Podías ver la tormenta acercándose.

Sus nubes eran negras como la muerte.

Y se fue a través de nuestro pueblecito dejando

su huella mortal.

Y me adormecí pensando en toda la gente del mundo que ha trabajado mucho y ha venido alguien a quitarles la vida.

La puerta estaba abierta y un hombre decía:

—Lo peor ya ha pasado.

Papá gritó desde los peldaños:

—¿Cómo se ven las cosas ahí fuera?

—¡Mal! ¡Ha hecho mucho daño!

Yo veía las grandes botas de caucho del hombre chapoteando en el barrizal de la puerta.

—¡Se ha ido hacia el sur, por allá! ¡Salid de prisa, aún podéis ver la cola azotando!

Me solté de mamá deslizándome de sus rodillas.

—¡Voy a verlo!

Hablaba con papá, siguiéndole por la puerta. —Allí al sur, ¿veis? —el hombre señaló—. ¡Todavía azota!

—¡Lo veo! ¡Lo veo! ¡Aquel látigo tan largo! ¡Lo veo! —salí y caminé descalzo sobre los charcos; el lodo se filtraba a chorros por mis dedos—. ¡Te odio, ciclón! ¡Vete de aquí!

Las nubes en el oeste corrieron hacia el sur y el sol echaba sus rayos sobre el pueblo como en una mañana clara de domingo. Puertas de pantalla se cerraron de golpe y las puertas de los sótanos se abrieron. La gente salió formando colas pequeñas como si Dios hubiera hecho sonar la campanita de la cena. Un viento fuerte todavía corría por el pueblo. Montones de basura ondeaban sobre los postes y alambres de teléfono. Heno desparramado y desperdicios de toda clase cubrían el suelo tan lejos como yo alcanzaba a ver. Los chiquillos salieron corriendo, buscando tesoros. Niños y niñas corrían a paso largo a través de los jardines chillando y señalando los establos y casas destruidos. Señoras con vestidos de algodón salieron a través de pequeños caminos para besarse. Miré a lo largo de una o dos manzanas, escuchando a algunas personas reírse y a otras llorar.

Mamá caminaba delante de la abuelita. No decía nada.

—Tengo muchas ganas de ver el otro lado de la cumbre de la colina —nos dijo.

—¿Qué hay al otro lado? —le pregunté.

—¡Nora! ¡Abuela! ¡Daos prisa! —Papá gesticuló desde el callejón donde el viento nos había derribado durante la tormenta—. ¡Ahí vienen Roy y Clara!

—¡Roy y Clara! —la abuelita se dio un poco más de prisa—. ¿Dónde habéis estado durante todo este rato?

—En el sótano del colegio, supongo —mamá miró por el callejón y los vio acercarse, chapoteando entre los charcos.

—¿Por qué os habéis quedado en el sótano del colegio? —les reprendí cuando llegaron—. ¡Papá y yo hemos tenido una lucha con un ciclón, nosotros solos! ¡Ya!

—Nora —papá habló más bajo que nunca—, abuelita. Venid acá. Mirad. Mirad la casa.

Caminamos en grupo hasta la cumbre de la colina. Señaló el sendero por donde habíamos llegado al sótano. El sol lo tornaba todo tan claro como el cristal. El aire había sido apaleado y revuelto por la lluvia. Vimos nuestra Casa London. Papá dijo casi cuchicheando:

—Lo que queda de ella.

La Casa London estaba sin techo. Parecía un fuerte que hubiera perdido una dura batalla. Las paredes de piedra, parcialmente derrumbadas por escombros volantes y por el empuje del ciclón. La puerta de atrás, bruscamente arrancada de su quicio y enrollada a mi nogal.

Papá llegó el primero por la puerta de atrás e irrumpió en la cocina. —¡Hola, cocina!

Mamá movió la cabeza negativamente, mirando a su alrededor.

—Bueno, por lo menos ya tenemos un buen cielo grande que nos servirá de techo.

Vio muy pocos de sus muebles en la cocina. Todos los cristales de las ventanas se habían ido. El agua y el lodo del suelo nos cubrían los zapatos. Se volvió y me subió a la mesa, diciéndome:

—Quédate aquí arriba, bichito del agua.

—¡Quiero caminar por el agua! —estaba sentado al borde de la mesa dando patadas hacia el agua con mis pies desnudos—. ¡Quiero mojarme los pies!

—Hay toda clase de vidrios y cosas afiladas en este suelo. Podrías cortarte los pies. ¡Dios, fijaos en el armario!

El armario se había caído y estaba medio sumergido en el agua. Platos hechos trizas se esparcían por todas partes. Trozos de tubo de estufa, escobas, fregasuelos, sacos de harina medio llenos, delantales, abrigos, cazuelas, sartenes, heno, maleza, raíces, corteza y escudillas todavía con alguna comida dentro.

