¡Bravo por los tanques!

¡Bravo por tos tanques!

¡Que ¡es sirva de lección a los buscadores de fortuna!

—¿Qué queréis hacer? ¿Qué sería lo mejor? Thug apretaba el trapo mojado en su cogote para hacer que la sangre dejase de manar—. ¿Qué decís?

—¡Yo digo luchar! —¡Luchar! —¡ Atacarlos!

—¡Bueno, chicos! ¡Ya vamos! ¡Cazadlos! ¡Al ataque ya! —Iba primero, corriendo de prisa y saltando a través de la maleza—. ¡Pegad a esos tanques hasta enviarlos al infierno, soldados, aunque tengáis que hacerlo con la cabeza!

—i No hay ningún tanque tan duro como mi cabeza! —Yo me reía intentando seguir el ritmo de Thug.

—¡Romperé aquel tonel, me duela donde me duela! —Claude corría más de prisa con su pie cojo que cualquiera de nosotros. Me sobrepasó, y luego pasó a Thug—. ¡Quitaos de mi camino!

—¡Yuuuuu-piiüi!

—¡Rodeadlos, chicos!

—¡Dejadlos sin sentido!

—¡Pegadles con el hombro!

Unos diez o doce pies antes de llegar al tanque, Claude apuntó. Saltó los últimos cinco pies dando una zancada larga, hasta golpear en el lado del tonel con la suela de su pie cojo. Salió un taco de Claude y un berrido del tonel. Luego el tonel, chico, piedras, honda y todo el aparato se fue rodando, y todos señalamos hacia abajo por la colina, riéndonos de los pies del chico dando vueltas en el extremo del abierto tonel rodando. Estalló en cien virutas contra una piedra.

Cargamos sobre el tonel número tres, y después de pocos segundos había recibido el mismo tratamiento que el anterior. Bromeamos y reímos.

—¡No me gustaría ser el conductor del tanque!

—¡Chicos, mirad cómo giran los pies! ¡Parece una hélice girando en el extremo del tonel!

El tanque número uno se arregló otra vez. Nos cazó escabullándose y nos hizo escondernos en nuestras trincheras. El chico del tonel gritó:

—¡Ahora es nuestro! Lo hemos capturado. ¡No tiréis! ¡Pasadme un cubo de piedras calientes, chicos, me iré rodando hasta la ventana, las lanzaré dentro tan de prisa que pensarán que está nevando piedras calientes! ¡Ja, ja!

Recibió sus piedras. El tonel se alejó hasta cinco pies de la ventana, y se instaló un buen rato para dar un tiroteo rápido y continuo.

—¡Los guerreros blindados, al ataque! —le oímos gritar al capitán de la casa.

De la puerta salieron a empujones tres chicos llevando abrigos c impermeables gruesos, guantes resistentes, y un palo de escoba cada uno. Otra vez apuntamos con todos nuestros tiros a la puerta abierta y oímos nuestras piedras rebotando de pared a pared. Adentro los chicos rabiaron. El primer guerrero blindado estaba bien cargado y arropado; un impermeable puesto con la espalda por delante, el cuello grande de zamarra doblado hacia arriba para ocultar su cara. Eso le hacía un hombre peligroso. Podía acercarse, volcar nuestro tonel, aporrear la cabeza del conductor. Nuestras piedras le llovían encima, chocando con su impermeable grueso; él se reía porque no podían hacerle daño. Dio nada más que un paso hacia nuestro tonel. Porque de pronto el guerrero blindado tuvo problemas. Una piedra humeante rebotó y le cayó dentro del cuello del impermeable, quedándose en la piel de su cuello. Los otros chicos le habían abrochado el impermeable. Lo vimos por última vez aireándolo como podía cuesta abajo, tirando un guante por aquí, y otro por allá, soltando tacos contra toda la raza humana y llorando.

