Este tren no lleva tahúres ninguno
CON DESTINO A LA GLORIA
Producciones Editoriales S. A,
Avda. José Antonio
800 Barcelona - 13
Colección dirigida por:
Jaime Rosal
Juan José Fernández
Traducción:
Lisa Garrigues y Alberto Estival
Titulo original: Bound for glory
© E. P. Dutton & Co, In.
© 1977 PRODUCCIONES EDITORIALES S. A.
I. S. B. N. 84 . 365 ■ 0959 - 5 Depósito Legal B. 55.248 • 1977 Printed in Spain Impreso en España
Gráficas Pasaje Castellbisbal 20 Barcelona
INTRODUCCIÓN
Se ha dicho de Woody Guthrie, no sin razón, que fue el cantante que encarnó el renacimiento de la música folk norteamericana. Hombre de una naturaleza inquieta, anticonformista por excelencia, los reveses económicos de su familia le impulsaron a la conquista de nuevos horizontes, por lo que a temprana edad se echó a la carretera en busca de su sustento. Sus experiencias entre los vagabundos y demás fauna variopinta que recorrían los Estados Unidos en busca de trabajo, le proporcionaron un inapreciable bagaje que más tarde aprovecharía para componer las letras de sus canciones. Si a esto añadimos que Guthrie vivió en una época de profundos desórdenes sociales, motivados principalmente por la depresión económica del 29, no nos sorprenderá en absoluto el reiterativo contenido político social de las mismas.
Cual moderno Robin Hood, Guthrie tomó partido por la causa de los débiles, los marginados, aquellos que eran desposeídos de sus modestas propiedades por los trusts bancarios de los Estados Unidos. Pero en lugar de empuñar el arco para desfacer entuertos, comprendió que su lucha sería más efectiva empleando como arma su guitarra. Así, desde su Sherwood particular, Guthrie lanzó con singular destreza los afilados dardos de sus canciones, haciéndolos llegar a los más apartados rincones de su país con un mensaje abiertamente opuesto a los intereses del todopoderoso capital. Expresando en ellas de forma sencilla las tragedias de aquellos olvidados de la fortuna y dedicando un especial interés a las vicisitudes de sus compatriotas okies en su penoso éxodo hacia California, la nueva tierra de promisión.
Su fama como cantante y militante sindicalista hicieron de Guthrie un personaje de leyenda. Sus canciones eran cantadas por millones de jóvenes norteamericanos que, al igual que los vagabundos de los caminos de América, querían llevar una vida alejada de todo convencionalismo impuesto por la sociedad. Sin embargo, esta bien merecida fama no hizo perder la cabeza a Guthrie, que hasta el momento de su muerte, en 1967, supo mantenerse fiel a las ideas por las que combatiera durante toda su vida. Guthrie, pues, supo rechazar la tentación de los grandes monopolios del espectáculo que, a cambio de falsas coronas de cartón, pretendían someterlo integrándolo, a la pesada maquinaria del show business ante la cual, desafortunadamente, han sucumbido muchos de los que se llaman sus discípulos.
Pero aparte del testimonio musical que Guthrie nos legara, también contamos con un documento de inestimable valor que viene a completar con dignidad el conjunto de su obra. Bound for Glory, novela autobiográfica en la que el cantante pone de manifiesto sus inquietudes sociales, catalizadas bajo la perspectiva de sus propias experiencias. En ella desfilan los más variados personajes de zoológico humano estadounidense, pintados con una fuerza y un realismo equiparable al de un Steinbeck en sus Uvas de la Ira, Es de lamentar que no haya podido elaborarse una traducción fonética equivalente al lenguaje particular de los okies, lo que desgraciadamente resta colorido a la narración; sin embargo, el lector, con su buena voluntad, sabrá suplir este defecto, cautivado por la viveza y la agilidad que Guthrie, excelente conocedor de su pueblo, sabe imprimir a la narración, lo que, en definitiva, hace de esta versión castellana de Bound for Glory una obra totalmente aceptable y válida desde el punto de vista literario.
La novela que a continuación presentamos es una obra sencilla, escrita por un nombre sencillo y, por lo tanto, asequible a todos. El que pretenda encontrar en sus páginas algún esotérico mensaje, se sentirá rotundamente defraudado. Pero el que, por el contrario, busque en ella un remanso de paz para distraer sus ocios, se dejará arrastrar por la vitalidad enérgica de su autor, un hombre de pies a cabeza cuyo único empeño fue la lucha por el bien de sus semejantes.
Jaime Rosal
Capítulo primero
SOLDADOS EN EL POLVO
Vi hombres de todos los colores, rebotando en el vagón de carga. Nos pusimos de pie. Nos echamos al suelo. Nos amontonamos uno junto al otro. Nos utilizamos los unos a los otros como almohadas. Olí el sudor agrio y amargo que penetraba mi camisa caqui y mis pantalones, y la ropa de faena, los monos, los trajes aflojados y sucios de los otros tíos. Mi boca estaba llena de una especie de polvo mineral gris que se extendía, con una profundidad de más o menos una pulgada, por todo el suelo. Teníamos la pinta de una brigada de cadáveres perdidos dirigiéndose hacia el cementerio. Con el fuerte calor de septiembre, cansados, ceñudos, hartos, blasfemando y sudando, delirando y predicando. Una parte de nosotros gesticulábamos entre una nube de polvo y gritábamos hacia los demás. Otros estaban demasiado débiles, enfermos, hambrientos o borrachos para levantarse. El tren era un rápido y tenía vía libre. Nuestro vagón era como un potro salvaje, llamado por vagabundos un flat wheeler. Yo estaba al fondo del vagón, donde cogía más polvo, pero no hacía tanto calor. Las ruedas iban rápidamente, a setenta millas por hora. Casi lo único que podía oír, con las imprecaciones y tacos y el estruendo del vagón, era el cascabeleo y los golpes sincopados de abajo cada vez que las ruedas pasaban por encima de una traviesa.
Supongo que diez o quince de nosotros cantaban:
Este tren no lleva tahúres ninguno
ni mentirosos o trotamundos orgullosos.
Este tren va con destino a la gloria.
¡Este tren!
—¡Buena nos ha caído, tener el único maldito flatwheeler en todo esta mierda de tren!
Un muchacho corpulento con un acento de gran ciudad se tambaleaba a mi lado y hurgaba en su mono buscando su petaca.
—¡Mejor que ir andando!
Yo estaba sentado a su lado.
—Hermano, ¿te molesta mi guitarra en tu cara?
—No, no me molesta si sigues tocando. ¿Qué clase de canciones cantas? ¿Cosas de jukebox?
—Gracias, acabo de fumar. —Negué con la cabeza—. Con aquella música no ganaríamos ninguna guerra.
—¿Te parece cosa de marica? —lamió el papel de su cigarrillo—. Guasón, ¿eh?
—¡Claro que sí! —Puse la guitarra en mis rodillas y le dije—: ¡Hará falta más que algunas bromas estúpidas para ganar esta guerra! ¡Hará falta trabajar!
—Parece que tú no te has roto nunca el espinazo trabajando, chico. —Sacó el humo por su nariz, y despachurró con el pie la cerilla en el polvo—. ¿Qué cuernos sabes tú de trabajar?
—¡Por Dios, hombre! Trabajo tanto como tú, o cualquier otro tío. —Le enseñé mis dedos—. Y tengo ampollas que lo demuestran.
—¿Por qué no te han llamado para hacer la mili?
—No podría pasar el examen médico. Los médicos y. yo nunca hemos podido entendernos.
Un rubio, a mi izquierda, de unos cuarenta años, me dio con su codo en las costillas, y dijo:
—Estáis hablando de una guerra. A mí me parece que vais a ver una pequeña guerra aquí mismo, dentro de pocos minutos.
—¿Por qué lo dices? —eché una mirada por todo el vagón.
—¡Hombre! —Extendió sus pies para apoyarse otra vez en la pared. Noté que llevaba un aparato ortopédico en su pierna—. A mí me llaman Cojo Rubio, el olfateador de luchas.
—¿El olfateador de luchas?
—Claro. Veo una pelea en la calle tres manzanas antes de llegar. Veo una pelea de grupo una hora antes de que empiece. Doy el soplo a los chicos. Así saben a quién apostar.
—¿Ves una pelea ahora?
—Huelo una grande. Grandísima. Habrá sangre. Será dentro de unos diez minutos.
—{Oye! ¡Gordo! —di un codazo al muchacho grande de mi derecha—. Este Rubio dice que se trama una pelea grande.
—¡Uf! No hagas caso a esa rata coja. No sabe decir más que tonterías. ¡En Chicago lo llamamos P. G. Rubio! ¡No sé cómo le llaman aquí en Minnesota!
—¡Eres una bestia mentirosa! —El cojo se levantó y se balanceaba, frente a nosotros—. ¡Levántate! ¡Te voy a romper esa cochina cara! ¡Te voy a echar en uno de esos lagos!
—Tranquilo, hombre, tranquilo.—El gordo puso la suela de su zapato en el estómago del Rubio para refrenarle—. No quiero pegar a ningún cojo.
—¡Vosotros, cuidado! ¡No os caigáis encima de mi guitarra! —me puso un poco de lado—. ¡Sí! Ya veo que eres olfateador de luchas. Si hueles una pelea que luego no ocurre justo cuando la dijiste, pues, bueno, ¡te pones a empezar una tú mismo!
—¡Voy a romper esa caja de música sobre tu cabeza rizada!
El cojo se acercó a mí dando un paso, riéndose y untándose sin querer la cara, con polvo de cemento. Después, me tiró una sonrisa de desprecio, y me dijo:
—¡Claro, hombre! ¡Claro que sí! ¡Soy un vago! Tengo el derecho de serlo. ¡Fíjate en esta pierna deshecha! ¡Inútil! ¡Eres demasiado ruin y soplón para ganarte la vida trabajando! ¡Hijo de puta! Entonces, vas a un bar donde se reúne la gente trabajadora, pasas el sombrero, y tocas para conseguir propinas!
Le dije:
—¡Vete a saltar al agua de aquellos lagos!
—¡Yo me quedo aquí! —Indicó la guitarra sobre mis rodillas—, ¡Justo, por Dios, sobre ti!
Cogí mi guitarra y fui rodando sobre las pies de tres o cuatro hombres. Le evité justo en el momento en que se dio una vuelta y se cayó de espaldas, gritando como un loco. Fui dando traspiés a través del vagón, tratando de mantener el equilibrio y resguardar mi guitarra. Tropecé contra un viejo que tenía su cara rozando la pared. Le oí gemir y decir:
—¡Esta mierda de vagón es el más duro de cuantos he saltado!
—¿'Por qué no se acuesta usted? —Tenía que apoyarme contra la pared para no caer—. ¿Por qué se queda ahí, de pie?
—Hernia. Voy mejor de pie.
Cinco o seis tíos vestidos de leñadores nos pasaron de prisa, blasfemando y gritando tacos.
—¡No puedo más con este polvo! ¡Déjennos pasar! ¡Queremos llegar al otro lado del vagón!
—¡No os encontraréis más cómodos al otro lado! —les grité. El polvo me irritaba la boca—. ¡Ya lo he probado!
Un tipo fornido con botas largas y calcetines de lana roja enrollados a pantalones de leñador se paró, me miró detenidamente y me preguntó:
—¿Quién demonios eres tú? ¿Crees que no sé cómo viajar en vagón? ¡Yo me voy a librar de este viento!
—'Adelante, hombre, pasa. Pero yo te digo que te vas a quemar, con el calor del otro lado. —Volví al viejo y le pregunté—: ¿Puedo hacer algo por ayudarle?
—Parece que no, hijo. —Veía en su cara que la hernia lo tenía hecho un nudo—. Con este tren, quería llegar a casa por la noche. Chicago. Soy fontanero allí. Pero parece que tendré que bajar en la próxima parada y tirarme a la carretera.
—Lástima. Aquí no se puede sentir muy solo, ¿verdad?
—He contado sesenta y nueve hombres en este vagón. —Casi cerró los ojos por el dolor, apretó sus dientes, y se puso un poco más encorvado—. Puede ser que haya contado mal, que no viese alguno de los acostados, o contase a alguien dos veces. Pero debe haber cerca de sesenta y nueve.
—Parece un vagón de ovejas que van al matadero.
Dejé que mis rodillas se doblaran un poco para que el vagón no me sacudiera hasta hacerme gelatina.
Un negro largo y alto se acercó y nos preguntó: —¿Vosotros sabéis qué es lo que nos quema las narices? —Llevaba zapatos de trabajo que parecían también haber servido en la Guerra Civil—. ¿Los ojos, también?
—¿Qué? —le pregunté. —Polvo de cemento. Este vagón estaba lleno de cemento.
—¿De verdad?
—Sí. Creo que ya he respirado tres sacos de esta mierda.
Hizo muecas y se restregó los labios con sus manos.
—¡He respirado más que eso! ¡Tú, ni hablar! ¡Ahora ves ante ti una auténtica carretera de cemento!
—Aquí estamos tan apretados que saldremos de este infierno pegados y amasados unos contra otros, como cemento.
—Hijos —nos dijo el viejo a los dos—. Espero que no habrá ningún jaleo mientras estoy yo aquí. Si alguien se cayera sobre mí, o me empujara un poco, seguro que esta hernia me mataría.
—Me ocuparé de que nadie empuje a nadie sobre usted. Les induciré que renuncien a esa costumbre —le dije.
—¿Qué hora es? ¿Debe ser ya la hora de la pelea? —Miré a los dos.
—Deben ser las dos o las tres —me contestó el negro—, a juzgar por el sol que entra por esa puerta. ¡Oye! ¿Qué están haciendo aquellos chicos por allá? —Estiró el cuello.
—Echando algo de una botella —dije—. Muy cerca de los pies de aquel viejo negro. ¿Qué es?
—Están mojando el polvo de cemento con ella. Ahora encienden una cerilla.
—¡Gasolina!
—El viejo duerme. ¡Van a calentarle los pies! La llama subió e hizo una pequeña quemadura, más o menos del tamaño de un dólar de plata. Después de pocos segundos, el viejo arañaba las cuerdas de un paquete donde reposaba su cabeza. Dio algunas patadas en el polvo, sacudiendo las brasas sobre dos o tres hombres que estaban jugando al póquer al fondo del vagón. Lucharon quitando el fuego de su ropa; se rieron y dieron algunos rapapolvos a los chicos y también al viejo.
—¡Oye! ¡Viejo imbécil! ¡Estás interrumpiendo nuestro juego!
Vi a uno de los hombres retroceder para dar un golpe al viejo. Otro jugador sonreía, y reía todo el grupo.
—¡Ha sido lo más divertido que he visto nunca!
Los chicos, vestidos con monos los dos, andaban entre la gente; uno ofrecía la botella:
—¿Bebéis, chicos? ¿Quién quiere un buen latigazo? —El muchacho con la botella se puso debajo de mi nariz, diciendo—: ¡Toma, musiquero; prueba un poco! ¡Luego tocarás algo caliente!
Sí. Me hacía falta una copita para tranquilizarme un poco hasta llegar a Chicago. Pasé a mano por mi cara y sonreí a todo el mundo.
—Te agradezco que hayas pensado en mí —lancé la botella por encima de una docena de cabezas y cayó por la puerta del vagón.
—¡Oye, tú, macho! ¿Quién te mete a ti en esto? Esa botella era mía, ¿sabes? —Tenía unos veinticinco años, llevaba una gorra untada con una especie de brillantina barata. Se plantó frente a mí y dijo otra vez—: ¡Esa botella era mía!
—Vete a buscarla —le miré directamente a los ojos.
—¿Qué es lo que piensas hacer tú?
—Pues, como te interesa tanto, voy a decírtelo. Es posible, ¿entiendes, que yo, después de un rato, quisiera acostarme y dormir un poco. Y no quiero levantarme con los pies abrasados. Porque en ese caso, imbécil, ¡tendría que echarte por esa puerta!
—Íbamos a emplear aquella gasolina en hacer fuego, para cocinar.
—Quieres decir para meternos a todos en la cárcel.
—¡He dicho cocinar, y quiero decir cocinar! Mi amigo negro examinaba a los dos chicos. Dijo:
—Y vosotros, ¿cuánto tiempo hace que vais quemando los pies de la gente?
—¡A ti que te importa! ¡Mono negro!
—¡No te dejaré llamarme eso, sin que lo pagues, niñato blanco!
Apoyé mi hombro contra el negro y mi mano en el brazo del muchacho blanco, y les dije:
—¡Escuchadme, hijos! ¡Demonios! ¡No importa quién tiene que meterse con quién, no podemos empezar ninguna pelea en este tren! ¡Aquellos guindillas gordos de Burlington (*) nos meterán a todos en la cárcel!
—¡Ya! ¡Miedo, eso es lo que tienes!
—¡Cuentos! ¡No te tengo miedo ni a ti ni a otros veinte como tú! Pero, ¿sabes lo que hubiera pasado si la bofia del tren nos cacheara para ver nuestras tarjetas de quinta, y te encontraran con aquella botella de gasolina? ¡Sería la jaula para ti, para mí y para todos los demás!
El viejo con la hernia se mordió los labios y me preguntó:
—Hijo, ¿podrías intentar que uno de los hombres se aparte de la puerta y me deje respirar un poco de aire fresco? Siento que necesito un poco de aire.
El muchacho de color ayudaba al viejo mientras que yo fui a la puerta y di una palmadita ligera en la espalda de un chico que tenía cara de buena salud.
—¿Puedes dejar que este viejo ocupe tu sitio al lado de la puerta durante un rato? Está enfermo. Hernia.
—Claro. —El muchacho se levantó y se sentó donde el viejo había estado antes. Se comportaba de una manera simpática y nos gritó—: ¡Creo que ya es tiempo de turnarse un poco en la puerta! ¡Dejemos que todo el mundo tome un poco de fresco!
Casi todo el mundo en el vagón dio una vuelta en el suelo, se levantaron, y gritaron:
—¡Buena idea! ¡Turnémonos un poco! ¡Estoy listo para mi turno!
—¡Demasiado tarde, chicos! ¡Hace ya dos horas que estoy muerto y enterrado en cemento sólido!
—¡Dadme aire! ¡Traedme aire frescooooo!
Todo el mundo susurraba y decía algo. Unos quince o veinte hombres empujaban a los otros, para ser los primeros en la puerta.
El gordo iba apartando un grupo de ellos, diciendo:
—¡Cuidado, hombres! Dejad paso a este chico negro con el viejo. Está enfermo. Le hace falta un poco de aire. ¡Dejadles sitio!
—¿Quién te crees que eres, gordinflón? ¿El dictador del tren? —dijo un viejo en seguida.
El gordo dio un paso hacia el otro, pero volvió al grupo.
—¡Levantaos todos! ¡Dejad a otro grupo refrescarse¡ ¿Dónde está el viejo al que los muchachos calentaron los pies, hace poco? ¡Allí está! ¡Oye, ven! ¡Coge un trozo de este aire tan fresco! ¡Siéntate allí! Bueno, ¿quién es el segundo?
Un borracho con los ojos enrojecidos de vino, cogió a un hombre por los pies y lo arrastró a través del suelo, hacia la puerta.
—Mi amigo, aquí. No ha dicho ni una palabra desde que anoche en Duluth lo metí en el tren.
Un chico mejicano se frotó la cabeza con la mano y se levantó de un lugar cerca de la pared. Bebió la mitad de una botella de agua y lanzó la botella por la puerta del tren. Se sentó en la puerta con sus pies a fuera, y cogiéndose la cabeza con sus manos, iba vomitando al viento. Los diez primeros eran los enfermos y los débiles; les dejamos el sitio durante media hora más o menos. Luego se levantaron, y otros diez se sentaron durante sólo quince minutos.
Miraba a un grupo de hombres que ponían el dedo en los labios para hacer callar a los otros. Todos se reían de un joven que dormía en el suelo. Tenía unos veinte años. Gorra pequeña y blanca de alguna tienda barata, pantalones viejos de un azul descolorido, la camisa igual, un par de botas sucias, cubiertas del polvo endurecido de muchos ferrocarriles, y un par de zapatos bajos y aplastados. Apretaba su fardo de mantas entre los brazos, y movía sus labios contra la lana. Le vi mover los dedos del pie en el polvo y besar el fardo.
Me acerqué, puse mi pie en su espalda, y dije:
—¡Levántate, amigo! Vete a tomar un poco de aire fresco a la puerta.
Los hombres se desternillaban de risa, moviéndose de un lado al otro en el suelo. Se sacudían de acá para allá, dándose palmaditas en las piernas.
—¡Soooooñaaaaaaandoooo contiiiiigo y tus ojos aaazuuuuules!
Uno sonreía como un mono y cantaba aún peor.
—¿Con quién está soñando el chico musiquero? —me preguntó otro hombre fornido, con su lengua apretada contra la mejilla y sus ojos disparándose.
—Déjalo en paz —le dije—. ¿Con qué sueñas tú? ¿Con trenes de carga?
Me senté con la espalda contra la pared, examinando el lío de hombres: inquietos, frustrados, pesados. Viajando duro. Vestidos duros. Echándose al camino arduo y solitario, el camino de ir.
Más ásperos que las mazorcas. Más salvajes que las marmotas de América. Más calientes que la estufa en una estación de ferrocarril. Más furiosos que nueve mil dólares. Peleándose peor que cuervos en un árbol. Pasados. Gente derrotada, despistada. Un vagón loco en una vía demente. Sesenta millas por hora en un nublón de polvo tóxico, dirigido a la nada.
Vi diez hombres levantándose de la puerta. Cogí mi guitarra, me senté, y asomé mis pies. El aire fresco era agradable corriendo dentro de la pernera de mis pantalones. Abrí mi camisa para refrescar mi cintura y pecho. Mi amigo negro se sentó a mi lado, y dijo:
—Creo que hacía falta un poco de aire fresco.
—Cuidado, no lo uses todo —le dije en broma.
Asomé mi cabeza al viento y miré la orilla del lago, con una oreja escuchando a los hombres de adentro.
—¡Mentira! —decía uno.
—¡Puedo trabajar tanto como tú, cualquier día!
—¡Eres un gandul baboso!
—¡Soy el mejor herrero en Logan County!
—¡Mejor di que fuiste el mejor! ¡A mí me pareces un vago asqueroso!
—¡Puedo hacer más trabajo durante un minuto del que tú podrías hacer durante un mes!
—¡Oye, borracho, deja de escupir sobre mis mantas!
—¡Ya, ya, ya lo sé! Soy un obrero también, ¿comprendes? ¡Pero no sirvo para nada aquí! ¡Sí! Trabajé tres años en la misma tejeduría. Hice reparaciones en las máquinas. Llega Pearl Harbour. Una empresa grande recibe todos los encargos. La mía es pequeña. Entonces, ¿qué pasa? Así, de golpe, cierra sus puertas. Y yo, aquí, en los trenes. Pero no soy nada en los trenes. Me agotan. ¡Nada! ¡Un vago, sucio y odioso!
—Si eres tan buen tejedor, ¿por qué no vienes a coser mis pantalones? ¡Ja, ja, ja!
—¡Pantalones de lujo! ¡Ouuui!
—¡Hace tres años, araba las mejores hileras de maíz!
—Sí, sí. Pero, oye, míster pez gordo, no se cultiva maíz en estos vagones, ¿entiendes? ¡Ja! ¡Aquél fue el último trabajo que hiciste!
—No hay ningún sueco que haya talado tantos árboles como yo, el gran sueco. ¡He cortado el suficiente pino blanco como para construir un pueblo entero!
—¡Callaos! ¡Todos sois mentirosos! ¡Charlando y gritando sobre todo lo que sabéis hacer! ¡En todos los trenes oigo la misma palabrería! ¡Tuvisteis un buen trabajo una o dos veces en vuestras vidas, y luego vais charlataneando durante quince años! ¡Hablando con la gente de todas las maravillas que habéis hecho! ¡Míraos! ¡Miraos la ropa! ¡Toda la ropa en este vagón no vale ni tres dólares! ¡Miraos las manos! ¡Miraos las caras! ¡Borrachos! ¡Enfermos! ¡Hambrientos! ¡Sucios! ¡Malvados! ¡Tercos! ¡Yo no voy a mentir como vosotros! ¡Además, tengo el mejor traje de este vagón! ¿Trabajar? Yo, ¿trabajar? ¡Ni hablar! ¡Si veo algo que quiero, me levanto y lo cojo!
Mirando hacia atrás, por encima de mi hombro, vi un hombre flaquito y encanijado que se estremecía como si tuviera una metralleta en las manos. Al otro lado del vagón, se puso de rodillas y lanzó una botella marrón al aire. El vidrio se estrelló en pedazos contra la cabeza del hombre bien vestido. Llovió vino tinto encima de mí y de mi guitarra, y sobre otros veinte hombres que intentaban agacharse. El hombre que llevaba el traje se desplomó y cayó contra el suelo como una vaca muerta.
—¡Ya tengo mis papeles! ¡Ya tengo mi trabajo, firmado y todo!
El tío que había tirado la botella iba pisando a todos a través del vagón, dándose golpecitos en el pecho y sermoneando.
—¡Tuve un hermano en Pearl Harbour! ¡Me dirijo ahora mismo a Chicago, para trabajar en una fábrica de hierro, y dar una paliza a Hitler y su grupo! ¡Espero que duerma bien, el míster, en su traje bonito! ¡Pero no voy a pedir disculpas a ninguno de vosotros! ¡Sí, tiré la botella! ¿Y qué vais a hacerme? —Nos amenazaba con sus puños y nos miraba.
Me limpié donde se había vertido el vino. Veía que los otros sacaban los trozos de vidrio de su ropa y hablaban refunfuñando.
—Es un loco. No hubiera debido hacer aquello. Por poco la botella hubiera chocado contra uno de nosotros, en lugar de chocar contra él.
El murmullo general subió de tono, y de repente salió crujiendo como un relámpago en zigzag. Algunos tíos andaban de grupo a grupo, sermoneando por encima de los hombros a los otros. A mi lado, un hombre fornido se levantó, y dijo:
—Todo lo que dice de Pearl Harbour está bien, chicos, pero no le hacía falta tirar así la botella de vino. Yo voy allí a darle una patada en el culo, ¡para que vaya aprendiendo!
En aquel momento, desde algún sitio por detrás de mi espalda, un mestizo indio saltó y agarró al fuerte por los tobillos. Se enredaron en un nudo y se revolcaron en el suelo, pegándose y arañándose. Dieron patadas en las caras de otros hombres, y los otros se las devolvieron, y se metieron en la pelea.
—¡No vas a hacer daño a aquel pequeñito!
—¡Te mataré, indio!
El gordo empujó al grupo, quitando y apartando los hombres y gritando:
—¡Basta! ¡Basta ya!
—¡No te metas en esto, chulo gordo!
Un hombre sucio y moreno echó una gorra aceitosa sobre sus ojos, mientras se dirigía hacia el gordo.
El gordo lo cogió por la garganta, y le hizo chocar la cabeza contra la pared unas doce veces, gritando:
—¡Te voy a enseñar que no puedes llamar chulo a un hombre honrado! ¡Tramposo con pinta de serpiente!
Entre todos los hombres, empezó y se corrió: —¿Has dicho que yo no trabajaría para ganarme la vida, eh? ¡Te sacaré los ojos! ¿A quién llamas vago?
Camisas y pantalones se desgarraban, y se oía cómo todo el mundo se arrancaba la ropa unos a otros.
—¡No me gustó tu hocico desde el principio! Cinco, y luego diez, otras parejas se metieron. —¿Dónde está el vil hijo de puta que me llamó vago?
Unos hombres iban y venían a través del vagón, haciendo caer a otros a empujones, tirándolos a un lado, mirando a los pocos que quedaban en el suelo.
—¡Ahora empiezan a pelearse en serio! —¡Aquí estás, canalla malhablado!
Vi seis u ocho tender la mano por abajo y coger otros por el cuello de sus camisas, tirándolos bruscamente del suelo. Puños alzándose al aire tan de prisa que no se sabía de quién eran.
—¡Sabía que tú eras nada más que un tramposo asqueroso cuando te vi subir a este tren! ¡Pelea'. ¡Pelea! ¡Jódete! ¡Pelea!
Suelas de zapatos pateando por todas partes, y las cabezas rebotando contra las paredes del vagón. El polvo subía por el aire como si alguien lo estuviera descargando de camiones.
—¿Con que soy un vago, eh?
Las cabezas de los hombres subían y bajaban en el polvo como si fueran globos flotando en el océano. Casi todo el mundo cerraba los ojos y apretaba los dientes, y golpeaban desde el cemento como locos.
Unos hombres eran aplastados contra el suelo. Botellas de agua lanzadas al aire, y vi algunos destellos que supe eran navajas. Muchos hombres levantaban bruscamente las chaquetas de los otros por encima de sus cabezas, de modo que no podían ver ni mover sus brazos y luchaban en el aire como molinos, como murciélagos ciegos. Un puño duro pegó a un hombre que avanzaba con dificultad a través del polvo. Agitó los brazos intentando guardar el equilibrio, y se cayó, tirando toda suerte de cosas y desperdicios de sus bolsillos sobre cinco o seis hombres que intentaban escaparse de la pelea. Por cada hombre dejado K.O., otros tres se levantaban de un salto y bramaban a través de la horda, golpeando por ambos lados cualquier cabeza que apareciera.
—¡Hombre! —Mi amigo de color movió su cabeza negativamente. Parecía inquieto—. ¡Más vale que no te metas en esto, con tu guitarra!
—He recibido cerca de nueve patadas en la espalda. Un puñetazo más, y volaré por la puerta hasta uno de aquellos lagos. —Otra vez luchaba para permanecer de pie—. ¡Oye, enlacemos los brazos para apoyarnos en este maldito vagón! —Apreté mis manos enlazándolas a la guitarra que tenía en mis rodillas—. ¿Qué pasaría si algún tío fuera empujado de este cochino tren, a esta velocidad! Seguiría rodando durante una semana. ¡Oye! ¡Mira! ¡El tren reduce la marcha!
Miró con los ojos semicerrados hacia arriba, y luego examinó a lo largo de la vía.
—Va más despacio para cambiar de vía.
—¡Ja! ¡Estaba buscándote, musiquero!
Sentí una rodilla empujándome por la espalda, cada vez más fuerte, para hacerme salir un poco más por la puerta.
—Pensabas que me había olvidado del asunto de la botella de gas, ¿eh? ¡Pues creo que ahora voy a echarte del tren, a puntapiés!
Intenté agarrarme al brazo del negro.
—¡Ten cuidado, idiota! ¿Qué estás haciendo? ¡Echarme a puntapiés! ¡Voy a levantarme y aplastarte la cabeza! ¡No me des otra patada!
Puso su pie de Heno en mi omoplato, y me sacó por la puerta. Giré y cogí los brazos del negro con mis manos, y el tirante de mi guitarra se escapó. Arrastraba mis pies encima de las carbonillas del suelo. Cuando se cayó mi guitarra, tuve que dejar la mano del negro, y cogerla por el mástil. El negro tuvo que cogerse al borde de la puerta para sujetarme al vagón. Lo vi doblarse lo más que pudo hacia atrás, y tenderse en el suelo. Eso me acercó otra vez unos centímetros más cerca del borde de la puerta. Estaba a punto de meter un brazo dentro. Sabía que él podría tirar de mí hacia dentro si yo lograba llegar al borde. Miré el suelo que pasaba por debajo. El tren iba más despacio. El negro y yo hicimos un último tirón fuerte para subirme adentro.
—{Agárrate bien, chico! —gruñía.
—¡Más vale que no hagas eso! —El tipo se puso en cuclillas y empujó los hombros del negro con sus manos—. ¡Ahora voy a echaros a los dos!
El negro gritaba y chillaba:
—¡Ayyyy! ¡Socorroooo!
—¡Demonios! ¡No lo hagas!
Estaba a punto de perder toda la fuerza de mi brazo izquierdo, enlazado con el del negro. Era la única cosa que me separaba del sepulcro.
—¡Aquí es donde los dos vais a encontraros entre la carbonilla! ¡Adiós! ¡Iros al diablo! —Se mordió la lengua con los dientes y apoyó todo su peso contra los hombros del negro.
Reduciendo su velocidad, el tren metió los frenos y de golpe hizo caer a todos los hombres del vagón. Tropezaron unos contra otros; fallaron los puñetazos, agitando los puños en el aire. Un montón de hombres cayeron al suelo y allí siguieron peleándose. La sangre salpicó por el aire manchando a todo el mundo. Astillas se clavaron en las manos y caras de los hombres aplastados contra el suelo. Los tíos se pusieron de bruces sobre otros tíos desconocidos y arañaron su carne con las uñas, torciéndola hasta que la sangre se coagulaba en el polvo. Rodaron por el suelo y chocaron las cabezas contra la pared; cada golpe los dejaba ciegos, con sus pulmones y ojos y orejas y dientes llenos de cemento. Pisaban sobre los enfermos, quebraban a los más valientes, andaban unos sobre otros con los zapatos de clavos propios de leñadores y ferroviarios. Sentí que iba soltándome de las manos del negro.
Otro frenazo sacudió el tren y arrancó al tipo de los hombros del negro. El choque le envió desde donde estaba sentado, saltando como una rana, por encima del montón de carbonilla, rodando, golpeando, revolviéndola por más de veinte pies a ambos lados, hasta que, como una rueda loca, se zambulló en el agua del lago.
Tiré del negro que se asía al borde conmigo y los dos nos pusimos a correr con los pies en la carbonilla. Di un tropezón y me caí una vez, pero el negro corrió y logró mantenerse de pie.
Me precipité otra vez hasta la puerta del vagón. Puse mi mano sobre un cerrojo de hierro, intentando correr con el tren y saltar por la puerta. Manos de hombres se alargaron desde la puerta, intentando cogerme y ayudarme, pero mi guitarra se movía como loca y tuve que dejar el cerrojo para seguir trotando al borde de carbonilla. Empezaba a perder toda esperanza de volver al vagón, cuando miré hacia atrás y vi a mi compañero negro cogiendo una escalera de hierro, al extremo del vagón. Con la escalera en una mano, señalaba con la otra y gritaba:
—¡Pásame tu guitarra!
Cuando me sobrepasaba, corrí rápidamente sobre la carbonilla y le ofrecí la guitarra. La cogió por el mástil y trepó al techo del vagón. Cogí la escalera y alcancé el techo justo detrás de sus talones.
—¡Sube de prisa, si quieres ver al tío en el lago!
Señaló con su dedo hacia la hilera de vagones de detrás, que iban otra vez a más velocidad.
—¡Allá, al lado de aquel grupo de árboles! Vadeando, a lo lejos, ¿ves? ¡Hombre! ¡Seguro que el baño le quitó la curda!
Nos sosteníamos erguidos, apoyándonos uno al lado del otro. El techo del vagón se movía y rebotaba peor que el suelo de dentro. Mi compañero me sonrió con el sol en sus ojos. Aún no había perdido su gorra marrón y mugrienta, y la tenía aplastada sobre su cabeza, mientras que el viento intentaba llevársela.
—¡Huy! ¡Esto ha sido demasiado! Chico, ¿estás preparado para un buen viaje rápido aquí encima? Seguro que no hay manera de volver al vagón, una vez que el tren se ponga en marcha.
Me senté con las piernas cruzadas y me cogí a las maderas del techo del vagón. Él se acostó con las manos enlazadas detrás de su cabeza. Nos reímos del aspecto de nuestras caras, tan cubiertas de cemento, con los ojos lagrimeando. El polvo negro de carbón que venía de la locomotora nos daba el aspecto de fantasmas blancos y de ojos blancos. Los labios agrietados y hundidos por el largo viaje bajo el sol caliente y el viento duro.
—¿Hueles ese aire fresco?
—¿Huele limpio, no? ¡Sano!
—¡Tú y yo, también vamos a recibir un remojón, seguro!
—¿Por qué lo dices?
—Lo sé. ¡Chico, aquí, en esta región de los lagos, el cielo puede nublarse y llover en dos segundos!
—¡Yo no veo ningún nubarrón por aquí
—¡Son una cosa rara esos nubarrones de Minnesota! ¡Cada nube es un nubarrón!
—Va a ser duro para mi guitarra.
Toqué algunas notas, sin darme cuenta realmente de lo que estaba haciendo. El aire se hizo más fresco mientras que íbamos viajando. Un segundo más tarde, levanté los ojos y vi dos chiquillos arrastrándose por un vagón de baca abierta, justo detrás de nosotros: uno era alto y delgado, de unos quince años, y el otro un renacuajo descarnado que no parecía tener más de diez u once. Llevaban ropa de boy-scout. El mayor llevaba una mochila a sus espaldas, y el pequeño tenía un jersey con las mangas atadas alrededor del cuello.
—¡Hola, chicos! —El grande saludó y descargó su mochila a unos píes cerca nuestro.
El pequeño se sentó con el cuerpo doblado y se mondaba los dientes con una navaja. Dijo:
—¿Hace mucho tiempo que estáis en el tren?
Yo había visto mil niños como aquéllos. Parecen venir de casas en algún lugar, de las que se habían escapado. Parecen venir para ocupar el sitio de los viejos que resbalan con una madera mojada, se sueltan de una escalera, se caen de una puerta, o simplemente se secan y se marchitan viajando en los duros vagones: los amos viejos que gruñen en algún sitio del rincón más oscuro de un vagón de carga, se quejan de una vida retorcida, la mitad vivida y la mitad gastada, lloran mientras que sus almas van del vagón al cielo, se mueren y pasan por este mundo como el eco de un pitido nublado.
—¡Buenas, señores, buenas! —El negro se incorporó sentándose—. Vosotros sois un poquito jóvenes para ir tragando carbonilla, ¿no?
—¿Qué podemos hacer a nuestra edad? —El más grande escupió al aire sin mirar dónde iba a caer.
—Es culpa de mi padre. Yo hubiera debido nacer más pronto —dijo el chiquillo.
El grande no cambiaba la expresión de su cara, porque si hubiera tenido la cara más ruin y dura, algo habría roto.
—¡Cállate, novato! —Volvió a nosotros—. ¿Vais a la carnicería o a Nueva York? —No te comprendo —le miré. —¿Chicago o Nueva York? Intenté no soltar una carcajada en la cara del chico. Vi al negro mover la cabeza escondiendo una sonrisa.
—Yo —contesté— creo que voy a Wall Street. —Pensé un momento y le pregunté—: Y vosotros, ¿adonde vais?
—Chicago.
—Nosotros escapamos.
—¿Verdad que sabes tocar esa guitarra?
—Le hago algunos rasguños.
—¿Y cantas, encima de todo eso?
—No. No lo hago encima. Me pongo de pie y la cojo por este tirante de cuero alrededor del hombro, o bien me siento y la toco sobre mis rodillas. ¿Así, ves?
—¿Ganas algo con eso?
—A veces casi me he muerto de hambre, chicos. ¡Pero nunca he desaparecido totalmente! -¿Sí?
—¿Es malo eso?
Toqué unos acordes muy rápidos y añadí unos de blues, y los chiquillos pusieron las orejas casi al agujero de la guitarra, escuchando.
—¡Oye! Qué bien tocas, ¿no?
—Mejor que toques lo que quieras ahora —dijo el chico mayor—. No sé cómo va a sonar llena de agua, pero estaremos nadando dentro de unos minutos.
El negro se volvió hacia la máquina y olió el aire húmedo.
—Dentro de un minuto, diría yo.
—¿Estropeará la guitarra?
El más grande se puso de pie y se echó la mochila a la espalda. El polvo de carbón había cubierto su cara durante los primeros días cuando empezaron a tender este ferrocarril, y algunas gotas de saliva y la humedad de los barrios bajos de los muchos pueblos que había conocido manchaban como pinceladas en todas direcciones su boca, nariz y ojos. Agua y sudor habían caído por su cuello, y se secaba allí en largas tiras. Dijo otra vez:
—¿La lluvia va a estropear la guitarra?
Me levanté y vi delante el humo negro saliendo de la máquina. El aire estaba fresco y húmedo, y arrastraba una gran espiral de humo cerca de la tierra, al lado del tren. Hervía y se torcía, mezclado con manchas de niebla densa, y giraba con toda clase de formas. La imagen en la hierba y los arbustos de al lado de la vía era como de diez mil borrachos rodando en la hierba con dolor de estómago. Cuando las primeras gotas de lluvia tocaron mi cara, dije a los niños:
—¡No creo que esta agua vaya a mejorarla!
—¡Toma este jersey viejo! —me gritó el pequeño—. ¡Es todo lo que tengo! ¡Envuelve la música con él! ¡Que algo hará!
Parpadeé quitando el agua de mis ojos y esperé un rato para que él se quitara el jersey del cuello, donde había atado las mangas. Su rostro parecía un dibujo rápido y pequeño, del color del tabaco, que alguien borrara de un vidrio con un trapo sucio.
—Sí —le dije—. Gracias. La protegeré de algunas gotas, ¿verdad?
Puse el jersey sobre la guitarra como un hombre vistiendo un maniquí en un escaparate. Luego me quité la camisa nueva y la puse sobre la guitarra. Abroché los botones, y até las mangas alrededor del mástil. Todos nos reímos. Después, nos sentamos de cuclillas en un semicírculo, de espaldas a la lluvia y al viento.
—No me importa mojarme, chicos, pero tengo que proteger a la que me gana el pan.
El viento azotaba nuestro vagón, y la lluvia caía en ráfagas y soplaba por encima de nuestras cabezas como el chorro de una manguera de bomberos, tirándose sesenta millas por hora. Cada gota que me llovía sobre la piel picaba y quemaba. El negro se reía y decía:
—¡Hombre! Cuando el buen Dios estaba haciendo Minnesota, no podía decidirse a crear otro océano más; entonces, terminó la mitad, lo dejó, y se marchó a casa. ¡Ouiii! —Bajó la cabeza, sacudiéndola, y siguió riéndose. Al mismo tiempo, casi sin que me enterase, se había quitado su camisa azul de trabajador, y la dejó en mis manos—. ¡Otra camisa podría proteger aún más tu guitarra!
—¿Y a ti, no te hace falta la camisa para protegerte?
No sé por qué le pregunté eso. Yo ya estaba vistiendo la guitarra con su camisa. Él enfrentó sus hombros al viento y frotó sus palmas contra el pecho y hombros, todavía riéndose y hablando.
—¿Crees que esa camisa tan pequeña va a protegerme de este chaparrón?
Cuando miré la guitarra en mis rodillas, vi otra camisa, pequeña y sucia, echada encima. No sé exactamente cómo me sentí cuando mis manos bajaron y la tocaron. Miré a todos los machotes que me rodeaban, curvados con sus espaldas desnudas resistiendo el viento; la lluvia chocando contra sus hombros y rebotando seis pies en el aire. No dije ni una palabra. El chiquillo estiraba sus labios para que el agua cayese en su boca como por un canal. Después de unos segundos, guardaba un trago, y lo expulsaba entre sus dientes en un chorro largo y estrecho. Cuando vio que yo le examinaba, escupió lo que quedaba de agua, y dijo:
—No tengo sed.
—Con ésta voy a envolver el mástil y las cuerdas seguirán secas. Si se mojasen, ¿sabes?, se llenarían de orín.
Enrollé la última camisa alrededor del mástil de la guitarra. Después, tiré la guitarra hacia el lado de donde me había acostado. Até el tirante alrededor de una tabla en el techo del vagón, bajé mi cabeza por detrás de la guitarra, y di una palmadita en el hombro del chiquillo pequeño.
—¡Oye, pequeño!
—¿Qué quieres?
—Como protección contra el viento podría ser mejor, pero, por lo menos, quita un poco de fuerza a la lluvia. Mete la cabeza por aquí, y bájala por detrás de la guitarra.
