Capítulo VIII

EXTINTORES DE INCENDIOS

Un día, alrededor de las tres de la tarde, mientras jugaba por allí en la granja de la abuelita. oí un aullido largo y solitario. Era la sirena de los bomberos. La había oído antes. Siempre me hacía sentir raro, preguntándome en qué sitio sería el fuego aquella vez, y de quién sería la casa que se convertiría en cenizas. Después de una hora, un coche avanzó por el camino principal entre una gran niebla de polvo, para detenerse delante de casa. Era mi hermano Roy; venía a buscarme. Estaba con uno o dos hombres más. Dijeron que era nuestra casa.

Pero primero dijeron:

—...Es Clara.

—Está muy mal, muy quemada... es posible que no viva... el médico ha venido... ha dicho a todos que nos preparemos...

Me echaron en el coche como un perro pastor, y me quedé de pie durante todo el viaje hasta casa, estirando el cuello hacia el camino. Quería ver si podía descubrir alguna señal del incendio a lo lejos del camino, arriba en las colinas. Llegamos a casa y vi a una multitud de gente alrededor de ella. Entramos. Todo el mundo estaba llorando y sollozando. La casa olía a humo. Estaba mojada aquí y allá, pero no mucho.

Clara se había quemado. Estaba planchando sobre una vieja estufa de keroseno que explotó. La había llenado con petróleo de carbón y la había limpiado: el petróleo manchaba aún su delantal. Luego se puso a echar humo sin encenderse, entonces Clara abrió la mecha para investigar, y cuando el aire entró en la cámara llena de humo denso y aceitoso, se incendió, explotando sobre ella.

Clara acudió y las llamas alcanzaron hasta el techo, salió corriendo y chillando por la casa, hacia el jardín, dando dos veces la vuelta a la casa antes de que se le ocurriera rodar por la hierba alta y verde de al lado de la casa para apagar las llamas de su ropa. Un muchacho de la casa vecina la vio y la persiguió. Ayudándola a apagar las llamas pisando su ropa. Luego la llevó dentro de casa y la puso en la cama. Estaba tumbada allí cuando entré a través de la multitud de amigos y familiares llorando.

Papá estaba sentado en el salón con la cabeza entre las manos, no decía nada, sólo:

—¡Pobre Clarita!

Su cara estaba húmeda y congestionada de tanto llorar.

Los hombres y mujeres que estaban de pie a su lado contaban cosas buenas sobre ella.

—Limpiaba mi casa mejor de lo que yo hubiera podido hacerlo.

—Era brillante en sus estudios.

—Hizo una camisa para mí niño.

—Cogió el sarampión cuidando a mi hija.

Estaba también su profesora. Clara se había quedado en casa para planchar la ropa. Mamá y ella habían discutido por aquello. Mamá se sentía enferma. Clara quería prepararse para su exámenes. La profesora intentaba consolar a mamá contándole cómo Clara era la primera de la clase.

Entré y miré donde Clara estaba acostada. Ella era la más alegre del grupo. Me llamó a la cama y dijo:

—Hola, Míster Woodly. —Siempre me llamaba así cuando quería hacerme sonreír. —Hola.

—Todos están llorando, Woodly. Papá está allí con la cabeza inclinada, llorando... —Sí.

—Mamá está en el comedor, llorando tanto que se le saltan los ojos. —Ya sé.

—Incluso Roy ha llorado, incluso él, que siempre se hace el machote. —>Lo he visto.

—Woody, tú no llores. Prométeme que nunca llorarás. No ayuda para nada, sólo sirve para que todos se sientan mal, Woodly...

—Yo no estoy llorando.

—No lo hagas, no lo hagas. No estoy tan mal, Woodly; estaré levantada y jugando como siempre dentro de uno o dos días; sólo estoy un poco quemada; vaya, mucha gente se hace daño, y a ellos no les gustan que todo el mundo llore por eso. Me sentiré bien, Woodly, si sólo me prometes que no vas a llorar.

—No estoy llorando. —Y no lo estaba. Y no lo hice.

Me quedé sentado un rato al borde de su cama mirando su piel quemada y chamuscada que caía en trozos torcidos, rojos y cubiertos de ampollas por todo el cuerpo, y su cara arrugada y carbonizada, y sentí algo irse de mí. Pero le había dicho que no lloraría, entonces le di unas palmaditas en la mano, le sonreí, me levanté y dije:

—Pronto estarás bien, Clarita; no les hagas caso. Ellos no saben. Estarás bien.

Me levanté y salí silenciosamente al porche. Papá se levantó y salió detrás de mí. Me siguió hasta una mecedora grande que estaba afuera, se sentó y me llamó para que me acercara. Me cogió en sus rodillas, diciéndome muchas veces, que buenos éramos todos sus hijos, y que mal nos había tratado, y lo bueno que iba a ser con todos nosotros. Eso no era verdad. Siempre había sido bueno con sus hijos.

Unos minutos más tarde estaba afuera en el jardín, y me corté la mano bastante profundamente con un cuchillo viejo y oxidado. Sangré mucho. Me asusté un poco. Papá me lo arrebató y lo arregló todo. Vertió yodo en la herida. Escocía. Me hizo arrugar la cara. Deseaba que no me lo hubiera puesto. Pero le había dicho a Clara que no lloraría nunca más. Ella se rió cuando la profesora se lo contó.

Volví a la habitación al cabo de un rato con mi mano enrollada en un trapo grande y blanco y hablamos un poco más. Luego Clara se volvió hacia su profesora, más o menos sonriendo, y dijo:

—He faltado a la clase de hoy, ¿no es verdad, señora Johnston?

La profesora intentó sonreír, y dijo:

—Sí, pero aún tendrás tu premio por ser el alumno más constante. Nunca llegas tarde, y nunca faltas.

—Pero yo sé la lección muy bien.

—Tú siempre sabes tus lecciones —le contestó la señora Johnston.

—¿Piensa... usted... que aprobaré?

Y los ojos de Clara se cerraron como si durmiera, soñando con algo bueno. Respiró dos o tres veces, largo y profundamente, y vio todo su cuerpo aflojarse y su cabeza caer un poco de lado sobre la almohada.

La profesora puso sus dedos sobre los ojos de Clara, los apretó cerrándolos un minuto, y dijo:

—Si que aprobarás.

