en Oklahoma.
Me senté al lado de papá y apoyé mi brazo en sus hombros.
La carta decía que Nora B. Guthrie había muerto unos días atrás. Había sido una muerte natural. Como ella sólo conocía mi dirección en Okemah, me mandaba el balance de su cuenta bancaria.
Papá se restregaba los ojos enrojecidos con los nudillos de la mano, intentando dejar de llorar. Le di unas palmadas en la espalda y sostuve el cheque entre mis rodillas, leyéndolo de nuevo.
Atravesando las vías del ferrocarril, caminé hacia el centro, porque no quería cambiar el cheque en un banco de la vecindad. El hombre de la ventanilla podía ver en mi cara que estaba nervioso y asustado, y la gente de la cola estaba ansiosa esperando que les dejara libre el camino. Vi sus manos llenas de cheques, rosas, marrones, amarillos y azules. Mi cara tomó un color pálido y enfermizo, y mi garganta no era más que una pelota seca de algodón, mis ojos se nublaron, y mi vida entera cruzó por mi cabeza. Necesité todos los músculos de mi cuerpo para agarrar ese billete de a dólar y la moneda de cincuenta centavos. En algún lugar, a las afueras de la ciudad, parecía escucharse el lamento de una sirena de bomberos.
Conseguí un empleo vendiendo cerveza malteada. No era más que un gran barril con una espiral recorriendo el interior, y tenías que pagar un níquel para que yo tirara de la manija, a menos que fueras un amigo personal, en cuyo caso te sacaba una "caña" gratis.
Eran los tiempos de la prohibición y la gente parecía estar seca. El día que empecé, vino el jefe por allí y dijo:
—Oh, aquí está tu paga de hoy. Aquí pagamos a diario, porque puede que tengamos que cerrar cualquier día. El negocio marcha bien ahora, pero nunca se sabe.
"Otra cosa que quiero mostrarte es acerca de esta pequeña puerta justo debajo del mostrador. ¿Ves la pequeña puerta? Bueno, aprietas el gatillo que está ahí, así, y ya ves cómo se abre la puerta. Entonces ves lo que hay dentro. Hay unas pequeñas estanterías. Supongo que ya ves que en las pequeñas estanterías hay unas pequeñas botellas. Esas botellas son de dos onzas. Cuestan cincuenta centavos cada una. Creo que son una medicina patentada, que se llama jengibre de Jamaica, o simplemente jake —una mezcla de jengibre y alcohol—. El noventa y nueve por ciento es alcohol. Entonces, si viene alguien con la uña rota, o una torcedura de tobillo, o una mordedura de serpiente, o tiene algún antepasado, o la enfermedad de la boca y los cascos, o cualquier otra enfermedad, y tiene cincuenta centavos en metálico en el bolsillo, coge los cincuenta centavos y luego busca ahí debajo y dale una de esas pequeñas botellas de jake. No te olvides de poner el dinero en la caja.
Aunque sólo trabajé allí cerca de un mes, ahorré cuatro dólares, y encima conocí por dentro lo que bebía la especie humana.
No se podía contar del pudre-intestinos llamado whisky, nada mejor que del jake. Era casi igual de venenoso. Mucha gente cayó muerta y se encontró tirada por aquí y por allá, con distintas clases de envenenamiento por whisky. Yo odiaba la prohibición a causa de esto. La odiaba porque mataba a la gente, paralizándola, haciéndoles morir como moscas. He visto hombres sentados por ahí, filtrando ese viejo combustible rosa enlatado a través de un paño sucio, conseguir el alcohol escurrido, y luego bebérselo. Los periódicos traían historias acerca de hombres que bebían alcohol de radiador y morían envenenados por el óxido. Otros enfermaban de "cabeza de cerveza". Esto es, cuando tu cabeza empieza a hincharse sin parar. Normalmente se agarra la "cabeza de cerveza" bebiendo destilaciones caseras que no están hechas correctamente, o fermentadas en viejas latas oxidadas, como cubos de basura, barriles de petróleo o de gasolina, c barreños sucios. Provocó la muerte de varias personas. Tenían, incluso, una clase de cerveza llamada Oíd Chock que se hacía a base de tirar cualquier cosa bajo el sol dentro de un barril, añadiendo la levadura, el azúcar y el agua, y dejarlo hacer. Cortezas de bizcocho, migajas de pan de maíz, pelas de patata y toda clase de sobras de mesa iban a parar a esa cerveza. Era un blanquecino, lechoso y viscoso montón de mierda. Pero, especialmente en Oklahoma, he visto a hombres conducir millas a campo a través, sólo para conseguir unas pocas botellas. El nombre de Chock viene de los indios choctaw. Supongo que, de una manera natural, lo único que ellos querían era disfrutar de uno u otro modo, y creían que un poco de bebida les enardecería para liberarse, olvidarse de sus penas y pasar un buen rato.
