Míster ciclón
—¡Aquí estoy, papá! —me precipité desde la puerta oriental y fui corriendo hacia mi padre—. ¡Aquí estoy! ¡Quiero ayudarte a disparar!
—¡Apártate de ese hoyo! ¡Tiene dinamita!
No me había visto cuando salí trotando.
—¿Dónde? —Yo estaba nada más que a tres pies del agujero que él perforaba sobre una piedra—. ¿Dónde?
—¡Corre! ¡Por aquí! —me cogió en sus brazos, cubriéndome con su chaqueta, y se echó de bruces al suelo—. ¡Túmbate! ¡Abajo!
La colina entera se estremeció. Las piedras saltaron por encima de nuestras cabezas.
—¡Quiero verlo! —intentaba soltarme luchando por debajo de sus brazos—. ¡Déjame salir!
—¡Quédate aquí! —me apretó con su chaqueta aún más fuerte—. ¡Esas piedras acaban de subir! ¡Caerán en seguida!
Le sentí agachar la cabeza junto a la mía. Las piedras cayeron con un ruido sordo; algunas acribillaron la chaqueta. La tela estaba estirada al máximo. Sonó como un tambor de guerra.
—¡Caramba! —le dije a papá.
—¡Ahora sí que pensarás, caramba! —papá se rió al levantarse. Se quitó el polvo de la ropa con su mano—. ¡Si una de estas piedras te cayera encima, no pensarías nada durante mucho tiempo!
—jVamos a hacer otra explosión! —paseaba de un lado a otro como un gato en busca de leche.
—¡De acuerdo! ¡Vamos! ¡Puedes coger esta azada y cavar un agujero de diez pies!
—¡Qué bien! ¿De qué profundidad?
—¡Diez pies!
—¡En seguida! ¡En seguida! —golpeaba cortando un agujero con la pequeña azada—. ¿Ya son diez pies de hondo?
—¡Sigue trabajando! —papá actuaba como el jefe de una cadena de presidiarios—. ¡Hombre! Creo que nunca he visto tanto calor en un verano tan avanzado. ¡Aunque supongo que tendremos que seguir cavando sin poder respirar! Lo importante es arreglar la Casa London. Luego podremos venderla a alguien y tener dinero para comprarnos otra casa mejor. ¿Te gusta?
—No me gusta lo malo. Yo quiero cambiarme. Mamá quiere cambiarse también. Y R03' y Clara y todo el mundo.
—Sí, hijo mío, ya lo sé, ya lo sé. —Papá hizo saltar polvo azul de piedra cada vez que su pico daba un golpe—. A mí me gusta todo lo que es bueno, ¿y a ti también?
—Mamá tenía un piano y muchas cosas buenas cuando era pequeña, ¿verdad? —seguí apoyándome en el mango de la azada—. Y ahora no tiene cosas bonitas.
—Sí. A ella siempre le han gustado las cosas buenas. —Papá sacó un pañuelo rojo del bolsillo de su cadera y se limpió el sudor de la cara—. ¿Sabes, Woody, hijo? Tengo miedo.
—¿Tienes miedo a qué?
—A este calor infernal. Me pone nervioso. —Papá miró por todas partes, y aspiró profundamente—. No sé exactamente. Pero a mí me parece que no hay ni un soplo de aire.
—Verdad que está quieto. ¡Estoy sudando!
—Ni una hoja. Ni una brizna de hierba. Ni una pluma. Ni una telaraña que se mueva. —Volvió la cara hacia el norte. Un soplo rápido de aire fresco flotó a través de la colina.
—¡El buen aire fresquito! —llenaba mis pulmones de aire fresco en movimiento—. ¡El buen aire fresquito!
—Sí, ya siento el aire fresco. —Se quedó a cuatro gatas, mirando por todas partes, escuchando cada sonido por leve que fuese—. ¡Y no me gusta! —me gritó—. ¡Y tú tampoco deberías decir que te gusta!
—Papá, qué hay, eh? —me puse boca abajo tan cerca como pude junto a él, y miré a todas partes donde miraba—. Hay papeles y hojas y plumas yéndose de aquí para allí. ¿No tienes miedo de verdad, papá?
La voz de papá sonó trémula e inquieta:
—¿Tú qué sabes de ciclones? ¡Aún no has visto ninguno! ¡Deja de decir tonterías! ¡Todo aquello por lo que he trabajado y luchado toda mi vida está invertido en la Casa London!
Nunca hubiera imaginado ver a mi papá tan temeroso de algo.
—¡Pero no tiene nada de bueno!
—¡Cierra el pico antes de que te lo cierre yo!
—¡Nada bueno!
—¡No te enfrentes conmigo!
—¡Nada bueno!
—¡Woody, te zurraré la badana! —Luego dejó caer la cabeza hasta que su barbilla tocó el peto de su mono, y sus lágrimas mojaron el bolsillo de su reloj—. ¿Por qué dices que no tiene nada de bueno, Woody?
—Mamá lo dijo. —Rodé dando una vuelta por el suelo y me separé de él unos dos pies—¡Y mamá llora todo el día también!
El viento susurraba entre las ramas de las acacias al otro lado del camino que subía a la colina. Los nogales encabritaban sus copas al aire y relinchaban al viento que soplaba aún más fuerte. Oí un ronco gemido por todo el iré mientras que las telarañas, plumas, papeles viejos volaban, y las oscuras nubes barrían el suelo, recogiendo el polvo y cubriendo el cielo. Todo luchaba y empujaba resistiendo al viento, y el viento luchaba contra todo en su camino.
—Woody, niño, ven acá.
—Voy a correr.
Me levanté y miré hacia la casa.
—No, no corras. —Tuve que quedarme inmovilizado y callado para poder oír a papá hablando en el viento—. No corras. No corras nunca. Ven acá, y déjame cogerte entre mis rodillas.
Sentí una sensación envolviéndome, como cuando los vientos fríos vienen por encima de la colina caliente. Me puse nervioso y tembloroso, casi enfermo. Caí en las rodillas de papá, abrazándole tan fuerte por el cuello que sus bigotes me frotaron casi arrancándome la piel de la cara. Sentí su corazón latiendo más fuerte y supe que él tenía miedo.
—¡Corramos!
—¿Sabes? No voy a huir más, Woody. Ni siquiera de la gente. Ni siquiera de mí mismo. Ni siquiera de un ciclón.
—¿Ni siquiera de un pararrayos?
—¿Quieres decir de un relámpago? No. Ni siquiera de un relámpago.
—¿Del trueno? ¿De un carro de patatas?
—Ni del trueno. Ni de mi propio miedo.
—¿Tienes miedo?
—Sí. Tengo miedo. Ahora mismo estoy temblando.
—Te sentí temblar cuando el ciclón empezó a venir.
—Puede que el ciclón nos evite. En cambio, puede que nos caiga directamente encima. Sólo quiero hacerte una pregunta. Si este ciclón se alargara hacia abajo con su cola y quitara aspirando todo lo que tenemos en la colina, ¿todavía te gustaría tu papá? ¿Vendrías todavía a sentarte en mis rodillas y a abrazarme fuerte alrededor del cuello?
—Te abrazaría más fuerte aún.
—Es todo lo que quería saber.
Se irguió un poco y me envolvió con los dos brazos de modo cuando el viento sopló más frío sentí más calor.
—¡Dejemos el viento soplar más fuerte! ¡Dejemos volar la paja y las plumas! ¡Que el viento se vuelva loco y nos aporree encima de la cabeza! ¡Cuando los vientos directos pasen por encima y los vientos ondulantes se arrastren en el aire como una serpiente de cascabel en agua hirviendo, tú y yo vamos a contestarle gritando y nos reiremos hasta que vuelva de donde vino! ¡Vamos a levantarnos y a amenazar con el puño contra todo este follón, y gritar y blasfemar y rabiar y reírnos y decir!: ¡Adelante, ciclón! ¡Destrípate contra mi pellejo viejo y duro! ¡Cabréate! ¡Aporrea! ¡Vuélvete loco! ¡Ciclón! ¡Tú y yo somos amigos! ¡Vamos, ciclón!
Me puse en pie de un salto y grité: —¡Sopla! ¡Ja! ¡Ja! ¡Sopla, viento, sopla! ¡Soy un ciclón! ¡Ja! ¡Soy un ciclón!
Papá se levantó de prisa y bailó sobre la tierra.
Dio la vuelta alrededor de su montón de herramientas, me palmeó la cabeza, y se rió fuerte. —¡Anda, ciclón, acelera!
—¡Chaaarrrliee! —la voz de mamá cortó a través de toda la risa y el baile y el soplido del viento—. ¿Dónde estás?
—¡Estamos aquí luchando contra el ciclón!
—¡Cazando tormentas y golpeándolas! —añadí.
—¿Cóommoooo?
Papá y yo nos reímos con disimulo.
—¡Haciendo lucha libre con un ciclón!
—¡Dile que yo también! —le dije a papá.
La abuelita y mamá anduvieron a través de la basura arrastrada por el viento y nos encontraron a papá y a mí palmoteando y bailando alrededor de la dinamita y de las herramientas.
—¿Qué demonios os ha pasado?
-¿Eh?
—¡Estáis locos! —la abuelita miró a su alrededor.
El viento llenaba el cielo entero con una bruma hecha de hierbas secas, arbustos rodando, grava resbalando, polvo fino, y hojas volantes. La lluvia caliente empezaba a azotarnos.
—¡Nos vamos al sótano, y vosotros nos acompañaréis! Toma este impermeable.
—¿Quién va a llevar el pequeño? —les preguntó papá.
—¡Yo quiero caminar en el agua! —dije.
—Y yo te digo que no. ¡Te llevaré yo misma!
—¡Dámelo a mí! —dijo papá riéndose—. ¡Ponlo aquí encima de mis hombros! Ahora el impermeable alrededor de él. ¡Chapotearemos hasta que se sequen todos los hoyos de lodo de aquí hasta Oklahoma City! ¡Luchamos contra ciclones! ¿Sabías eso, Nora?
El viento hacía tambalear a papá por el camino. La abuelita gruñó y luchó con su peso contra la tempestad. Mamá abotonaba su impermeable y andaba pesadamente en la arcilla viscosa del camino.
—¡Esta lluvia es como un arroyo que se escapa! —decía papá debajo de mi abrigo. Asomó la cara entre dos botones, dio dos pasos adelante, y se deslizó un paso hacia atrás.
En la cumbre de la colina el agua tenía más profundidad, y en el callejón despejado el viento nos golpeaba con más fuerza.
—¡Charlie! ¡Ayuda a la abuelita! ¡Allí! ¡Se ha caído! —dijo mamá.
Papá se volvió y cogió a la abuelita por la mano, levantándola a tirones.
—¡Estoy bien! ¡Ahora, al sótano!
Sentí el viento empujándome tan fuerte que tenía que clavarme al cuello de papá. El viento nos azotó otra vez, empujándonos veinte pies hacia atrás en el callejón. Los zapatos de papá se sumergieron en el lodo; se detuvo sobre sus anchas piernas, jadeando.
—¡Me estás sofocando! ¡Agárrate a mi cabeza!
El viento hacía rodar los barriles y lanzaba las tablas de madera arrancadas a través del aire. Cestos y montones de basura volaban contra las cuerdas de tender la ropa. Las puertas de los establos se abrían y se cerraban de golpe, astillándose en cien pedazos. La lluvia caía como una pared de agua sólida; papá afianzó los pies en el abono esponjoso y gritó:
—¿Estás bien, Woody?
Yo le dije:
—¡Estoy bien! ¿Y tú?
Un salvaje empujón del viento gimió durante un minuto como un perro debajo de una caja y luego bramó a través del callejón, chillando como cien elefantes enloquecidos. Mi abrigo se abrió, rasgándose, y se volvió del revés sobre mi cabeza; me agarré alrededor de la frente de papá. Fuimos tambaleándonos veinte o treinta pies más por el callejón y nos caímos de bruces sobre unas profundas huellas de vaca detrás de un gallinero.
—¡Charlie! ¿Estáis bien, tú y Woodrow? —oí a mamá gritar por el callejón. No podía ver ni diez pies en su dirección.
—¡Sigue con la abuelita al sótano! —gritaba papá por debajo del impermeable—. ¡Nosotros iremos en seguida! ¡Va!
Yo al principio estaba en el suelo con mis pies en un hoyo de barro, pero me retorcí y me revolví para por fin sacar la cabeza.
•—¡Suéltame!
—¡Deja la cabeza abajo! —papá me bajó otra vez al hoyo de abono húmedo—. ¡Quédate donde estás!
—¡Me estás ahogando con el abono de vaca! —logré finalmente gorgotear. —¡Abajo! —¡Papá!
—Sí. ¿Qué? —Él luchaba por respirar. —Tú y yo somos todavía luchadores de ciclones.
—Hemos perdido este primer asalto, ¿no? —Papá se rió debajo del impermeable hasta que le oyeron los sótanos en diez manzanas a la redonda—. ¡Pero triunfaremos! ¡Cuando pueda coger un soplo de aire fresco! ¡Ya llegamos en seguida! ¿Verdad, cabecita de abono ?
—¡Mamá y la abuelita son mejores luchadoras de ciclones que nosotros! —me reí y bufé en el charco de fango bajo mi nariz—. ¡Ya han llegado al sótano, dejándonos en un agujero de abono! ¡Ja!
Alambres de teléfono silbaron y se fueron con el viento. Cajas de embalajes de las tiendas del pueblo se levantaron de los callejones y volaron por encima de los árboles. Tablas de establos y de las casas hicieron pedazos los cristales de las ventanas, y las vacas mugieron en los jardines, enredando sus cuernos con el alambre de los gallineros y las cuerdas de tender ropa. Perros empapados corrieron a gran velocidad, precipitándose hacia las casas. Zanjas y calles se volvieron ríos, y los jardines se volvieron lagos. Balas de heno rajándose se fueron con el ciclón como bolsas de pop-corn. La lluvia escocía. Todo el mundo luchaba contra todo el cielo. Era el fuerte empuje, recto, que derriba los pueblos ante sí y abre el camino para la cola del ciclón, que retuerce, aspira y gira hasta hacerlos trizas.
Papá me envolvió en el impermeable, abrazándome tan fuerte como pudo. Nos arrastramos detrás de un establo para protegernos del viento, pero el establo chilló como una mujer atropellada en la calle, y el primer soplo de viento lo cogió y lo levantó cincuenta pies por el aire. Nos caímos seis pies hacia delante. Me apreté al cuello de papá. Me soltó con las dos manos y dio un salto cogiéndose a una cuerda de tender ropa, deslizando las manos por los alambres, quitando a empujones sacos, fregasuelos, briznas de heno y desperdicios de todas clases, hasta que llegamos detrás de la primera casa. Avanzó poco a poco hasta la siguiente, sujetándose a la cuerda de ropa. Después de uno o dos minutos llegamos a quince pies de la puerta del sótano donde se habían metido la abuelita y mamá con los vecinos. Papá iba a rastras y yo arrastrándome debajo de él.
—¡Nora! ¡Nora! —papá dio puñetazos contra la puerta inclinada del sótano, tan fuertes que parecía competir con el ciclón—. ¡Déjanos entrar! ¡Soy Charlie!
—¡Y yooo! —grité desde debajo del abrigo.
La puerta se abrió y papá introdujo el hombro. Cinco o seis vecinos se echaron con gran fuerza sobre la puerta para empujarla contra el viento.
Yo estaba tan mojado como ha estado o estará cualquier pez en cualquier riachuelo cuando, por fin, papá entró en el sótano.
Mamá me cogió sobre sus rodillas. Estaba sentada sobre un cajón de fruta de lata. Una o dos linternas echaban un rayito entre las sombras de las diez o quince personas apretadas en el sótano.
—¡Caramba! ¿Sabes, mamá? ¡Papá y yo somos luchadores de ciclones de verdad! —Charlataneaba y agitaba la cabeza dirigiéndome a todo el mundo.
—¿Cómo está tu padre? ¡Charlie! ¿Estás bien?
—¡Sólo mojado con abono de vaca!
Todos se rieron a gritos.
—Cántame algo —le dije en voz baja a mamá. Ella me mecía de un lado a otro, ya tarareando el aire de una vieja canción. —¿Qué quieres que cante? —Esa. Esa canción.
—Esa canción se llama El Ciclón Sherman. —Pues canta ésa.
Y la cantó: