Hacia la constelación de Hércules
Roi du monde, ô Soleil, la terre est la maîtresse.
A.de Musset[G142] .
La vía lactea es la rúbrica del infinito.
Méry[G143] .
Yo quiero iniciar este capítulo con los admirables versos del más intenso y hondo de nuestros poetas; de un espíritu que ha logrado penetrar en el oscuro templo misterioso de las más abstractas verdades: José M. Eguren[G144] . Esos versos son el alerta del poeta —que no es hoy ánima plañidera sino espíritu inquieto— a la humanidad despreocupada y a los inexpertos hombres que no han asomado a la ventana desde la cual se ven las desconcertantes maravillas que guarda el príncipe[G145] de lo Extraordinario en su alcoba de tinieblas:
El dios de la centella
Viene por la alta noche
el dios de la centella...
¡Mortal, despierta! ¡Mira... tras el monte
ha lanzado una estrella!
Los seres de los bosques se incorporan,
¡oh espíritu que sueñas
en tanto que las frondas
cambian obscuras señas!
Como el caldeo mira
el mundo de la estrella;
que es dueño del espanto y de la ruina
el dios de la centella.
No duermas al peligro
que la natura encierra:
indaga, que en la sombra el dios fatídico
encenderá la tierra.
La naturaleza es una perpetua fuerza dual. La naturaleza en sus más simples y concretas expresiones, es la unidad. Y la unidad tiene dos valores, uno real y aparente, otro incorpóreo, inefable y oculto[G146] . Así el universo, en todas sus manifestaciones, se compone de dos grandes valores paralelos y complementarios, dos fuerzas que van ayuntadas y que no pueden desligarse jamás; lo que podría llamarse el alma y el cuerpo de la naturaleza[G147] : lo real y lo tangible; lo que se manifiesta y lo abstracto; lo que se muestra y lo que se oculta; lo que se comprueba y lo que se adivina.
La vida es, en su concepto más abstracto, una ecuación cuyos valores esenciales son el hombre y la naturaleza: Dios[G148] es la incógnita. No hay humano proceso que no pueda y deba referirse a esta ecuación trascendental. Para corresponder a la dualidad de la naturaleza, disponemos los hombres de dos valores correlativos: el cuerpo y el alma, los sentidos y la intuición, la recepción y la conciencia. Del vasto panorama de la naturaleza nada escapa a la doble mirada del hombre. Tan grande y elevado es el espectáculo de la naturaleza real cuanto el sentido[G149] de la naturaleza invisible. El hombre tiene más a su alcance el fenómeno que la causa; pero si aquel impresiona los sentidos, ésta lo lleva en pos de lo extraordinario.
El hombre, este efímero y átomo divino, este vertebrado consciente y orgulloso, este pedazo de arcilla con voluntad aparente y con movimientos espontáneos, se cree capaz de conocer y penetrar el más íntimo sentido de las cosas y no es, sin embargo, más que un punto ideal en el espacio ilimitado. El hombre es la chispa que producen al cruzarse en un punto del éter, las trayectorias del espacio y del Tiempo. Somos breves luciérnagas que dejamos nuestra fosforescente trayectoria limitada, en el espacio infinito.
Por mucho tiempo creyeron los hombres que la tierra era el centro del mundo. Más tarde tan orgullosa presunción se desvaneció. Creyeron entonces los sabios que era el sol el centro del Universo estelar. Pero tampoco esta adorable y vanidosa sospecha podía perdurar. Hoy se sabe que el astro que adoraron las Edades, que el antiguo Inti de nuestros antepasados, no es sino una oveja paciente en el inmenso rebaño celeste[G150] . Especie de asno resignado que gira en la noria fantástica de una constelación, la de las Pléyades según unos, y si fuera racional la figura, asno y noria se trasladarían con velocidad inverosímil hacia la constelación de Hércules, en una ruta imprecisa, llevando consigo el sol a sus ocho satélites como un grande y monstruoso león que huyera, envuelto en sus llamas, seguido de varios halcones. Como el sol no repite su curva, vivimos siempre los mortales en un punto diverso del éter. Este momento en que nos encontramos es un nuevo punto que ya pasó en la inmensa bóveda inexplicable, sin principio y sin fin.
Un día el sol y su cortejo de astros llegarán al fin de su viaje y se fundirán todos en un gran núcleo luminoso[G151] . Pero antes, de esa fusión, la tierra perecerá íntegramente. El sol habrá perdido sus radiantes virtudes y rodará clorótico, como un ebrio, por los espacios sombríos. Perdida su viril fuerza luminosa y térmica, arrastrará consigo a los astros moribundos y fríos. Irá al lado de nuestra tierra —enorme cadáver helado— la luna amada de los poetas[G152] . Junto a la tierra fría y sin vida que irá dando tumbos macabros, desorientada y sin finalidad en el firmamento, rodarán Mercurio y Júpiter, Saturno y Neptuno y todos sus agónicos hermanos que se fundirán en el todo en una sublime transformación cósmica[G153] . Entonces nada quedará sobre la tierra de cuanto fuera su grandeza reluciente. El arte perecerá y con él todas las manifestaciones de la vida sobre la muerta cáscara terrestre, precaria y obscura. La noche, la gran noche tenebrosa, ya sin estrellas, la eterna noche horrenda caerá ya sin auroras sobre el mundo[G154] . Lo que fue valle ubérrimo y ciudad magnífica, vida ágil y pensar radiante, todo será yermo estéril sin palpitación y sin luz.
La luz es una vibración de la substancia y el arte es una vibración del pensamiento. Cuando la tierra haya desaparecido aun para los astros lejanos, existirá como una verdad en tránsito.
¿Qué muerte es ésta de las cosas que se prolonga indefinidamente? Cuando realizamos un acto cualquiera, este acto que es una múltiple vibración de la substancia, se proyecta en el espacio y vive y vivirá eternamente. El beso que dimos en nuestra primera juventud estará llegando aún en vibraciones a los astros lejanos[G155] y se transformará en luz o en calor o en fuerza vital. Sobre el cristal de un lago lanzamos una rosa y las ondas empiezan a expandirse hacia la orilla hasta que dejan de ser perceptibles a nuestros ojos, y sin embargo, no desaparecen sino que van a servir a una serie de fenómenos que nuestra razón no alcanza y nuestros sentidos no precisan. Así, nada de lo que se crea desaparecerá. Todo va a proyectarse en una gran tela infinita y ese acerbo común es Dios, es lo impreciso, lo[G156] inaccesible, el gran todo, la íntima substancia, la unidad.
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La función del artista
Yo quiero tomar al artista como un ser semejante al sol. el sol es un símbolo del artista[G157] . Como el sol, el artista es luminoso y radiante, como él tiene una luz propia inextinguible que lo consume. Como el sol, tiene el artista sus exaltaciones y depresiones. Como el artista, el sol se deja ver en el ocaso o en la aurora, nadie se atreve a mirarlo frente a frente en el cenit, porque deslumbra. Como el artista, el sol es admirado y deseado cuando ha desaparecido; sin embargo, él alimenta al universo y sin sus rayos no podría fecundarse el gran espíritu universal. Como él —¡ay!— tiene sus máculas inexplicables y fijas.
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La primera condición de todo gran espíritu, es la de ser fuerte. Jamás he creído que el juicio de los demás pueda influir en el ánimo del artista o en su obra. Hay algo dentro de nosotros, lo que podría llamarse la conciencia artística, que no puede conmover ni el exaltado aplauso de los admiradores ni la crítica acción de los enemigos. El artista está por encima de todos los comentarios[G158] . Recomiendo la lectura del espiritualísimo artículo que publiqué hace algún tiempo en La Prensa, subtitulado «Carta a la dulce amiga». Yo no realizo mi arte por agradar a los otros ni por conseguir el ajeno aplauso fugaz, sino por satisfacer el imperioso mandato ineludible del destino que me dice: ¡Canta, escribe, dibuja, piensa!