Cuando estaba tras el mostrador venían hombres a comprar ron de laurel, y yo echaba una mirada a sus caras hinchadas y rojas, y sus ojos legañosos y parpadeantes, que miraban pero no veían, que se cerraban pero que nunca dormían ni descansaban, que soñaban, pero que nunca llegaban a una conclusión. Podía llegar un hombre y comprar una botella de alcohol medicinal, y luego una botella de coca-cola, salir fuera y mezclarlos mitad y mitad, retener el aliento, jadear unos segundo, y marcharse luego, andando como si fuera un pato.
Un día me picó la curiosidad. Me dije que iba a probar una botella de ese jake. Uno debe tener interés. Saqué cerca de media caña de cerveza malteada. Estaba fría y sabrosa, descorché una de las botellas de jake, y la vacié en la cerveza malteada. Cuando ese jake alcanzó a la cerveza, empezó a cocinarla, y siete guerras civiles y dos revoluciones estallaron dentro de la caña. La cerveza intentaba amansar al jake y el jake intentaba devorar a la cerveza. Chisporroteaban, hervían y sonaban como tocino en una sartén. El jake perseguía a las burbujas, y las pequeñas burbujas perseguían al jake, y la cerveza giraba como un remolino en un pequeño embudo justo en el centro. Esperé cerca de veinte minutos hasta que se detuvo. Finalmente tenía un color parecido a una silla de montar parda, y se quedó de lo más tranquila. Entonces me incliné y pegué mi oído a la jarra. Estaba vomitando y chasqueando como una ametralladora, pero pensé que era mejor beberlo antes de que se convirtiera en un torbellino o en una tormenta de arena. Levanté la jarra y me la eché cuello abajo, estaba caliente y seca, sabía a jengibre y a especias, era nubosa, suave, ventosa y fría, amenazando lluvia o nieve. Tomé otro buen trago y mi camisa se desabrochó y mi barriga ardió como si me estuviera llenando de agua espumosa de lavar platos. Engullí el resto, y cuando me desperté, estaba sin trabajo.
Luego transcurrieron un par de meses, y me encontré a mí mismo dando vueltas por ahí con la cabeza gacha, aún sin trabajo, y preguntando a otra gente por qué iban con la cabeza gacha. Pero la mayoría de la gente era fuerte y seguía manteniendo la cabeza bien alta.
Yo quería ser mi propio dueño. Tener un trabajo independiente, fuera el que fuera, tener mi propia agarradera. Caminé por las calles entre nubes de polvo, y me preguntaba: ¿cuál sería mi destino, adonde me dirigía, qué es lo que iba a hacer? Mi vida entera se convirtió en un gran interrogante. Y yo era la única persona en el mundo que podía responder. Fui a la biblioteca del pueblo y hurgué en los libros. Me los llevaba a casa por docenas y por brazadas, de cualquier tema, sin importarme cuál. Quería leer un poco de todo, y escoger algo,
algo que me convirtiera en un ser humano de alguna clase, libre de trabajar para mí mismo, y libre de trabajar para todo el mundo.