El segundo guerrero blindado se acercó a cinco pies de nosotros, y nuestras piedras rebotaron en su abrigo acolchado debajo con un par de mantas de franela. Había salido con la intención de cargar sobre el tanque, volcarlo, aporrear al conductor con el mango de la escoba. Mientras siguiera andando, era peligroso. Se acercó a hurtadillas fuera del alcance del tanque y se detuvo. El tanque giró hacia él. Él se apartó en círculo. Parecía un pájaro luchando con una serpiente de cascabel. El chico del tonel sudaba. Su aliento, incluso a diez o quince pies, sonaba como una máquina de vapor. Lanzó una piedra con suficiente fuerza para derribar a un toro, que le dio en la espinilla al chico blindado, que se fue saltando cuesta abajo de la colina, frotando y diciendo tacos, dejando el mango de escoba tirado en el suelo. Slew salió en su caza, le atajó mientras el otro saltaba sobre un pie, y lo hizo marchar prisionero por detrás de nuestras líneas.

Slew pavoneaba por aquí y por allá, llevando las mantas, el impermeable, y una gorra de cazador de piel vuelta con los bolsillos vueltos hacia abajo, riéndose y bromeando de los chicos del fuerte. Luego la tercera unidad blindada apareció dando marcha atrás a la vuelta de la esquina, manos arriba. Estaba enrollado seis veces con harpillera, atado con cuerda de algodón alrededor de su pecho, cuello, estómago y piernas. Slew mandó al prisionero seguir andando hacia atrás. Cuando llegaron a nuestra línea, los nudos de la cuerda fueron desatados, la harpillera fue desenrollada, y enrollada otra vez alrededor de uno de nuestros soldados.

—Guárdalo un rato —le dije a Claude a mi lado—. Voy a ver si conozco a aquellos dos chicos.

Corrí efectuando un amplio círculo por detrás de nuestros soldados y llegué al sitio donde el pequeño Ray había caído hacía poco. Ronald Horton, que era el mejor tallista en toda aquella parte del pueblo, se había quedado con Ray incluso cuando los demás habíamos retrocedido huyendo de los tanques.

—¿Cómo está Ray? —Me agaché en la hierba junto con Ronald—. ¿Le han hecho mucho daño?

—Mueve los ojos un poco —me dijo Ron—. Pero aún no está totalmente despierto.

Ron extendió su mano. Miré hacia abajo y vi un cojinete de bolas del tamaño de una punta de dedo,

—¿No pensarás tirar eso?

Agarré su muñeca y cogí la bola.

—¡Alguien desde la chabola le pegó un tiro a Ray con él!

Ray se acercó más al suelo.

—Será mejor que te agaches todo lo que puedas, chico; debe haber más bolas de hierro de donde vino ésta.

—Yo me voy a ver si conozco a aquellos chicos. —Estaba alejándose agachado como un mono arrastrando los brazos por la tierra—. Me pregunto de dónde habrán venido tantos forasteros saliendo de la casa.

—Tráeme aquel cubo de agua, si a Thug no le hace falta. Aquí hace falta una chica de la Cruz Roja. —Ron se echó a un lado para esquivar una piedra—. Quiero mojar un trapo para ponerlo sobre la cara de Ray.

—Vale.

Luego fui en un círculo a través de la maleza hasta que llegué donde Slew tenía sus prisioneros atados en fila.

Le pregunté a uno de los prisioneros: —Tú no eres socio de la pandilla de arriba, ¿verdad?

—Claro que no. —El chico no nos tenía miedo—. No llevo más que tres días en este pueblo. Mis padres siguen el trabajo de los campos petrolíferos.

—¿Por qué estás luchando contra nosotros? —Me dio veinticinco centavos el capitán de la casa.

—¿Veinticinco centavos? No eres nada más que un soldado que va contratándose para luchar por dinero, ¿eh?

Examiné su ropa vieja y sucia.

—Me dijeron que era la pandilla más antigua de este pueblo. Y los mejores guerreros. —Reposó hacia atrás, sobre sus manos—. No tengo miedo a nadie.

—Pues yo te diré algo, forastero, quienquiera que seas: ¡los del grupo más antiguo no son siempre los mejores guerreros!

—¿Qué grupo sois vosotros?

—La mayoría somos recién llegados al pueblo —dijo Slew.

—¿Y los de la chabola?

—Chicos del pueblo, la mayoría —le dije—. Como yo. Nací y crecí aquí.

—¿Por qué estás luchando con el grupo nuevo entonces? —El prisionero me examinó de arriba abajo, con una expresión dura y astuta en su cara.

