Capítulo VII

YA NO PUEDE VENCERNOS NINGUNA PANDILLA

Nuevas partidas de buscadores de fortuna llegaban al pueblo cada día; familias con chiquillos, chicos buscando trabajos y juegos. Los chicos de la casa de la pandilla dictaron una ley según la cual los recién llegados no tenían autoridad ninguna sobre el funcionamiento de la pandilla; entonces los recién llegados se enfadaron y se establecieron un poco más abajo de la colina. Yo me enfadé con los de la vieja pandilla y me hice socio de la nueva. El conflicto entre las dos pandillas se había calentado tanto que resultaba una cuestión peliaguda.

—Woody, ¿escribiste aquella canción de guerra que te pedimos anoche? —el capitán de la nueva pandilla saludaba moviendo la cabeza en dirección a unos chicos que salían a jugar.

Leí:

"A los miembros de la vieja pandilla: "Querido capitán, jefes y miembros: "Ya os hemos dicho por qué estamos haciendo esta guerra. Es principalmente a causa de vuestros jefes. La mayoría de nosotros somos recién llegados al pueblo y no tenemos otro sitio para jugar que vuestra vieja guarida. Nos hicisteis trabajar,

pero no nos dejasteis votar ni nada cuando llegó el momento.

"La única solución es que nos dejéis a todos nosotros tener la casa de pandilla juntos. De la otra manera siempre estábamos peleándonos. Una pandilla contra la otra. Siempre será así, si no lo cambiamos. Vosotros no queréis que lo cambiemos, pero pretendemos hacerlo a pesar de todo. Las dos pandillas tienen que unirse en una pandilla.

"Iremos a veros a las ocho, y si todavía queréis que estemos separados, empezaremos una guerra.

"No será una guerra de broma. Tendrá lugar con hondas y piedras de pedernal. Será una guerra de verdad y durará hasta que un campo o el otro gane la cima.

Los Chicos del Pueblo de Fortuna

Thug Warner, Jefe

Woody Guthrie, Mensajero."

—No suena mal.

—Está bastante bien esta carta.

—Nos servirá. —Nuestro capitán sacó un reloj grande y caro del bolsillo de su mono—. ¡Quince minutos, y la guerra empezará! —Luego dijo—: Bueno, vete a leerles la carta.

—Sí, mi capitán.

Toqué la visera de mi gorra de pana de cazador que llevaba siempre que iba a haber pelea. Me puse un pañuelo blanco en el brazo y fui a la casa de la vieja pandilla.

—¡Vete de aquí, traidor!

Oí un par de piedras de carretera pasar silbando muy cerca de mis orejas.

—¡Deja de disparar! ¡Soy un mensajero! ¿No veis este trapo blanco en mi brazo?

La puerta se abrió y Coronel y Rex salieron al aire libre. Coronel ya tenía su trozo de tabaco de la mañana bien masticado y aflojado, y soltó tres o cuatro escupitajos largos mientras apretaba los dientes y leía la carta.

Rex leía por encima del hombro de Coronel.

—Una guerra de verdad... hasta que un campo o el otro gane la cima.

Dio un papirotazo en el labio y miró hacia arriba por la colina.

—¿Qué posibilidad creéis vosotros, imbéciles, que tenéis contra nuestro fuerte tirando piedras con honda, eh?

—Ya veréis. —Volví mi gorra de pana hacia atrás, de modo que la visera protegía la parte de atrás de mi cabeza y el cogote—. Ya me habéis visto llevar esta gorra al revés, ¿verdad? Sabéis que significa guerra, ¿no? No me siento mal luchando en el campo de los recién llegados, porque lo que pasa, chicos, es que pienso que ellos tienen razón y vosotros no.

—¡Tú, tu carta y tu grupito de burros roñosos! ¡Ratas en busca de fortuna!

Coronel rompió la carta en cien pedacitos y me los tiró a la cara como si fuesen de nieve.

Rex cerró la puerta y echó el pestillo.

—Bueno, chicos —le decir a sus compañeros—. ¡Es la guerra! ¿Todos listos? ¿Las piedras al alcance de la mano? ¡Quedaos fuera de la línea de tiro de esas ventanas abiertas! —Luego asomó la cabeza de la ventana que antes había sido la cárcel y me gritó—: ¡Traidor! ¡Cobarde! ¡Vete de aquí!

Esperaba que una piedra me golpease la espalda en cualquier momento mientras volvía bajando la cuesta de la colina, pero nada ocurrió.

—¡Supongo que ya has visto lo que le ha pasado a nuestra carta! —dije al capitán.

—¡Tres minutos, chicos! ¡Luego a pelear! —Thug se volvió a mí, me guiñó el ojo y dijo—: Vete a buscar a los chicos. Tráelos aquí, al callejón.

Silbé entre dientes y agité mi mano en el aire gesticulando para que me siguiesen todos los chicos de nuestra pandilla. Se agruparon todos en el callejón, sobre el montón de basura en la cumbre de la colina.

—Vosotros cuatro idos con Slew —Thug señaló los pelotones—. Vosotros seguid a Woody a través del montón de basura. Vosotros tres lucharéis conmigo en el centro. ¡A vuestros puestos!

—¡Fuego! —gritó uno.

—¡Todavía no! —Thug le reprendió—. Si tiramos un segundo antes de las ocho, ellos van a ir diciendo que los atacamos a traición y no les dimos ninguna oportunidad.

—¿Cuánto tiempo falta, Thug?

—¡Unos diez segundos!

—¡A sus puestos, tooodooos! ¡Preparaooos!

Nos precipitamos corriendo y gritando a nuestros sitios. Tres chicos arrastraban carritos caseros colmados de piedras especiales para las hondas. La casa de pandilla estaba construida en un sitio plano horadado en la colina. Una masa de maleza de una altura de unos tres pies subía por la parte de arriba de donde estábamos; era la única cosa que comprobamos podía protegernos del fuego de las piedras de los defensores de la casa. Los chicos se preparaban, comprobando las gomas de sus hondas. Luego todas las miradas se concentraron en Thug.

Miró su reloj grande y caro y gritó:

—¡A la caaargaaa!

—¡Tumbaos boca abajo! —Slew gritó a toda la fila. Un día sería un capitán tan bueno como Thug—. ¡Arrastraos hasta esa maleza! ¡Guardad las piedras! ¡Seguid arrastrándoos y bajando la colina! ¡Primero, pongamos fuera de combate a aquel tío de la torre de observación!

Thug estaba en el extremo norte de la fila. Hizo retroceder sus gomas tensándolas tanto que casi silbaban como un corneta, y disparó una piedra a la ventana de la cárcel. Desde dentro algún chico recibió el primer bollo y gritó:

—¡Ooooohhhh!

Puertas camufladas con el tamaño de cajas de puros se abrieron de golpe, primero aquí, luego allí, por todo el lado delantero de la casa. Las manos de una docena de chicos se asomaron desde abajo y por las esquinas de las ventanas; las gomas se tensaron y las piedras bramaron en el aire.

—¡Piedras calientes! ¡Piedras candentes! ¡Que os caigan bien!

Claude estaba soltando tacos a mi lado, tocando con el extremo de su dedo un pedernal tipo ágata que se había incrustado junto a las raíces de las hierbas a unas pulgadas de su cabeza.

—¡Están calentándolas en aquella maldita estufa que tienen dentro!

Me mordí el labio de abajo y tiré contra la torre de observación, astillando una escotilla hasta hacerla virutas. Una piedra candente salió volando desde la torre, chocó con mi omoplato y rebotó, dejando un verdugón rojo y chamuscado, de unas seis pulgadas de largura. Claude oyó el golpetazo y me vio rodar contra él, gimiendo.

—¡Mira! —Claude señaló a la piedra caída entre nosotros sobre la hierba—. ¡Está casi hirviendo, chamusca la hierba! —Intentó recogerla y ponerla en su honda, pero retiró sus dedos de golpe diciendo—: ¡Caramba! ¡Hombre! ¡Vaya quemazo!