Mi cabeza estaba hecha un lío. Investigaba toda clase de "ologías", "osis", "itis" e "ismos" existentes. Parecía que todo se convertía en nada.
Leí el primer capítulo de un grueso libro en piel sobre leyes. Pero no, no quería memorizar todas esas regías. Entonces me vino la idea de querer ser predicador y gritar en las esquinas tan fuerte como permitieran las leyes. Pero eso duró poco.
Luego quise ser médico. Había mucha gente enferma, y yo quería hacer algo para ponerles buenos. Fui a la biblioteca del pueblo y me llevé a casa un gran libro sobre toda clase de gérmenes, bichos, células y plasmas.
Esos plasmas son la hostia.
No pueden fanfarronear de su figura, pero pueden meterse en todos lados. Algunos de ellos, no recuerdo de qué pandilla, cuando se les antoja ir a alguna parte, se lanzan a hacer molinetes y volteretas hasta que llegan. Y cada vez que terminan una voltereta, se incorporan con una forma distinta. Algunos se llaman amebas. Están hechas de una gelatina de la que no se puede decir gran cosa. Está tan cerca de la nada como se puede estar sin llegar a desaparecer por completo. Se puede ver a través de esas amebas. Pero no les importa. Lo único que quieren es hacer molinetes en tu agua potable, y aletear un poco en tu sangre.
Un día tuve una suerte insólita. Me topé con un charco del agua más vieja y podrida que nunca se haya visto. Llevé el agua al despacho del médico, que encendió el microscopio para mí. Era un viejo doctor que rondaba por el pueblo desde hacía mucho tiempo, el suficiente como para no tener muchos clientes. Como su consultorio estaba normalmente vacío, me dejaba utilizar su microscopio. Una de las gotas de la superviva y podrida agua estaba quieta y llena de espuma verde. Bajo el microscopio, la espuma parecía largos tallos verdes de caña de azúcar. Eran largos y enmarañados y se podía ver anímulas de todas clases bailando por allí.
Uno era un caballerete negro. Era doblemente duro. Era un gran luchador y un viajero veloz. Este caballero de tez oscura iba atravesando el país y yo le seguía navegando sobre él y observándole. Uno de esos días tuvo que pelear tres o cuatro veces. Yo no sé lo largo que debe ser un día para él. Pero no tiene ni un minuto libre para cruzarse de manos, cerrar los ojos y soñar. Da la vuelta a la manzana mirando a todos lados. Se encuentra con una especie de bicho blanco. Ambos se cuadran y miran al otro de arriba abajo. Se rodean uno al otro y vigilan. Se relamen los labios y chasquean la lengua. Puede que los labios estén al lado o detrás o en algún lado bajo su barriga, pero estén donde estén, son labios, y se los relamen. Están midiendo sus golpes. El blanco pega un ligero gancho de izquierda, sin intentar derribar al negro, sino tan sólo señalar la distancia. Lanza su izquierda de nuevo, y golpea el aire dos veces. El negro mueve los dos brazos como un reloj. El blanco saca un brazo que se alarga dos veces más de lo normal. El negro está atorado. Busca un arbitro. ¿Forma esto parte de las reglas? El blanco agarra al negro por el cuello con el brazo largo y, alargando el otro, le da unos buenos azotes en el coco; pero el negro es muy sólido y, de alguna manera, los golpes no son fatales. Levanta los hombros en una joroba que esconde su mentón. Está encajando los golpes, pero hacen daño. La cosa va mal para Míster Negro, pero un ojo espía bajo esa joroba y no ha tenido aún una oportunidad para zafarse y luchar. No le gusta esta extensión de brazos. No sabe qué hacer. No puede acercarse lo suficiente para cambiar golpes con el boxeador de brazos largos, pero no está fuera de combate ni mucho menos.
El brazos-largos le retiene con una mano y sigue puyándole con la otra, hasta hacer girar al negro sobre sí mismo. Él se deja llevar por el peso de los golpes y mantiene sus manos y sus brazos flexibles y relajados, pero con la guardia alta.