—No me gustaban las antiguas leyes. Los recién llegados no tenían ninguna autoridad sobre el funcionamiento de la casa. —Las piedras zumbaban por encima de la colina—. El antiguo grupo me echó a la calle. Entonces me fui con los nuevos.

—Puede que haya alguna verdad en lo que decís, chicos. —Se puso de pie otra vez y extendió la mano—. De acuerdo. ¿Me incluís en vuestro grupo?

—¿De verdad? ¿Lucharás? —Slew dudaba un poco.

Nos sonrió a los dos. Luego miró por encima de nuestros hombros hacia la casa de la pandilla.

—A vosotros no os cobraré los veinticinco centavos.

—¿Ellos ya te han pagado los veinticinco? —le pregunté.

—No. Y pueden guardárselos. —No quitaba los ojos de la casa. Silbó la primera nota de una corta melodía y prosiguió diciendo—: Tomaremos todo el negocio.

Estreché la mano del prisionero y dije:

—Creo que este soldado será un buen capitán uno de estos días.

—Soy portero de oficio —nos dijo el chico, dándome su mano.

—Me voy a presentar para basurero en la próxima elección. —Slew extendió la mano. Se estrecharon las manos para pactar el acuerdo—. Limpiaremos todo el Jugar.

Puse la mano dentro de mi camisa y le ofrecí al chico una honda.

—No. Eso para mí es cosa de marica. ¿Vosotros queréis ganar esta guerra de prisa?

—¿Cómo?

—¿Ves aquel árbol bajito, allá arriba?

—¿Aquel con ramas viejas?

—Ahora, chicos, si fuerais corriendo a casa para buscar una sierra, y serrarais aquella rama que se levanta de abajo, y la otra horizontal, ¿qué os quedaría?

—j Sería en forma de V!

—¿Una V con un mango hace qué? —siguió.

—¡Una honda grande!

—¡Un cañón!

—¡Cogeremos una cámara de neumático! ¡Podemos encontrarla dentro de dos minutos! —¡Unos alambres por encima!

—Luego coges tu cuchillo y separas la cámara, ¿ves? Atas los extremos alrededor del tronco. ¡Uno, dos, tres!

La cara de Slew se iluminó como el sol cuando se levanta.

—¡Piedras así de grandes! ¡Podremos tirar piedras tan grandes como la cabeza! —Empezó a irse hacia atrás diciendo—: ¡Os veré dentro de dos minutos!

Salió disparado a través de la colina, saltó por encima de una zanja profunda de arcilla, y estaba fuera de mi vista antes de que pudiese preguntar al nuevo chico:

—¿Cómo te llamas? Yo me llamo Woody.

—Me llamo Andy.

—Vale, Andy. Allá está nuestro capitán, Thug. Vamos a contarle eso del cañón. Thug nos recibió diciendo:

—Parecéis bastante simpáticos el uno con el otro, dando que uno es prisionero.

—Andy es de los nuestros, ahora.

—Sí, he cambiado de chaqueta •—se rió.

—Andy acaba de decirnos cómo hay que serrar unas ramas de aquel melocotonero allí arriba. Para hacer un cañón.

—¿Tú has inventado eso, Andy? —Thug empezó a sonreír.

—¡Yo quiero que el grupo nuevo gane! —Andy tenía una expresión en sus ojos como un dogo rabiando por luchar.

—¡Allí viene Slew con la sierra y la cámara! Vamos, Andy —dije—. Arreglaremos ese cañón dentro de tres cuartos de hora, y con tres golpes buenos decidiremos esta guerra de una vez para siempre.

—¡Tirémoslo sobre sus pobres espaldas! Después que ganemos, Andy, tal vez seas capitán en mi lugar. —Thug se marchó, gesticulando y señalando a los chicos que luchaban—. ¡Redoblad vuestro fuego, soldados! ¡Descargad las piedras sobre aquella casa! ¡Acribilladlos! ¡No les dejéis ni la oportunidad de respirar! ¡Lanzadles los cubos si se os acaban las piedras! ¡Wow! ¡Wow! —Iba encorvándose y gruñendo a través de la maleza, contando despacio como en una cadena de presidiarios talando leña—: ¡Uno! ¡Dos! ¡Wow! ¡Wow! ¡Fuego! ¡Cargad armas! ¡Apuntad! ¡Fuego!