Puse mi mano en la boca para que me oyeran, me agaché y grité a nuestro grupo:

—¡Piedras calientes! ¡Cuidado! ¡Piedras calientes!

Vi a Thug arrastrándose hacia mí a través de la maleza, llevando un gorro de fieltro dos veces más grande que su cabeza, relleno de periódicos plegados, que le servía de casco. De un salto, se puso en pie y corrió a través de la maleza, señalando a un par de chicos encargados de nuestros carros de munición.

—¡Oíd, vosotros! ¡Recoged un buen montón de leña! ¡Aquéllos van a arrepentirse por haber empezado eso de luchar con piedras calientes!

Al cabo de unos instantes un nuevo fuego crepitaba en la falda de la colina detrás de nuestras líneas. Los dos chicos levantaron cubos de lata de un carro, cada cubo colmado de pedernales redondos, puestos sobre una hoja de lata ondulada. Papeles, leña y tallos de maleza ardían debajo. El fuego creció y creció, y al poco rato había una lata llena de piedras calientes al alcance de cada chico de nuestra pandilla.

—¿Cómo hay que cogerlas sin hacerte ampollas en las manos? —pregunte a un chico cuando puso un cubo entre Claude y yo. Sentía el calor del cubo y de las piedras tocando mi piel, aunque estaba alejado dos pies—. ¡Están calentísimas!

El chico de la munición me sonrió y dijo:

—¿Tienes un par de guantes?

—No aquí.

Puse bruscamente mi pie a un lado, y vi una piedra hacer un agujero del tamaño de una huella de herradura. Se clavó unas pulgadas en las raíces de la hierba, soltando vapor fulminante desde la tierra húmeda bajo la hierba muerta.

—¡Esto mataría a alguien si lo tocase!

—Tenemos dos pares de guantes para todo el grupo, y somos trece. Entonces, toma, aquí hay un guante izquierdo. Tienes que tirar muy de prisa, para no quemarte.

Dejó caer un guante entre Claude y yo.

Me puse el guante, pesqué una buena piedra del cubo, la deslicé en el cuero de mi honda, tensé las gomas tanto como pudieron estirarse, y sentí el calor de la piedra quemando los extremos de mis dedos cuando la dejé volar. El tiro arrancó un puñado de astillas del lado de la casa.

—Lo malo es que no tiras tan recto con el guante.

—Es torpe, sí. —Terminó de cavar su agujero—. ¿No crees que sería mejor volver a piedras normales, y tirar más recto y tensar más, también?

—Tenemos que usarlas calientes. Los de la casa saben bien que no podemos arrastrarnos sobre el estómago si echan un montón de piedras calientes por toda esa masa de maleza. Una de estas piedras conserva el calor durante quince o veinte minutos. Písala, túmbate encima, o poner una rodilla sobre una, y, hombre, seguro que te pone fuera de combate.

—La mitad de nosotros vamos descalzos, además. —Claude miró hacia arriba con los ojos semicerrados y dijo—: ¿Ves aquella ventana allá arriba en la torre de observación? Vigílala.

—La tengo vigilada. —Oí las gomas de Claude zumbar como un avión—. ¡Se ha ido como un pájaro a su percha! —Me reí cuando cayó ruidosamente dentro de la ventana de observación.

Zuuuuuum. Otro chiquillo en la maleza tocaba una buena melodía en el viento. Luego ziiiing. Ssss. Las piedras volaban como patos dirigiéndose al sur en verano, alineadas en buena fila, bien distanciadas, cada chico disparaba cuando le tocaba su turno, ni un segundo antes. Pedernales calientes en el viento, tan pesados como balas de un revólver del 45. Thug trotaba por nuestra línea diciéndonos a todos:

—Con calma, soldados. No os pongáis nerviosos. Tirad cuando llegue vuestro turno.

