Capítulo III
NO ESTOY ENFADADO CON NADIE
Era una mañana fresca y limpia hacia fines de verano; puse la nariz en el aire y aspiré el buen tiempo hasta el fondo de mis pulmones. Estaba al lado del callejón en la travesía mirando a Clara que descendía hacia el colegio. Me di la vuelta y corrí como una estampida de búfalos cuesta abajo por la colina, di la vuelta a la casa y llegué a nuestro jardín, deslizándome hasta llegar. Grité por la ventana a mamá, que estaba terminando de lavar los platos del desayuno:
—¿Dónde está la abuelita?
Mamá levantó la ventana, me miró y dijo:
—Es verdad, hoy es el día que llega la abuelita. ¿Cómo lo sabías tú?
—Clara me lo dijo.
—¿¿Y por qué tanto entusiasmo por la llegada de la abuelita, mi pequeño?
—Clara me dijo que la abuelita me llevaría para acompañarla a vender sus huevos.
—¿Quién es ella para decirte eso?
—Es mi hermana mayor. Es bastante mayor ya para decirme dónde puedo ir, ¿verdad?
—Y yo soy tu madre. ¿Puedes decirme lo que debería decirte a ti?
—Puedes decirme también que puedo acompañar a la abuelita.
—¡Oh! Bueno. Pues te ha costado bastante acostumbrarte a esta casa vieja. Entonces te diré algo. Si vuelves a casa y te lavas bien la cara y el cuello, y las orejas, si tienes las manos tan limpias que la abuelita pueda ver tu piel, quizá seré muy buena contigo y te dejaré ir a quedarte unos días con ella. ¡Anda, date prisa!
—¡Ya están limpias mis orejas!
Mamá me examinó las dos orejas y me dijo:
—Ese lavado te servirá durante algún tiempo.
—¿Cuánto tiempo hace que la abuelita es tu mujer? —le pregunté a mamá.
—Te he dicho mil veces que la abuelita no es mi mujer. Es la mujer de tu abuelo.
—¿El abuelito tiene un marido también?
—No, no, no. El abuelito ya es un marido, el marido de la abuelita.
—No hay nadie que sea marido mío, ¿verdad?
Mamá me cogió la esponja y frotó mi piel hasta que se quedó roja como una cereza.
—Escucha, cajita de preguntas: no me preguntes nada más sobre quién está emparentado con quién; me has puesto a dar vueltas la cabeza como un molino.
—Mamá, ¿sabes una cosa?
-¿Qué?
—Nunca me enfadaré contigo. —Pues eso es una buena noticia. ¿Por qué?. ¿Qué te ha hecho decir eso? —Es la verdad.
—Eres muy bueno estos días, por alguna razón u otra. Cinco centavos. Diez. ¿Cuántos?
—Nunca estaré enfadado de verdad.
—Entonces tendrás que cambiar mucho. Te enfadas con tu mamá casi todos los días sobre algo. A veces coges rabietas.
—Esa no es la peor manera de enfadarse.
—¿De qué manera de enfadarse hablas?
—De enfadarse y quedarse enfadado. Eso es la manera que te digo. No te enfadarás nunca conmigo si no me enfado nunca contigo, ¿verdad?
—Nunca en tu vida, jovencito.
Mamá me palmeó con la mano en los sitios donde me había limpiado las manchas de tierra, y me dijo:
—Eso es lo mejor que podría ocurrir con todos nosotros. Tu cabecita ya lo ha triturado todo.
—¿Triturar dónde? ¿Qué quiere decir triturar?
—Triturar. Triturar. Quiere decir cuando mueles algo y lo golpeas bien, como hace el abuelo con su avena.
—¡Tengo avena en la cabeza! ¡Avena en la cabeza! ¡Yupiii! ¡Déjame pasar! ¡Déjame pasar!
—Eres un diablillo loco. Vete, va, diviértete bien. Vete a correr y a demoler esta casa vieja. Eres el más pequeño. Vas a salir y a quedarte un rato muy, muy largo, con la abuela, y yo no tendré ningún niño que me vuelva loca. Diviértete mucho. ¡A ver! ¡Corre! ¡Grita! ¡Fuerte! ¡Que te cojo! ¡Que te cojo! ¡Corre!
Nos perseguimos por todo el salón y a través de la cocina. Me cogió en sus brazos y me dio vueltas y vueltas hasta que mis pies quedaron horizontales al suelo. Ella se reía y yo sentí lágrimas calientes y saladas en su mejilla. Cuando me dejó en el suelo, se puso de rodillas y me abrazó muy calurosamente.
—Mamá, ¿te digo algo? Me gusta que me caces. Que juegues. Cosas así. Que hablemos. Que nos demos abrazos. Pero no me gusta que me llames siempre niñito.
—¡Oh! Eso es lo que pensaba. Esperaba que me dijeras algo. —Me apartó con sus brazos y me examinó de arriba abajo—. Ya te estás haciendo un hombre bastante grande.
—¿Más grande de lo que era antes?
—Más grande de lo que eras antes.
—Más grande de lo que era. No puedo quedarme en un sitio.
—Ya sé —me dijo mamá. Se sentó en el suelo y me cogió en su regazo—. Creces.
—Hacia arriba.
—Hacia arriba, hacia un lado, hacia el otro. —Grande.
—No puedes quedarte en un sitio —siguió.
—Tengo que darme prisa. Crecer.
—Dime algo, Míster Grandullón. ¿Te acordarás de cuando eras un niñito con pelo rizado y tenías poco más de cuatro años, que dijiste que jamás te pelearías ni te quedarías del todo enfadado conmigo? ¿Me dirás lo mismo cuando crezcas y te hagas más grande?
—Cada vez que crezca un poco, te lo diré otra vez.
—¿Lo juras?
—Lo juro. Dos veces.
—Muy bien. Ahora, mira por aquella ventana y dime lo que ves en el camino. —¡La abuelitaaaaa! —¡Sí, allí viene!
—¡Oye, oye! ¡Abuelita! ¡Abuelita!
Me precipité corriendo por la puerta para recibir la calesa, gesticulando con las manos por encima de mi cabeza como si señalase un acorazado. Cuando llegué a la mitad del camino, me di con el dedo del pie en una piedra grande, y eso me hizo caer tan fuerte que las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas; pero me puse a correr todavía más de prisa, porque la única oportunidad que tenía de coger a la calesa era alcanzarla mientras estaba todavía en la parte más llana del camino. Una vez que alcanzase la cuesta pronunciada hacia la casa, no podría pararse para recogerme.
Tenía lágrimas en la cara y polvo en las lágrimas cuando llegué al camino, pero había llegado antes que la calesa. Di varios saltos al lado del camino e hice toda clase de señales con las, manos, pero la abuelita miraba directamente al frente. Grité:
—¡Abuelita! ¡Oye, abuelita!
¡Pero no me echó ni una mirada. Troté por la cuneta llena de arena fina y limpia, y seguí gritando:
—¡Soy yo! ¡Oye! ¡Soy yo! ¡Abuelita! ¡Yo!
Y ella siguió conduciendo los caballos "White Tom" y "Red Bess", echándome más polvo, paja y abono reseco en la cara.
A unos seis pies de donde el camino llano se convertía en la cuesta hasta la casa, la calesa se paró, y di un salto largo volando entre las ruedas y llegué hasta el sillín al lado de la abuelita. Ella rebotaba en la calesa, y se reía diciendo:
—¿Eso eras tú? ¿Allá por atrás? He visto un niñito con la cara sucia, y me dije: "No, ése no es mi Woody, no es mi Woodsaw" (*).
Había sudor en gotas por la cara de la abuelita, porque tenía calor, y toda su cara estaba vibrando con la calesa porque estaba gorda. Un sombrero negro con unas flores por encima y una aguja que siempre me hacía preguntarme si no estaba clavada a través de su pelo y cabeza de una oreja a la otra. Cabellos grises que empezaban a aparecer, venidos de azadonar y trabajar una cosecha de inquietudes durante más o menos cincuenta años.
—Estaba limpio cuando te vi llegar. Luego me puse a correr y tropecé con una piedra grande. Me hice daño. Muy mal. Dame las riendas.
Me abra[1]zó con un brazo y me dio las largas riendas de cuero. Me dijo:
—Sí. Ahora sí te pareces a mi nietecito. Sé por la forma de tu cabeza que eres mi Woodchuck (1).
Me levanté sobre las tablas del suelo y cogí las dos riendas grandes con una mano. Eran más grandes que mi puño, pero logré señalar llamando a mamá:
—¡Oye! ¡Oye! ¡Ya las tengo! ¡Oye! ¡Mírame! ¿Ves cómo conduzco?
Bajé de un salto de la calesa, delante de la casa, y me encontré con la abuelita viniendo del lado de los caballos. Se puso en jarras, se arregló un poco el corsé, me sonrió y me dijo:
—¡Qué listo eres! ¡Ya sabes cómo hacer el nudo sobre la rueda de la calesa!
Pasé los próximos minutos examinando el nudo que había hecho en el radio de la rueda, tocando las riendas por la grupa de los caballos, hasta el bocado de sus bocas. Manejé los bocados flojos y el hierro brilló al sol. Cuando acaricié la mancha entre los ojos de "Tom", "Bess" me miró como si se sintiese sola; entonces la acaricié también. Di varias vueltas alrededor de la calesa, que olía fuerte a pintura y cuero caliente. En el fondo había siete u ocho cubos grandes, todos llenos de leche y de crema para llevar a la gente del pueblo.
Oí por la ventana de la cocina a mamá y a la abuelita hablando.
La abuelita decía:
—No tienes muy buena pinta, Nora. Trabajas demasiado. Te esfuerzas demasiado. Tienes algo. No sé. Dime, ¿qué pasa?
—Pues yo me siento bien. ¿Tan mal aspecto me ves? Trabajos domésticos, lo de todos los días. Nada más.
—Sí, algo más, hija. Algo más. Esta casa vieja. Eso es lo que hay. Esta casa está tan vieja y podrida, debe ser tan difícil mantenerla limpia...
La abuelita se reclinaba en una silla grande y ancha que casi no le cabía, examinando a mamá de arriba abajo. Algunos cabellos grises se habían desatado de sus horquillas, y los arreglaba con las manos sujetándolos otra vez en su sitio.
—Ya se han arreglado las cosas otra vez —dijo mamá.
—Vamos. Hay algo por aquí que no va bien. Dime la verdad antes de que me vaya. Es importante que lo sepa.
Mamá se quitó el cabello de los ojos y dijo:
—Me siento bien. Me siento bien por todas partes. Trabajo mucho y me siento bien, pero no sé. Parece que hay algo dentro de mi cabeza. Algo. Momentos en que me dan vértigos.
—Es eso lo que pensaba —le dijo la abuelita—. Es eso lo que pensaba. Lo notaba. No puedes engañar a una engañadora de siempre, ya lo sabes. Quizá puedes engañarte a ti misma. Pero a mí, no. A tu madrecita, no. Si estuviera uno de tus hijos enfermos, lo notarías desde muy lejos. Pues yo soy igual con mi bandada de hijitos. Ya sé cuándo alguno de ellos tiene algo que no va bien. Te puse los pañales y te limpié las orejas un millón de veces, y te llevé al colegio poniéndote vestidos que habíamos hecho juntas, y si hay cualquier cosa que no te va bien, yo la noto. Prométeme que llamarás al médico para que te examine.
—La leche va a cortarse en la calesa.
—¡Al demonio con la leche y la mantequilla, Nora! Te digo algo importante. Prométeme que llamarás al médico. Haz que venga él a verte cada tanto. Puede examinarte de vez en cuando, y te ayudará.
—Los huevos ya van a romper el cascarón... Bueno, de acuerdo, de acuerdo. Llamaré al médico. Bésame. Adiós.
Mamá besó a la abuelita en la frente.
La abuelita subió otra vez a la calesa, y me encontró sentado a su lado.
—¿Qué dices de este pajarito que vuelve a casa conmigo? ¿Va bien? ¿Echarán de menos por aquí sus manos tan trabajadoras?
Mamá estaba en el jardín despidiéndonos.
—¡Claro! ¡Adiós! ¡Le diré a papá que te has marchado! ¡Te echará mucho de menos!
Los caballos levantaban el polvo entre sus patas, y estaba bien así, porque los mosquitos no podían molestarnos. La abuelita me dejaba coger las riendas.
Me dijo:
—Para aquí un momento. —Tiré de los caballos hasta parar—. Coge tres libras de mantequilla de la parte de atrás y llévaselas a la puerta de la señora Tatum. Coge el dinero. No apretes demasiado la mantequilla, o tendrá las marcas de tus dedos.
Llamé a la puerta, di tres libras de mantequilla a la señora y recibí un dólar y una moneda de veinticinco centavos en la palma de la mano. Me parecían un papel mágico y un pedazo mágico de plata. Se lo di a la abuelita, y ella gritó:
—¡Gracias, señora Tatum! ¡Buen tiempo! ¡Gracias!
Y la señora Tatum contestó:
—¡Ya puedo oler el viento del norte por encima de este tiempo tan bueno!
Continuamos lentamente el camino durante un largo trecho, pasando por muchas casas desparramadas. Yo cogía otra vez las riendas, asegurándome cuidadosamente de llevarlas muy altas para que todo el mundo por el camino supiera que yo ya dominaba eso de conducir. La abuelita sonreía ligeramente y decía:
—Aquí, a la derecha. ¿Por dónde está mi derecha? Norte. Hace frío por allí. Date prisa con la vuelta. Para por allá, delante de aquella casita blanca. Baja y llévale las tres libras de mantequilla a la señora Warner. Luego vuelve a coge tres cubos de leche. Aquella familia suya se hace cada día más grande y hambrienta. No creo que su hijo trabaje ya en la fábrica de algodón.
—Buenas —le dije a la señora Warner, y me dijo:
—¡Pues mira! La señora Tanner ya tiene un buen nene trabajando para ella. ¿Tres libras de mantequilla no son demasiado pesadas para ti?
—No.
Volví corriendo a la calesa y subí.
—Ahora, ¿ves aquella chabola pobre y derruida debajo del nogal negro?
—Sí, la veo. Oye, abuelita, ¿por qué la señora Warner me dio un dólar sin la moneda de veinticinco? Ya veo la chabola.
—La señora Warner hace un arreglo conmigo. Cose. Arregla ropa para toda mi familia. Ahora, esta señora se llama señora Walters. Llévale dos libras de mantequilla. Luego vuelve y coge tres cubos de leche.
Subí a la chabolita e intenté mantener los pies sobre una tabla podrida que servía de paso. Estaba demasiado tambaleante: me hizo perder el equilibrio. Tropecé y se me cayó uno de los paquetes de mantequilla. Me sentía como el peor de los forajidos de Oklahoma cuando vi desenrollarse el paño mojado, y la mantequilla rodando por el suelo, cogiendo piedrecitas oscuras y una capa de polvo espeso. Me quedé allí, con lágrimas en los ojos y otras más que salían cada segundo, cuando oí alguien hablando cerca de mi oreja.
—'Estaba mirándote desde la ventana de la cocina. ¡Qué niño más bueno tiene tu abuelita para llevar su mantequilla y su leche! Yo hubiera debido saber que no podrías pasar por esa tabla tan floja. ¡Dios mío! ¡Mira esta libra de mantequilla tan buena, caída en mi jardín tan sucio! Pues bueno, no te pongas triste, repartidorcito, aún puedo usarla. ¿Ves? Raspo y raspo y raspo así, y no se gasta demasiado.
Por fin encontré bastante fuerza para refunfuñar:
—Otra vez me di un tropezón en el dedo del pie. —¿Está bien, Matilda?
—¡Sí, sí! Está bien. Un pequeño tropezón, nada más. Vamos, yo también voy descalza por aquí. ¿Ves mi pie desnudo, lo duro que es? Pasa por aquí al salón, eso es. Te apuesto que ésta es la primera vez que has estado en casa de un negro, ¿verdad?
—Sí, señora.
—No tengo que decirte más de lo que ya ves. —No, señora.
—¡Por lo menos, me dices "sí, señora" y "no, señora", ¿verdad? —Sí, señora.
—Y yo que no soy nada más que una vieja negra. Hmmm. Suena muy bien. —¿Es usted una nigger?
—¿Qué te parezco, hijo?
—¿Es una nigger porque es negra?
—Es eso lo que dice la gente.
—¿Por qué la gente les llama nigger a ustedes?
—Porque son ignorantes. No saben qué quiere decir nigger. No saben lo malo que te hace sentir.
—Pero usted se lo ha llamado a sí misma.
—Cuando yo me llamo nigger a mí misma, sé que no lo hago con mala intención. Y aunque otro nigger me llame nigger, no me molesta porque sé que es más o menos en broma. Pero cuando un blanco me llama nigger, es como el latigazo de un azote que me corta la piel.
—Tengo que irme a traerle la leche —le dije a Matilda.
—¿Has dicho leche?
Tuvo una sonrisa grande por toda la cara.
—Mi abuelita tiene tres cubos para usted.
—Algunas semanas hay mantequilla. Otras huevos. Y ahora me hablas de leche. ¡Dios mío, pequeño! Vamos, te ayudo.
Me puse a correr por toda la casa persiguiéndola y diciendo:
—¡Yo soy el conductor y el repartidor!
Llegamos a la calesa, y la abuelita dijo:
—¿¿Has pedido perdón a la señora por haber dejado caer la mantequilla?
Bajé los ojos hasta el camino polvoriento y no dije nada.
Matilda nos interrumpió y dijo:
—Señora Tanner, cualquier niño que trabaja para usted tiene que ser bueno. Usted me da la mantequilla y la leche buena y él me la entrega. Mi marido comerá el mismo pan de maíz, pero en lugar de encontrarlo tan seco y arenoso que se le pega en la garganta y le corta el estómago, será suave y aceitoso con la buena mantequilla derretida. Y le bajará por la garganta tan resbaladiza y tan fácil que no tendrá tiempo para rasparle ni la garganta ni el estómago. Y mis hijos tendrán mantequilla en todas partes, y se la limpiarán en los monos, pero yo no voy a reprenderlos si lo hacen, los pobrecitos, porque estarán igual que yo, con tanta hambre de mantequilla y pan de maíz y leche dulce, que pensarán que ya están llegando a la tierra de promisión. La abuelita dijo:
—Intento no olvidarte completamente. —Ya sé que lo hace —le dijo Matilde a la abuelita.
—Sólo me gustaría que hubiese más cosas más a menudo —dijo la abuelita.
—A mí me gustaría ayudarla más a menudo también. Ya lo sabe, señora Tanner, ¿verdad? Cuando miró por abajo de la funda en la parte de detrás de la calesa, siguió—: Ya veré si puedo encontrar a uno de mis propios hijos. Déme dos de esos cubos grandes. ¡Tucker! ¡Tucker!
—¡Sí, mamá! ¡Aquí estoy! ¿Qué quieres?
—¡Fíjate en esto, hijo mío, fíjate bien! ¡Ven acá y fíjate con tus propios ojos en lo que va a llenar tu estómago! ¡Leche dulce! ¡Bastante para engordar y matar a cuatro cerdos!
Tucker se precipitó desde una extensión de hierba, y luego vi tres o cuatro cabezas más levantarse, mirando, pensando y escuchando.
La abuelita sonrió y dijo:
—¡Hola, Tucker! Todavía jugando en la hierba, ¿no?
—Buenos días, señora Tanner. Matilda me dio un cubo de un galón, y le dio otro a Tucker. Dijo:
—Tucker, te presento al señor Woodpile (*). Señor Woodpile, te presento a mi hijo, Tucker. Le di la mano a Tucker y dijimos; —Encantado.
Él se rió en voz alta, cogió un cubo de leche entre las manos y se inclinó con la cara casi tocando la leche y el aliento formando anillos por encima, diciendo:
—¡Buena, buena, buena leche; ¡Buena, buena, buena lechita!
Las primeras dos o tres millas fuimos trotando al oeste por el Camino de los Ozarks. Una media milla al oeste de la Escuela Buckeye, vimos dos caballos atados a la valla: el "Comodín Negro", salvaje y rebelde, que montaba Warren, el hijo mayor de la abuelita, y un caballo de familia dócil y viejo que montaban juntos los hijos menores, Lawrence y Leonard.
—Ya veo que el Warren ha cogido a hurtadillas ese "Comodín Negro" y lo ha montado otra vez para ir a la escuela. Ese maldito caballo está loco.
Yo estaba en la silla relajado y flojo, con las rodillas debajo de la barbilla, pensando un poco. Le dije a la abuelita:
—Mamá me echará en falta.
La abuelita me miró, puso un brazo sobre mis hombros y me tiró hacia ella en la silla de la calesa. Tenía una rienda en cada mano y dejé caer mis manos en sus rodillas.
—Tú también estás inquieto. Eres un hombrecito inquieto, eso es lo que eres, un hombrecito inquieto.
—Abuelita. —Sí.
—¿Sabes algo, abuelita? Mamá no va nunca a hacer visitas a la gente al otro lado de la calle. —¿Por qué no?
—Siempre se queda allá, en la Casa London. —¿Nunca vienen las vecinas a visitarla y hablar con ella?
—No. Nunca viene nadie. —¿Qué hace? ¿Lee?
—Se queda en una silla. Mirando. Normalmente tiene un libro en las rodillas, pero no mira dónde está el libro. Sólo a través y por encima del salón, de la casa, de todas partes.
—¿En serio?
—Si papá le dice algo que ella ha olvidado, mamá se pone tan enfadada que sube a la habitación de arriba y llora durante todo el día. ¿Por qué hace eso? —pregunté a la abuelita.
—Tu madre está muy enferma, Woody, muy enferma. Y ella lo sabe. Es tan grave que no quiere que ninguno de vosotros os enteréis... porque va a empeorar aún más.
Pasaron uno o dos minutos durante los que la abuela no dijo nada, ni yo tampoco. Miré por el lado del camino. La lluvia había llegado, se había marchado, y el camino se había arrugado como la piel de un viejo. Por encima de la hierba vi el campo de maíz de la abuelita, era grande y alto.
—Abuelita —dije por fin—, ¿están trotando "Tom" y "Bess" tan de prisa porque quieren volver a casa más pronto?
No se movió ni cambió la mirada vacía de su cara. Dijo:
—Supongo que sí.
—¿Es uno de los caballos una chica? —"Bess".
—¿Y el otro un chico? —"Tom".
—Viven juntos, ¿no?
—En el mismo establo, sí. El mismo prado. No entiendo muy bien lo que quieres decir.
—¿Los caballos pueden casarse uno con el otro? —Pueden hacer ¿qué? —¿Los caballos se casan?
—Vamos, ya vas empezando otra vez con tus malditas preguntas. Yo no sé si se casan o no.
—Sólo te estaba preguntando.
—Siempre estás preguntando, preguntando, preguntando algo. Y la mitad de veces no puedo darte la respuesta.
—Los caballos trabajan, ¿no?
—Ya sabes que trabajan. Yo no tendría por aquí ni un gato o perro o pollo que no hiciera su parte del trabajo. Sí, incluso mi gato viejo hace mucho trabajo. Eso me hace acordarme, ¿conoces a la "Madre Maltesa"?
—¡Muy, muy vieja? Sí. Ella me conoce también a mí. Cada vez que me ve, viene adonde estoy.
—Tiene una nueva carnada, siete de los más suaves, más peludos, más simpáticos gatitos que nunca has visto.
—¿Siete? ¿Cuántos dedos es siete?
—Así. Mira. Todos los dedos de esta mano y dos de ésta. Eso es.
—¿Son gatitos buenos?
—¿Pero qué podría hacer un gatito para ser malo? Son los mejores cachorritos que nunca hayas visto. Dormilones. Jamás has visto una cosa dormir como esos gatos.
—¿Adonde fue la "Madre Maltesa" para volver con tantos gatitos?
—Fuera, a algún sitio, en los árboles, en la hierba. Encontró un gatito aquí, y otro allí, y uno o dos por allá, y así es cómo encontró los siete.
—¿En serio?
—Claro.
—¿Por qué la "Madre Maltesa" no podía encontrar a los siete en un solo lugar?
—Escucha, hombrecito, tendrás que preguntárselo a la mamá gata. Ojo a los caballos, mantente erguido. ¿Te acuerdas? Estamos llegando a la verja. Ahora bajas y la abres.
Nos acercamos a la verja de alambre y dije:
—{Vale! ¡Vale! ;Ya sé todo lo que hay que hacer para abrir una verja!
La verja estaba dura. Puse un brazo alrededor de la estaca que estaba clavada en el suelo, y el otro alrededor del palo suelto, e hice una especie de llave con la cabeza de los dos. Oí a la abuelita gritando:
—¡Ya veo a los chicos cabalgando en el camino! ¡Vamos!
Escuché cómo se acercaban un montón de cascos por el camino; levanté los ojos y vi un nubarrón de polvo blanco avanzando hacia mí. Entre el polvo podía oír a los tres chicos gritando y ladrando: "¡Yip! ¡Yi! jYyyyyiiipppeee! ¡Cuiiiiidaaadooo! ¡Woodrow! ¡Cuiiidaaadooo!" La idea de ser pisado por las patas de los caballos me hizo abrir los ojos como una abeja con ojos desorbitados, y me pareció que las orejas también se me salían de la cabeza.
Mi primera idea fue dejar caer el palo largo e ir corriendo hasta la maleza para escaparme de los caballos. Los chicos todavía estaban acercándose y gritando:
—¡Vamos a pisarteee! ¡Pisarteee! [Cuidadooo, Woodrow! ¡Vas a ser atropellado y muerto!
Los chicos y los caballos estaban a unos diez pies de mí, cuando decidí que simplemente mantendría la verja cerrada. Por casualidad eché una mirada final al cierre de alambre en la parte de arriba; se había deslizado solo a la muesca donde intentaba ponerlo antes. La verja estaba bien cerrada. Me tiré de espaldas desde la estaca y de prisa me puse otra vez de pie. Hice muescas tan feas como pude, y le grité a los chicos:
—¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! ¡Pensabais que erais muy listos! ¡Pensabais que erais muy listos!
Los dos caballos se estrellaron contra la verja.
Warren, montando en el "Comodín Negro", iba demasiado de prisa para volverse o parar, ni siquiera para reducir su velocidad. Lawrence y Leonard habían contado con la puerta abierta, y su propio polvo les habían vueltos ciegos. Su caballo se paró tan de prisa que los chicos se deslizaron casi dos pies por encima del cuello del caballo; el animal sacudió la cabeza varias veces, echando a los dos chicos abajo entre el alambre donde Warren estaba rodando.
Durante todo aquel rato yo había corrido tres veces más rápido que los caballos, hasta que alcancé la calesa de la abuelita. Subí por la parte trasera y me quedé agachado allí, mirando el loco rodeo de la verja. Todavía estaba "Comodín Negro" pisando y relinchando un poco en la parte occidental del campo de algodón; en la parte oriental, justo al borde de la masa de algodón, entre unas malezas esparcidas, había un caballo sin nombre, y en el centro de todo persistía un nubarrón del mejor polvo de Oklahoma, que parecía el resultado de una granada que alguien hubiera lanzado; a lo mejor no se creería mirándolo tal como aprecia, pero yo sabía que dentro de aquel polvo había tres chicos peligrosísimos. Sin embargo, no se les veía; sólo quedaba el polvo flotando. Pero se percibían algunos hilos de alambre moviéndose al sol.
—¡Warren! ¡Lawrence! ¡Leonard! —la abuelita estaba a punto de romperse los pulmones gritando—: ¡Vosotros, chicos! ¿Dónde estáis? ¡Esperad! ¿Os habéis hecho daño?
Se metió caminando dentro del polvo; moviendo excitadísima los brazos, tocando los alambres sueltos y pescando a los chicos traviesos. Luego todo lo que vi fue su sombrero subiendo y bajando mientras que ella se agachaba y se levantaba, y se agachaba otra vez, buscando chicos. Después de unos minutos, el polvo desapareció lentamente por su propio impulso, como un animal grande, fuera de la verja, por el pequeño camino lleno de baches.
—¡La pobre abuelita! ¡Leonard está muerto, Warren está muerto, y Lawrence está muerto!
Sentado en la parte de atrás de la calesa, miraba. Lágrimas tan grandes como tazas de té resbalaban por mis mejillas y saboreaba su sal cuando corrían hasta la comisura de mis labios.
—¡Warren! ¡Warren! —llamó la abuelita—. ¿Qué haces por ahí en esa zanja? ¿Te has hecho mucho daño?
Warren se levantó e intentó limpiarse la suciedad, pero su ropa de escuela estaba tan llena de agujeros y desgarrones que cada vez que intentaba quitársela, se hacía otro agujero aún más grande.
Estaba llorando y todo su cuerpo se estremecía. Le dijo a la abuelita:
—¡Ha sido aquel terco renacuajo, Woodrow, es él quien lo hizo! ¡Voy a darle un garrotazo en la jeta!
—Tú, tranquilo, míster vaquero —le dijo la abuelita—. Woodrow hizo lo que podía. Estaba cerrando la puerta para mí. Vosotros los chicos mayores que teníais razón para venir cabalgando por el camino, gritando e intentando asustar a un niño tan pequeño. No me importa si os habéis despellejado un poco, falta os hacía.
Se puso a buscar otro chico, y encontró a uno aplastado boca abajo en una masa de arbustos de zumaque; era Leonard, jadeando como si le hubieran dado un susto de muerte.
—¡Leonard! ¿Estás muerto? —le dijo la abuelita.
Leonard se levantó de un salto tan rápido que un puma hubiera parecido lento, y se puso a correr hacia la calesa tan de prisa como podía, gritando:
—¡Voy a aplastar este canalla contra el suelo! ¡Voy a herirlo como me ha hecho él! —Y siguió precipitándose hacia la calesa.
Yo respiraba muy fuerte, pero a veces no respiraba en absoluto. Sabía lo que él haría. Me dejé resbalar por encima de la silla hasta el fondo del cojín; cogí las riendas tan fuerte como pude; me mordí la lengua y miré por encima de los caballos hacia la casa.
La abuelita encontró a Lawrence en los mismos arbustos, despellejado como los otros dos, le faltaba un poco de piel, de ropa, y de pelo. Lawrence estaba subiendo a la silla de mi lado. Retrocedió su mano y lanzó un puñetazo hasta mi cabeza; me aparté a un lado y la dejé pasar volando. Él se dio con la mano contra la silla y eso le enfadó aún más. El próximo puñetazo que me tiró, me cogió justo a un lado de la cabeza, y mis orejas zumbaron como una peonza. Caí a lo largo en la silla con las manos sobre la cabeza, y me dio dos o tres aún más fuertes por todo el cuerpo. Me solté con dificultad de su presa, pero me dio con la cabeza contra el ángulo afilado de una caja pesada de madera que estaba al fondo de la calesa, y cuando me toqué con la mano el chichón que se agrandaba por encima de la oreja, y vi la sangre en mis dedos, di un chillido que estremeció las pacanas de los árboles hasta una milla a la redonda.
Los caballos me oyeron, y saltaron como si los hubieran fustigado con un látigo de relámpagos. De una sacudida, me arrancaron las riendas de las manos. "Tom" dio un tirón con todas sus guarniciones, y rompió el tirante de cuero; "Bess" se asustó, dio un salto a un lado, y rompió una cadena; después, los dos caballos se pusieron a bufar, bajando las orejas, y corriendo hacia el establo como un ciclón. Leonard cayó hacia atrás con el cojín de la silla. Yo estaba todavía doblado como una pelota, rondado con la caja de madera sobre las tablas del suelo. Ninguno de los dos tuvimos la oportunidad de saltar de la calesa. Los caballos siguieron corriendo más de prisa a paso largo y después de arrancar la calesa, se precipitaron a todo galope. Leonard se enfadó más que antes, y cada vez que los cascos de los caballos chocaban contra el suelo, o las ruedas daban una vuelta, me daba una patada fuerte en la espada. Estaba descalzo y no me hizo mucho daño, pero cuando vio que no me hacía daño, decidió poner los pies en mi cuello e intentar ahogarme. Las ruedas de la calesa rebotaron contra las piedras, chocaron contra las raíces, y sacudiéndonos a los dos como si nos sacara fuera de nosotros mismos.
La abuelita que estaba a poco menos de tres pies de la calesa cuando los caballos rompieron los tirantes y echaron a correr, se puso a gritar:
—¡So! ¡So! ¡"Tom"! ¡"Bess"! ¡Parad los caballos! ¡Dios mío! ¡Hay cien cartuchos de dinamita en la calesa!
Oí relinchar a los caballos, y oí el agua en sus estómagos agitándose, oí el aire bufado por sus narices, y los cascos golpeando contra el suelo.
—¡Aquella caja contra la cual te estás inclinando, está llena de dinamita! —gritó Leonard.
—¡No me importa! —le grité.
—¡Si esta calesa capota, se acabó todo! —me dijo.
—¡No puedo pararlos! —respondí. —¡Yo voy a saltar! ¡Y dejarte con la dinamita! —gritó.
—¡Salta! ¡Verás si me importa! —contesté.
Leonard se levantó erguido con los pies en la silla y a la primera oportunidad que tuvo, se precipitó al lado, y cayó rodando entre una masa de espinos. Lo único que vi fue los fondillos de sus pantalones cuando cayó volando por encima de las ruedas. Y eso que me había dejado rebotando por todo el suelo de la calesa con una caja de dinamita y unas cargas de TNT como única compañía. La estaca de la verja pasó volando, y dejé salir mi aliento cuando la evitamos por una pulgada; pero miré por delante de los caballos y vi que todo el terreno del establo estaba lleno de cosas que no podíamos esquivar Delante había un tractor de vapor, y al lado de él, un par de carros con la tablas apoyadas a los lados. Había una máquina para aceitar. Y un montón de mazorcas de maíz desparramadas por el camino. Imaginaba yo el establo del abuelo, su terreno, sus arados, útiles y maquinaria, estallando por encima de las copas de los árboles; pero los caballos conocían el terreno mejor que yo, y dieron una curva en forma de herradura pasando el arado, volvieron casi ronzando el tractor, poniéndose un poco de lado para sobrepasar el montón de mazorcas, para iniciar otra curva más ancha. Pero cuando se echaron encima de la puerta del establo, comencé a despedirme del mundo. El establo entero estaba colmado con más carros, maquinaria y arados, y había una losa de hormigón en el suelo justo a la entrada de la puerta, que era suficiente como para hacer saltar la caja de dinamita fuera de la calesa. Con las orejas contra el lado de la caja, oía los palos grandes golpeando adentro.
Pero, de repente, los caballos llegaron hasta la puerta. Dieron la vuelta y se pararon, los caballos quedaron apuntando en una dirección y la calesa en otra.
Durante un minuto me quedé allí abrazando la caja. Después, di un saltó rápido y largo por encima de la silla, y toqué tierra. Warren y Leonard se acercaron cabalgando y bajaron de un salto de su caballo.
—¡Pequeño diablo! ¡Ya nos has dado bastantes problemas!
Warren corrió y me cogió por el cuello.
—¡Ven, Leonard! Lo tengo aquí para ti. ¡Aquí está el canalla! ¡Pégale hasta enviarlo al infierno!
—¡Cógelo! —decía Leonard—. ¡Cógelo hasta que pueda quitarme el cinturón. ¡Voy a hacerle ampollas en la piel tan grandes, que un billete de dólar no podrá cubrirlas! ¡Tu familia sólo trae mala suerte! ¡Cógelo bien, Warren!
Leonard tardó unos segundos en desabrochar su hebilla y sacar el cinturón de las presillas. Yo estaba dando patadas y llorando, pero no demasiado fuerte. No quería que la abuelita pensara que estaba llorando fuerte para que ella me oyese; yo estaba luchando. Usaba todos los tacos que habían sido inventados o que se inventarían algún día.
Tus ampollitas no me harán daño. Tu cinturón no durará mucho tiempo. Tu brazo se cansará. Tú no sabes. Crees que me estás asustando. Crees que la lucha ya es tuya. Ahora me azotarás, y yo pareceré que esté llorando, pero en realidad no estaré llorando. Tendré lágrimas en los ojos porque estoy enfadado contigo. Mi familia no tiene la culpa por lo que le ocurrió. Mi madre no tiene la culpa por lo que ocurrió.
Erais muy simpáticos con mi madre cuando ella era guapa y tenía buena salud, y la gente era simpática con vosotros porque erais hermanos de mi mamá. Pero luego, cuando le ocurrieron cosas malas, y perdió su casa tan bonita y se puso enferma, y os necesitaba para tratarla bien, os ponéis a dar alaridos y ladridos como una manada de coyotes locos, y a reíros y burlaros de nosotros. Todo eso me hace tan fuerte para quedarme aquí y dejarte golpearme en la espalda, el cuello y los ojos, y hacerme ampollas en los hombros con ese cinturón de cuero tan flojo; yo ni siquiera lo siento.
Pensaba esas cosas, pero sólo dije:
—¡Cobardes! ¡Dos contra uno!
—¡Ahora te doy en las piernas desnudas, renacuajo, para que te acuerdes de lo que nos has hecho! —Y Leonard con un golpe enrolló el cinturón alrededor de mis piernas.
—¿Duele, no? ¡Quiero que lo sientas hasta los huesos! ¡Quiero que te duela! ¿Te duele?
—¡No! —le dije.
—¿Cómo? Quieres decir que no te golpeo bastante fuerte con el cinturón?
Leonard dobló la correa en las manos y dijo:
—¡Puedo hacerte decir duele! Te lo daré doblado y dos veces más fuerte! Te haré arrastrarte de rodillas y decir, ¡duele!
Me golpeaba latigazo tras latigazo por todo el cuerpo, escociéndome y produciendo cardenales, contusiones y verdugones. Yo luchaba contra Warren, intentando soltarme de su acoso.
—¡Suéltame! ¡Me quedaré aquí! ¡No me cojas! —le dije.
—¡Di duelel —Leonard me dio otro latigazo fuerte entre mis piernas desnudas.
—¡Suéltame! ¡No correré! —dije.
Warren relajó su abrazo, y dijo:
—¡Ya veré si tienes cojones para quedarte como un hombre y aguantar la paliza! —Me soltó, y me quedé mirando a Leonard mientras que él se retiró para darme más con la correa.
—¡Di que duelel —dijo Leonard—. ¡Quiero saber que no estaba malgastando el tiempo! ¡Di duele!
Warren me advirtió desde atrás:
—Mejor di lo que quiere que digas. Así se acabará más pronto. Va. ¡Di duelel
—No lo haré —le contesté.
—¡Qué hijo puta más testarudo y desgraciado! Te haré decir lo que quiera, sino te golpearé hasta que caigas al suelo. —Leonard se puso a dar puñetazos, primero desde un lado, luego desde el otro, sin parar ni para decir una palabra ni respirar.
—¡Di lo que quiero que digas!
—¡No!
En ese momento la abuelita habló desde detrás de la espalda de Leonard y dijo:
—¡Basta, joven kaiser! ¡Eres demasiado bruto para ser un hijo mío! ¡Dámela!
Casi antes de que él se enterara, le arrancó el cinturón; Leonard se fue corriendo veinte pies y se quedó allí estremeciéndose. Él sabía que la abuelita llevaba el diablo dentro cuando la sacaban de quicio.
Warren defendía a Leonard.
—¡Este maldito y podrido Woodrow es el causante de todo, mamá!
—¡Cierra la boca! —La abuelita se volvió a Warren—: ¡Tú te has metido en esto tanto como tu hermano! ¡Estáis volviendo loca a vuestra vieja madre! ¡Los dos juntos! —Hizo una bola entre las manos con el cinturón. Lawrence estaba al lado de la abuelita, no decía mucho, sólo miraba a ambos.
—No sé —dijo ella, con lágrimas grandes corriendo por las mejillas—. No sé qué hacer. ¡Ya no sé qué hacer!
Los tres chicos movían los pies, bajaban la cabeza, miraban al suelo, pero no decían ni una palabra.
—A ver, machotes, ¿tenéis algo que decir en vuestra defensa?
Leonard habló y dijo;
—¿Para qué nos sirve que él venga por aquí? No queremos jugar con él. ¡No dejaremos que nos siga! No es nada más que el renacuajo enfermizo de Nora. ¡No me gusta! ¡Lo odio!
La abuelita dio unos pasos rápidos y cogió a Leonard por el cuello de la camisa. Retorció la camisa en sus manos hasta que lo tuvo bien cogido, y luego empezó a empujarle hacia atrás, dando largos pasos; él se caía oyéndola decir:
—¡Ya lo he dicho una docena de veces, machito! Nora era tan hija mía como tú, ¿entiendes? ¡El padre de Nora era tan bueno, y de alguna manera mucho mejor que tu padre! ¡Fue mi primer marido! ¡Nora fue nuestra única hija! —Le empujó violentamente contra el lado del establo y cada vez que le decía una palabra, lo empujaba un poco más fuerte, intentando sacudirlo para que pensara—. No. Nora no es como tú. No. Me acuerdo de cómo era Nora, incluso de cuando no tenía más que tu edad. Iba a la escuela donde yo enseñaba, allá cerca del río Deep Fork, y leía sus libros y estudiaba sus lecciones, y me ayudaba a marcar y corregir los ejercicios. Le gustaba la música y cantaba hermosas canciones y tocaba el piano; ¡y aprendió casi todo lo hermoso para lo que tuvo una oportunidad, la mitad de una oportunidad de aprender! A cualquier sitio que iba, y la gente la tenía cariño; y yo siempre me sentía orgullosa de ella porque... ella... —La abuelita apartó la cabeza del chico contra el establo; su mano se abrió floja y el cinturón se cayó al suelo. Dijo—: Leonard, ahí está tu cinturón. Ahí. En el suelo. Recógelo. Pónlo otra vez en tus pantalones. Se te están cayendo.
Vamos, acercaos todos, vuestra madre va a daros a todos un abrazo. Y quiero que también vosotros me abracéis, como habéis hecho siempre. Como si todo estuviera bien.
La abuelita reposó sentándose en el palanquín del carro; los chicos se miraron por el rabillo del ojo y se acercaron a ella, despacio, pero se acercaron, y pusieron los brazos alrededor de su cuerpo, flojos al principio, pero ella los cogió para apretarlos alrededor de su cuello y hombros. Cuando lo hizo, los chicos la abrazaron más fuerte, y ella cerró los ojos, y movió la cabeza de un lado a otro, primero tocando el pecho de un chiquillo, luego la camisa, y el hombro de otro.
Dejó los ojos cerrados y dijo:
—Woodrow, no te quedes ahí tan solo. Tienes que estar aquí en mis rodillas. Ven, sube. Acércate, así. Tienes que estar con tu cabecita rizada arrimada cerca, eso es. ¡Dios, qué bueno es esto! Si, todos sois mis chicos, haciéndolo todo tal como se os ha enseñado, lo mejor que podéis. Todos haréis travesuras, pero, ¡Dios mío, no puedo hacer diferencias con vosotros!
No salía ningún sonido de cualquiera de los chicos. Yo tenía la cabeza debajo de la boca de la abuelita, escuchándola, hablaba muy despacio, suavemente; y de mis ojos cayeron lágrimas por su pecho que deslucieron su vestido de pueblo. Los otros tres chicos movían las cabezas, y bajaban los ojos.
—Lo siento, mamá. —Yo también, mamá. —No llores, mamá.
—Abuelita, no estoy enfadado con nadie —dije.
Capítulo IV
GATITOS NUEVOS
En casa una hora más tarde, Warren y Leonard se habían lavado las heridas y habían desaparecido dentro de la casa para vestirse con ropa limpia. La abuelita hablaba sola, moliendo el café para la cena. Lawrence se fue al jardín después de unos minutos y yo me senté en la escalinata de piedra del porche mirándole. Jugueteó un poco debajo de los dos grandes nogales y luego se fue andando hacia la esquina de la casa.
Le seguí. Era el más pequeño de los hijos de la abuelita. Era el más parecido a mí en tamaño. Yo tenía unos cinco años y él tenía ocho. Le seguí hasta un rosal donde señaló a la "Madre Maltesa" y su nueva carnada de gatitos. Me contó todo lo que se conoce sobre gatos.
Al principio, sólo acariciamos a la madre gata en la cabeza, y me dijo que ella tenía más años que cualquiera de nosotros.
—Ese gato ha estado aquí más tiempo que yo.
—¿Cuántos años tiene la gata? —le pregunté a Lawrence.
—Diez.
—¿Y tú tienes sólo ocho? —Sí.
—Ella tiene tantos años como todos los dedos. Tú no tienes más que estos dedos, así —seguí diciendo.
—Ella tiene dos más que yo. —¿Cómo es que tú eres el más grande? —¡Porque, yo soy un chico, tonto, y ella es un gato!
—Mira, toca lo suave y caliente que es.
—Sí —dijo—. Es bastante suave; pero los pequeñitos son más suaves aún. Pero a la madre gata no le gusta que los desconocidos vengan y pongan la mano en su cajón y toquen a sus crías.
—Yo ya he estado por aquí antes —le dije—, por eso no soy ningún desconocido.
—Sí —me contesté— ya lo sé, pero luego volviste al pueblo otra vez, ¿entiendes?, y claro, eso te hace ser un poco desconocido.
—¿Qué desconocido soy? No soy desconocido totalmente; la madre gata me conoce desde que yo no era nada más que un nene; así de grande, nada más; y mi mamá tenía que protegerme con calor y comodidad, igual que a esos gatitos, para que no me congelase, para que nada me hiciera daño—. Yo continuaba acariciando la cabeza de la gata, y tocándola con los dedos.
Ella tenía los ojos bien cerrados, y ronroneaba casi tan fuerte como para que la oyese la abuelita desde casa. Lawrence y yo seguimos mirando y escuchando. La vieja mamá gata ronroneaba más y más fuerte cada vez.
Le pregunté a Lawrence:
—¿Qué es lo que le hace este ruido en la cabeza? —Ronronea, es eso lo que hace —me contestó. —¿Qué la hace ronronear?
—Lo hace al fondo y dentro de la cabeza de alguna manera —me dijo Lawrence.
—Suena como un coche de motor —dije.
—Ella no tiene motor ahí dentro.
—Puede que sí —dije.
—Pero no creo que tenga uno.
—Puede que tenga uno pequeñito, como un motor de gatos; o sea un motor pequeño que sea sólo para gatos —dije.
—¿Para qué querría ella un motor de gato?
—Muchas cosas tienen motores adentro. Un motor es una máquina. Las máquinas hacen funcionar las cosas. Hacen ruido igual que mamá gata. Los motores hacen girar las ruedas, entonces puede que los gatos tengan un motor muy pequeñito para mover las patas, y la cola, y la nariz, y para menear las orejas, y girar los ojos, y abrir la boca, y quizá su estómago sea su depósito de gasolina.
Pasaba la mano por la piel de mamá gata, tocándola toda mientras que hablaba: cabeza, cola, patas, boca, ojos, y estómago; y la mamá gata tenía una gran sonrisa en la cara.
—¿Quieres ver si es verdad que tiene un motor dentro? Voy a coger el cuchillo de la carne de mamá; tú le agarras las patas y yo le abriré las tripas. ¡Si tiene un motor dentro, yo quiero verlo! ¿Quieres que lo haga? —me preguntó Lawrence.
—¿Abrirle las tripas? ¡A lo mejor no encuentras el motor cuando la hayas abierto.!
—¡Puedo encontrarlo, si tiene uno! He ayudado a papá a destripar conejos, y ardillas y peces, y nunca vi ningún motor!
—No, pero nunca has oído a un conejo o una ardilla o un pez hacer un ruido como el que hace mamá gata.
—No. Nunca.
—Pues, puede ser por eso. Porque no tienen motor. Quizá tienen otra forma de motor. Que no hace ningún ruido.
—Puede ser. A veces mamá gata tampoco hace ruido, a veces no se oye ningún motor en su estómago. Entonces, ¿qué?
—Quizá ha cerrado la llave.
—¿Cerrado? —me preguntó Lawrencé.
—Puede ser. Mi papá tiene un coche. Su coche tiene una llave. Das la vuelta a la llave, y el coche va como un gato. Das la vuelta otra vez, y se para.
—¡Ya empezamos otra vez'. ¿No te he dicho que no toques a los gatitos? Aún no han abierto sus ojos; ¡no puedes poner las manos en ellos! —Me echó una mirada cortante.
—¡Uf! O.K. Lo siento muchísimo, mamá gata; lo siento muchísimo, pequeños gatitos! —Dejé la mano caer otra vez en la espalda de la mamá gata.
—¡Puedes tocarla tanto como quieras, pero ella alargará la pata y sacará las uñas y te desgarrará la mano hasta que se te abra, si hace llorar a uno de sus gatitos! —me dijo.
—¿Sabes una cosa? ¡Lawrencé, sabes una cosa?
—¿Qué? —me preguntó.
—La gente dice que cuando yo era más pequeño como uno de estos gatitos, pero un poco más grande quizá, mi mamá se puso muy enferma cuando nací debajo de las mantas.
—Oí a mamá y a los otros hablar de ello.
—¿De qué hablaron? —le pregunté.
—Pues, no sé, ella estuvo bastante mal.
—¿Qué la puso tan mala?
—Tu papá.
—¿Mi papá lo hizo?
—Es lo que dice la gente.
—Él es bueno conmigo. Bueno con mamá. ¿Qué hace decir a la gente que puso enferma a mi madre? —La política. —¿Qué es eso?
—No sé lo que es la política. Sólo una buena manera de ganar dinero. Pero siempre tienes problemas. Peleas. Llevas dos revólveres cada día. A tu papá le gusta ganar mucho dinero. Entonces hizo votar por él a algunas personas, y cogió dos revólveres y fue recogiendo dinero. A tu mamá no le gustaba que tu papá fuera siempre apuntando con los revólveres, tirando, peleando. Entonces, pues, ella se preocupó y se preocupó, hasta que se puso enferma preocupándose. Y fue en aquel momento cuando naciste, no mucho más grande que uno de estos gatos, supongo.
Lawrence clavaba sus uñas en el pino suave y blanco del cajón, mirando la carnada de gatos.
—Cosa rara los gatos. Todos tienen la misma madre, y todos son de colores distintos. ¿Cuál es tu color favorito? El mío es éste, y éste, y éste.
—A mi me gustan los gatos de todos los colores, Oye, Lawrence, ¿qué quiere decir loco?
—Quiere decir que no tienes sentido común.
—¿Que estás preocupado?
—Loco es más que sólo preocupado.
—¿Peor que preocuparse?
—Claro. Primero empiezas a preocuparte y haces eso durante muchísimos tiempo, y luego quizá te pones enfermo o algo, y te vuelves, pues te quedas muy confuso con todo.
—¿Está todo el mundo enfermo como mi mamá?
—Supongo que no.
—¿Supones que toda la familia podría curar a mi madre?
—Supongo que sí. Me pregunto cómo.
—Si todos ellos se reuniesen y sacasen aquella política tan mala, se sentirían mucho mejor, y no se pelearían tanto, y eso haría sentirse mejor a mi mamá.
Lawrence miró entre las hojas de los arbustos.
—Me pregunto a dónde se dirigirá Warren, andando hacia el establo. ¡Silencio: está pasando delante de nosotros! Nos oirá hablar.
Hablé muy bajo y le pregunté a Lawrence:
—¿Por qué te pones tan silencioso? ¿Le tienes miedo a Warren? Lawrence me dijo:
—¡Shhhhss! No es eso. Tengo miedo por los gatos.
—¿Por qué, por los gatos?
—A Warren no le gustan los gatos.
—¿Por qué? —seguía hablando muy bajo.
—¡Porque es así. Cállate.
—¿Por qué? •—seguí.
—Dice que los gatos no tienen nada de bueno. Warren mata todos los gatitos que nacen por aquí. Yo tenía éstos escondidos en el establo. No le avises que estamos aquí.
Warren llegó a veinte metros de nosotros, y podíamos ver su sombra larga cayendo sobre nuestro rosal; luego durante un rato desapareció: el rosal le obstruía la vista. Sin embargo, oímos el crujido de sus zapatos de cuero nuevos y afilados cada vez que daba un paso. Lawrence me dio una palmada en el hombro. Volví la cabeza; me hacía señas para que cogiera el cajón de pino blanco por un lado. Lo cogí y él lo agarró por el otro lado. Deslizamos la caja hasta los cimientos de la casa, y un poco por detrás del rosal.
Lawrence contuvo la respiración, y yo me puse la mano tapándome la boca. El crujido de los zapatos de Warren era el único sonido que oía. Lawrence extendió el cuerpo sobre el cajón de los gatos. Me tumbé para esconder la otra mitad de la caja, y el crujido se hizo más fuerte.
Sorbí por la nariz y olí el tufo fuerte de la brillantina en el pelo de Warren. Su camisa de seda blanca echaba destellos de luz entre las ramas del rosal. Lawrence movió los labios para decir apenas: "Chica de los Montgomery." No le oí la primera vez, entonces arrugó los labios para decírmelo otra vez y cuando se inclinó hacia mí, se clavó una espina en el hombro, hablando demasiado fuerte:
—Chica de...
El crujido de los zapatos de Warren se detuvo al lado del rosal. Miró por todas partes, dio un paso hacia atrás, y otro hacia adelante. Nos tenía atrapados.
No tenía el valor de levantar los ojos y mirarlo. Oí sus zapatos crujiendo y supe que estaba balanceándose sobre sus zapatos, con las manos en las caderas, mirando hacia el suelo, donde estábamos Lawrence y yo. Me estremecí y pude sentir a Lawrence temblando bajo su camisa. Luego volví la cabeza y miré desde debajo del brazo de Lawrence, los dos aún sujetábamos el cajón, y oí a Warren preguntar:
—¿Qué es lo que decíais, chicos?
—Le decía algo a Woody sobre alguien.
—¿Alguien? ¿Quién? —Warren no parecía tener mucha prisa.
—Alguien. Alguien que conoces —dijo Lawrence.
—¿A quién conozco?
—Aquella familia Montgomery —dijo Lawrence.
—¡Sois un par de mentirosos asquerosos! ¡Lo único que sabéis hacer es esconderos debajo de un maldito rosal, y decir tonterías de la gente decente! —nos dijo Warren.
—No nos burlamos de nadie, te lo juro —le dijo Lawrence.
—¿De qué demonios estabais hablando, ahí abajo? ¿Qué queréis esconder? ¡Habla!
—Vi que estabas tan arreglado y tan limpio, y le dije a Woody que ibas a casa de los Montgomery.
—¿Qué más?
—Nada más. Eso es todo lo que he dicho, lo juro por Dios. Es todo lo que te conté, ¿verdad, Woody?
—Es todo lo que te oí decir —respondí.
—¡Sois un par de loros parlanchines! Bien sabéis que os estabais burlando de mí y de Lola Montgomery. En primer lugar, ¿por qué estabais escondidos aquí? ¿Sólo para verme pasar con mi ropa limpia? ¿Para ver los nuevos zapatos de corte bajo? ¿Para ver lo afilada que es la puntera? ¡Tocad con el dedo, los dos, tocad! ¡Eso es! ¿Veis lo afilado? Debería daros, con esta puntera tan afilada, unas patadas en el culo.
—¡Deja! ¡Deja de empujar!
Lawrence gritaba tan fuerte como podía, esperando que le oyese la abuelita. Warren le empujó en el hombro con la suela de su zapato e intentó hacerle caer rodando por el suelo. Lawrence se precipitó sobre el cajón de los gatos, apretándose tanto que Warren tuvo que darle una patada más fuerte para sacarlo de la caja. Lo único que se me ocurrió hacer fue saltar encima del cajón y cubrirlo. Lawrence gritaba tan fuerte como podía. Warren se reía. Yo no decía nada.
—¿Qué es esa caja que coges tan fuerte? —me preguntó Warren.
—¡Nada! ¡Una caja cualquiera! —Lawrence lloraba y hablaba a la vez.
—Una caja de madera cualquiera —le dije a Warren.
—¿Qué hay dentro, renacuajos?
—¡No hay nada dentro!
—¡Es sólo una caja vacía!
Warren me puso la suela de su zapato en la espalda y me empujó hacia Lawrence.
—¡Pues voy a verlo! ¡Parecéis los dos bastante preocupados por lo que hay dentro de la caja!
—¡Bestia! ¡Dios mío, mira que te odio! ¡Vete a ver tu chica Montgomery, y déjanos en paz! ¡No te hacemos ningún daño!
Lawrence se levantó saltando y empezó a retroceder para pelearse con Warren, pero Warren, con su mano abierta, empujó a Lawrence y le echó unos quince pies hacia atrás, donde cayó de espaldas chillando.
Warren me puso el pie en el hombro y me dio otro empujón. Fui lanzado unos tres pies más allá. Intenté seguir cogiendo la caja, pero todo el aparato dio una voltereta. Mamá gata salió de un salto e hizo un círculo alrededor de nosotros, maullando primero a Warren, luego a mí, y los gatitos lloraron entre las semillas de algodón caídas.
—¡Amigos de los gatos! —nos dijo Warren.
—¡Vete, y déjanos en paz! ¡No toques estos gatos! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Warren va a hacer daño a nuestros gatos! —berreó Lawrence.
Warren separó con patadas las semillas de algodón.
—¡Tan fácil como deshacer un nido de pájaros! —dijo.
Puso la puntera afilada de su zapato debajo del estómago del primer gatito, y lo echó contra los cimientos de piedra.
—¡Maullar! ¡Maullar! ¡Asesinos de pollos! ¡Ladrones de huevos!
Recogió el segundo gatito y lo estrujó hasta que sus músculos saltaron. Dio varias vueltas al gatito, como si fuera una noria, tan de prisa como pudo mover el brazo, y la sangre y las tripas del pobre animal se esparcieron por el suelo y por el lado de la casa. Después, extendió el pequeño cuerpo hacia Lawrence y hacia mí. Lo miramos, y era nada más que un pellejo vacío. Lo tiró por encima de la cerca.
Warren cogió el segundo gatito, lo estrujó, lo lanzó por encima del alambre más alto de la cerca. El tercero, cuarto, quinto, sexto y séptimo.
La pobre mamá gata corría hacia atrás, a través, y por todas partes en el jardín con su espalda encorvada, rogando contra las piernas de Warren, e intentando saltar y trepar con su cuerpo para ayudar a sus crías. Él la apartaba de un golpe, y ella volvía. Le dio una patada de treinta pies. Ella iba gimiendo entre piedras, oliendo la sangre y las tripas de sus crías. Hurgaba en la tierra y descubría las raíces de la hierba, luego dio un chillido que me heló la sangre, y dio un salto de seis pies, arañando el brazo de Warren. Éste le dio una patada, lanzándola por el aire y dejando sus lomos en carne viva.
Luego le dio un puntapié, golpeándola contra el lado de la casa, y ella se quedó allí moviendo la cola y maullando. Warren cogió la caja y la astilló contra las piedras y la cabeza de la mamá gata. Cogió dos piedras e hizo blanco en su estómago las dos veces. Nos miró a Lawrence y a mí, nos escupió, nos echó las semillas de algodón en la cara, y dijo:
—{Bestias amigos de los gatos! Y se fue hacia el establo.
—¡No eres de mi familia! —le gritó Lawrence.
—¡Al demonio contigo, pequeñajo! ¡Al demonio contigo! ¡No quiero ser tu maldito hermano! —dijo Warren por encima de su hombro.
—¡No eres mi sobrino, tampoco! —le dije—. • Ni siquiera el medio hermano de mi mamá! ¡No eres el medio hermano de nadie! ¡Me alegro de que mi madre no sea de tu familia! ¡Me alegro de no serlo yo tampoco.
—¿Qué sabes tú, renacuajo famélico? —Warren se había dado la vuelta, de pie al sol de la tarde con su camisa blanca y bonita—. ¡Tú volviste loca a tu madre sólo con nacer! ¡Traes mala suerte! ¡Niño de manicomio! —Y Warren se fue andando hacia el establo.
Lawrence se dio la vuelta en la hierba se puso en pie y se precipitó a la casa gritando y contando a la abuelita todo lo que había hecho Warren con los gatos.
Trepé de prisa la cerca y me dejé caer en la masa de maleza. La mamá gata se retorcía y gemía y se arrastraba por debajo del alambre, buscando el sitio donde Warren había echado a sus hijos.
Vi a la gata dar la vuelta alrededor de su primer gatito varías veces en la maleza, y husmear, oler y lamer los pelitos: luego cogió un gatito muerto entre los dientes, le llevó a través de la maleza; la hierba lombriguera, el yeso y el erizo que forman parte de todo Oklahoma.
Dejó el gatito sobre tierra cuando llegó al borde de un riachuelo, y levantó sus patas rotas cuando anduvo otra vez alrededor del gatito, rodeándolo, mirando hacia abajo y otra vez hacia arriba, a mí.
Me puse a gatas e intenté extender la mano para acariciarla. Ella estaba tan rota y doliente que no podía quedarse quieta en ningún sitio. Aporreaba la tierra húmeda con su cola mientras dio una vuelta entera a mi alrededor. Cavé un agujerito en la orilla arenosa del riachuelo, puse al gatito muerto dentro, y lo cubrí con un túmulo como si fuera sepultura.
Cuando vi a la "Madre Maltesa cerrando los ojos con los párpados estremeciéndose, y oler el aire, supe que seguía la pista de su segunda cría.
Cuando lo trajo, cavé la sepultura.
La escuché gemir y atragantarse entre la maleza, arrastrando el estómago por el suelo, con las dos patas posteriores flojas detrás de ella, tirando de su cuerpo con las patas anteriores, y moviendo la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro. Y yo pensaba: "¿Es eso estar loco?"
Capítulo V