El caer de las piedras se redobló, su ruido se hizo dos veces más fuerte contra el lado de la casa. Yo había estado adentro de aquella casita durante muchas guerras y muchas tormentas de granizo. Sabía cómo sonaba allí adentro. Duro y fuerte, pero mucho más salvaje que la suma de tres años de mal tiempo.

—¿Está bien atado? —les pregunté a Slew y a Andy.

—Esta parte está caliente y preparada para la acción. —Slew tiró del último nudo de la cuerda.

—¡La parte del árbol está más que lista!

—¡Aquí harán falta dos chicos! —Yo solo no podía estirar mucho aquella gran cámara. Clavé mis talones en la tierra y eché mi peso contra ella, tirando hacia atrás, pero era demasiado duro—. Vete a buscar un par de chicos de nuestra línea. Hazles recoger unas piedras.

Claude vino trayendo cuatro o cinco piedras del tamaño de un ladrillo.

—¡Seguid disparando! —gritaba entre la fila de chicos. Me volví hacia Claude, diciendo—: Vete a echar una mirada a tu hermano; le están tirando agua, allí en la maleza. ¡Y no fue precisamente una camioneta de helados que lo atropello! ¡Fue una bala de hierro! —Aparté la mirada de Claude y dije a Andy—: ¡Cárgalo!

—¡Ya está cargado! —gritó Andy—.¡Tirémoslo hacia atrás!

Andy y yo retrocedimos; era una piedra del calibre 1.000.

—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Fuego! —La soltamos.

El zumbido nuevo de la piedra grande en el aire produjo un ruido fuerte de gritos y alaridos por todo lo largo de nuestras líneas.

—¡Mirad! ¡El cañón! ¡Viva el cañón!

Todos mirábamos la enorme piedra.

Un tiro bajo. Dio en el suelo a unos quince pies delante del fuerte. Surcó un montón de tierra y piedras sueltas cuando tocó, y fue rodando hasta el lado de la casa. Una tabla crujió y se rajó, y la casa de la pandilla se quedó tan callada como una pluma flotando.

—¿Qué demonios fue eso? —nos gritó su capitán.

—¡No fue ninguna bola de hierro! —gritó Claude desde donde vertían agua sobre Ray—. ¡Fue un cañón?

—¿Cañón? —la voz del capitán sonaba trémula en la garganta.

—¡Sí, un cañón! ¡Ahí va otra vez! —grité.

—¿Qué tipo de cañón? —gritó otro chico desde la casa.

—¡Un cañón, cañón! —dijo Andy.

—¡No tenéis derecho a usar cañones! —ladró un chico desde la casa.

—¡No tenéis derecho a usar un maldito fuerte! ¡Ja! —contestó uno de los nuestros, riéndose.

Esperé uno o dos segundos y luego pregunté:

—¿Queréis daros por vencidos?

—¡Ni hablar!

—¡Bueno, Andy! ¡Cárgalo otra vez! ¡Retrocedamos! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Fuego!

Un zumbido cortó el aire como una bandada de codornices, como el viento atravesado por las alas de un avión. Otra tabla más grande estalló en cuarenta y nueve virutas, y algunas se desprendieron por todas direcciones. Veíamos los pies y las piernas de los del fuerte a través del agujero. Encorvados sobre cajas, cajones de cerveza, rollos de harpillera y trapos viejos, agitándose nerviosamente, paseando por aquí y por allá en el suelo, para quedarse luego tan callados como ciervos.

—¿Os rendís? —gritó otra vez nuestro capitán.

—¡Ni hablar! —aulló el jefe de la casa—. ¡Y, además, pegaré un tiro al primer soldado en esta casa que se rinda! ¡Os pegaré un tiro en la cabeza! ¡Os contraté para luchar hasta que terminase esta guerra! ¡Yo soy el jefe hasta que se termine! ¿Entendéis?

Claude vio que todos los chicos de dentro estaban mirando hacia el cañón. Acercándose a hurtadillas, sacó su gorra llena de cosas y obturó el extremo del tubo de la estufa.

—¡Soplón!

El soldado en la atalaya apuntó y acertó justo en la coronilla de Claude. Lo vimos caer dando traspiés contra el lado de la casa, y deslizarse al suelo.