Los artistas de corazón, los que somos artistas por mandato Divino, no podemos estar sujetos a la opinión, a ese valor anónimo, fluctuante, veleidoso, aparente conciencia de una agrupación caprichosa de cerebros diversos y de inteligencias desniveladas, monstruo en cuyo espíritu se funden la ignorancia ambiente y la falta de buen gusto que tiene que caracterizar a pueblos jóvenes, en los cuales sólo puede haber una élite directora y esa élite la formamos nosotros, los artistas. Nosotros ante todo somos libres, cantamos por necesidad, porque para eso hemos sido creados, porque es razón de naturaleza que cantemos; y lo hacemos sin esfuerzo, sin dolor, sin trabajo, sin vanidad; haciendo nuestro arte cumplimos sencillamente el deber que una Fuerza Intangible nos impone; no conocemos el dolor de la gestación ni la tortura de la esterilidad; hacemos nuestro arte como el ave canta, como el rosal florece como la tierra fecundiza, como germina el grano, como sale el sol, como mana la fuente. Es la Naturaleza, la Divina Madre Majestuosa, la que se expresa por intermedio de nosotros, los artistas. Gran parte de mi felicidad[G159] consiste en el señorío absoluto de mi voluntad sobre mi vida y de mi conciencia sobre mi arte. Cierto día, un necio de mirar miope, mezquina catadura, aborregada cerviz, hollinada conciencia, le dijo a un buen amigo mío, tras larga discusión en la esquina de la Merced: —«Yo no le niego talento a Valdelomar y sería su amigo si cambiara de modo de ser». ¡Yo cambiando de modo de ser por complacer a un necio de mirar miope, mezquina catadura, aborregada cerviz y hollinada conciencia!
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Yo defiendo mis versos, como defiendo mi prosa, y defiendo mis dibujos con la misma apasionada tenacidad y el mismo afán persistente con que defendería a mi madre, a mi mujer o a mi hijo. Los defiendo porque son míos, porque los amo, porque son buenos; porque son mi cerebro hecho ritmo, mi vida hecha arte, mi sangre y mi juventud, hechas musicalidad; porque son la expresión y el símbolo de mis más íntimas e inefables complacencias, mis más lacerantes dolores, mis más hondas torturas; son hijos hechos en las noches de insomnio tenaz, cuando preguntamos todo a la razón y la razón enmudece; son los hijos hechos en las tardes solemnes ante los crepúsculos filosóficos; son los hijos hechos antes y después del Dolor, antes y después del Placer; son el Dolor y el Placer mismos; algo más: son mi vida, mi pensamiento, mis inquietudes metafísicas, mis comentarios de la Naturaleza; la apreciación del pasado fugaz, sereno, fecundo en inquietudes precoces; la apreciación del presente fugaz e inestable, inseguro y precario; son el presentimiento del futuro preñado de expectativas; ¡por eso los defiendo y los quiero y los vivo, porque son todo para mí, son Yo mismo, son mi vida hecha canción[G160] !
No soy ni seré jamás un erudito pero soy un ecléctico; además, creo que la cultura como la entienden ciertas gentes, puede ser, para quienes somos artistas de nacimiento, útil, pero no indispensable. Yo sé por intuición lo que los demás aprenden en las Bibliotecas[G161] . De otro lado no es necesario saber; basta comprender. Y comprender la belleza es ya tan placentero como crearla o poseerla.
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Confesiones
Alberto nadie puede comprender lo sutil
de mi alma cristalina, abnegada, infantil:
yo he nacido en el campo y he nacido en abril.
Nadie comprenderá con qué emoción secreta
las más puras bellezas mi espíritu interpreta.
Tú lo comprenderás porque tú eres poeta.
Desdeña toda loa, toda lección desdeña,
¡vive, canta, medita! Tu noble verso sueña.
Sólo enseña el Dolor, lo demás nada enseña.
Valdelomar – Epistolae Liricae.
Yo soy aldeano. Nací y me crié en la aldea, a orillas del mar, viendo mis infantiles ojos, de cerca y perennemente, la Naturaleza. No me eduqué con libros sino con crepúsculos. Mi profesor de religión fue mi madre y lo fue después el firmamento[G162] . Mis maestros de estética fueron el paisaje y el mar; mi libro de moral fue la aldehuela de San Andrés de los pescadores, y mi única filosofía la que me enseñara el cementerio de mi pueblo.
A esta época de mi vida pertenecen estos versos:
Tristitia
Mi infancia que fue dulce, serena, triste y sola
se deslizó en la paz de una aldea lejana
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañer doloroso de una vieja campana.
Dábanme el mar la nota de su melancolía,
el cielo la serena quietud de su belleza,
los besos de mi madre una dulce alegría
y la muerte del sol una vaga tristeza.
En la mañana azul, al despertar, sentía
las voces fraternales como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado del mar;
y lo que él me dijera aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar...
El hermano ausente
La misma mesa antigua y holgada, de nogal;
y sobre ella la misma blancura del mantel
y los cuadros de caza de anónimo pincel
y la oscura alacena todo, todo está igual...
Hay un sitio vacío en la mesa hacia el cual
mi madre tiende a veces su mirada de miel
y se musita el nombre del ausente[G163] ; pero él
hoy no vendrá a sentarse a la mesa pascual.
La misma criada pone, sin dejarse sentir,
la suculenta vianda y el plácido manjar;
pero no hay la alegría ni el afán de reír
que animaran antaño la cena familiar.
Y mi madre que acaso algo quiere decir,
ve el lugar del ausente y se pone a llorar...
El árbol del cementerio
No la tranquilidad de la arboleda
que ofrece sombra fresca y regalada
al remanso, al pastor y la manada
y que paisaje bíblico remeda.
No el suspiro de la ola cuando rueda
a morir en la playa desolada
ni el morir de la tarde en la callada
fronda que al ave taciturna hospeda—
dieron a mi niñez esta en que vivo
sed de misterio, torturante y honda,
donde todos los pasos son inciertos.
Fue del panteón el árbol pensativo
en cuya fosca, impenetrable fronda
anidaban las aves de los muertos...
Yo dejé el pueblo amado de mi corazón a los nueve años. Vine a la metrópoli. Mi corazón era entonces transparente y claro como la onda matutina; mi conciencia se traslucía como el agua de los pozos que hacen en San Andrés los aldeanos; mi ingenuidad y mi candor sólo eran comparables a la ingenuidad y al candor de jesucristo a los nueve años. Yo vine aquí para educarme, para poseer todas las verdades. Venía a leer la suma sabiduría que veinte siglos amontonaron en las academias y en las bibliotecas; venía a conocer todas las leyes, todos los principios. Y así, sediento, ansioso, inquieto y febril; busqué, leí, analicé, comparé, pensé. Mi espíritu sufrió toda suerte de cambios. A los quince años fui materialista. A los diez y siete fui místico. Dudé a los diez y nueve; a los veintiuno me creí en posesión de la verdad[G164] . A los veinticinco mi conciencia era un grito crispante de desesperación y desconsuelo. Un día vi florecer mis ideas, luego las vi bambolearse y, en fin, llegó el trágico instante en que vi que todos mis sistemas y todas mis conclusiones habían sido vanos y pueriles juegos de un malabarismo lógico, de una inconsistencia sofística. Mis lamentos espirituales eran como manos crispadas que se extendieran en la sombra espesa. Un día me creí loco a fuerza de preguntar sin obtener respuesta, de clamar sin encontrar el eco, de accionar sin conocer la reacción. Cuando creía aprisionar una verdad definitiva, sólo encontraba el vacío intangible, a la manera de un alucinado. Así mi vida[G165] ha sido la más perenne y lacerante tortura. Llegué a odiar los libros, los sistemas, los principios, las leyes, las fórmulas, los métodos. Pensé que lo mejor era vivir el instante sin pasado y sin porvenir; sostuve ante mi conciencia que la realidad no existía; acepté el dictado de que los muertos mandan, que los hombres somos frágiles juguetes y me abandoné al acaso sin preocupaciones hondas. Más tarde reaccioné creyendo que la verdad era la esperanza y que el porvenir era la verdad. Llegué a amar la muerte y a pensar en el suicidio. Quise después, desengañado, derrochar mi vida y vivirla de prisa y me entregué a todos los placeres[G166] , como un jugador ebrio que dispusiera de inmensos caudales y los jugara rápidamente para agotarlos más pronto. Creí en el amor y odié el amor; creí en la ciencia y odié la ciencia; creí en la muerte y odié la muerte. Ensayé todos los caminos. Como en una ansia de objetivismo, que podía alejarme de mi conciencia y de mis inquietudes mentales, me dediqué a escribir, a pintar, a observar. Los dolores del mundo, estos dolores que intimidan tanto a las almas medrosas, comenzaron a asaetarme y quien, como yo, tenía otros dolores más puros y más hondos, más nobles y más eficaces, desdeñó los dolores del mundo. Lo que en otros pudiera crear la congoja sangrante en mí producía una sonrisa compasiva. Así llegué a mis veintiocho años.
[En La Prensa ET. Lima, 24 de mayo de 1917, p. 3.]