Capítulo VI

BUSCADORES DE FORTUNA

Nos trasladamos al otro lado del pueblo a una casa mucho mejor, en un buen barrio: North Ninth Street. Papá empezó a comprar y vender toda clase de terrenos y bienes raíces y a ganar mucho dinero.

La gente había estado andando furtivamente por las esquinas, tras los arbustos cuchicheando, hablando, y corriendo como locos para vender y comprar tierras, porque unas pruebas habían demostrado que había un océano de petróleo debajo de nuestro país. Y luego, un buen día, pareciendo venir de ninguna parte, la cosa arreció. Un coche iba precipitadamente por el Camino de los Ozarks, echando polvo al aire. Un hombre bajó de prisa y fue gesticulando por todo Main Street, corriendo hasta llegar a la oficina de bienes raíces.

—¡Petróleo! ¡Ha reventado con toda su fuerza! ¡Un chorro!

Luego, después de poco tiempo, llegó la fiebre negra a nuestro pueblo, arrastrando consigo brigadas enteras de gente, que corría por las calles gritando: "¡Petróleo! ¡Ha salido! ¡Un chorro!"

Encontraron más petróleo en el pueblo por la orilla del río y en el fondo de los riachuelos; las torres de perforación se levantaron como grupos nuevos de árboles gigantes. Espesas, negras, y rodeadas de vapor, en los prados, por encima de los árboles, levantándose del suave lodo de los ríos pantanosos, en las faldas rocosas de las colinas inútiles, las torres de perforación, ristras de madera engomadas y empapadas de sangre negra y polvorienta.

Repentinamente, todos los riachuelos alrededor de Okemah se cubrieron de espuma negra, y los ríos entre ella, de modo que parecía un arroyo de oro multicolor flotando caliente entre las aguas. La capa aceitosa tenía un aspecto magnífico desde las orillas y los puentes. Yo no era nada más que un nene, pero recuerdo cómo venía en remolinos corriendo, e iba creciendo mientras se deslizaba por el río. Reflejaba todos los colores cuando el sol le daba de lleno, y durante el tiempo caliente y seco llamado los Días del Perro, los vapores se levantaban y podían olerse millas y millas en todas direcciones. Era algo importante, y eso te daba una sensación agradable. Sentías que traía trabajo, comercio, y dinero a todo el mundo, y que la gente en todas partes, incluso hasta los Estados del Este, usaba aquel petróleo y aquella gasolina.

El petróleo se acumulaba tanto sobre los ríos que los peces no podían coger el aire que les hacía falta. Murieron a montones cerca de las orillas. La maleza se puso gris y marrón, y no volvió a crecer nunca más por allí. Las hierbas tiernas desaparecieron y todo lo que podías ver hasta algunos pies del borde del hoyo de agua aceitosa era la tierra roja. La maleza dura y los arbustos secos aguantaron más tiempo. Estuvieron allí durante muchos años, muertos, como si intentasen contener el aliento y resistir esperando hasta que el río se volviera puro de nuevo, que el petróleo se marchase, que todo pudiera respirar otra vez. Pero el petróleo no se fue. Se quedó. La hierba, los árboles y los arbustos murieron. La parra silvestre se marchitó, su árbol murió, y los labradores tuvieron que arrancarlo.

Los labradores negros salieron con las bolas de pan e hígado que usaban como cebo. Los veías sentados en las orillas y lomas agrestes, a mediodía, o al amanecer; montones de campesinos negros esperando que picaran. Trabajaron mucho Pero ya había llegado el petróleo, y parecía que los peces se habían ido. Era un trueque equitativo.

Llegaron a nuestro pueblo, silbando, trenes de cien vagones. Los hombres que conducían los carros pesados, se detenían al lado de los vagones para cargar grandes motores, la nueva maquinaria brillante cubierta con gruesa pintura y algunas máquinas algo viejas con destino a otros campos petrolíferos. Descargaban los vagones, de donde salían toda clase de extraños aparatos que serían utilizados en los campos. Después, en un solo día, aparecieron los camiones de ruedas sólidas, haciendo tanto ruido que los dientes castañeteaban. Todo el mundo tenía un trabajo duro y dos o tres normales.

Las gentes contaban chistes.

Los pájaros llegaron al pueblo volando en nubes largas, y estuvieron dos o tres horas así, porque se rumorea que en el cielo puedes revolearte en el polvo de los caminos lubricados por el petróleo, matando así toda especie de pulgas o piojos de tu cuerpo.

Los perros se curaron de su roña, o si no la cogieron peor. El petróleo en su pelo les daba más calor cuando hacía calor, y más frío cuando hacía frío.

Las hormigas cavaron sus agujeros con más profundidad, pero no revelaron secreto alguno sobre la formación del petróleo sobre la tierra.

Las serpientes y lagartos se quejaban de que arrastrándose a través de tantas charcas de petróleo, el sol caliente les dejaba la espalda aún peor. En cambio, podían deslizarse sobre el estómago con más facilidad. Entonces salieron sin ganar ni perder.

El petróleo tenía muchísimo más valor que el oro, porque podías hacer brillantina, perfume, TNT, material para la construcción de techos, o conducir un coche con sólo oro. Tampoco podías conducir el oro al Este para hacer funcionar aquellas grandes fábricas.

La religión de los campos petrolíferos, decía la gente, era coger todo lo que pudieras, gastarlo tan pronto como pudieras, y luego acabar en la jaula.

Yo podía ir a los pozos y trepar y jugar sobre el vagón de las herramientas. El sol quemaba tanto en la plancha del carro que tenía que ir saltando por las cargas como un jugador de fútbol. Oí a los trabajadores soltando tacos, y aprendí aún más palabrotas para emplear cuando quieres terminar un trabajo de prisa.

Mi cabeza estaba llena de imágenes que parecían salir de una película, pero distintos de las películas donde entraba a hurtadillas, las películas falsas de forajidos, chicas de dinero, playboys, vaqueros e indios, peleas a tiros, asesinatos, y un hombre guapo besando a una mujer guapa en un sitio bonito un día hermoso. "Hacen falta cojones —pensé— para trabajar y empujar y soltar tacos y sudar y reírse y hablar como los obreros de un campo petrolífero." Cada hombre apretaba todos los dientes y estiraba todos los músculos de su cuerpo, que no intentando enriquecerse o gandulear, porque yo les oía gritar:

—¡O.K., chicos, vamos! ¡O dejad de estorbar a los trabajadores y dejadme levantar este maldito campo petrolífero!

Uno de los obreros me enseñó a levantar toda clase de bultos pesados con poleas dobles.

—¡Bájalos! ¡Tira! ¡Cuando la cadena dé la vuelta, algo se levanta de la tierra!

Había un cubo de veinte pies, empleado para sacar el lodo y fango del agujero, que parecía tan pesados que creías que nunca podrías levantarlo, pero oías a un hombre en el mango de la manivela gritar;

—¡Oye, Míster Gancho! ¡Cógelo, chico, cógelo! El hombre de los ganchos gritaba: —¡Aflójalo! ¡Aflójalo!

Algunos de los nombres del cable guiaban el gancho grande hacia el ganchero, gritando:

—¡Aflójaselo! ¡Aflójaselo! ¡Tira hacia atrás! ¡Lo haremos todo a tu gusto, chico!

—¡Cógelo flojo! ¡Tíralo!