En ese momento su cabeza se retiró de golpe hacia atrás y se llevó la mano a la frente. Dejó caer su honda al suelo y se fue tambaleando por la colina.

—¡Thug! ¡Le han dado!

—Thug. Ojo adonde vas, chico. Te acercas demasiado al fuerte. —Ray era el hermanito renacuajo de Claude, el más mal hablado y más rápido de nuestro grupo. Salió disparando de su escondrijo en la maleza, precipitándose hacia Thug—. ¡Thug! ¡Abre los ojos! ¡Cuidado!

Varias puertas escondidas se abrieron por el lado meridional de la casa, y Thug andaba ciego veinticinco pies al alcance de ellas. Su cara se retorció cuando una piedra le dio en el espinazo. Se levantó y tensó los músculos de todo el cuerpo, mientras que otra rebotó en su cuello. La sangre salpicó su mandíbula, y él se tapó la cara y los ojos con las dos manos.

—¡Toma mi mano! —el decía el pequeño Ray. Thug cogió la cabeza con sus palmas y sacudió la sangre por toda su camisa—. ¡Ven! ¡Vuelve aquí! —Ray arrastró a Thug de los brazos y le empujó por el suelo. Ray fue alcanzado en todo el cuerpo mientras intentaba devolver a Thug detrás de nuestras líneas.

—¡O.K.! —le dijo a Thug cuando lo había puesto fuera del alcance de las balas—. Siéntate aquí. ¡Voy corriendo al otro lado de la colina a buscar un cubo de agua y un trapo mojado!

—¡Thug! ¿Te ayudo? —grité por encima de la maleza.

—Sí. ¡Lo mejor que puedes hacer para ayudarme es seguir tirando pimienta caliente a aquella atalaya!

—¡Vale, capitán! —Me di la vuelta en la maleza y reí con Claude. Me levanté hasta las rodillas durante el tiempo suficiente para echar un buen tiro por el centro de la ventana—. ¡Blanco! —grité a los demás.

Oí un grito salir de la atalaya.

—¡Ahí tienes la respuesta!

El suelo a una pulgada de mi nariz se abrió de golpe y la tierra quemada chisporroteó con la piedra caliente. Oí otro gemido en el aire y sentí mi tobillo cascarse y escocer justo encima de mi zapato. Intenté mover el pie, pero no podía. Sentía un dolor cortante como si ardiese por toda mi pierna hasta el hueso de mi cadera.

—¡Oooooh! —gruñí, y rodé en la hierba, agarrándome el tobillo y frotándolo tan fuerte como pude.

—¿Te han dado otra vez? —Claude me miró—. ¡Mejor te quedas tumbado, chico, abajo! ¡Si sacas la cabeza así por encima de la maleza, te la van a cortar como si fuera una hierba!

El pequeño Ray vino trotando por el camino cerca del gallinero, y trajo el agua a Thug, que estaba encorvado con su cabeza entre las manos. Jadeando, sacó un trapo.

—Toma. Está bien mojado. ¡Estáte quieto!

Thug le arrancó el trapo a Ray y le dijo:

—¡Limpiaré mi sangre yo mismo! ¡Vete corriendo a tu puesto y sigue disparando!

Ray no discutió con el capitán. Salió disparado a través de la colina hacia su compañero escondido en la hierba, gritando lo que Thug le había dicho:

—¡Seguid tirando! ¡Soldados! ¡Seguid haciendo llover piedras calientes! ¡Demos a aquel grupo una buena paliza!

Una piedra grande y pesada llegó girando y zumbando por el aire e hizo levantar de golpe los pies de Ray en el aire, dejándolo boca arriba en el suelo. No dijo nada ni hizo ruido alguno.

—i Ray cayó! —Claude me dio en la costilla—. ¿Ves?

—íQuédate abajo! —Cogí a Claude por los brazos. Estaba mirando el humo salir en grandes espirales del tubo de estufa de la casa de la de la pandilla—. Meten la leña allí adentro, ¿verdad?