Durante un tiempo pareció que la aflicción nos había acercado a todos nuestros amigos, había reunido a la familia y nos había hecho conocernos mejor. Pero al poco tiempo vimos claramente que aquello había sido el límite de tensión para mi madre. Se puso peor, y perdió el control de sus músculos; y dos o tres veces al día tenía ratos muy malos, ataques de histeria, primero enfadándose con las cosas de la casa, luego disputando con los muebles da cada habitación hasta que hablaba tan fuerte que todos los vecinos la oían y se preguntaban lo que pasaba. Notaba que cada día pasaba uno o dos minutos mirando fijamente un bloque de vidrio fundido, y me decía:

—Antes de que se quemara nuestra casa nueve de seis cuartos, esto era una cacerola de vidrio tallado que valía veinte dólares. Era un regalo, y era tan bonito como yo lo fui una vez. Pero fíjate ahora en el aspecto que tiene; totalmente loco, descompuesto. Ya no refleja los colores como hacía antes, está totalmente retorcida. ¡Dios, quiero morir! ¡Quiero morir! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!

Y rompía muebles y platos hasta hacerlos añicos.

Ella siempre había sido una de las mujeres más guapas de esta región: cabello largo, negro y ondulado que peinaba y cepillaba durante varios minutos dos o tres veces al día; peso medio, cara redonda de buena salud y grandes ojos castaños. Montaba una silla de mujer de cien dólares, sobre un caballo negro y fogoso; y papá cabalgaba a su lado sobre una yegua briosa y ligera. La gente decía:

—En aquellos días tus padres eran tan guapos que parecían un cuadro.

Pero había una expresión en los ojos de la gente como si hablasen nada más que de una película hermosa que ya hubiera pasado por el pueblo.

Mamá pensaba en muchas cosas. Pensaba demasiado en ellas, o bien no luchaba. Quizás ella no sabía. Quizá tenía fe en algo que no veía, algo que nos devolvería toda la casa, el terreno, los muebles buenos, la criada que trabajaba por horas, y el coche para ir de paseo por el campo. Se obsesionaba en sus inquietudes hasta que ellas salieron ganando. El médico había dicho que terminaría así. Había dicho que ella tenía que escaparse, que nosotros teníamos que llevarla a un sitio, a algún lugar donde no hubiera inquietudes. Se puso tan mal que chillaba lo más fuerte que podía y hablaba durante horas y horas sobre las cosas que habían fracasado. No sabía a quién echar la culpa. Se volvió contra papá. Pensaba que él tenía la culpa.

Todo el pueblo se enteró de lo de mamá. Empezó a descuidar su aspecto físico. Se dejó desmejorar. Andaba por todo el pueblo, mirando, pensando y llorando. El médico lo llamó locura y dejó el asunto. Perdió el control de los músculos de su cara. Nosotros, sus hijos, nos quedábamos en casa perdidos en el silencio, sin decir una palabra durante muchas horas, y con una especie de vergüenza de salir a la calle a jugar con otros niños, y también queriendo quedarnos para ver cuánto tiempo duraría aquel período, y si podíamos ayudarla. No podía controlar los brazos, ni las piernas, ni los músculos de su cuerpo; le daban espasmos y se revolcaba por el suelo, estropeando la ropa y gritando hasta que la gente la oía por toda la calle.

Estaba bien a temporadas y nos trataba tan bien como cualquier madre, y de repente la cosa empezaba otra vez —algo malo y terrible—•, algo la empezaba a obsesionar poco a poco. Su cara se crispaba y sus labios se retorcían, mostrando sus dientes. La saliva caía de su boca y ella empezaba con una voz baja y sorda, y poco a poco se ponía a hablar tan fuerte como su garganta aguantaba; sus brazos se movían a los lados, luego se movían detrás de la espalda, y ejecutaba toda clase de movimientos. Su estómago se iba contrayendo hasta ser una bala dura, ella se inclinaba en una forma grotesca y cambiaba hasta parecer otra persona.

Cuando me acostaba tenía sueños. Soñaba que mi madre era como la de cualquier otro. La veía hablando, sonriendo y trabajando como las madres de otros chicos. Pero cuando me levantaba todo estaba mal, torcido, descosido, dejado ir; la casa sin arreglar, la comida sin hacer, los platos sin limpiar. Roy y yo intentábamos nacerlo, supongo. Teníamos temporadas de arreglar la casa, pero yo no tenía más de nueve años, y Roy alrededor de quince. Otras cosas, cosas que hacen chicos de esa edad, nos distraían; los juegos a los que juegan, los sitios adonde iban; las piscinas, jugando, corriendo, riéndose. Nos dejábamos llevar por todas estas cosas para intentar olvidar durante un minuto que un ciclón había derribado nuestra casa, y que estaba rasgando y rompiendo nuestra familia, esparciéndola al viento.

Me molesta muchísimo describir a mi propia madre en términos como esos. Y a vosotros os molesta muchísimo leer sobre una madre descrita en esos términos. Ya lo sé. Os comprendo. Espero que podáis comprenderme a mí, porque hay que decirlo.

Tuvimos que trasladarnos de casa. Papá no tenía dinero, no podía pagar el alquiler. Lo perdió todo. Perdió hasta su último centavo. Debía diez veces más de lo que nunca hubiera podido pagar. Jamás pudo ponerse al día, y echarse por el camino del éxito. Él no lo sabía. Aún creía que podía empezar desde la nada y volver luchando a las transacciones petrolíferas de diez mil dólares, las granjas y los ranchos, los derechos de petróleo y los arriendos, cambiando de mano cada día. Terminaré pronto diciendo que luchaba, pero que no tuvo éxito. Estaba derrotado. A ellos no les servía para nada. Los señorones no querían respaldarlo. Cayó y se quedó caído.

No queríamos alejar a mamá. Todo sería mejor en otro sitio. Nos marcharíamos y empezaríamos otra vez. Por eso en 1923 hicimos las maletas y nos trasladamos a Oklahoma City. Nos instalamos en un camión modelo T. No trajimos muchas cosas. Sólo queríamos alejarnos hasta algún sitio donde no conociéramos a nadie, para ver si así lograba mejorarse. Ya estaba mejor cuando nos marchamos. Cuando nos instalamos en una casa vieja en Twenty-eighth Street, se sentía mejor. Cocinaba. La comida tenía buen sabor. Hablaba. Era agradable oírla. Durante días y días no le repitió ninguna de sus crisis. Parecía la entrada a los cielos de todos nosotros. No nos preocupábamos mucho por nosotros mismos; era a ella a quien queríamos ver mejorar. Barría la vieja casa, tendía la ropa, e incluso plantó algunas semillas de flores dentro de la tierra y las miraba crecer. Ató cuerda arriba en las ventanas, y los guisantes subieron a mirarla por los cristales.