—¡Ya voy! ¡Coge el tuyo, llévatelo!

Los hombres tiraban todo lo flojo de la cadena o cable, se tensaban como la cuerda de un violín, y el cubo se levantaba del suelo del vagón, y uno cíe los hombres gritaba:

—¡Ésta ha sido una buena chavala, pero ya ha perdido el pie!

Trepaba a lo más alto del carro todos los días y me sentaba sobre un saco de harpillera lleno de heno, al lado de un mulero que me contaba historias sobre los otros ciento cincuenta campos petrolíferos donde él había trabajado. Aprendí el equivalente de cinco o diez libros de los tacos que usan los muleros cuando hablan entre ellos, que son algo peores que los que gritan a sus mulos para hacerlos tirar más fuerte.

En los campos petrolíferos caminaba de torre en torre a través de los árboles, haraganeando en cada sitio hasta que me veía uno de los obreros y gritaba:

—¡Vete de aquí, hijo! ¡Es demasiado peligroso!

Las ruedas pesadas tiraban y el cable se desenrollaba mientras bajaban los cubos de lodo dentro del agujero; la caldera echaba vapor y bailaba sobre sus cimientos; la torre se sacudía y temblaba y se estiraba cada clavo y juntura cuando el cubo de lodo, o Ira vez lleno, se clavaba al fondo del agujero, y el cable tiraba con todas su fuerza, intentando levantar el cubo. El aparejo y la grúa crujían, y multitudes de hombres trabajaban como hormigas. Los estanques de fango estaban llenos de un reflejo gris, y una película de petróleo liso y brillante reflejaba las nubes y el cielo; muchas veces cogía un palo y sacaba un pájaro que había confundido el estanque de petróleo con el cielo, y se había lanzado al fango. Todo el país estaba hormigueante de hombres trabajando, corriendo y sudando, y lleno de letreros por todas partes diciendo: "Necesitamos hombres." Me sentía bien pensando que algún día crecería y sería un hombre necesario, pero yo era un chiquillo y tenía que caminar pidiendo trabajo a los hombres para luego escucharles decir:

—¡Lárgate de aquí! ¡Demasiado peligroso!

Los primeros en llegar al pueblo fueron los constructores de aparejos, los cementistas, carpinteros y muleros, las tribus salvajes de traficantes de caballos, los carros gitanos cargados hasta los topes sobre ruedas derritadas, los estafadores, chulos, putas, drogadictos, y vendedores ambulantes, los músicos y cantantes, los pastores gritando cosas por el amor y pidiendo limosna por las esquinas, los indios vestidos con ropa sucia y chillona cantando en la acera con sus chiquillos jugando y andando a gatas entre la mugre y suciedad de los pies. La gente iba empujándose por las calles como una inundación, y nosotros los chiquillos corríamos para ponernos de un salto justo en el centro del tropel, simulando que flotábamos río abajo. Miles de personas llegaron al pueblo para trabajar, comer, dormir, divertirse, rogar, llorar, cantar, hablar, disputar y pelearse con los antiguos habitantes.

Todo esto era un lío bastante confuso, pero fue cuatro veces peor el día de las elecciones generales. Yo seguía a los oradores para ver quién iba a ser aporreado por haber votado por otro. Me quedaba en la calle hasta las horas más avanzadas de la noche para ver llegar los resultados de la elección, y mirar a la gente contar los votos. Muchos chiquillos se acostaron tarde aquella noche. Sabían que no era nada seguro estar abajo en las calles, por culpa de los hombres que se peleaban tirándose botellas y cosas así, entonces trepábamos a la tubería de hierro del albañal, hasta las cumbres de los edificios, y desde allí los mirábamos contar los votos.

Un cartel estaba iluminado con todos los nombres de los candidatos pintados encima. Una columna tenía, por ejemplo: "Frank Smith para «sheriff», y otra: "John Wilkes". Una segunda decía: "Peleas individuales", y otra: "Peleas de grupo". Un hombre salía cada hora por la noche y escribía: "Distrito electoral números dos. Para «sheriff», Frank Smith, tres votos. Por Johnny Wilkes, cuatro. Peleas individuales, cuatro. Peleas de grupo, cero."

Después de otra hora salía con su trapo y su tiza y escribía: "Noticias recién llegadas del Distrito número tres: Para «sheriff», Frank Smith, siete votos. John Wilkes, nueve. Peleas individuales, cuatro. Peleas de grupo, tres." Wilkes ganó el oficio de "sheriff" por once votos. Las peleas sumaron: Peleas individuales, trece; peleas de grupo, cinco.

Me acuerdo de una pelea de grupo en particular. Los hombres habían chocado unos con otros y estaban peleándose en serio. Pasaron tanto tiempo moviéndose como habían pasado trabajando en sus terrenos durante los últimos tres meses. Algunos lanzaron puñetazos, equivocándose y cayendo al suelo. Cada uno se llevaba al suelo a otros dos. Algunos fueron derribados y sólo tiraban a uno. Otros se cayeron al suelo y simplemente se quedaron allí. Yo me interesé por un tío forzudo que venía de cerca de Sand Creek; se había metido al máximo. Yo quería bajar del edificio y acercarme adonde estaban luchando. Me deslicé a través del bosque de puños de todos los tamaños por encima de mi cabeza, casi golpeándome, y me puse justo detrás de él. Apuntó a un cultivador de algodón de Slick City, retrocedió, me dio una bofetada bajo la barbilla, y un puñetazo en la barbilla del cultivador de Slick City, lanzándome algunos pies más allá, y al cultivador unos pies hacia el otro lado.

Estaba a gatas, y los más conocidos pies de la región estaban en mi espalda. Unos hombres cayeron encima mío, y se enfadaron conmigo por haberles hecho la zancadilla. Cada vez que empezaba a levantarme, todos empujaban hacia mí, y yo me encontraba otra vez en el suelo. Mi cabeza estaba boca abajo en la tierra. Tenía barro en los dientes, petróleo en el pelo, y parecía tener agua en los sesos.

Justo después de que empezó la prosperidad petrolífera, conseguí un trabajo de vencedor de periódicos. Entré en todas las puertas, menos para vender periódicos que para averiguar de dónde había venido toda aquella gente tan gritona. Los chiquillos forzudos, algunos recién llegados al pueblo,

se habían quedado fijos en las esquinas más lucrativas; entonces yo caminaba de edificio en edificio, ya que conocía a la mayoría de los propietarios y los otros no los conocían.

Nuestra calle mayor tenía una largura de más o menos ocho manzanas. Y el sábado todos los labradores venían al pueblo para mezclarse con los miles de jugadores y buscadores de petróleo. La gente les llamaba los cazadores de fortuna. Un ejército rodante de machos luchadores con familias tan duras como ellos. Las tiendas tiraron sus llaves y quedaron abiertas las veinticuatro horas del día. Cuando un ejército se acostaba otro se despertaba. Cuando uno salía de un café, otro entraba. En cuanto un ejército perdía todo su dinero en las máquinas tragaperras y las casas de putas, se le empujaba hacia fuera para que otro ejército entrara empujando.

Entré a un salón de billares y póquer que tenía grandes cuadros de mujeres desnudas en las paredes. Todas las mesas estaban en marcha con dos o seis hombres gritando, saltando y dando alaridos peor que un grupo de indios salvajes, maldiciendo a los diablos de mala suerte y rogando a Dios por la buena. Las saltaban de las mesas lanzadas como balas de cañón a través de la sala. Ocho mesas en fila y una reunión y baile de guerra en plan indio alrededor de cada una.