—¿Sabes?, alguien podría subir allí y poner una madera o gorro o saco o algo dentro de aquel tubo y hacerles salir por el humo.

—¡Hacer que sus ojos lloraran tanto que no vieran nada al disparar! —le dije—. ¡Pero aquella atalaya... los chicos de arriba te harán diez agujeros en la cabeza mientras atascas el tubo!

—¡Oye, mira! —Claude me dio con el codo—•. ¿Qué demonios es eso?

—¡Oíd, chicos! —grité hacia atrás a los de nuestro campo—. ¡Puerta delantera! ¡Mirad!

La puerta de delante se abría.

—¡Vamos, chicos! ¡Al ataque! —gritó el capitán de la casa de la pandilla.

Un gran tonel de madera con un agujero serrado en la parte delantera y un trozo cuadrado de fuerte tela metálica clavado sobre una mirilla, salió pesadamente por la puerta. Nuestros chicos acribillaron con más piedras la puerta abierta.

—¡Está bien, soldados! —Thug nos gritaba, limpiando las cortaduras de su cara y cuello—. ¡Disparad dentro de la casa! ¡No al tonel!

Entonces tres piedras más cayeron ruidosamente dentro de la puerta.

Adentro sonaban tacos, lloriqueo, y chillidos, mientras las piedras calientes rebotaban contra los chicos y éstos pisaban sobre el suelo abrasador.

—¡Que caigan dentro! ¡Que sigan volando!

Thug trotaba por detrás de nosotros, limpiando su cara con el trapo mojado.

—¡Tirádselas encima! ¡Que se vayan al demonio con el taque que han inventado, ya nos ocuparemos de eso más tarde! ¡Bombardeadlos! ¡Justo por la puerta abierta!

—¡Al ataque! —El capitán de la casa de la pandilla gritó otra vez.

Un segundo tonel grandote salió bamboleándose al jardín con un chico andando debajo. Otras trece piedras calientes se lanzaron al blanco de la puerta, otros trece tacos, importados y caseros, rugieron hacia nosotros.

—¡Al ataque! ¡Los tanques! —El capitán de la chabola gritó por tercera vez, y el tercer tanque-tonel salió cimbreando por el campo de batalla.

El primer tanque ya había tenido mal fin. El chico descalzo encorvado debajo había pisado una piedra tan caliente que se hubieran podido cocer hojuelas encima, y chillando como un cerdo con la cabeza colgada en un cubo, echó su tonel al revés contra la casa, y se fue corriendo como un loco a través de la colina.

El tanque número dos llevaba zapatos. Todo era bastante resistente. Su mirilla de tela metálica estaba arreglada para que se pudiera tirar con honda y un par de muelles cerraban su pantalla protectora antes de que tuviéramos la oportunidad de meter una sola piedra dentro. Rebotamos todo tipo de piedras contra él, pero seguía acercándose. Se detuvo unos cinco pies cerca de donde Claude y yo estábamos tumbados. Una piedra salió zumbando del tonel y le dio en el hombro a Claude. Otra le dio en la parte posterior de la pierna. Yo recibí una en la parte de arriba de mi mano. Nos levantamos saltando y retrocediendo a toda prisa por la maleza.

—¿Qué se puede hacer contra un auténtico tanque de guerra? —Claude frotaba sus picazones jadeando.

El tanque número tres también llevaba zapatos. Se deslizó hacia los dos siguientes en nuestra línea. Unos tiros calientes escupieron desde el tonel. Dos chicos más de los nuestros se levantaron de un salto de la maleza y vinieron cojeando al callejón. El tanque número dos dedicó toda su atención a los dos siguientes, y también ellos se marcharon cojeando a través de la maleza.

—¡Corred al callejón, chicos! —Thug estaba dirigiendo a los chicos frente al tanque—. ¡No vale nada estar herido!

La casa de la pandilla estalló en gritos y aplausos. Toda la casita se estremecía con los ruidos del triunfo. El baile sacudió la falda entera de la colina. Un canto flotó a través de las paredes del fuerte: