El asesinato del Marqués de los Atavillos y del Guayas

En junio de 15[41] el país estaba dominado. Las guerras civiles acababan de terminar, aparentemente con el aleve asesinato del viejo conquistador Don Diego de Almagro, perpetrado por Gonzalo Pizarro, y el Gobernador, sin temores para el futuro, seguro del presente, y orgulloso del pasado, con su reciente corona de marqués[G82] , olvidó todo, se entregó a una vida apacible y dejó correr mansamente los granos de su reloj de arena.

Los de Chile —hay apodos aciagos— eran llamados los enemigos del marqués, que, con Juan de Herrada a[G83] la cabeza, y Almagro el Mozo, como jefe, clamaban contra las injusticias de Pizarro y el asesinato del viejo Almagro. Cansados estaban de esperar la justicia que al rey pedían y exigían al marqués, y decididos a tomarse por sus manos lo que a sus manos podía llegar, los trece caballeros de la capa conspiraban en la casa de Herrada, que era sita en el Callejón de Petateros, donde se quedaban doce mientras salía a la calle aquel a quien tocaba el turno usar la única capa que poseían.

Así iban las cosas cuando una buena tarde de verano los trece caballeros resolvieron, en son de burla pero con el espíritu de sangrienta amenaza, hacer a sus enemigos, los amigos de Pizarro, una mala jugada. En efecto, al día siguiente, Francisco de Picado, secretario del marqués, que odiaba a los de Chile, lo mismo que el juez Velázquez, fue en busca de aquél, trémulo de ira. El gobernador estaba en el jardín, recreándose en ver los retoños de sus árboles, cuando Picado se acercó:

—¿Qué os trae por acá, ya de mañana, seor secretario? —díjole el marqués sonriendo.

—¿Cómo? ¿Vuesa merced no sabe nada?...

—Si vos no me lo decís, por mi vida que no acertaré a adivinarlo...

Pues ha de saber vuesa merced, señor marqués, que esos malos caballeros, los de Chile, no pierden ocasión de burlarse y son osados de amenazaros[G84] ... Esta mañana...

—¿Qué ha pasado?...

—Que han amanecido tres horcas con tres cuerdas y tres nombres, frente a la casa del señor marqués...

—¿Y qué cuerdas y qué nombres son esos, seor secretario?...

—En una dice: «Para el Juez Velázquez».

—Mal le quieren... ¿Y en las otras?...

—En la otra —dijo Picado de mala gana— «Para Picado»... y...

—Vamos... ¿Y en la tercera?... —preguntó el marqués.

—En la tercera, si vuesa merced me lo permite... pues, «Para el Gobernador»...

—Pobres diablos —dijo Pizarro—, bastante desgracia tienen para que les molestemos más...

Y sin dar el asunto mayor importancia, se esfumó filosóficamente en la avenida de los naranjales.

Picado, no obstante, era menos filósofo que el marqués, y menos aún que aquellos que a su cuello referían; juró pues vengarse de la tamaña amenaza y al día siguiente, cuando aún se comentaba la provocación de los de Chile, se cumplió la venganza de parte de Picado[G85] . Era la tarde. El sol se ocultaba ya y una fresca brisa envolvía el valle y la joven población. Los conquistadores salían a reposar de su faenas y las calles estaban pobladas y rumorosas. En sus casas Juan de Herrada y los de Chile comentaban el incidente de la víspera y esto ponía de buen humor a los partidarios de Almagro. De pronto vieron una gran cantidad de gente que se acercaba por la calle de las Mantas, como siguiendo a un gran personaje, que, en un espléndido caballo, venía calle en medio. Salieron todos a la puerta y demasiado tarde se convencieron de lo que se trataba. Era el secretario Picado que armado con un vestido deslumbrador, y sobre un hermosísimo caballo enjaezado todo con piezas de plata, se exhibía llevando sobre su cabeza orgullosa y burlona un bonete con ágiles y bellas plumas, con un rótulo que decía: «para los de Chile». Al llegar frente a la casa de los almagristas, Picado hizo cabriolear el caballo, clavóle las espuelas en los ijares, hizo levantar una nube de polvo que fue a envolver a los caballeros y volteando grupas, sonriente, satisfecho y feliz, se dirigió a Palacio[G86] .

La represión fue vivamente concertada en la Ciudad de los Reyes y pocos días más tarde con más poderosas razones, los caballeros de la capa juraron asesinar al marqués, a Picado y a Velázquez, y hacerse justicia en el país por sus propias manos. Señalaron el domingo 26 de junio a las diez de la mañana, hora en que solía ir el marqués a oír misa en la Catedral. Pasaron los días en una angustiosa espera que los conjurados, entre los cuales no faltó el judas que arrepentido de su juramento fuese a buscar, el sábado 25, a sus confesos para denunciar el plan. Al saber el marqués aquella misma noche, dijo al informante:

—Ese clérigo, obispado quiere...

Sin embargo, al día siguiente no salió a escuchar la misa en la Iglesia Catedral y sólo lo hizo en la capilla de Palacio[G87] . Era un domingo y la hora se acercaba. Supieron los conjurados que el marqués no iría a misa y entonces, creyéndose delatados y perdidos, algunos pensaron en fugar, mas la mayoría se opuso y algunos dijeron que habían de asaltarle en su propia casa y que se perderían todos. El momento no era para vanas discusiones y los caballeros eran bravos; no hubo pues sino que salir todos juntos y armados, mas al pasar un cequión que dividía la plaza, un caballero quiso dar un rodeo para no chorrearse de cierto las botas, ante lo cual Juan de Herrada le increpó:

—¿Cómo? ¿Venimos a mancharnos de sangre y teméis llenar de barro vuestras botas?... Ea, volveos a vuestra casa.

El pobre caballero tornóse avergonzado por donde había venido y más no se supo de él. Llegaron en tanto los conjurados en son de combate[G88] a las puertas de Palacio donde huyó la servidumbre gritando.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Los de Chile vienen a matar al Marqués!

Los asaltantes, el grito en la boca y la espada en el puño, les siguieron y, tras ellos, penetraron en las habitaciones de Palacio. Era el momento preciso. El Marqués acababa de almorzar y departía con sus hermanos y algunos amigos y oficiales de la Corona, entre los cuales se contaban Velázquez y Picado[G89] .

Al oír el ruido y las voces de los criados, Pizarro dio orden de cerrarles la puerta mientras cogía su armadura. La orden fue mal cumplida; Chávez, hermano del Marqués, quiso conferenciar con los asaltantes, quienes le atravesaron con sus espadas y entraron de lleno en una cámara, junto a la en que Pizarro se armaba, luchando con algunos de los que salieron a su encuentro. Allí lucharon cuerpo a cuerpo, libres las armas y los odios vivos, los asaltantes y los defensores del Marqués, quien, no pudiendo ajustarse la coraza, y sintiendo, por los gritos, el peligro que corrían los suyos, arrojó la armadura, cogió la espada, se arrolló la capa al brazo y salió al encuentro de los traidores como un león sorprendido en su cueva[G90] . Los ojos eran brillantes como en sus mejores tiempos, sus miembros viejos se tornaron ágiles y sus músculos revivieron en la lucha, mientras se lanzaba a sus enemigos.

El momento era español. Frente a frente Pizarro hizo dos ataques y mató a dos asaltantes[G91] , sembrando la estupe-facción y el desconcierto. Los caballeros se repusieron bien pronto, y sobre los ensangrentados cadáveres de sus hermanos y los cuerpos agonizantes de amigos y enemigos, Pizarro peleó como en sus horas de capitanía. Aquí atravesaba un pecho, allí daba un corte mortal, ahora desarmaba y hería; él solo contra los atacantes. Un español no necesitaba sino un acero bien templado. Y ya iba dando cuenta de todos sus agresores[G92] cuando Herrada impaciente gritó:

—¿Qué tardanza es ésta?... ¡Acabemos con el tirano!... —y lanzó hacia el Marqués a uno de sus parciales, que fue ensartado en la espada de aquél, momento aprovechado por Rada para dar al Marqués una estocada en la garganta[G93] .

El viejo león cayó al suelo herido mortalmente. Los asaltantes le atravesaron el cuerpo con sus espadas, y el muriente, en medio de su propia sangre, hizo con ella una cruz y se arrastró para besarla:

—¡Jesús!— exclamó el viejo caballero[G94] .

Sus labios besaron aquel símbolo sobre el cual cayó su cabeza marchita, y en el que sus blancas barbas se mancharon de rojo; y aquellos ojos que vieron descubrirse ante sí las maravillas de un mundo grande y desconocido, sus ojos que vieron los cuartos de oro y las pompas de un maravilloso imperio, se cerraron para siempre, y al besar la cruz, su mano se crispó sobre el puño de la espada.

En tanto, los de Chile eran en la calle. Muchos otros se agregaron a los triunfadores, y así, en triunfo, se entregaron sólo al saqueo de las casas de sus enemigos[G95] . La noche principió a caer. La ciudad era en silencio y de vez en cuando los vencedores aparecían por el extremo de una calle, como fantásticas visiones, con sus gritos destemplados y sus hachones encendidos.

En el Palacio, el cadáver del marqués permanecía inse-pulto. ¿Quién se habría atrevido, aquella noche, a buscarle una humilde sepultura?... Sólo hubo dos esclavos negros que no olvidaron al amo y envolviendo el ensangrentado cuerpo en una sábana, haciendo súplicas, y burlando amenazas y peligros, lograron darle una sepultura en la Iglesia Catedral[G96] .

Unos cuantos hachones chisporrotearon un salmo en las tenebrosidades del templo y presenciaron, junto con los dos fieles esclavos sin pompa, en secreto, los funerales del conquistador del Perú, Marqués, Adelantado, Alguacil Mayor y Gobernador de estos Reinos de Nueva Castilla que dominó el más grande imperio de Indias y, «que tuvo más oro y plata que otro ninguno de cuantos capitanes han sido por el mundo».

Tal fue la primera noche trágica en el viejo palacio de nuestros virreyes, tal fue el primer crimen que ensangrentó su tierra. Aquella noche un soplo extraño envolvió la casa. Las gentes, temerosas, no salieron de sus solares, y por la joven capital del Virreinato pasó como una ave el presen-timiento de las cosas trágicas que anuncia la sangre[G97] , y dio a esa noche, precursora de otras muchas, el halo sombrío de las cosas fatales, la evocación de los crímenes cometidos y ese tono opaco, severo, trágico, con el que se hacen inolvi-dables los momentos supremos y los grandes sucesos. Aquella noche terminó.

Un auto de fe

Si el muy ilustre maestro del decir, don Ricardo Palma[G98] , no hubiese escrito un libro sobre los anales de la Inquisición de Lima, ocasión sería ésta para decir algo nuevo, mas he de limitarme a emitir datos cogidos en su mayor parte del libro del viejo tradicionista.

Trasladémonos al siglo XVII. Lima apacible y tranquila, goza de las horas primaverales de un día de noviembre. Son las doce y en la Plaza Mayor y en los portales discurren grupos de criollos y de chapetones, amigablemente. Empieza a salir el sol nuevo y blanco, bañando de alegría la real ciudad, y a lo lejos se anuncia la trompetería de una cabal-gata y los atabales[G99] con que ensordece los aires. Una nube de polvo sigue a la caballería que avanza hacia la Plaza de Armas. Se animan los cotarros, las gentes salen a sus balcones, los jinetes detienen sus potros para ver el desfile, las tapadas ponen toda su curiosidad en el ojo negro que brilla en la cara, la chiquillería concurre al centro de la plaza, los balcones del palacio se abren y llenan de cortesanos, y en las tiendas de la ribera que dan a la plaza, los tenderos y mercaderes salen a la acera. En el jirón que da hacia el Santo Oficio los tapices se han descolgado pomposamente, y así, la comitiva llega a la Plaza Mayor. Se detiene frente al cabildo y dando cara a la Catedral. Es la comitiva del Santo Oficio[G100] . Primero pasan en sus potros briosos y jadeantes, el aguacil mayor y sus secretarios, después los familiares y por fin los ministros del tribunal. Y el aguacil mayor anuncia:

—El Santo Oficio de la Inquisición hace saber a todos los fieles cristianos, estantes y habitantes en esta Ciudad de los Reyes y fuera de ella, que el día tal del presente año, se celebra un auto de fe[G101] para la exaltación de nuestra santa fe católica en la plaza mayor de esta ciudad, para que, acudiendo a ellos los fieles, ganen las gracias e indulgencias concedidas por los Sumos Pontífices a todos los que asistieren, acompañaren y ayudaren al auto que manda publicar y pregonar para que llegue a noticia de todos.

Esta ceremonia se repetía en los lugares más centrales, y treinta y cinco días después había de realizarse el auto de fe. Los jinetes volteaban grupas, las gentes les abrían paso respetuosamente, las tapadas pri[n]cipiaban a esfumarse y bajo el cálido sol de noviembre, tornábase la cabalgata, con sus insignias y arreos, músicas y pendones, a la casa del Sagrado Tribunal[G102] , que es hoy la cámara de senadores.

Pasaban los 34 días entre la impaciente espera de los jóvenes, la expectativa agradable de los viejos y la natural curiosidad de las mujeres. La humanidad siempre se ha divertido con las ajenas desgracias[G103] . La víspera de la fiesta, mientras se reunían a las tres de la tarde en el local del Tribunal las comunidades religiosas, los ministros y oficiantes de la Inquisición, para organizar la procesión que había de salir a las cuatro, los habitantes de Lima preguntaban quiénes eran los ajusticiados del día siguiente, cuáles las penas que se les impondrían y cúyas las causas de tal asunto.

A las cuatro salía la procesión. Era un prodigio de color y de perfume. Entre las nubes de incienso, a lo lejos, en el fondo de la plaza, aparecía con sus luces amarillentas y lloronas, sus capas recamadas y sus estandartes signados de símbolos, la procesión del Santo Oficio. Delante venía el Alguacil[G104] Mayor con el estandarte de la Inquisición; seguíanle los religiosos en dos hileras; luego los familiares, los comisarios y los calificadores del Tribunal. Iba en seguida el vicario general de Santo Domingo con una cruz de dos y media varas de alto, escoltado por veinticuatro dominicos, con hachas encendidas[G105] que daban un solemne, temeroso y cristiano aspecto a la procesión, la que, al llegar a la catedral, era recibida por el coro que, severamente, iba cantando el himno vixilia regis y, terminado éste, el salmo deux lauden mei. Así, con un gran pueblo detrás, continuaba la procesión hasta el cadalso que estaba[G106] colocado en frente de palacio. La cruz verde era colocada en un altar preparado de antemano; y la dejaban rodeada de hachas encendidas y de religiosos que asesorados por algunos familiares y por cuatro caballeros, los que fuesen de más valía y estima, la velaban toda la noche. Estos caballeros eran designados por el Santo Oficio, quien le daba a cada uno bastón negro, signo de su autoridad.

Ya la noche había caído y entonces la procesión tenía un extraño aspecto funambulesco y extraterrestre, era como una gran fiera que tuviese la multiplicidad de mil ojos amarillos de cirio, que iba acompañado de la canturria lamentosa y dolorida de los que, por temor de un más allá que no querían adivinar, seguían aquella fúnebre procesión. Así se perdía a través de las calles silenciosas y obscuras, ante las miradas de los timoratos y el respetuoso saludo de cuantos la[G107] temían. Llegaba a la capilla del Santo Oficio, donde estaban reunidos en sesión los prelados de los conventos y los calificadores, quienes durante la noche habían de aconsejar a los condenados para que abjurasen de sus pecados, no para perdonarles el castigo, sino para que al ser quemados al día siguiente muriesen en gracia de Dios.

Por fin llegaba el amanecer del día señalado para el auto de fe, y desde temprano la plaza se llenaba de gente. Todos los limeños y limeñas concurrían a la ceremonia, y a las nueve y media salía del Tribunal hacia la Plaza de Armas la procesión con los condenados que iban en burros, con coroza y sambenito, y amarradas las manos atrás. Iban tras de la Cruz de la Catedral que dos pares de frailes llevaban envuelta en una tela negra que significaba que la cruz estaba de duelo porque iban tras ella muchos excomulgados.

Toda la clerecía iba luego con vestidos pomposos y solemnes cantando a voz en cuello el miserere mei[G108] ; cada penitente iba entre dos familiares de la Inquisición y, cerrando la comitiva, el Alguacil Mayor y los secretarios del secreto, quienes llevaban las sentencias en unos muy lindos y valiosos cofres de plata labrada.

Al llegar la comitiva al tabladillo para ella preparado, salía del Palacio por la puerta mayor la comitiva virreinal precedida por la gran compañía de gentiles homes arcabuceros, luego los vecinos y caballeros, el tribunal del consulado, los colegios, los doctores con sus insignias y la Universidad de Lima con sus gallardos bedeles a caballo y con mazas; seguíanle los cabildos eclesiástico y secular con sus ministros y maceros, el pertiguero con pértigo negro, los regidores y prebendados de dos en dos; los dos reyes de armas con sus cotas y mazas; iban luego el capitán de la guardia, el alguacil mayor de la corte y, de dos en dos, los fiscales, el alcalde del crimen y los oidores. Todo este séquito precedía al virrey que marchaba del lado del Oidor Decano. Detrás iba el general de la caballería, el capitán de los gentiles homes de la guardia del reino y el caballerizo y paje de guión. Cerraba, en fin, la retaguardia de la comitiva del virrey, la compañía de lanzas. Juntas las dos comitivas y previos los saludos de la espada[G109] ante la cruz, el virrey era colocado entre dos inquisidores y así se instalaban en el tablado ante el inmenso gentío y daban comienzo a la fiesta.

Los condenados eran nombrados por un inquisidor que se ponía de pie y así iban desfilando, una en pos de otra, ante el castigo humillante, todas las víctimas del terrible Tribunal. Cuando había de quemarse a un condenado, se levantaba una hoguera alrededor de una columna en la que se amarraba al desgraciado, se le confortaba hasta el último momento, y se dejaba este acto con deleitosa fruición, para cerrar con él la fiesta. La noche había caído ya sobre la ciudad de los Reyes, y en la plaza, ante la desgracia de los ajusticiados, se encontraban todavía el pueblo y la nobleza, los mandantes y los mandados, esperando el momento de la hoguera. En la obscuridad de la plaza, ante el fuego, los ojos brillaban extrañamente, las caras reflejaban las luces de los hachones y por fin se encendía ante los pies del amarrado pecador la llamarada que había de consumir su cuerpo y purificar su espíritu[G110] . Todos los ojos estaban fijos, inmóviles, casi sedientos, sobre el cuerpo del infeliz que empezaba a retorcerse.

Las llamas empezaban a lamer los pies, a envolver el cuerpo; un grito de dolor íntimo, intenso, trágico, salía de los labios del condenado que como una fiera se retorcía en el palo que sostenía su cuerpo.

—¡Perdón, perdón, yo no he pecado contra el Santo Oficio, perdonadme!

Y en el silencio unánime, donde se sentía la respiración jadeante de los espectadores, nadie se movía.

—¡Perdón[G111] ! —repetía el infeliz débilmente, y las llamaradas envolviéndolo todo impedían ver su cuerpo que despedía particular olor de crimen. La hoguera empezaba a extinguirse y apenas tal sucedía se organizaba un nuevo desfile. Los inquisidores se retiraban a su mansión y los servidores del virrey, con él en el centro, volvían a la Casa de Pizarro, donde una velada galante y cortesana se celebraba, mientras, en la plaza, en un último hilo de humo, se escapaba tal vez el alma del condenado pecador, y la luz de la hoguera cristiana y purificadora se enrojecía como una pupila sangrienta.

Las academias del Marqués de Castell dos Rius

Don Manuel de Oms y Santa Pau, Olin de Sentmanat y de Lanuza, Marqués de Castell dos Rius, grande de España de primera clase había sido Embajador de las cortes de Portugal y Francia antes de venir al Perú como Virrey. Representó a España poco antes de la muerte del Rey Carlos II. El marqués, partidario viejo de los Borbón, como embajador que era del Rey católico, al morir éste, entregó, el de Castell a Luis XIV, el testamento en que el Rey designaba al nieto como su sucesor en el trono de España. En consecuencia, fue nuestro Virrey, el primer español[G112] que saludó al duque de Anjou como a Felipe V, rey de España e Indias, y encontrándose en uno de los lienzos que hoy existe en el Museo Histórico de Versalles, cuadro que reproduce a Luis XIV presentando a la Corte a su nieto como rey de España. El caballero que está a sus pies, entregando el testamento del hechizado y jurando al duque joven, pleito homenaje como a su nuevo soberano, es nada menos que el marqués de Castell dos Rius, Virrey y señor que fue de estos extensísimos reinos.

Mucho prestigio había de tener el caballero que en 1707 se hiciera cargo del Gobierno del Perú, pues acusado ante su monarca algún tiempo después, como ladrón del tesoro Real, su hija, dama de honor de la reina de España, en Madrid, logró desvanecer toda duda y hacer que, separado por esa causa del puesto, el noble virrey fuese restituido en él, desempeñándolo hasta su muerte, que acaeció en 22 de abril de 1710, en Lima, haciéndose en su honor y memoria pomposas exequias en el templo de San Francisco, donde fue sepultado, llevándose su corazón al Santuario de Montserrat en Cataluña.

Poco habría que comentar de la vida del marqués en el Palacio virreinal, si no hubiera sido el Mecenas de su época, flor exótica en un ambiente de estrechez y de estancamiento intelectual. El de Sentmanat era un gran amante de las letras, tentábanle las musas y recreábase con la lectura de reputados autores latinos y griegos. Sucedió, pues, que no teniendo en qué ocupar el lunes de cada semana y con un gran deseo de dar campo a los que, como él, simpatizaban con las tareas del espíritu, organizó una academia[G113] semanal en Palacio. A ella asistían los más aplaudidos escritores y poetas de su tiempo, y componían todos sobre un mismo tema que era propuesto por el marqués Virrey que presidía la Academia.

Hizo labrar en el centro del jardín una casina de cristales y una galería donde se celebró la gran sesión en homenaje del nacimiento del Príncipe de Asturias, el 19 de diciembre de 1709, pues se celebraba el mismo día en España. Concurrían a estas sesiones el Reverendo Padre Fray Agustín de Sans, confesor del Virrey, quien con igual gracejo discurría de cosas divinas y profanas; don Jerónimo de Monforte y Vera, alto empleado de Palacio y aragonés de nacimiento; don Luis Antonio de Oviedo Herrera y Rueda, primer conde de la Granja; don Matías Angle y Meca, paje muy querido del Virrey; don Antonio Zamudio de Infantes, marqués del Villar del Tajo; don Pedro Joseph Bermúdez de la Torre, limeño y rector de la Universidad y rival en talento de don Pedro de Peralta y Barnuevo de la Lima fundada, asiduo de las academias, que hablaba y hacía versos en ocho idiomas diferentes con igual donosura, y tenía un talento muy grande y una erudición enciclopédica; don Manuel Rojas, español, caballero de la orden de Santiago y secretario del Virrey; don Juan Eustaquio Vicentelo y Tello y Toledo y Lica, marqués de Brenes y uno de los más galanos escritores de su tiempo, caballero de Santiago, sevillano y con[G114] una gracia españolísima. Estas academias se celebraron desde el lunes 23 de setiembre de 1709 hasta el 24 de marzo de 1710, semanalmente, habién-dose dejado de celebrar muchas por diversas razones. El libro de actas de tan simpáticas fiestas ha llegado hasta nosotros cuidadosamente impreso con una noticia proemial de donde Diego Rodríguez de Guzmán, capitán de infantería del tercio del presidio del Callao, quien al hacer el comento de estas reuniones, empezaba su discurso con una donosura poco común aun entre los que hoy manejan el castellano. No se pase adelante sin admirar la gracia noble de ese discurso cuyo primer concepto está expresado de esta bella manera:

«La mala correspondencia entre el ingenio y la Fortuna, en todos tiempos ha merecido quejas y ocupado discursos. Discordias implacables vio el Tiempo sosegado; pero la emulación con que han corrido la Sabiduría y la ignorancia, jamás vendrá a concierto en las Edades...» Digno comento.

He aquí cómo se expidieron los caballeros en la sesión del 10 de febrero de 1710, en que el Virrey les dio el siguiente tema para que fuera la respuesta en verso: «¿Cuál es preferible mujer para ser amada, la hermosa necia o la fea discreta?»

Los escritores principiaron a hacer ese masaje cerebral obligado en quienes habían de limitar su entendimiento, a una medida, una forma y una idea. Mas he aquí que después de cierto tiempo levantóse el Padrecito Sans y lee:

Si lo feo ofende al gusto,

lo necio a lo racional,

pues decidme, ¿será justo,

por minorar el disgusto,

borrar lo intelectual?

La mujer hermosa y necia,

es tan insulso animal,

que los obsequios desprecia,

que los halagos no aprecia

y si los hace es sin sal.

¿Quién de la necia podrá

tolerar las necedades[G115] ?

La fea no las tendrá

y tal cual te servirá

para tus necesidades.

¿Cómo te sabrá agradar

quien no sabe discurrir,

ni qué podrá aconsejar

la que empieza a rebuznar

cuando comienza a decir?

Toda necia es porfïada,

la discreta nada arguye,

pues, ¿hay cosa más pesada,

que una cuestión continuada,

donde nunca se concluye?

La hermosura presto pasa,

la discreción persevera,

pues, ¿quién no quiere en su casa,

una riqueza sin tasa,

que el tiempo no la eche afuera?

Pues es preciso que sea,

cualquiera propia mujer,

una de dos, necia o fea,

quien quiera casarse crea

que fea la ha de escoger.

Como se ve, el[G116] padrecito reverendo no quedaba corto. Don Pedro Joseph Bermúdez leyó a continuación, y he aquí algunos de sus versos:

Si llega a pedir consejo

al cristal ¡oh santo Dios!

sustos aumenta el reflejo

¡que una fea se hace dos

cuando se mira al espejo!

La fea aunque se declara

amante, menos me obliga

pues, contra mí se descara

la que a nada que yo diga,

pueda hacerle buena cara.

El que a la hermosa, por necia

deja, y llegándola a ver

sus embelesos desprecia...

ese... ¡escoja por mujer

a un filósofo de Grecia!

Lo que siguió don Matías Angle:

...que indiscreta, fea hallé,

que en la tonta hermosa vi;

a aquella doy con el pie

a la otra traigo hacia mí,

oigan la razón por qué:

Tiene la fea un atroz

semblante donde a montones

están las imperfecciones:

¡si el frontis es tan feroz

cómo serán los rincones!

Y aquí los de Eustaquio Vicentello Tello y Leca, Marqués de Brenes:

Si entre mujer[G117] ignorante,

o fea he de elegir,

digo sin adelante,

que asunto de mal semblante,

no es de dar ni recibir[G118] .

Si hubiera solicitado

preferir a la discreta,

yo confieso mi pecado,

que hoy me verían casado

con Calderón o Moreto.

Siempre cuestan estas cosas

al gusto muchos afanes,

pero en mí no son penosas

que el querer más las hermosas[G119]

es vicio de los don Juanes.

Yo con una necia opinión,

huir la discreta entablo,

pues no dará, en conclusión,

un dictamen Cicerón,

con un parecer del diablo.

De la linda o la entendida,

la utilidad, es notada,

porque son toda la vida,

la docta más aplaudida

y la hermosa más buscada[G120] .

La que suele a su pesar,

porque más claro se vea,

de ambos males enfermar,

de tonta podrá sanar,

mas[G121] no sanará de fea.

Peor que una carta cerrada

aunque discurra infinito,

es la fea que, ignorada,

no consigue el gusto nada

sin rasgar el sobrecito.

A la necia mis sentidos

quiero rendir por despojos

pues aunque haya mil maridos

que hagan ojos los oídos

yo haré oídos de los ojos.

Y si alguno a responder

se atreve mi necedad

diré que es un bachiller

que no ha de ser mi mujer

doctor de universidad.

Y en fin sin tales apodos

para evitar la porfía

siento por diversos modos

ser muy buenas las de todos,

pero la mejor, la mía.

Los versos y las musas no eran, bien cierto es, de los mejores, pero hay que tomar en consideración la época en que tales se hacían. Los caballeros pasaron así algún tiempo, en medio del aplauso de las tapadas[G122] que enloquecían por conocer el resultado poético de cada sesión del Marqués, y, en medio de músicas, bailes, recitaciones y otras fiestas, se iba deslizando el gobierno y las academias marquesales.

Pero una tarde, una triste tarde de abril, el virrey después de sentirse dolorido dejó de existir en el viejo palacio. Sus trovadores, sus amables trovadores, enlutaron sus liras, para siempre, no sin cantar al viejo noble, al amigo pródigo, al esclarecido ingenio y al hidalgo español, la última canción.

El 15 de mayo de 1710 se celebró en homenaje a la memoria del Virrey, solemne y última sesión de la malograda academia y aunque no hubo la bondadosa y paternal figura del marqués para darles el tema, todos unánimemente escribieron aquella tarde a su memoria. Entre los que se escribieron debe citarse el de don Miguel de Cascante que si bien es imperfecto, alambicado y gongorino, refleja mucho del sentimiento que en el grupo aquel produjera la desaparición de varón tan esclarecido.

 

A la memoria del Virrey Don Manuel de
Oms y Santa Pau
[G123] , Marqués de Castell

dos Rius

Soneto

Ese funestamente enriquecido

túmulo de elementos dos cercado

pues tanto está de lágrimas bañado

cuanto de resplandores guarnecido;

se queda de los pasos del olvido

queda entre sus reales preservado

durando su respeto eternizado

de la fama en el eco repetido.

«¡Allí es donde el efecto fervoroso

por víctima fiel el llanto vierte

aunque a la Parca[G124] no suavice el ceño;

aquí el gran Sentmanat logra reposo

que si el sueño es imagen de la muerte,

aquí la muerte en realidad es sueño!»