Papá encontró unos extintores de incendio e intentó venderlos a los grandes edificios. Pero la gente pensaba que ya tenía bastantes cosas para protegerse contra los incendios, así que no pudo vender muchos. Eran de una de las mejores marcas del mercado. Él tenía que pagar por los que usaba como muestras. Vendía alrededor de uno cada mes y ganaba seis dólares por cada uno. Trabajaba hasta rendirse de cansancio. No teníamos nada más que uno o dos muebles en casa. Una vieja y pequeña estufa con bastante sitio para dos cazuelas pequeñas; una de judías y una de café; freíamos gachas de harina de maíz, y vivíamos normalmente de ellas cuando podíamos conseguirlas. Papá dejó los extintores porque no era lo bastante bueno como vendedor; no tenía aspecto elegante ni arreglado. La ropa se rompió con el uso. Los zapatos se gastaron. Les puso suelas nuevas dos o tres veces, pero otra vez las desgastó de tanto andar. Supongo que pensaba en la Clara, en nuestra primera casa que se incendió, y todo aquello, mientras arrastraba aquellos extintores por toda la ciudad.

Papá visitó una tienda y consiguió unos comestibles a crédito. Le dieron un trabajo en la tienda, ayudando y conduciendo el carro de reparto. Cobraba un dólar por día. Yo llevaba leche hasta la tienda de una señora que tenía una vaca. Ella me daba un dólar por semana.

Pero las manos de papá estaban todo rotas por los años de pelea. Entonces de una manera u otra los músculos de sus dedos y manos empezaron a contraerse. Cada día se ponían más tiesos, estirando sus dedos hacia abajo de modo que no podía abrir las manos. Tuvo que ir a un médico y hacerse cortar el dedo pequeño de la mano izquierda, porque los músculos tiraban tanto hacia abajo que la uña hizo un agujero en su carne. Los demás dedos se entumecieron más y más. Le dolían a todas horas del día, pero siguió trabajando, llevando las bandejas, los cestos, cajas y sacos de comestibles para la gente que tenía dinero para comprar en la tienda. Solía volver a casa para las comidas y caer agotado en la cama; yo le veía frotándose las manos y casi llorando de dolor. Me acercaba y se los frotaba por él. Mis manos eran jóvenes, y yo podía masajear los músculos duros, que crujían por haber perdido toda su flexibilidad, y que iban perdiendo su utilidad. Había grandes nudos en todos sus nudillos. Duros como una ternilla. Sus palmas eran tendones largos y fibrosos, sobresaliendo de la piel, estiradas al máximo. Sus peleas habían hecho la peor parte. Sus huesos se rompían con facilidad. Cuando daba un puñetazo pegaba fuerte. Estrelló sus dedos. Parecía que encima había conseguido el peor trabajo para manos como las suyas. Pero no podía pensar mucho en ellas. Pensaba en mamá y en nosotros. Iba a hacérselas cortar otra vez, a cortar dentro de los músculos para soltarlos, para que pudieran relajarse, para que no tirasen más hacia abajo. Se veía a simple vista que le dolían bastante.

Por la noche se quedaba despierto, llamándome:

—Frótalas, Woody. Frótalas. No puedo dormir si no las frotas.

Yo cogía sus dos manos bajo las mantas, frotándolas y sintiendo el cartílago de sus nudillos, hinchado cuatro veces más de su tamaño normal, y los músculos como cemento debajo de cada dedo contrayendo tanto sus puños que nunca más los lograría abrir. Olvidé cómo llorar. Quería llorar bastante, pero también quería que él siguiese hablando y hablando.

Entonces me callaba y él decía:

—¿Qué quieres ser cuando te hagas un hombre grande?

—Igual que tú, un luchador muy, muy bueno.

—¿Quieres ser malo y duro y equivocado como yo, quieres ser un luchador equivocado? He perdido al final. Gané las peleítas de la calle, pero siempre perdí las grandes peleas.

Yo seguía frotando sus manos y decía:

—Lo has hecho bien, papá. Decidiste lo que era bueno y luchabas cada día por ello.

Llevábamos casi un año en Oklahoma City cuando Leonard, el medio hermano de mamá, llegó. Era un hombre grande, alto y guapetón, que siempre me daba monedas de cinco centavos. Había estado en el ejercito y era experto, entre otras cosas, en conducir motos. Entonces por chiripa le dieron la "State Agency" como empresa de motos, la cual hacía entonces la marca "Ace", nueva, negra y con cuatro cilindros.

Llegó a nuestro jardín montado sobre una de esas motos negras, con un sidecar ostentoso, acabado con hierro niquelado, y brillando como el capitel del estado. Traía buenos noticias.

—Pues así es, Charlie, he oído hablar de vuestra mala suerte, de ti y Nora, y te voy a conseguir un buen trabajo. Siempre has sido un buen oficinista, para escribir cartas, manejar las cuentas y ocuparte de tus negocios; entonces desde ahora estás nombrado como el jefe de todo eso por el "Ace Motorcycle Company", en el Estado de Oklahoma. Cobrarás alrededor de doscientos dólares por mes.

El mundo se hizo dos veces más grande y cuatro veces más alegre. Las flores cambiaron de color, crecieron, se multiplicaron. El sol hablaba y la luna cantaba como un tenor. Las montañas se saludaban, los ríos se soltaron para ir de gira, y las secoyas organizaban bailes todas las noches. Leonard me daba monedas de cinco centavos. Los bombones tenían buen sabor. Jugaba con una naranja hasta que se ponía blanda y jugosa, y luego la besaba, comiéndomela. Roy sonreía y contaba chistes con su voz tranquila. Los chiquillos se acercaban a empujones. Otra vez era yo un hombre de categoría. Dejaron de asaltarme por dos razones: había aporreado a uno de ellos, y los otros querían montar en aquella moto.

Llegó el gran día. Papá y Leonard se montaron en la moto y se fueron bramando camino del trabajo. Una multitud de gente se agrupó en la calle mirándolos. Daba gusto verlo.

Al día siguiente era domingo. No teníamos lo que se puede llamar muebles, pero comíamos mejor. No sé hasta dónde hubieras tenido que viajar para encontrar una familia más contenta que la nuestra aquella mañana. Cocinamos y comimos una buena comida, y papá salió a comprar el periódico del domingo de diez centavos. Volvió con un nuevo paquete de cigarrillos, fumó uno, y cuando se fue a la habitación, se acostó tapándose con las mantas, y se hundió en la página de los comics, riéndose de vez en cuando. Leyó los comics primero. Por último leyó las noticias.

De golpe apartó bruscamente el periódico. Se levantó de un salto, y miró a su alrededor como un salvaje. Había vuelto la hoja de la sección de sucesos, la página dos, y algo le había vaciado de golpe la cara dejándole como una pantalla de cine sin película. Su cara estaba blanca, sin expresión. Se levantó. Anduvo por la casa. No sabía qué hacer ni qué decir. ¿Leérnoslo? ¿Guardarlo en secreto? ¡Olvidarlo? ¿Quemar el periódico y tirar las cenizas? ¡Derribar el edificio! ¡Derribar el mundo entero! ¡Hacerlo otra vez, y hacerlo bien! No podía hablar.

Roy miró el periódico y tampoco pudo hablar durante un minuto. Luego papá dijo:

—¡Trae a tu madre, trae a tu madre!

—Mamá, ven aquí un momento...

Roy la hizo entrar y sentarse al lado de papá sobre la vieja cama de muelles, y Roy leyó dulcemente, algo así:

campeón de motos muerto en un accidente

Chicasha, Oklahoma. — Leonnard Tanner, conocido as del motociclismo, falleció instantáneamente ayer por la tarde al producirse una colisión entre una motocicleta por él conducida y un automóvil. Tanner iba conduciendo a cuarenta millas por hora, excediendo el limite de velocidad permitido, cuando entró en colisión con un automóvil «Ford» sedán 1922, fracturándose el cráneo. El señor Tanner acababa de establecer su propio negocio cuando este desgraciado accidente ha puesto fin a su prestigiosa carrera.

Salí al jardín y me quedé de pie entre la maleza, aturdido. De repente unos veinte chicos cruzaron la calle, saltando, saludándome. Se me acercaron nadando, y se callaron un poco.

—Oye, ¿dónde está esa moto que íbamos a montar. —El jefe de la pandilla mordía un palito de regaliz, y buscaba con su mirada la máquina grande y negra.

Me mordí la lengua. Oí a otros decir:

—¡Queremos montar en la moto! ¿Dónde está? ¡Vamos!

Me fui corriendo, atravesando la hierba alta de nuestro jardín, y cuando llegué al callejón me persiguieron.

—¡Ya, ni él siquiera tiene un tío que tenga moto! ¡Mentiroso! ¡Canalla mentiroso!

Llené mi bolsillo de buenas piedras y las arrojé a todo el grupo.

—¡Idos de mi jardín! ¡Quedaos fuera! ¿Quién es mentiroso? ¡Yo tenía un tío con una moto! ¡Sí que tenía uno! Pero... pero...

CAPÍTULO IX

UN RÁPIDO PASA SILBANDO

Estaba de pie en el camión, con mis pies sobre nuestro viejo sofá, moviendo mis manos al aire, cuando llegamos al límite de la ciudad de Okemah. La muerte de Leonard había echado abajo la mayoría de las cosas buenas que crecían en la mente de mamá, y volvíamos a nuestro pueblo. Miré por una milla a lo lejos al norte y vi el corral de la carnicería donde unos perros salvajes me habían perseguido a través de la avena. Miré hacia el sur y vi los solares vacíos donde había peleado un millón de veces. Mis ojos reconocían todo con una mirada.

Cuando el viejo camión atravesaba Ninth Street lentamente, Roy asomó la cabeza por su lado y gritó:

—¿Ves algo que conoces, Woodsaw?

—Sí. —Supongo que mi voz sonaba bastante cansada—. La casa donde Clara se quemó.

Vi unos chicos saltando a través de una colina surcada.

—¡Hola! ¡Matt! ¡Nick! ¡Hola! ¡He vuelto! ¿Ves?
¡Todos nosotros!

—¡Hola! ¡Ven a jugar con nosotros! ¿Dónde vives ahora? —me saludaron con la mano.

—¡En casa de Jim Cain! ¡En el barrio del este!

Bajaron las cabezas y no me pidieron jugar con ellos otra vez.

El camión modelo T casi se escapó bajando por una cuesta escarpada, saltando a través de las vías del ferrocarril, y me hizo caer rebotando sobre los muelles de la cama. El camión cruzaba todo el pueblo, así me pareció. Pasaba por las calles bonitas y por las calles sombreadas donde los chiquillos con buena ropa jugaban a la guerra entre la maleza y competían a pelo sobre caballos caros. Luego se dirigió hacia el barrio del este, donde todas las casas son montones de trastos viejos. Maderas podridas absorbían pintura buena y seguían podridas. Perros roñosos con agua de cajilla y mugre en su pelo vagaban por los viejos caminos arenosos. Chiquillos con llagas en su cabeza y dientes podridos gritaban y aullaban escondiéndose bajo los suelos mohosos de casas viejas y extrañas. Caballos sacudían sus colas lo bastante fuerte como para ahuyentar las enormes moscas azules que recibían fuertes latigazos.

Sale polvo de debajo de las ruedas de los camiones. Los vientos calientes parecen quemar las masas de maleza espinosa. Pero a mí me gustaba. Era el sitio donde nací. Okemah. Para mí la basura en medio de las callejas de mi pueblo era mejor que estar en una ciudad grande como Oklahoma City, donde mi padre no podía encontrar trabajo. Si no podía encontrarlo, no servía de mucho a nadie, y si no servía a nadie, todos descargaríamos el camión y nos instalaríamos en la antigua casa de Jim Cain, e intentaríamos trabajar para nosotros mismos.

—¡Bueno! ¡Ayudante! —Roy reculó el camión por la carretera y yo bajé de la carga.

—¿Es esto, entonces? —mamá bajó del camión y entró por la verja.

La casa Jim Cain. Hacía veinticinco años que alguien la había construido. Dos cuartos con un colgadizo pequeño que servía de cocina, y un porche. Tal vez había alojado a alguien, mucha gente, antes de que viniéramos nosotros, pero nunca había recibido una mano de pintura. La lluvia pudrió el techo, el suelo pudrió las tablas de abajo, y el centro se había ladeado y torcido intentando quedar intacto. Toda especie de tablas podridas habían sido clavadas sobre agujeros y grietas en la madera; cubos de lata aplastados y colgados para proteger contra el mal tiempo. Todo el jardín estaba lleno de maleza y flores silvestres, frágiles, pegajosas y cubiertas de un polvo fino que se levantaba y bajaba de la carretera.

