—¡Así aprenderás a andar a traición! —gritó el vigía, riéndose de todos nosotros.

—¡Cárgalo, Andy! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Fuego!

Miré la piedra saliendo de la honda. Esta vez la habíamos estirado más fuerte y apuntamos mejor.

La torre se bamboleó en el centro, chirriando como si le hubiéramos sacado cien clavos oxidados; las tablas estallaron, desprendiéndose en todas direcciones y haciendo un agujero de varios pies de radio en un lado de la caja del piano.

—¡Basta! ¡No! ¡Por Dios! ¡Me rindo! —El vigía saltó del techo y se puso a andar hacia nuestros soldados manos arriba, lloriqueando y sollozando, sacudiendo la cabeza y berreando—. ¡No quiero más! ¡He terminado!

Cayó de rodillas con un pequeño gruñido.

—¡Sí que has terminado! —El capitán de la chabola, que miraba por la ventana, puso otra piedra en su honda—. ¡Bueno! —Volvió agachado dentro y se puso a gritar a todos sus soldados—: ¿Por que os quedáis ahí con esa cara? ¡Cobardes! ¡Tengo muchas más piedras de donde he sacado ésa!

—¡Vosotros, los de dentro! ¿Os rendís? —les pregunté otra vez.

No se oyó ni una voz. Tan sólo el sonido del capitán sorbiendo por la nariz, llorando y jadeando tuerte. El humo llenaba toda la casa, enrojeciendo los ojos de los sitiados, que bufaban y chistaban. La vieja gorra de Claude aún estaba en el tubo de la estufa. Dos chicos llevaron a Claude hasta la maleza, donde acabaron de despertar a su hermano con un cubo de agua. Ray parpadeó cuando vio que traían a Claude.

—No llevaba su gorra. Le dieron en la coronilla —dijeron.

—¡Cárgalo!

El pequeño Ray miró hacia nosotros, preguntándoles a los chicos: —¿Cargar qué? —El cañón.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué divertido! ¡Ahora mismo estaba soñando con algo como un cañón!

—Vete corriendo a buscar un cubo de agua para Claude.

—¡Eso sí que no es ningún sueño! —Los ojos del pequeño Ray sonreían mientras trotaba cuesta arriba cerca del cañón—. ¡Los barreremos de la colina! ¡Ya vuelvo en seguida con el agua para Claude!

—¡Andy! ¿Lo tienes cargado? —¡Está preparado!

El humo salía de la casa. Estornudando. Tosiendo. Soplando por la nariz. Chicos enfadados con los puños preparados. La casa por dentro estaba más oscura que la noche. Tacos. Insultos. Empujones. Todos maldiciendo a todos. El capitán estaba dentro de pie sobre una silla con su honda apuntando a todo el grupo. —¡Ténsalo, Andy!

—¡Tensado está, cantarada capitán! —¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! Luego dije:

—¡Esperad un momento! ¡Escuchad!

La casa zumbaba y cabeceaba. Se oían aullidos, chillidos de toda clase por las ventanas y agujeros hechos por el cañón. Quejas, raspaduras, entrechocar de cabezas y culos contra las tablas de las paredes. La casa se estremecía. Puños y pies golpeaban las cabezas de otros chicos. Sonidos de arrastre y rotura de palos, maderas viejas, y porras; ropa rasgada y arrancada. Un estruendo sacudió la puerta. Una madera muy pesada crujió. Todo se quedó callado e inmóvil. La puerta se abrió.

—¡No disparéis!

El primer chico salió con las manos levantadas agitando un trozo de paño blanco ensangrentado. —¡Nos rendimos!

—Yo no quería luchar contra vosotros desde el principio.

—¿Qué nos vais a hacer?

Los chicos salieron uno a uno. Luego todos los soldados de la casa de la pandilla fueron registrados. Se limpiaron las caras y pasaron los dedos por donde las piedras calientes les habían quemado. Uno a uno, nuestro capitán les hizo sentarse en el suelo.

—¿Y ahora qué hacemos, Thug? No hablo de los soldados. Hablo de esa casa —decía yo a su lado.

—¿La casa? Vamos a arreglarla mejor de lo que nunca ha estado. Y tendremos una elección para ver quién será el capitán.

Thug miró a todo el mundo. Pensó un momento y luego dijo:

—Bueno, soldados. Todos mis soldados. Acercaos. ¿Qué hacemos con esos tíos?

—¡Guardémoslos!

—¡No hace falta hacerles daño!

—¡Démosles trabajo!

Thug, riéndose, miró hacia el suelo cubierto de piedras que aún humeaban.

—No. No vamos a pegar a nadie. —Seguía hablando al suelo—. ¿Vosotros queréis uniros a la nueva pandilla? Si no, pues os levantáis y os largáis pronto de esta colina para siempre.

El capitán de la casa de la pandilla se levantó, tenía la cara llena de lágrimas sucias, y sin decir nada se marchó de la cima de la colina.

—¿Alguien más quiere marcharse? —Thug se sentó en el suelo y se inclinó hacia atrás a un lado de la casa, metiendo su honda en el bolsillo trasero del pantalón. Cada oreja y cada ojo sucio y cada cara despellejada se concentraban en lo que decía Thug—. No sirve de mucho hacer un gran discurso. Ahora las dos pandillas son una. Por eso es por lo que luchábamos.

Sonrió al cielo; el viento manchaba de tierra la sangre en su cara cuando dijo:

—Ahora ya no hay ninguna pandilla que pueda vencernos.