—Sí, está bien. —Se dio la vuelta como una ranita, sonrió con toda la cara, y dijo—: ¿Es verdad que la música sirve para algo, no?
Los dos extendimos todo el cuerpo. Yo estaba acostado de espaldas, mirando el cielo gris y tormentoso soplando con nubes bajas que gimoteaban cuando desaparecían debajo de las ruedas. El viento silbaba canciones fúnebres para los viajeros del tren. Caían relámpagos y resonaban en el aire; chispas de electricidad bailaban en las vigas y en las instalaciones de hierro. Los relámpagos hacían agujeros en las nubes, y la lluvia caía con más fuerza que antes.
—¡En el desierto uso esta guitarra como parasol! ¡Ahora uso a la maldita como paraguas!
—¿Crees que algún día yo podría llegar a tocarla?
El pequeño temblaba y se estremecía. Yo oía sus labios y nariz que soplaban para quitarse la lluvia, y sus dientes que castañeteaban como un martillo. Se acercó a mí, y puse mi brazo para que pudiese reposar la cabeza. Le pregunté:
—¿Qué te parece como almohada?
—Es mejor.
Temblaba mucho y se movía de vez en cuando.
Luego se tranquilizó, y no le oí decir nada más. Los dos estábamos calados hasta los huesos cien veces. El viento y la lluvia parecían hacer un concurso para ver cuál de ellos podía azotarnos con más fuerza. Sentía el techo del vagón aporreándome por detrás de la cabeza. Podía aguantarlo un poco, pero no durante mucho tiempo. Contra la guitarra golpeaban las gotas de lluvia, y sonaba como un nido de ametralladoras escupiendo plomo.
La fuerza del viento empujó la guitarra contra la parte de arriba de nuestras cabezas, y el vagón se tambaleó y sacudió a través de las nubes como un ataúd cayendo por un risco.
Miré la cabeza del chiquillo que reposaba en mi brazo, y pensé: "Sí, así está un poco mejor."
Mi propia cabeza dolía por dentro. Sentía en mi cerebro como una nube de saltamontes chiflados, saltando uno encima del otro a través de un campo. Mantuve mi cuello rígido, de modo que mi cabeza estuviese separada unas dos pulgadas del techo, pero eso no surtió ningún efecto. Cogí frío y tenía calambres que ataban mi cuerpo en un nudo. La única forma de reposar era dejar que mi cabeza y cuello perdiesen su rigidez, y cuando hacía eso, la sacudida del techo martilleaba mi cabeza. El chaparrón se hizo más furioso y salpicaba todos los lagos, cantando y riéndose. Luego el lamento del viento empezó suavemente y lloraba entre los árboles del monte como un canto a la libertad perdida de un pueblo vencido.
Oía a través del techo las voces de los setenta y seis vagos dentro del vagón. Eran sesenta y nueve, dijo el viejo, sin contarse a sí mismo. Uno se tiró al lago. En su caída empujó a dos más, pero éstos cogieron la escalera. Luego aquellos mocosos, quemados por el viento y endurecidos por el sol, que habían subido al techo de nuestro vagón, habían quedado atrapados bajo el chaparrón como ratas ahogadas. Hombres luchando contra hombres. Color contra color. Familia contra familia. Raza empujando contra raza. Y todos nosotros luchando contra el viento y la lluvia y el relámpago brillante que zumba y retumba, que baña sus ojos en el cielo blanco, que lucha con el río hasta paralizarlo, y pasa su noche borracho en una casa de putas.
"¿Qué es eso pegándome en la cabeza? Sólo los golpes del techo del vagón. ¡Oye, por Dios! ¿A quién demonios piensas que estás pegando? ¿Y quién eres tú, un maldito chulo? ¡No te dejó intimidar a esa mujer! ¿Por qué está toda esta gente en la cárcel? ¿Creer en la gente? ¿De dónde venimos, todos nosotros? ¿Dónde nos equivocamos? ¡Canalla, si me pegas otra vez, te arrancaré la cabeza!"
Mis ojos bien cerrados, estremeciéndose hasta estallar, como la lluvia cuando los relámpagos descargan una carretada de truenos por encima del tren. Yo giraba y flotaba y cogía al chiquillo por la cintura, y mi cerebro era como una cazuela de plomo caliente, burbujeando encima de un fuego.
"¿Quiénes son, todos esos locos, gimiendo el uno contra el otro como hienas? ¿Son hombres, ésos? ¿Quién soy yo? ¿Por qué han venido aquí? ¿Por qué he venido yo aquí? ¿Por qué diablos he venido aquí? ¿Qué tengo que hacer aquí?"
Mi oreja aplastada contra el techo de estaño absorbía la música y el canto que venían del vagón:
Este tren no lleva ladrones ninguno,
ni putas, chulos o tahúres callejeros
Este tren va con destino a la gloria.
Este tren.
¿Puedo acordarme? ¿Acordarme de dónde estaba esta mañana? St. Paul. Sí. ¿La mañana anterior? Bismark, North Dakota. ¿Y otra vez la mañana anterior? Miles City, Montana. Hace una semana era pianista en Seattle.
¿Quién es este chiquillo? ¿De dónde viene? ¿Adonde va? ¿Será como yo cuando se haga hombre? ¿Era yo como él cuando tenía su estatura? Déjame acordarme. Déjame volver hacia atrás. Déjame levantarme y andar otra vez por el camino por donde vine. Este caminar tan arduo y ese siempre trotar. El vagabundeo. Mi cabeza no funciona muy bien.
¿Dónde estaba yo?
¿En dónde demonios estaba?
¿Dónde estaba de chiquillo? ¿Hacia atrás, atrás, atrás y más atrás, hasta donde alcanza la memoria?
¡Cáete, relámpago, cáete! ¡Cáete, maldito relámpago, cáete! ¡Hay mucha gente a la que no puedes hacer daño!
¡Cáete, relámpago!
¡A mí qué me importa!
Ruge y retumba, tuerce y gira, el cielo nunca estará tan loco como el mundo.
¿Con destino a la gloria? ¿Este tren? ¡Ja!
¡Sigue cayendo, pequeña lluvia, sigue!
¡Sigue soplando, pequeño viento, sigue!
¡Sigue soplando, pequeño viento, sigue!
Porque esos tíos cantan que este tren va con destino a la gloria, y yo voy a abrazarlo hasta que sepa con qué destino va.