—Aquí está. —Roy bajó y miró por encima de la verja.

—¡Caramba! ¡Mirad todas esas flores bonitas! —les dije—. Mirad cuántas son. Es como si alguien hubiera tirado un gran puñado de semillas y luego las hubiera dejado crecer a su aire.

—La mayoría son malvas locas, con algunos rascamoños —dijo mamá—. Fijaos en aquella madreselva trepando por el lado de la casa.

Roy subió al porche y pisó sobre las tablas. Montones de polvo. Nunca he visto tanto polvo.

—Lo limpiaremos. Tengo ganas de ver la cocina y el interior. —Mamá entró por la puerta.

La habitación estaba llena de telarañas y papeles podridos. El salón con telarañas y cubos esparcidos llenos de basura. Miré a mi alrededor, pensando que tal vez nuestros muebles viejos quedarían muy bien allí. Ésta es la cocina, con el techo casi tocándome en la cabeza y agujeros grandes rodeados de cagadas de rata pudriéndose en el suelo. Mugre por todas partes, media pulgada de altura. Se extendía a todo lo largo de aquel suelo.

—Huelo a algo muerto debajo de este suelo empapado —dijo Roy—. Me imagino que es un gato muerto.

—¡Esta casa vieja está llena de fantasmas de gatos! —aullé—. ¡No me gustan las casas de gatos muertos!

—Quizá todos los gatos viejos de ojos dolientes vinieron a esta casa para morir. —Mamá se rió y echó una mirada por la ventana de la cocina a la Colina del Cementerio.

—Todos los vidrios están rotos. En este cuarto. En éste. Y en éste. —Andaba por la casa con las manos extendidas pasando los dedos por las paredes. El papel se despegaba de las paredes. La tierra entraba por unas agujeros que de tan grandes un perro hubiera podido entrar trotando por ellos—. ¿Por qué tenemos que vivir en esta casa vieja y sucia, llena de gatos muertos, mamá?

—Tendremos algo mejor dentro de poco. Yo sé que sí. Lo seguro.

Llevé la primera carga del camión a la habitación.

—¡La primera carga llega a nuestra bonita casa! ¡Malvas locas! ¡Parras de selvamadre! ¡Abejas zumbando! ¡Una cerca de estacas! ¡Papel nuevo para la pared! ¡Compraremos pintura, blanca, blanca, blanca pintura! —Brincaba por la casa—. ¡Luego compraremos unas tablas nuevas y las colgaremos donde están las viejas, las viejas, las viejas!

Acariciaba el polvo de las hojas de las flores mientras andaba y brincaba hasta el camión.

—Le daré cincuenta centavos por ayudarme a descargar este camión. —Roy le decía eso a un gordo con los calzoncillos sobresaliendo por encima de su cinturón y el pecho y hombros desnudos al sol—. ¿Va bien así?

—De acuerdo. A mí me va bien. ¿Cuánto tiempo hace que ustedes se marcharon?

—Un año, justo. —Roy subía al camión con un sólo movimiento enérgico y dejaba caer unos colchones al lado.

Yo llevaba otro montón de cacharros y ropa suelta.

—¡El catorce de julio es mí cumpleaños'. ¡Tengo doce años! ¡Pero esta casa tiene ciento doce! ¡Nos marchamos de Okemah cuando mi cumpleaños y volvemos por mi cumpleaños! ¡Hoy! ¡Voy a cultivar un huerto muy, muy grande en el jardín! ¡Para vender pepinos, y judías, verdes, y sandía, y guisantes!

—Ése es mi hermanito el espabilado —le dijo Roy al hombre.

—Entonces tú eres nuestro vecinito el cultivador, ¿eh? —me preguntó el hombre—. Oye, ¿dónde vas a vender todo lo que cultives?

—En el pueblo. A mucha gente.

—Eso es lo que me preocupa. —Se rascó la cabeza—. ¿En dónde exactamente piensas encontrar a toda esa gente?

—La gente de los campos petrolíferos. Tienen que comer, ¿no?, en tiendas o en restaurantes.

—Los pocos que quedan.

—¿Qué quiere usted decir "los pocos"?

—¿Ha estado en la calle mayor hoy?

—Acabo de volver de Oklahoma City. ¡No he estado en la Main Street de Okemah desde hace un año entero!

—Vas a quedarte asombrado.

—Yo sé cultivar cosas.

—Aún así te quedarás asombrado. Los campos petrolíferos se han quedado más muertos que mi abuela.

—Yo puedo trabajar tanto como tú o cualquier otro. Conozco a los hombres de las tiendas. Conozco a los hombres de los restaurantes. Ellos comprarán lo que les lleve.

—¿Para alimentar a quién, me has dicho?

—¡Hombre! ¡Hay millones de gente andando por ahí que necesitan comida! Las calles están llenas de ellos. ¿Usted cree que yo no los conozco? ¡Usted está loco!

—No te pases, jovencito —nos interrumpió Roy—, no te pases.

—¡Tú, a callar!

—'Puedes cultivar un huerto, hijito, eso sí; eres tan trabajador como yo o tu hermano, como cualquiera de nosotros; pero cuando tengas las cosas todas crecidas... no, ¿para qué decírtelo? Irás al pueblo. Y verás algo que te hará saltar los ojos. Que es un pueblo muerto. La gente se ha ido tan de prisa como los pájaros de un arbusto. Nadie sabe adonde fueron. Okemah es casi un pueblo abandonado.

—¡No lo es! ¡No lo es! —Le pasé corriendo hasta el porche—. ¡Usted me dice mentiras!

Salí disparado por la verja, hacia el sur, pasando esas tablas podridas que llamaban casas de otra gente. Perros salvajes creían que corría para escaparme de ellos y se precipitaron detrás de mis talones.

—¡No está muerto! ¡No está muerto! Okemah no está muerto. ¡Okemah es donde yo nací! ¡No puede morirse ningún pueblo! Allí está Oíd Luke pegando al mulo de siempre. Veo que la yegua de Dad Nixon parió un nuevo potro. Aquí está. Main Street. Llena de gente, empujando e intentando pasarse. Aún no han sacado todo el petróleo de la tierra. No han agujereado toda la región. Aún no han terminado todo el trabajo. Ellos no se marcharon. Todavía están aquí, trabajando como demonios. ¿Quién dijo paren? ¿Quién dijo anden? ¿Quién dijo morir a Okemah?