—¡Cuidado con tu maldito codo, chico!

Las mesas de póquer funcionaban a toda marcha. Cinco o seis mesitas de hule, cinco o seis muleros, tahúres y capataces, guiñando el ojo y señalando detrás de cada mesa. Y detrás de ellos, otros mirones trabajadores, riéndose y mirando a los chicos cómo perdían sus nuevos talones de paga. Uno o dos tíos iban y venían por la puerta de atrás, cogiendo botellas de alcohol podrido de los montones de basura y pasándolas furtivamente de sus camisas a los tipos que perdían su dinero en las mesas.

—Whitey ya está curda. Va apostar a lo loco dentro de poco, y perderá hasta la camisa.

Por las paredes estaban los viejos y enfermos que se sentaban durante horas para mirar los robos y peleas; los viejos borrachos de ojos legañosos que castañeaban con los pulmones con asma y tuberculosis y echaban su putrefacción durante todo el día sin alcanzar la escupidera del suelo. Yo paseaba diciendo: "¿Periódico, señor? Cinco centavos". Pero a los chiquillos como yo les prohibían entrar en sitios como éste, a menos que conociéramos al dueño, y entonces el forzudo empleado del dueño me miraba fijamente para asegurarse de que yo seguía paseando.

—¡Chicos! Aquella chavala de la pared tiene las tetas como una almohada de plumas! ¡Pezones como pequeñas cerezas rojas! El día que encuentre una chavala así, dejaré de hacer el golfo!

—¡Oye, cachondo, vamos, que te toca jugar!

Casi nunca vendí un periódico en aquellos garitos. Los hombres eran demasiado salvajes. Estaban demasiado excitados, demasiado emocionados para leer un periódico y pensar un poco. Los viejos dados, los naipes, los dóminos, los agentes para los chulos y tahúres, el beber, el subir por las escaleras cubiertas de saliva que conducen a las habitaciones de las putas; el loco alboroto de todo aquello excitaba a los hombres nerviosos, temerarios, dementes, enfebreciéndoles. Un tío de noventa kilos se levantaba de una mesa de póquer sin blanca, e iba tropezando a través de la gente, gritando:

—¡Creéis que lo he perdido todo! ¡Que me habéis ganado! ¡Creéis que estoy borracho! Pues, quizá sea verdad que estoy borracho. A lo mejor estoy borracho. ¡Pero os digo una cosa, pandilla de golfos!, ¡os digo una cosa que es verdad! ¡Nunca habéis cumplido ni un día de trabajo honrado en toda vuestra vida! ¡Seguís la ruta de los pueblos petrolíferos! ¡Ya os he visto! ¡He visto vuestras caras en mil pueblos! Naipes. Dados. Dóminos. Billares. Putas con culos blanduchos. Ladrones. ¡Yo soy un trabajador honesto! ¡Yo he ayudado a tender todos los campos petrolíferos desde Wheeler Ridge hasta Smackover! ¿Qué demonios habéis hecho vosotros? Robar. Chorizar. Golpear. Matar. ¡Tipos como vosotros han de tener un mal final! ¿Me escucháis? ¡Todos! ¡Escuchadme!

—Demasiado ruido por aquí, chico. —Un poli se acercaba y cogía al hombre por el brazo—. Ven caminando conmigo hasta que te tranquilices.

Delante del cine unas viejas farolas eléctricas brillaban sobre unos doscientos hombres, mujeres y niños, que bloqueaban la acera, empujando, hablando, peleando, intentando leer lo que daban en el cine. Muñecas de cera en jaulas de hierro mostraban "Los hechos crueles y terribles de los más famosos forajidos en la historia de la raza humana: Billy The Kid y Jesse James. Y también la vida atormentada de la más conocida forajida de siempre, la única y original Belle Starr. Descubran ustedes que el crimen no vale la pena, en nuestra pantalla. Hoy. Adultos, cincuenta centavos. Niños, diez centavos. Se ruega no escupir en el suelo. Hacerlo podría propagar enfermedades".

Yo paseaba por aquí y por allá, gritando:

—¡Lean ustedes todo! ¡Periódico de las últimas horas de la noche! ¡Diez hombres ahogados en una tormenta de polvo!

—Lo siento, hijo, no sé leer. ¡Tengo clavos de herraduras en mis ojos! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Todo un grupo de hombres soltaron una carcajada. Y otro me sonrió y me palmeó la cabeza, diciendo:

—Toma, hijito. Ya se ve que tú no te dejas engañar por nadie. Yo tampoco puedo leer tu periódico, pero toma esos diez centavos.

Miraba las multitudes sudando y limpiándose la cara mientras caminaban, los jóvenes chicos y chicas bien arreglados en camisas y vestidos tan limpios como el cielo al amanecer.

—¡El día de la llegada del Señor se acerca! ¡Jesucristo de Nazareth bajará del ciclo con toda su Pureza, toda su Gloria, todo su Poder! ¿Estáis preparados, hermanos y hermanas? ¿Estáis en gracia, santificados y bautizados en el Espíritu Santo? ¿Vuestra ropa está sin manchar? ¿Vuestras almas están tan blancas como la nieve limpia?

Yo me apoyaba de espaldas contra el escaparate del banco, escuchando los comentarios de la gente mientras paseaban.

—¿Tu nieve está sin mancha?

—Almas salvadas, veinticinco centavos cada una.

—¡Yo no quiero que me salven si eso te hace luego ponerte en las esquinas y desvariar como un maldito loco!

—Sí, voy a hacerme miembro de la Iglesia uno de estos días antes de morirme.

—¡Claro, yo también, pero quiero divertirme y vivir antes!

Crucé la calle en la oscuridad delante de la farmacia y encontré a un borracho saliendo de la puerta:

—Oiga, ¿quiere usted un buen trabajo? —Sí. ¿Dónde está ese trabajo? —Vender periódicos. Se gana mucho dinero. —¿Cómo se hace?

—Usted me da cinco centavos por cada uno de estos veinte periódicos. Luego camina por las calles gritando los titulares, y recogerá todo su dinero.

—¿Ah, sí? Toma el dólar. Dame los periódicos. ¿Oye, qué dicen los titulares?

—"¡Se ha comprobado que el licor de contrabando es una buena medicina!"

—Se ha comprobado que el licor de contrabando es una buena medicina.

—Sí. ¿Se acordará?

—Sí. Pero, demonios, hijo, si me pongo a gritar eso, los contrabandistas me matarán.

—¿Por qué han de matarlo?

—'Porque es así. ¡Todo el mundo dejaría de beber antes de mañana!

—Pues grite solamente: "¡Periódico! Last Tisu!" (*).

—¡Last Tisú! ¡Vale! ¡Ya voy! Gracias, ¿eh? —Y se fue caminando por la calle gritando—: ¡Periódico! ¡Last Tisú!

Gaste sesenta centavos en la farmacia por veinte periódicos más.

—Oye —me dijo el farmacéutico—, el "sheriff" se enfada cada día más contigo. Cada noche hay tres o cuatro borrachos paseando por las calles con veinte periódicos y gritando algún titular ridículo.

—El negocio es el negocio.

De un salto me subí sobre una carga enorme de tubos petrolíferos y viajé escuchando al mulero soltar tacos como un loco. Él ni siquiera se fijó en que yo estaba sobre su carga. Miré hacia delante por la calle y vi veinte carros más marchando despacio en la oscuridad, mientras los hombres chasqueaban sus riendas de cuero de veinte pies de largo, zurrando a sus caballos cansados, hasta hacerles ampollas. Coches, calesas y carros llenos de gente esperando una oportunidad para salir de entre los grandes carros cargados de maquinaria.

Aquello era entonces mi Okemah. Todo aquel empujar de prisa y hablar fuerte y gritar tacos. Allá veinte hombres amontonándose en un camión grande, agitando sus guantes y fiambreras en el aire y gritando:

—¡Danos el campo petrolífero que quieres construir! ¡Hasta luego, chicos, os veré cuando obtenga mi paga!

—¡Ten cuidado allí cuando trabajes de noche entre aquellos árboles! —le gritó una mujer a su hombre.

—¡Me cuidaré bien!

Hombres viajando a carretadas. Palmeándose en la espalda, tambaleándose y hablando tan fuerte y de prisa que podía oírlos desde una milla.

Me gustaba todo aquel tropel corriendo y trabajando y armando ruido. Okemah iba construyéndose. Por allá hay un grupo alrededor de una pelea delante de la prendería. Papá aporreó un hombre anoche en aquel café porque el hombre le cobró noventa centavos por un bistec que valía cuarenta.

Nunca pensé que vería tanta gente en las calles de este pueblo. Todo el aire lleno de un estruendoso zumbido y una sensación que corría por la espalda y haciendo sentir comezón hasta en las raíces del pelo. Como una especie de electricidad.

Allá está el hombre que grita para los autobuses.

—¡Un buen viaje en un autobús es bueno! ¡El transporte más rápido, más sencillo, más cómodo hasta los campos petrolíferos! ¡Compren ustedes aquí sus billetes para todos los destinos! Sand Springs, Slick City, Oilton, Bow Legs. Coyote Hill. Cromwell, Bearden. ¡Un viaje comodísimo con un conductor experto!

—¡Firmen aquí! ¡Los mejores sueldos! ¡Oigan, chicos! ¡Faltan hombres! ¡Especializados y no especializados! ¡Trabajos para el cerebro! ¡Trabajos de oficina! ¡Trabajos sentados! ¡Trabajos de pie! ¡Trabajos agachándose! ¡Trabajos para borrachos, trabajos para serenos! ¡Faltan trabajadores en los campos petrolíferos! ¡Firmas una tarjeta y tienes dinero en la maleta! ¡Paga y media por horas extraordinarias! ¡Doble paga los domingos! ¡Firmad aquí! ¡Brutos! ¡Cachondos! ¡Calderistas! ¡Transportistas de tierra! ¡Vaqueros y muleros! ¡Vamos! ¡Hombres! ¡Permisos de trabajo aquí mismo!

Era el viejo Riley, el subastador, delante de su oficina de colocaciones, señalando hacia dentro de la puerta con su bastón. Pandillas de hombres salían y entraban a empujones.

—¡Contratistas! ¡Carpinteros! ¡Necesitamos vuestra fuerza, hombros y sonrisas anchas para construir este campo petrolífero! ¡Desde conductores de camiones hasta capataces! ¡Mujeres! ¡Traigan a sus maridos! ¡Sí, señora, le quitaremos el polvo, el sueño y la borrachera, y le daremos comida, cama, y una vida nueva! ¡Ustedes tendrán un montón de dinero y un nuevo hombre cuando lo despidamos de este trabajo! ¡Inscriban sus nombres y ganen su suerte! ¡Faltan hombres!

Un viejo estaba predicando desde el otro lado, delante de la tienda de comestibles.

—¡Esos malditos buscadores de fortuna están derribando todo nuestro pueblo! ¡No hacen caso a las leyes, como si no las tuviéramos!

—¡Eres un viejo mentiroso! ¡Un avaro malhumorado! —le gritó una mujer desde la multitud a su alrededor—. ¡Estamos construyendo este pueblo diez veces mejor de lo que tú podrías hacerlo nunca! ¡Hacemos más trabajo en un minuto que tú que te sientas en el culo durante todo el año!

—¡Si no fueras una mujer, no te permitiría decir eso!

—¡No te detengas por eso, chico! —Y se precipitó hacia él, haciendo caer cuatro o cinco forzudos en su camino—. En cuanto a las leyes, ¿quién las inventó? ¡Tú! ¡Y otros como tú! ¡Nosotros hemos venido a este pueblo para trabajar y construir un campo petrolífero y darle algún valor! Quizás es verdad que esos chicos son un poco salvajes. ¡Hay que serlo para trabajar, viajar y vivir como nosotros!

Me tumbé sobre un montón de tubería, extendiendo mis pies y mirando hacia las estrellas. Mis orejas aún oían el bullicio y los gritos de la calle, las ruedas girando, caballos tirando con toda su fuerza, chiquillos persiguiéndose y crios chillando. Los camiones tocaban sus claxons en la oscuridad. Quería viajar en ellos con mis ojos cerrados, escuchando. Quería viajar, por delante del cine, del salón de póquer, de la casa de putas, de la farmacia, iglesia, del palacio de justicia y de la cárcel, y escuchar cómo crecía Okemah. Un pueblo en marcha hacia la fortuna, hacia el petróleo.

En verano jugaba con otros chiquillos en la guarida de la pandilla. Nuestra guarida fue construida en una semana de duro trabajo por unos doce chiquillos de casi todo tipo, tamaño, color, marca y estilo. Empezó cuando una vieja nos contó una larga historia sobre todos los aullidos y risas que podías oír si te acercabas muy cerca a la vieja casa de fantasmas de los Bolewares. Entonces pensé que toda mi pandilla debía ir y pasar una noche a la casa de los fantasmas. Agrupé a casi todos, y nos fuimos hacia allí después de que oscureció. Sólo una cabra errante nos recibió andando a través del jardín, y unos murciélagos volaron por las ventanas rotas. Entonces, decidimos andar por la casa nosotros mismos, y todos nos pusimos a gemir y gruñir pisando por aquí y por allí en la oscuridad, atragantándonos y gruñiendo como si alguien nos estuviera linchando, y pisoteando con todo nuestro peso sobre las maderas sueltas en el suelo y el ático.

Luego, uno de nosotros tuvo la inspiración de llevar las maderas sueltas a través del pueblo a un huerto de melocotoneros talados en la falda de la colina del colegio, y construir una guarida para jugar a los fantasmas. Cada noche nos largábamos de casa después de la cena, algunos de nosotros nos acostábamos y luego salíamos a hurtadillas de entre las mantas, saltando por la ventana y escapándonos de nuestros padres. Los aullidos y chillidos que salían de la casa Boleware hicieron los vecinos cerrar a llave sus puertas y ventanas; las mujeres se agrupaban en una casa, cosiendo o haciendo calceta durante toda la noche. Y nosotros seguíamos andando por la casa; el alquilar en general bajó hasta menos de la mitad en las casas de aquella calle. Los perros se deslizaban bajo los perches, gimiendo con sus rabos entre las patas posteriores. Y luego no quedaban nada más que las maderas peores y podridas del exterior de la casa, porque habíamos quitado las mejores maderas del interior. Levantamos nuestra guarida como un gran hongo en la colina del colegio, y los vecinos se preguntaron qué demonios estaba ocurriendo. Por fin, escribimos un letrero grande que colgamos del lado delantero de la casa Boleware: "Casa de fantasmas. Prohibida la entrada." Uno o dos meses más tarde oí a dos viejas que pesaban por delante y leyeron el letrero. Mis orejas se pusieron tiesas como las de un perro, y oí a una vieja decir:

—¿Ve el letrero en la fachada? "Casa de fantasmas. Prohibida la entrada."

La otra dijo:

—El dueño es un hombre listo. Lo hace para ahuyentar a los chiquillos. Y yo pensé: ¡Ja!

Poco después, teníamos el equivalente de un antiguo municipal de Oklahoma funcionando en el terreno alrededor de la casa de la pandilla. Era nuestro ayuntamiento, correos, palacio de justicia, cárcel, cine, bar, salón de póquer, iglesia, oficina de bienes raíces, restaurante, hotel y tienda colonial.

Aquella barraca era más concurrida que la estación de ferrocarril del pueblo. Cada chico tenía un cubo. Dentro del cubo, guardaba sus cosas, y todo lo que eso significaba. La mayoría de los chicos cogían un saco de harpillera e iban de búsqueda dos o tres veces por semana. Llegaban trayendo grandes sacos llenos de cámaras de aire de caucho, grifos de latón, hilo de cobre, artilugios ligeros de latón, batería de cocina de aluminio prensado en forma de pequeña bola. El chatarrero lo compraba. Entonces teníamos dinero de bolsillo. Cargamos más sacos que los libros que llevamos en el colegio. También recogimos chatarra, plomo, cinc, trapos, botellas, cascos, cuernos y huesos viejos, y podíamos poner nuestras propias cosas en nuestro propio cubo sin temer que nadie nos las robara. Pensábamos que estaba bastante mal robar algo que alguien ya había robado.

Construimos dinero de la pandilla con hojas de papel. Cada vez que uno traía una cantidad de cosas, juzgábamos su valor. Podías ir al banco y el banquero te daba un bloc de papel del colegio, cortado en cuadros como billetes de dólares, con unas marcas elaboradas al borde, y firmados por el capitán de la pandilla. Cincuenta centavos de desperdicios valían cinco mil dólares. Podías cambiar tu dinero de pandilla cuando quisieras, llevar tus desperdicios al parque de chatarra, y venderlos por dinero auténtico.

Un chiquillo que se llamaba Bill, manejaba la rueda de la suerte. Era una rueda de bicicleta vieja y doblada que él había encontrado en el parque de chatarra y había intentado arreglarla. Te pagaba diez a uno sí adivinabas dónde iba a parar el radio. Pero había sesenta radios.

Montábamos caballos de palo, y algunos de los chiquillos tenía nueve, y todos los caballos se llamaban según la velocidad con que podían correr. Por ejemplo, si estabas montado sobre "Viejo Tom el Bayo", y Rex se ponía a perseguirte con un pañuelo rojo atado sobre la cara, pues cambiabas de caballos allí mismos en el camino de "Viejo Tom el Bayo", gritando:

—[Arre, "Relámpago"!

Hicimos viajes de negocios de caballos al río, recogiendo los mejores caballos de palo, los más largos, rectos y clásticos, con mucha savia, que valían algunos cientos de dólares cada uno en dinero de pandilla. Yo trotaba los siete millas volviendo del río, con un montón de caballos salvajes en los brazos; y siempre había tantas demostraciones y canje e instrucción de caballos en la falda de la colina que era netamente superior a cualquier reunión de intercambio de caballos en el estado de Oklahoma. Un chiquillo que compraba un caballo quería primero, naturalmente, que el caballo fuera amaestrado; y había cuatro o cinco chicos que se ganaban la vida preparando caballos salvajes a diez dólares cada uno. Dos o tres chiquillos cogían la cabeza del caballo y tapaban sus ojos mientras que el jinete montaba a la silla y luego gritaba, ¡vamos! El jinete y el caballo soltaban corriendo y saltando por todas partes, pisando la maleza por completo, bufando, golpeando y encorvándose en el aire. Zurreando y espoleando el potro cerril, el chiquillo saltaba como una rana por encima de masas de espinas, cortaba a través de montones de latas, brincaba cuesta abajo y esquivaba piedras y raíces y arbustos. Puesto que un caballo valía más si era difícil de domar, el comprador te regalaba cincuenta o quizá cien dólares más si demostrabas que tal caballo era lo más fogoso en toda la historia de la colina. Con siempre dos o tres domadores a la vez amansando un caballo, puedes imaginar el aspecto de nuestra colina —cada chiquillo intentando y esforzando todos sus músculos para brincar y cabalgar mejor que los otros—. Y luego, para mostrar que tu caballo tenía más valor, tenías que montarlo hasta que dejase de brincar, y luego ejercitarlo, corriendo tan de prisa como podía, hasta que él reducía su velocidad a un galope duro y rápido, y luego bajaba a un paso largo y tranquilo y tú le ejercitabas cuesta abajo por el sendero, a través del jardín de la casa de pandilla. Llegabas trotando a la puerta, y luego le hacías andar tan tranquilamente como si fuera un antiguo miembro de la familia hasta que estaba atado al poste, comiendo manzanas y azúcar de las manos de todos. Luego cobrabas tu paga y alguien era el dueño orgulloso de otro caballo pura sangre. No sólo recibía el caballo un buen nombre, con certificados y papeles de genealogía, sino que cada costumbre, mal genio, nerviosismo, miedo, gusto y disgusto eran conocidos por su dueño, y brotaba entre aquel chiquillo y aquel caballo de palo una amistad, un compañerismo, y un cariño. Muchos chiquillos habían montado sus caballos y discutido sus problemas, ganancias, pérdidas, enfermedades y rachas de buena suerte más de mil veces durante dos o tres años.

Entre una masa de maleza alta, cerca de la casa de la pandilla, había un vieja máquina para empaquetar avena. La usamos durante una hora como avión, y durante la siguiente como submarino. La Primera Guerra Mundial había empezado en Francia, y los americanos habían entrado. Jugamos constantemente a la guerra. Tiramos las hierbas y las pisamos en el polvo, y vencimos las mismas malezas cada día. Recogimos palos, y vadeamos entre la alta hierba, derribándolas con la mano, gritando tacos, sudando, cortándolas bruscamente. Se rendían al cabo de unos minutos. Luego otra vez nos hacían algo mal e íbamos golpeándolas hasta que decidían rendirse otra vez. Nos acercábamos y agarrábamos cada hierba por el cuello de su chaqueta, le quitábamos violentamente el casco, la palmeábamos en busca de Lugers, tirábamos su rifle y le decíamos:

—¿Te rindes?

—¡Me rindo!

En otoño, al regresar a la escuela, los chiquillos se emocionaban más por las peleas que por los libros. Los recién llegados tenían que pelearse para tener sitio en el patio, y los antiguos matones tenían más peleas para demostrar otra vez su poder. Las peleas me caían siempre encima, de una manera u otra. Aunque fueran entre dos chicos que yo ni siquiera conocía, no importaba quien ganara, pero algún sabelotodo gritaría:

—¡Ya, ya, a que no puedes vencer el Woody Guthrie!

Y después de poco me encontraba en algún sitio del patio dando y recibiendo puñetazos, normalmente por algo sobre lo cual no me había enterado. Iba la mayor parte del tiempo con alguna parte de mi cuerpo hinchado, mientras otra empezaba a bajar.

Cuatro de nosotros más o menos nos respetábamos, porque éramos los mejores luchadores de por allí, no porque quisiéramos pelearnos, ni porque fuéramos valientes o quisiéramos mal a nadie, sino porque los chiquillos del colegio nos habían escogido para divertirles con nuestras narices y puños rotos; circulaban historias y mentiras y tacos por aquí y por allá sólo para hacer que siguiesen los ánimos candentes y nos rompiéramos la piel.

Pero sólo el gran Jim Robbins y el pequeño Jim Whitt eran los dos de los cuatro conocidos que se peleaban entre ellos, cada año en la escuela aporreaban la mitad de las matas de maleza hasta que se volvían una nube de polvo caliente y blanco, y los chiquillos se agrupaban y seguían a gran Jim y a pequeño Jim a casa todas las tardes cuando terminaba la clase, sólo para hacerlos pelearse, cosa que no era difícil, ya que ellos nunca podían ponerse de acuerdo sobre quién había ganado la última vez. Gran Jim era una cabeza más alto que pequeño Jim. Era pelirrojo, pecoso y le faltaban unos dientes, y ancho de hombros, con unos pies grandes y planos. Sus manos parecían flancos de cerdo, y sus brazos eran seis pulgadas más largos que los de cualquier chico del colegio, y andaba encorvado con un aire gacho y indiferente. Era el morrosco de la escuela, y dependía sólo de su fuerza y torpeza para mantenerse en la Asociación Municipal de los Cuatro Puños. Su padre era carpintero, su hermano tendero de ultramarinos. Pero gran Jim tenía fama por todo el pueblo; era el cómico nato, el gritón insultante; gritaba a todos los que se le acercaban. Su tamaño tan grande asustaba la mayoría de los chiquillos hasta el pánico. Cuando había una pelea, gran Jim rara vez ganaba, pero rugía tan fuerte, resoplaba tanto, y echaba tanto polvo y astillas afiladas dando patadas que los chiquillos gritaban y reían, y le aplaudían entusiasmados, porque en cualquier sitio donde peleara gran Jim, había un espectáculo de cine como dos películas de largometraje, y dos comedias y cortos añadidos.

Pequeño Jim era en su mayor parte lo contrario. Pelo rubio y blancuzco que parecía vello de rana, una cara flaca y asustadiza con ojos que parpadeaban a todo lo que se movía en el viento. Tenía fama de andar siempre sucio y con aire gacho, y cuando los chiquillos se burlaban de él, soplaba entre sus dientes como una locomotora poniéndose en marcha, y daba patadas en el polvo. Pequeño Jim era tranquilo cuando lo dejaban en paz, y era capaz de caminar hasta diez manzanas para evitar una pelea; pero a los chiquillos les gustaba verlo enfadarse y soplar y entonces le perseguían a través de los vacíos solares para meterlo en alguna pelea.

Un día se celebraba el Festival de Canje, con sermones en la calle, cantantes en los bares, y conspiradores y políticos esperando en cada esquina. El pueblo estaba vivo, resonaban las voces mezcladas de los labradores negros, los cultivadores de tierra empobrecidos y hambrientos, y el hablar de los indios que a veces alcanzaba una nota alta, cuando algún hombre señalaba a lo lejos, haciendo una curva con la mano, entonces sabías que estaba hablando de todo el país, todas las cosas, todos los problemas, y probablemente, todo el pueblo. La gente blanca charlaba de eso o de aquello: persiguiendo a los cerdos, caballos, zapatos, sombreros, whisky, bailes, mujeres, política, tierra, cosechas, tiempo y dinero. Todo el mundo llevaba un montón de billetes rojos, porque uno de los negociantes quería regalar una calesa nueva. La calesa estaba justo en el centro de la calle donde todo el mundo podía verla intentando brillar un poco en el sol polvoriento. Niños de los tres colores, y una mezcla de todos, andaban a gatas, caminaban, corrían, persiguiendo a los pollos sueltos y a los perros vagabundos, a las estacas, caían sobre las ruedas de los carros, y se deslizaban por la acera arrastrando sus zapatos nuevos.

Cerca del centro del pueblo, gran Jim y Pequeño Jim estaban jugando a las bolas en un sitio plano y polvoriento al lado de la farmacia. Ya habían atraído unos doscientas personas para ver al gallo y el gallito empezar a pelearse.

La gente refunfuñaba, se reía, rugía y hablaba, algunos tomando partido por gran Jim, y otros por pequeño Jim. Era un juego de bolas de ágata. El juego de ágatas era el más importante que podías jugar en la política de Okfuskee County sin ser adulto.

Pequeño Jim estaba disparando. Gran Jim le miraba como un halcón, y los dos gritaban cada cinco segundos:

—¡Dobbs! ¡Venture Dubbs!

—¡Vete al demonio, canalla, tú!

Cuando empezó la pelea, incluso los pocos vagos que habían intentado ganar la calesa de pronto vinieron corriendo por la calle para ver lo que pasaba. Vieron el gentío y adivinaron que debía ser una buena pelea. El polvo en todas direcciones, y la piel también; podías ver la cabeza roja de gran Jim flotando y moviéndose en el centro de la multitud. Estaba dando puñetazos largos a la cabeza rubia y sedosa de pequeño Jim, tocándola una vez de cada nueve intentos. Pequeño Jim daba más de prisa y con más seguridad. Daba bofetadas a gran Jim como un mulo joven dando patadas a una vieja vaca, y sus puños rara vez daban en otro sitio que no fuera la nariz de gran Jim.

Dio directos. Pero el tiempo pasaba. Meses. Gran Jim se hacía más y más grande. Ya había sobrepasado a pequeño Jim totalmente. Su cabeza y hombros eran más altos que los de su pequeño adversario, caía pesadamente sobre el otro como si fuera un relámpago lento, aplastándolo cuando daba un puñetazo. Pequeño Jim luchaba más de prisa. Luchaba mucho mejor. Descalzo en el cuadrilátero caliente y sucio, saltaba de aquí a allá, lanzando puñetazos al cuerpo enorme de gran Jim, pero naturalmente no le hacía ningún daño. Luchó durante mucho tiempo. Se cansó. El polvo le sofocaba. También se sofocaba gran Jim y todo el gentío, pero gran Jim no tenía ganas de gastarse en ningún esfuerzo. Parecía como si no supiera qué hacer, entonces sólo movía sus manos en el aire dando un buen espectáculo a la gente. Pero al cabo de un rato, había cansado a pequeño Jim, y le dio la mayor paliza que nunca había dado a nadie Hizo correr la sangre de la nariz de pequeño Jim, aporreó su cabeza y orejas hasta que se hincharon y escocieron. Golpeó sus mejillas hasta que se vieron manchas azules y contusiones rojas. El pequeño Jim Whitt perdió su sitio en el juego de la pelea aquel día, allí mismo.

El pueblo se volvió loco. Se había tomado una decisión. Pequeño Jim había perdido. Dos peleas más se produjeron entre la multitud de hombres que habían apostado sobre qué chico había ganado. Pero gran Jim era el macho celebrado de nuestro pueblo aquel día.