Todo sucede de golpe. El negro pivota sobre el dedo gordo del pie, dando vueltas; gira acercándose con tanta velocidad que sus brazos sobresalen rotando como un ventilador. Penetra en el largo alcance del blanco. Sacando sus brazos tiesos, los derechazos y los izquierdazos estallan sobre el blanco a tanta velocidad que cree que ha sido alcanzado por un rayo. Vuelve a plegar sus brazos. Intenta utilizarlos una vez plegados, pero se encuentra demasiado pesado. Sus perspectivas han cambiado. Quiere telegrafiar a su diputado en el Congreso, pero las cosas van mal. Recibe trescientos cuarenta y cinco izquierdazos y derechazos más. Deja su cuerpo muerto impulsado por los golpes, pero el pequeño luchador negro da vueltas alrededor de su cuerpo, girando y pivotando, barriendo cada pulgada del camino. El pálido se deshace en una masa de plasma. Lanza una salvaje estocada al negro que le está acribillando con dinamita. Lanza sus dos pesados brazos al aire, exponiendo su cabeza, pecho y diafragma. El negro es, ahora, el rey. Quiere jugar con la comida. Rodea lentamente al blanco, que cae en el último coma. El punto negro le acaricia cuidadosamente, reconociendo su cara, sus ojos y su garganta, y le raja el gaznate antes de que su gelatina se endurezca. Se pega allí por un rato, chupando la vida caliente del caparazón blanco.
Una vez harto, gira rápido, se aleja de su víctima, girando, y viene paseando como si fuera por la Quinta Avenida hacia otro pedazo de la misma caña verde.
Luego, en los cañaverales vive una clase de anímula que no está ni aquí ni allá. Quiero decir que no es ni blanco ni negro. Es medio pardo. Me tropecé con él accidentalmente mientras sobrevolaba la parte más pantanosa del agua; tenía el aspecto de un buen trabajador. La otra manchita negra iba brincando a través del rocío mañanero, llena de energía, acababa de tener un buen banquete y demás. No miraba demasiado por dónde iba. Sólo pensaba que acababa de ganar una batalla. Iba silbando y cantando, y cuando llegó a oídos de las cañas, pues, el morador del cañaveral le divisó. La manchita de la caña no había conseguido aún su desayuno esa mañana, y comenzó a vibrar como un motorcito eléctrico cuando vio al otro cabriolando entre las cañas. El pardo del cañaveral estaba allí, en su terreno. Empuñó un sólido tronco de caña y esperó. Cuando el otro pasó trotando, sacó la mano y le agarró por las solapas, le atrajo de cuerpo entero al interior del campo y, entre los dos, hicieron zumbar a las pesadas hojas de caña de cuarenta acres a la redonda. Era una verdadera pelea.
Al principio, el negrito se defendía bastante bien. Tenía los dos brazos extendidos y giraba, se escabullía y pegaba duro y rápido, dentro y fuera, veloz como una descarga eléctrica, le estaba pegando una paliza al muchacho de los cañaverales. Ganó los dos primeros asaltos sin esfuerzo, pero las cañas no eran su terreno. Resbalaba y tropezaba con los troncos, sus dos fuertes brazos se enredaban a menudo con las cañas, y tenía que parar completamente, desenredarse, y tomar de nuevo su impulso circular. Esto parecía cansarle mucho.
El otro era algo más grande y no se esforzaba mucho al principio. Sólo bailoteó un poco alrededor. Tenía unas cuarenta manos, cortas y afiladas como garfios, pero no muy mortíferos. Utilizaba algo así como dos o tres a la vez y nunca se agotaba. Cuando dos brazos se cansaban, pues giraba unos pocos grados, se agarraba a una nueva clase de asidero en la caña, y luchaba con un novísimo equipo de brazos y puños. No fumaba colillas. Tenía un buen resuello. Se sentía en la espesura como en su casa. Simplemente, digamos, dejaba a Míster Manchita Negra luchar y arremolinar el aire hasta que estuvo tan cansado que dejó de funcionar. Cuando se detuvo, el grandullón se lanzó sobre él con sus cuarenta brazos y puños. Le vapuleó. Dinamitó su cara, torpedeó su corazón, pegó al pobre negrito hasta hacerle papilla. Lo abrazó suave y dulcemente con sus cuarenta brazos, y chupó su sangre junto con la sangre que el negrito acababa de chuparle al otro. Cuando quedó bien lleno, tiró el cadáver entre los altos tallos de caña, regresó lentamente hasta su casa, se enrolló sobre sí mismo y se puso a dormir. Su estómago estaba lleno. Se sentía perezoso. Había ganado porque tenía hambre.