¡La Main Street! ¿Main Street? ¿Qué es lo que está tan silencioso? Uno se siente solo. Noté un montón de carne de gallina levantándose en mi piel. La primera manzana, nada. Todo cerrado con clavos. Me quedé allí de pie mirando los papeles locos yendo por todas partes en la acera y calzada sin que nadie intentase pararlos. Contemplé hierba y tierra por la calle. Algunos coches viejos y dormidos, y unos carros atados con alambre y sus caballos que andaban desanimadamente. No me moví de mi sitio. No tenía muchas ganas de seguir caminando por Main Street. ¿Cómo es que se marcharon? No había más ruido en Main Street que arriba en la Colina del Cementerio.

De repente un chico machote que llevaba una camisa de color azul-gris y pantalones haciendo conjunto, con un trozo de tabaco abultando su mejilla, que parecía de unos quince años, descalzo y sucio, llegó andando desde los campos de algodón y me dijo:

—¡Oye, chico! ¿Has llegado ahora al pueblo?

—¿Yo? Yo nací aquí. Soy Woody Guthrie.

—Me llamo Coggy Sanderson. Cuando un chico nuevo llega al pueblo, yo lo recibo. Le doy una buena acogida.

Cinco o seis chicos hicieron levantar el polvo corriendo de entre las hileras de balas de algodón cerca de la fábrica.

—¡Cog ha cogido uno nuevo! ¡Ahora veréis lo que es divertirse! ¡Bienvenido!

Miré a mi alrededor a todos y dije:

—¿No hay ninguno de vosotros que me conozca?

Sólo se quedaron allí mirándonos a Coggy y a mí. Nadie dijo una palabra.

Coggy me puso el pie detrás de los talones y me empujó hasta hacerme caer al suelo. Caí de espaldas y perdí algo de piel. Luego me levanté de un salto y me precipité sobre Coggy. Se apartó a un lado y me soltó un puñetazo largo y directo, golpeándome la cabeza hacia atrás contra los hombros. Toqué tierra otra vez casi en el mismo sitio. Me levanté, sus puños me recibieron otra vez y me fui tambaleando hasta unos diez pies con ojos parpadeantes. Me pegó otra vez en la sien tan fuerte que me hizo repicar la cabeza como si fuera una campana. Otro puñetazo me llegó de la izquierda y casi me tiró al suelo, y otro más de la derecha que me dejó de pie otra vez. Agaché la cabeza hacia adelante, intentando protegerla con los brazos, y me clavó con unos puñetazos desde arriba que me silbaron como trenes hasta mi boca y barbilla y me rompieron los labios contra los dientes. Me volví hacia atrás, limpiándome la sangre con las manos y agachando la cabeza, de espaldas a él. Me dio una patada en el culo, echándome unas yardas más allá, y luego me cogió la camisa sacándola de los pantalones y la arrancó hasta cubrir mi cabeza por completo. La sangre y el sudor empapaban toda mi cara mientras intentaba quedarme fuera de su alcance. Luego puso su pie en mi cadera y me empujó unos quince pies, y yo surqué la tierra barriéndola con la cara.

—Ahora. Eres un veterano de aquí. —Cog se volvió quitándose el polvo de las manos mientras los otros chicos se reían y bailaban en el polvo—. ¡Bienvenido a Okemah!

Tiré de mi camisa otra vez hacia abajo y me fui dando traspiés por la calle mayor, cogiéndome la cabeza y manchando la acera vieja con gotas de sangre grandes y rojas. Mis ojos parpadearon cuando me detuve encima de una de las escuadras en la acera. W.G. 1921. Era curioso ver la sangre gotear desde mi cara y borrar mis propias iniciales en el cemento.

Caminaba agachado, arrastrándome... Quizás aquel viejo tenía razón. Miré dentro de la sala de espera del Hotel Broadway. Nadie. Miré por el vidrio del salón de billares de Bill Bailey. Sólo una hilera larga de escupideras de latón allí solas en la oscuridad. Miré dentro del Yellow Dog, el garito de licor de contrabando. La estantería agujereada a tiros. Miré por la ventana de una tienda de comestibles a un tendero con gafas haciendo un solitario. ¿Maleza y hierba en la entrada de este garaje? Siempre había un montón de hombres haraganeando por ahí. Nadie había ahora entrando o saliendo de la Monkey Oil Drug Store. Incluso han quitado el mono y la jaula del escaparate. Bancos, bancos y bancos. Todos cortados a cuchillo hasta dejarlos hechos pedazos. Los hombres no deben tener mucho que hacer salvo gandulear estropeando los bancos. Nadie ni siquiera barre las virutas. Cerillas masticadas amontonadas en el bordillo. Escupitajos de tabaco. Ningún coche o carro que pudiese atropellarte. Cuatro perros trotando con las lenguas goteando saliva, siguiendo una perrita que se agacha hasta hacerse un nudo como si estuviera muerta de miedo y se alegrase de ello.

Anduve por el otro lado de la calle. Era lo mismo. Hierba entre las grietas sucias del cemento. Me paré en la cumbre de la colina delante del palacio de justicia y parecía que ningún indio hubiera perdido nunca su millón de dólares allí dentro. Un par de mulos somnolientos tiraban un carro a través del pueblo. Ningún ruido. Nadie corría dando traspiés. Nadie empujaba gritando. Ningún pueblo creciente. Ninguna casa ruidosa por los golpes de martillo. Ningún tío te hacía caer cuando iba corriendo al trabajo. Ningún humo de jamón y estofado colándose por las ventanas de los cafés; y ninguna horda salvaje de hombres riéndose y diciendo tacos, amontonados sobre grandes camiones petrolíferos, agitando sus fiambreras hacia atrás a sus mujeres. Ninguna música de violín o canto a la tirolesa flotando en las salas de billares y garitos de póquer. Ninguna chavala contoneándose por la calle con su falda corta y su maquillaje rojo. Ningún perro luchando en el centro de la calle. Ningún follón de espectadores agrupados alrededor de un par de niños machacándose hasta hacerse pedazos.

Podía mirar en ese escaparte oscuro y verme a mí mismo. Hola, yo. ¿Qué tal? ¿Por qué demonios caminas por ahí tan despacito? ¿Quién eres tú? ¿Woody, quién? ¡Qué va! Tus has caminado por aquí mirándote a ti mismo en esos escaparates cuando todos estaban iluminados con luces brillantes y atiborrados de cosas bonitas para mujeres guapas, cosas de macho para hombres machotes, ropa de lucha para gente peleona. Y mírate ahora. Mira, muchacho solitario. Párese que te has perdido callejeando por delante de los escaparates. ¿Creías que Okemah nunca dejaría de mejorar? ¡Ja!

Me sentí tan vacío y desinflado como el pueblo. No pensaba bien. No quería volver allí y ayudar a descargar aquel viejo camión y aquellos muebles viejos dentro de aquella casa vieja. Vieja casa de gatos muertos. Main Street que se ha ido hace mucho. ¿Quién va a comprar lo que cultive? No quiero pedir a nadie unas monedas. Pero, caramba, ¿quién me compraría? Hay alguna gente vagando por las calles, pero la mayoría parece que no come mucho. Tiene razón. Aquel gordo tenía razón. Okemah ha muerto.

Los pollos se peleaban con los pavos y los patos a lo largo de ambos lados de la calle cuando caminaba a través del barrio oriental hacia la casa.

 

Vi una luz en la casa que parecía como si estuviera bajando con el sol. Sería lo mismo de siempre cuando llegase a casa. Mamá se sentiría peor al saber que el pueblo estaba muerto, y Roy también se sentiría mal. Quizá no les contaría la verdad de como parecía Main Street. Quizás entraría y les diría algo divertido e intentaría hacerles sentir tan bien como pudiera. ¿Qué cosa divertida podría inventar?

Abrí la verja tratando de pensar en algo, y cuando entré por la puerta principal aún no lo había encontrado.

Me sorprendí al ver a mamá llevando un par de tazas de café a una mesita en el centro del salón, canturreando una de sus canciones. Miré por todas partes. Las camas estaban hechas. La tierra y la basura sacadas. Tres sillas rectas y la mesita de leer en el salón, y nuestro sofá contra la pared oriental. Roy habría acabado de decir algo alegre, porque se inclinaba hacia atrás en una de las sillas con el pie arriba sobre la mesa, y una expresión en la cara de estar bastante contento consigo mismo.

—¡Hola, míster Sawmill! —Roy agitaba la mano en el aire cerca de la lámpara—. ¡Pues yo, por Dios, tengo una buena noticia!

—Tengo hambre. ¿Qué noticia? —le pregunté mientras lo pasaba para entrar en la cocina donde estaba mamá.

—¡Yo te lo diré! —Mamá brincaba por toda la cocina—. Yo te...

—¡He dicho que te lo diría yo! —Roy, bromeando, intentó levantarse saltando de su silla, pero se inclinó demasiado hacia atrás y se cayó al suelo—. Yo te lo... ¡Uffff!

Los tres nos reímos tanto durante un minuto que nadie podía hablar. Pero luego mamá logró parar su estómago y dijo:

—¡Pues tu padre ha encontrado un buen trabajo!

—¿Papá trabajando?

—¡Para el Estado! —Roy recogía algunas cosas que se habían caído de los bolsillos—. ¡Trabajo fijo!

—¿Y qué hará?

—¡Te apuesto a que no lo adivinarías ni que lo intentases durante mil años! —Mamá volvió a su trabajo en la cocina.

—¡Dímelo! —les dije.

—¡Vende placas de matrícula! —dijo Roy. Y mamá dijo:

—¡Etiquetas para los coches! Bailó por todo el salón cantando y meneando la cabeza.

—¡Yuppiii!

Mamá no dijo nada durante un buen rato, y Roy y yo nos tranquilizamos. Él cogió un libro de una caja de la pared y se sentó ante la mesa para leer junto a la lámpara.

—Ahora puedo llevar a mi chavala al cine.

—Puedes llevarme a mí también, Casanova —dijo mamá.

—Caramba —dije—, estaba harto de tantas patatas y salsa de harina. Me alegraré de tener algo mejor que comer. —Me senté en el centro del suelo—. ¡Pooostreeee!

—Me encargaré de que vosotros comáis muy buenas comidas. Y también buenos postres.

Mamá cerraba los ojos, imaginando todas las cosas buenas sobre las cuales hablaba.

—Mamá —pregunté—. ¿Qué quiere decir cuando consigues un trabajo con el Estado? Que siempre tendrás trabajo, ¿no? ¿Que tendrás dinero?

—Es mejor que trabajar para un hombre solamente. —Mamá me sonrió como si sintiese volver una nueva luz.

—jCaramba! ¿Tú y papá seréis como la poli, o algo así?

—No —me dijo Roy por encima del hombro—. Sólo somos agentes. Sólo agentes de placas de matriculación, y cobramos desde medio dólar por escribir papeles.

—Woody, pareces un desastre. —Mamá vio el ojo contusionado y los arañazos—. Ven aquí. ¿Esto de tu pelo es sangre?

—El era más grande que yo. Ya no duele.

Su mano enredándose en los rizos de mi pelo sentía otra vez como si volvieran los días alegres.

Roy y yo nos quedamos callados, él absorbiendo el ligero, y yo metido en un juego que jugaba en el suelo. Oí decir a mamá:

—Woody, ¿otra vez tienes esa caja de cerillas?

—Sí, mamá. Sólo estoy jugando con ellas.

—¿A qué estás jugando?

—A la guerra.

—Yo creí que eras demasiado grande para jugar a juegos pequeños como ése. Ya tienes doce años.

—Nunca se hace uno demasiado viejo para jugar a la guerra.

—Pues entonces podrás hacer tu guerra con otra cosa. —Mamá se agachó hacia el suelo y devolvió mis cerillas a la caja—. ¿Entonces, las cerillas son tus soldados?

—Soldados de fuego —le ayude a recogerlas.

—¿No hay allí otra cerilla en el suelo del salón?

Mamá estaba poniendo las cerillas en el estante y señalando otra vez el salón.

—Yo no veo ninguna. ¿Dónde?

Me puse de rodillas, buscando por encima de las grietas y astillas en las tablas del suelo. Mamá me puso la mano en el cogote y me empujó hasta poner la nariz en el suelo. Se arrodilló; me solté de un arranque y di una vuelta riéndome.

—Yo no veo ninguna cerilla.

—¡En esa grieta, ahí! ¿La ves ahora? —Cogió la cerilla de la grieta y la levantó—. ¿Ves? ¡Aquí está, incendiario!