Los chiquillos de la escuela gritaron cuando terminó la pelea. Sus voces zumbaron tan de prisa que sonaban como un canto, como una ola creciendo a través del mar.

—¿Dónde está Woody?

—¡A que no puedes vencer a Woody!

—¡Woody no está!

—¿Dónde está Woody?

—¡Estaba en el pueblo esta mañana temprano! —¡Se ha ido!

Los chicos se echaron al camino como pastores ambulantes, solos y en parejas, y otros se pusieron a correr por las calles y callejones como dos docenas de Paul Reveres. Incluso los mayores se fueron a subir la colina para buscarme, para dar un rato de reposo a gran Jim, e iniciar otra pelea. Las apuestas subieron. La gente andaba como un grupo de bichos sobre un charco. Siempre juntos y andando.

Yo estaba al otro lado del pueblo. En Main Street, trepando las vigas y riostras de un letrero grande al otro lado de la calle frente a la cárcel. Cuando un par de chicos me vieron trepando encima de aquel letrero, gritaron:

—¡Eh! ¡Aquí está! ¡Aquí está! ¡Aquí está Woody! ¡Traed a gran Jim!

En Okemah la gente había corrido por muchas cosas. Tierra. Whisky. Pero aquella multitud se echó a correr tan de prisa que bloqueó las calles por donde cruzaba, se apelotonaba en los pasos, se despellejaba las espinillas en los bordillos de hormigón, arrancó las estacas de madera de las tiendas, empujó montones de gallineros, soltó los pollos, echando sus plumas al aire, tropezó y cayó a través de los sacos de comida de mulos y caballos, se arrastró encima de carros y calesas aparcados en el camino, echó el heno a rodar, perdió a sus chiquillos, dejó caer montones de tabaco, gritó, rió, e hizo soltar y escaparse a caballos y mulos.

Como ya he dicho, me acercaba cada vez más a lo alto del letrero, y cuando oí aquel gentío subiendo la calle empinada y armando aquel escándalo, no tenía ni idea de lo que iba a pasar. Estaban gritando mi nombre, y corriendo a toda prisa. Alcancé lo alto del letrero, y pasé una pierna por encima en el mismo momento en que el gentío dobló la esquina del palacio de justicia, pasándola apretadamente para agolparse alrededor del letrero y gritar toda clase de cosas.

—¡Baja! ¡Vence a Gran Jim! ¡Pequeño Jim acaba de ser derrotado! ¿Qué dices, chico? ¿Cobarde? ¡Anda, miedoso! ¡Baja de ahí! ¡No eres un maldito pájaro!

Yo me incliné y empecé a sentirme muy cómodo allí arriba. Por fin me había enterado de qué se trataba. Otra pelea manipulada y arreglada antes de que te dieras cuenta. Sabía lo cansado que debía estar Gran Jim. Sólo una pelea. Ahora querían enfrentarlo conmigo y ver otra. Creo que pasé cinco minutos sentado allá arriba. Intentaron toda clase de trucos para hacerme bajar. Chiquillos y hombres treparon hasta la mitad del poste. Me perseguían y acosaban. Me prometían monedas de diez centavos. Pero yo no bajé. Luego recurrieron a la única provocación que no podía aguantar. Gritaron:

—¡Tu padre Charlie Guthrie es un luchador! ¡Tu padre bajaría a luchar!

Algo dentro de mí salió y entró. Me quedé allí unos dos o tres segundos, mi cara perdió toda expresión y apreté mis dientes; luego me deslicé del letrero, bajé como un mono por las estacas, y la gente se alborotó aún más.

Se apiñaron a mi alrededor. Había tanto ruido que no podía hacer nada. Era como una especie de océano zumbando, levantándose y bajando dentro de mí cabeza. No veía a Jim. Había demasiada gente. Vi todo tipo de caras salvo aquella grande y pecosa. El tropel se apartó, dejando el espacio de siempre de tres pies, que era lo bastante grande para que dos chiquillos se quitasen veinticinco pies cuadrados de pelo y piel. No veía a Jim, todavía.

Algo me dio justo entre las orejas. Fue un aparato grande, una caballada de yeguas salvajes, o una carga de semilla de algodón; de todos modos, me dejó ciego. Agité la cabeza, pero no veía nada. Después de un minuto me golpeó otra vez. ¡Zaaass!

A veces te ocurre una cosa rara cuando estás peleando; un golpe te deja ciego, y el siguiente te sacude hasta que puedes ver de nuevo. Vi a Gran Jim justo enfrente de mí. Estaba cansado y mi cabeza parecía una cacerola de pan llena de masa seca. Estaba enfermo. No podía respirar muy bien. Tenía la cara entumecida. Nunca me habían golpeado tan fuerte. No sabía luchar así. Pero era el mejor momento para aprender. Conocía sólo una manera para vencer a Gran Jim. Sabía que él estaba cansado. Era grande y lento. Pero más golpes como el primero, y yo me volvería más lento aún. Quedaría inmóvil. Gran Jim no podría luchar en una pelea rápida. Yo era más grande que Pequeño Jim, una o dos libras, pero no era ni con mucho tan grande como Gran Jim. Tendría que luchar con todo lo que tenía y aún más. Habría de golpearle en la cabeza con mis puños hasta hacérsela pedazos. No sabía por qué. Tendría que hacerlo. Jim me había golpeado dos veces en la cara. Él no sabía por qué. Sólo lo hizo.

Empecé. Empecé a andar, golpear, agacharme, esquivar. No podía parar, ni siquiera un segundo. Él no estaba acostumbrado a esta manera de luchar. Los chicos normalmente bailaban un rato, gastando el tiempo. Algunos dejaban pasar la mayor parte del tiempo. Yo había luchado así muchas veces, pero en aquel momento no me serviría de nada. Seguí golpeando con mis puños la cabeza de Jim sin parar. Era un trabajo sudoroso y agotador. Y con paga baja. No estaba enfadado con Jim. Estaba enfadado por todo el asunto. Enfadado con los hombres que me habían invitado a pelear. Con los chicos que habían sido enseñados a aplaudir. Con las mujeres que cotilleaban y diseminaban mentiras sobre la pelea. Odiaba luchar contra los chicos de mi pueblo. Lanzaba mis puñetazos sobre Gran Jim, pero en realidad estaba peleándome con las ideas tontas que entran y se quedan en las cabezas de la gente.

Jim se iba hacia atrás. No tenía tiempo para retroceder o prepararse. No tenía tiempo para poner en marcha sus pies gigantescos. No tenía tiempo para hacer nada. Los golpetazos llovían sobre mi espalda y cabeza, y era como si me aporrease con una manga de bomberos. Yo no tenía tanto éxito. Di sesenta puñetazos a la vez. Me metí entre los grandes brazos de Jim, dentro de su alcance, y luché como un perro salvaje y borracho con la sangre de una carnicería. Sólo quería que se acabase.

Jim daba traspiés hacia atrás e intentaba recuperar su equilibrio para romper todo mi cuerpo con su mano hecha un bólido, pero no llegó a hacerlo. Tropezó con un carro. Se levantó y tropezó otra vez. Se levantó y cayó hacia atrás contra la rueda delantera, apoyándose en uno de los radios.