Señaló una gran cazuela de azul moteado, y dijo:

—¡Míster Ciclón no ha lavado muy bien mis cacharros!

—No pareces preocuparte mucho.

Papá estaba muy nervioso y respiraba hondo. Chapoteó por la cocina, tocando todo con los dedos y acariciando el montón de basura mojada como si fuera un toro premiado con un cólico.

—¡Jesús! ¡Mirad todo esto! ¡Mirad! ¡Esto es el colmo! ¡Es nuestro adiós!

—¿Adiós a qué? —mamá siguió mirando por la casa—. ¿A qué?

Clara retrocedió hasta la mesa.

—Oye, Woodblock —dijo—, sube a mis espaldas. ¡Te llevaré a caballo hasta el salón!

—¡Vosotros los niños no deberíais estar jugueteando en un momento así!

Papá estaba llorando y las lágrimas mojaban su cara como la de un niño.

—¡Arre! —le di a Clara una patada ligera con mis talones y gesticulé en el aire por encima de su cabeza—. ¡Anda! ¡Sigue nadando en este grandísimo río! ¡Arre! —la cogía alrededor del cuello tan fuerte como podía mientras ella cabeceó unas veces y chapoteó sus pies en el agua. Después, grité—: ¡Vamos, papá! ¡Vamos a cruzar nadando ese gran río y luchar contra la mala pandilla!

—¡Voy a ayudaros! ¡Esperadme! —Mamá se metió chapoteando en el agua por delante de nosotros. Dio unos saltos, salpicando barro y harina mojada, lodo y agua sucia por todo su vestido y dos o tres pies por encima de las paredes de piedra—. ¡Chapoteemos a través del río! ¡ Yupiii! ¡Chapoteemos a través de las arenas movedizas! ¡Ya vamos! ¡Todos nosotros las estrellas de cine, a luchar contra los estafadores y ladrones! ¡Yupiii!

—¡Ja! ¡Ja! ¡Mirad a mamá luchando! —les grité a todos.

—Mamá también es buena luchadora de ciclones, ¿eh? —Clara se reía y tiraba el barro con sus pies por todas partes—. ¡Vamos, papá! ¡Tenemos que seguir luchando contra el ciclón!

Mamá deslizó sus pies por el agua, formando ondas y rizos largos que chocaban contra las paredes.

—¡Charlie, ven aquí! ¡Mira esta otra habitación! Clara me llevó a caballito por todo el salón. El sofá al revés en el centro del salón, sus plumas y muelles esparcidos hasta cincuenta pies fuera de la ventana del sur. Papeles, sobres, lápices flotaban sobre el agua en el suelo. La butaca grande del rincón estaba recostada como un boxeador fuera de combate. Piedras de arena grandes y cuadradas de la parte de arriba de las paredes se habían derrumbado por el techo y estrellado la máquina de coser de mamá contra la pared. Canillas de hilo colorado fluctuaban sobre el agua como toneles y cables en el mar.

—No ha dejado nada en su sitio —la abuelita examinó toda la sala—. Conozco un indio, Billy el Oso, que jura que un ciclón le robó su mejor caballo de trabajo mientras que él araba su terreno. Se fue a casa enfadado y maldiciendo el mundo entero. Y cuando llegó a casa, encontró que el ciclón había sido tan simpático como para dejarle las guarniciones, seis dólares y cincuenta centavos, y un jarro de whisky en la escalenta de su puerta!

Todo el mundo soltó la carcajada, pero papá se quedó callado.

—¡Nora, no puedo más con esto! —gritó de repente—. ¡Estas tonterías! ¡Esto de ja, ja, ja! ¡Estas bromas! ¿Por qué todos vosotros os tenéis que volver contra mí como una manada de perros? Toda la casa destruida, esta casa convertida en un montón de fango y suciedad, esta casa aniquilada, esto no es suficiente para haceros sentar la cabeza?

—Sí. —Mamá hablaba bajo—. Me ha vuelto a sentar la cabeza.

—¡No parece afligirte mucho haberla perdido!

—Me alegro. —Mamá se mantuvo allí, respirando el aire fresco hasta el fondo de sus pulmones—. ¡Sí, me siento como un recién nacido!

—¡Oíd todos! ¡Todos! ¡Ven aquí! —salí por una ventana abierta y me planté afuera señalando hacia arriba.

—¿Qué es? —Mamá fue la única en seguirme al jardín—. ¿Qué señalas?

—¡Míster Ciclón ha roto la copa de mi nogal!

—Fue donde estuviste colgado —mamá me palmoteó la cabeza—. ¡Creo que Míster Ciclón rompió la copa del nogal para que no te cuelgues allí nunca más!

Cogí la mano de mamá, mirando su anillo de matrimonio dorado, y diciéndole:

—¡Ja! ¡Yo creo que Míster Ciclón echó abajo esta horrible Casa London para que no te hiciera daño, mamá!