—¡Ja! ¡Yo la veía durante todo el rato!

—Este duro de Woody... Duro con su madre. Burlándose de mí porque me pongo tan nerviosa con las cerillas. ¡Mmmm! Pequeño Woodshaver, quizá no lo sabes, quizá tus ojos no lo han visto. Quizá ni siquiera puedes adivinar ni la mitad de la pena que pasa por mi cabeza cada vez que tengo una cerilla en la mano.

—No deberías tener miedo.

Mamá se levantó con la cerilla. Encendiéndola contra el suelo y la levantó entre sus ojos y los míos; iluminaba los pensamientos de los dos, se reflejaba en ambas mentes, e incendió un millón de recuerdos y diez millones de secretos que un fuego había vuelto cenizas entre nosotros.

—Ya lo sé —me dijo—. No tengo miedo. No tengo miedo a nadie ni a nada en toda la faz de la tierra. ¡No somos nosotros los que tenemos miedo, Woody!

La mañana siguiente salté dentro de mi mono cuando el sol entró por la ventana. Vi algunos saltamontes y mariposas en el jardín, y pájaros piando e intentando darse besos entre nuestras moreras. Parecía un día hermoso. Me precipité desde la puerta de detrás y noté que todo el jardín estaba colgado con ropa recién lavada, goteando: camisas, sábanas, monos y vestidos. Todo eso me puso aún más alegre por la mañana, porque era la primera vez desde hacía más de dos meses que había visto a mamá tender la ropa.

—¿Estás levantado, Míster Dormilón? —La oía fregando en la tabla de bajo la morera—. Lávate la cara y las manos bien limpias, y luego vete a la cocina y encontrarás puesto tu desayuno.

—¡Tengo el hambre de un gran cocodrilo! —Me lavé las manos y la cara y busqué a mi alrededor el desayuno—. ¿Dónde están Roy y papá?

—¡Están vendiendo placas de coche!

—Caramba, lo había olvidado. Creía que era un sueño.

—Eso sí que no es un sueño. ¡Están por ahí trabajando ahora mismo! ¡Ponte corriendo a comer!

—Me voy a buscar un juego de placas para mis cuatro coches de carreras, esos tan largos, grandes y rojos.

—Y para mí puedes traer una para mi buque de vapor —me dijo.

—No, que es un yate, un yate. ¡Y unas para mi nuevo avión también! ¡Qué buenos están estos huevos revueltos!

—¿Qué están buenos? —¡Qué buenos estaban!

—Y ahora que tienes una buena comida en el estómago, Míster Cultivador —me sonrió—, encontrarás tu pala allí bajo la casa. Cerca de la puerta de atrás. Esperando tu mano tan suave y varonil.

Traje mi pala hasta el lado de la cerca de atrás y la hundí un pie en la tierra. Aquella tierra me parecía tan buena que me puse de rodillas y la separé con las manos de las raíces y piedras pequeñas. Una lombriz de seis pulgadas de largo estaba toda ensangrentada y partida en dos trozos. Las dos mitades cayeron por tierra. Cogí la mitad que estaba en el montón menos firme y la miré entre mis manos.

—No hubieras debido estorbar el camino de mi pala, lombriz. Te cubriré en esta tierra nueva. Así estarás bien. Te curarás dentro de pocos días, y luego serás dos lombrices. Puede que me creas un chico bastante malo. Pero cuando llegues a ser dos lombrices, ¡pues- caramba!, tendrás otra lombriz para salir juntas, y hablar, y cosas así. Te cubriré muy bien con esta tierra. ¿Estás demasiado apretada ahí abajo? ¿Puedes respirar? Sé que a lo mejor te duele un poco ahora, pero ya verás; cuando seas dos lombrices te gustaré tanto que me enviarás a todas las demás.

Roy volvió a casa a mediodía trayendo unos aparatos para fumigar la casa.

—¡Mira cómo trabaja éste! —me dijo cuando entró por la verja—. ¡Has hecho del jardín un campo recién arado!

—¡Tierra buena! ¡Hay muchas lombrices!

—Eso sí, has cavado buenos surcos para un hombre de tu tamaño.

—¡Ja! ¡Estoy trabajando al aire fresco de mi franja! ¡Me estoy poniendo fuerte!

—He ganado ya tres dólares esta mañana. ¿Qué te parece?

—¿Tres qué?

—Tres dólares.

—No me digas. ¡Caramba!

—¿Por qué caramba?

—Tardaré bastante tiempo para hacer ese dinero con mi huerto.

—Todos vosotros, los cultivadores, ganaréis montones de dinero si todo va bien.

—Supongo que sí. Pero estaba pensando, pues, que tal vez todo no irá tan bien.

—En ese caso, siempre podrás ir al pueblo y hablar con Gordo Nick el banquero. Sólo tienes que decirle que me conoces a mí, y te pasará un gran montón de billetes por la ventanilla.

—Pues estaba meditándolo. Ya sabes que estoy bastante ocupado estos días con arar mi tierra. No me da muchas oportunidades de irme al pueblo y al banco. Quizá resultaría más fácil si me dieras el dinero de antemano, y claro, luego podría devolvértelo cuando saque adelante mi cosecha.

—Yo personalmente no tengo un negocio de préstamos. Sería ilegal si te prestase dinero sin que se enterase el gobernador.

—¿El gobernador? Hombre, el gobernador y yo siempre nos pasamos dinero cuando hace falta. Somos grandes amigos.

—Además mi barco de motor llega en tren esta mañana, y me harán falta los pocos miles que tengo en el bolsillo para gasolina, y he mandado traer también un trozo de mar para conducir mi barco por encima. Por eso no puedo soltar mi dinero.

—No. No veo cómo puedes hacerlo.

—¿Cuánto te hace falta para salir del bache?

—Cinco centavos. Diez, quizás.

Y cuando Roy se volvió y se fue andando a través del jardín hasta la puerta de atrás, vi una moneda nueva de diez centavos mirándome desde la tierra nueva.

Estaba dándole a mi pala tan fuerte y de prisa como podía, intentando terminar mi surco, cuando mamá me llamó:

—¡Woody, ven aquí dentro a comer! ¡No podrás comer una vez tengamos la casa llena de humo fumigante!

—Y yo tengo que volver a mi trabajo —dijo Roy.

Canturreaba cuando me senté a la mesa:

Tengo un hermanó

que lleva ropa bonita.