Se quedó allí, usando un brazo para gesticular y empujarme, pero yo no podía dejarlo allá para que recuperase el aliento y se quitara el polvo de los ojos, o reposara un poco. Porque entonces él apuntaría bien y me quitaría la cabeza haciéndola rodar por Main Street. Le di un puñetazo tan de prisa y tan fuerte como pude. No pensaba seriamente que pudiera tener tanta fuerza. Se cayó más veces, quedándose tumbado hacia atrás sobre el radio. Apoyó sus grandes hombros sobre la rueda. No acababa de caer. Embistió con un golpe en mi cara. La sentí entumecerse. Toda mi mandíbula se quedó suspendida. De repente, y sin que nadie supiese por qué, Gran Jim dejó de luchar, y levantó las dos manos. Abandonó. Dije:

—¿Te das por vencido? Jim dijo:

—No puedo seguir...—¿Te basta?

—Creo que sí... tengo que parar.

El grupo gritaba, saltaba y chillaba como locos.

—¡Gran Jim se ha rendido!

—¡Está agotado y terminado!

—¡Lo ha dejado K.O. tres veces!

—¡Yupiii!

—¡Bravo!

Jim dejó su cuerpo deslizarse un poco, frotó su pelo y frente con una mano y se apoyó en la rueda con la otra. Se quedó allí unos minutos, pero el gentío no le dejaba descansar. Di un paso para acercarme a él, y le dije una vez más, para estar seguro:

—¿Basta, pelirrojo?

—Ya te he dicho que tenía que parar. Te veré más tarde...

—No quiero que sea más tarde. Quiero arreglarlo todo aquí mismo. No quiero que ocurra lo mismo todos los malditos días. ¿Quieres seguir, o decir que esto es el fin de todo el asunto para nosotros dos?

—Vale... Con esto se ha acabado.

El pobre Jim estaba rendido de cansancio, y yo también.

—Ya... basta para mí.

Y yo cuchicheé en su oreja: —Para mí también.

Unos hombres me dieron monedas de diez centavos. Otros me tiraron monedas de veinticinco. Recogí más de un dólar. Corrí por la calle donde Jim estaba andando. Tenía mal aspecto.

Dije:

—¿Quieres un helado, Jim?

—No. Cómprate uno para ti.

—¿Y si te compro uno a ti también?

—No.

—Vamos, al demonio con todos ellos. Nosotros no estábamos enfadados con nadie, excepto esas bestias que nos hacen pelearnos el uno contra el otro.

—¡Canallas!

—¿Un helado, Jim?

—Pues...

Le pregunté qué sabor quería.

—Fresa —me dijo—. ¿Cuánto tienes?

—A ver, un dólar, quince, veinticinco...

Me dio diez centavos. Eso no era cosa nueva. Lo habíamos hecho cada vez que luchamos antes. Compartíamos el dinero, o una parte. Él había recogido un dólar y medio.

—¿Cuánto tienes ahora?

—Un dólar, treinta y cinco centavos.

—Yo tengo cinco centavos más que tú.

—Es igual.

Extendió la moneda nueva en su palma y el sol la tocaba. Estaba sentado en el suelo, pensando.

—¿Sabes a quién voy a dar la moneda que sobra?

—No —negué con la cabeza. —A Pequeño Jim.

El primer pitido de los bomberos gimió a través del pueblo como una pantera rugiendo dentro de un cañón. Los perros aullaron y corrieron con las colas entre las patas. El pito seguía silbando y cada vez que bajaba y subía yo contaba los barrios en mis dedos para saber a qué parte del pueblo tendría que correr para ver el incendio.

Ese es un curioso pito de bomberos. Sigue silbando sin parar. Okemah no tiene tantos barrios. Todavía está silbando. Quince. Dieciséis. Diecisiete veces.

Parece que todo el mundo está corriendo hasta South Third Street. Carros. Coches. Galesas. Gente montada en caballos. Yo correré con este grupo de chicos.

—¡Oíd! ¿Dónde está el incendio? —¡Síguenos! —¡Ya te enseñaremos! —¡Yo no veo ningún fuego en el cielo! —¡No es aquí en el pueblo! ¡Mira allá hacia el sur, lejos del pueblo! ¿Ves todo aquel rojo? —¿Incendio en un campo petrolífero? —¡Sí! ¡De todo el pueblo! —¿Cuál?

—¡Cromwell! ¡Lo veremos cuando alcancemos la cumbre de aquella colina!

Unas cien personas subían la colina apretadas una contra otra, hablando y jadeando, cortos de resuello. Grupitos de hombres y mujeres andaban trotando y hablando. Los caballos relinchaban y saltaban por todas partes del camino. Los perros ladraban en la maleza a los trozos de papel que volaban por aquí y por allá en la oscuridad. A lo largo y debajo de las acacias la gente corría al máximo de velocidad.

—¡Allí está! —oí a un tío hablando y señalando.

—¡Uf! ¡Se ve más claro que si fuera el sol! ¡Qué aspecto más feroz tiene? —decían unos chicos en la cuesta de la colina.

—Diecisiete millas de aquí.

—¡Las llamas suben por encima de las copas de los árboles!

—¡Y mira qué son altos aquellos árboles!

—¡Ya lo sé! ¡He ido por allí muchas veces!

—Sí, yo también. Siempre voy a nadar justo por aquel lado. Aquellos chicos de Cromwell son muy brutos. Me pregunto cuántas partes del pueblo arden.

—Muchas —decía un hombre.

—Cinco o seis casas a la vez, ¿eh?

—Unas cien casas a la vez —dijo el hombre.

—Cómo trepan y rasgan aquellas llamas, ¿no?

—Yo conozco mucha gente que también estará trepando y rasgando, intentando salir de allí.

—¡Aquellas chabolas de alquitrán se queman como papel! —decía un chico indio.

Yo caminaba por la colina escuchando a la gente.

—¿Son las torres de petróleo o las casas?

—Las dos, me imagino.

—Debe haber ya unas doscientas personas de Okemah en camino para ayudarles a luchar contra el fuego.

—Espero que sí. Aquel incendio es un monstruo.

—Se extiende por toda aquella madera. Mucha gente va a perder sus casas esta noche. —Todas sus cosas.

—Pero ¿y la gente? —dijo una mujer—. Hay chiquillos y madres y gente dormida y enfermos en cama, todo el resto en aquel pueblo de chabolas. Tengo la sensación de que mucha gente será atrapada como polillas en una hoguera.

Me tumbé sobre la hierba y escuché a la gente durante algo más de una hora. Luego, en familias, grupos, y solos, echaron un vistazo largo y final a las llamas y volvieron andando y hablando a casa, a dormir.

Me quedé tumbado allí durante más de una hora. Cromwell era uno de los más grandes pueblos petrolíferos en todo el país. He visto las chabolas hechas de vagones de tren y cubiertas de alquitrán muchas veces, y los robles, la tierra arenosa, los riachuelos pesqueros y los charcos donde nadan los chiquillos.

Aquella noche Okemah vio Cromwell -crujir, zumbar y bailar en el viento y caer hasta convertirse en una capa plana de cenizas calientes.

Una cosa rara el fuego. Te ayuda y te hace daño. Construye un pueblo y luego se lo come.

¿Qué podría quedar de una familia cogida con todas las tablas tan secas como el polvo y llenas de savia?

—¿Qué podría quedar de una familia cogida durmiendo y sofocada por el humo? ¿Qué podría quedar de un hombre que perdió a su familia allí?

Me olvide del rocío mojado y me dormí en la cima de la colina, pensándolo.