En los próximos meses pasé una temporada gastando todo el dinero que podía recoger y arañar, en brochas, pedazos de tela y toda clase de pinturas al óleo. Días enteros habrán transcurrido sin que yo me haya enterado. Me entregué en cuerpo y alma a la actividad de pintar cuadros, preferentemente retratos.
Hice copias de "Madre", de Whistler, "El Canto de la Alondra", "El Ángelus", y cantidad de bebés y niños, perros, nieve y árboles verdes, pájaros cantando en toda clase de ramas, y pinturas del polvo recorriendo los campos de trigo y del petróleo. Hice un par de docenas de cabezas de Cristo y los polis que lo mataron.
Las cosas empezaban a hacinarse en mi cabeza y empecé a sentir que iba a perder el juicio si no encontraba la manera de decir lo que pensaba. El mundo no significaba para mí más que un borrón, si no encontraba algún modo de reflejarlo en ago. Pinté carteles baratos y dibujos en aparadores, almacenes, granjas y hoteles, casas de empeños, capillas ardientes y herrerías, y gasté el dinero que conseguí en más tubos de color al óleo. "Los voy a hacer buenos y resistentes —me dije a mí mismo—, para que aguanten mil años."
Pero la tela es tan cara, y lo mismo la pintura y, sobre todo, los óleos y los pinceles, que tienes que perseguir un camello o una foca o una marta cebelina rusa, durante cuarenta millas.
Un tío mío me enseñó a tocar la guitarra y empecé a ir un par de noches a la semana a los ranchos ganaderos de los alrededores a tocar para las contradanzas. Inventé nuevas letras para viejas tonadas y las cantaba siempre a donde iba. Tuve que regalar mis pinturas para conseguir que alguien las colgara en su pared, pero, por cantar una canción, o unas cuantas canciones, en un baile de campesinos, me llegaban a pagar hasta tres dólares por noche. Un cuadro, lo compras una vez, y tienes que soportarlo durante cuarenta años, pero una canción, la cantas, y cala en los oídos de la gente y todos brincan y la cantan contigo, y luego, cuando acabas de cantarla, se terminó y te vuelven a contratar para que la cantes de nuevo. Además de esto, puedes cantar aquello que piensas. Puedes cantar historias de cualquier clase para comunicar tus ideas a la otra gente.
Y allí, en las llanuras de Tejas, en el mismísimo centro de la cuenca del polvo, con el boom petrolero agotado y el trigo dispersado por el viento, y la gente trabajadora dando traspiés por allí, perseguidos por hipotecas, deudas, facturas, enfermedades y penas de cualquier clase, encontré que había tema suficiente para componer canciones.
Algunos me querían, otros me odiaban, andaban conmigo, me andaban por encima, se burlaban de mí, me animaban, me vitoreaban y me abucheaban, y en poco tiempo fui invitado y expulsado de todos los locales de diversión de la región. Pero llegué a la conclusión de que la canción era una música y un lenguaje para todo el mundo.
Nunca compuse muchas canciones sobre el arreo de ganado o sobre la luna triscando por el cielo, pero, al principio, eran divertidas canciones de todo lo que está mal, y de cómo termina mejor o peor. Entonces me volví un poco más atrevido, y compuse canciones sobre lo que pensaba que estaba mal y de cómo hacerlo bueno, canciones que decían lo que todo el mundo, en esta región, estaba pensando. Y esto me ha obligado para siempre jamás.