La invasión

El valle de Pachacamac dormía perfumado y tranquilo. Era el valle santo donde se elevaba el oráculo del imperio y hacia el cual venían en mística peregrinación todos los hijos del Sol. La voz del ídolo que se alzaba en el templo y se escuchaba con temor en todo el reino, era suficiente para cambiar o escuchar el destino de los míseros mortales. En aquellos tiempos los hombres creían y los ídolos[G67] hablaban.

Una tarde, cuando el sol acababa de ponerse entre el sonido amable y doliente de las quenas y el balar amoroso de las ovejas del Inca, los indios vieron aparecer un punto móvil en el límite del valle. El punto crecía y se acercaba. Después se oyó un extraño sonido y gritos desordenados. ¿Eran guerreros[G68] ? El cacique Rímac llamó al Gran Sacerdote y el amauta le preguntó:

—Di, tú que eres el más sabio de los amautas, pues posees los secretos designios de Pachacamac; tú, que posees el porqué de las cosas misteriosas y grandes, di, ¿qué guerreros o dioses o fieras avanzan hacia el cacicazgo[G69] ? Y el viejo sacerdote respondió:

—¡Aquellos son los extranjeros y vienen en son de guerra y de conquista!

El viejo Padre Huayna Cápac lo había dicho. Los hombres llegaron. Avanzaron entre el valle, rompieron los surcos, destrozaron los sembríos sagrados del valle del oráculo, marchitaron la mies del Inca y sacrificaron las ovejas del Sol. Cayó la noche y los hachones encendidos guiaron hacia los pórticos del templo a los invasores que tenían armas mortales, gráciles plumas y barbas de nieve... Cuando los indios, al amanecer, fueron en pos de los sacerdotes[G70] y éstos llamaron al pueblo, grande fue su desconcierto; y el dolor con un inconfundible gesto se reveló en los hijos del Sol. El templo había sido saqueado, expulsados los oficiantes, robadas las joyas y vasijas y derribado el Ídolo. Y el buen Pachacamac, el Dios Omnipotente, aquel a cuyos labios estaba atado el destino de los hombres, rodó indefenso por tierra, sin cambiar el gesto de su cara de madera y sin hacer que se abrieran los montes y se[G71] tragaran a los invasores.

Grande fue la desilusión de los hijos del Sol y, aunque no dieran muestra de ello, debieron sentir en el fondo de sus almas el primer aletazo de la Duda ante su Símbolo poderoso yacente. Pensativos con las frentes a tierra, encorvados y silenciosos, siguieron los indios al cacique Rímac que, sin luchas y sin vanas lamentaciones, se perdió en la espesura con los guerreros y los sacerdotes.

Y aquella noche, por primera vez en los siglos, dejaron de sonar, a la caída del Sol, las quenas de los pastores y el balar amoroso de las ovejas del[G72] Inca...

El solar del conquistador

El buen Padre Huayna Cápac no se equivocó: el imperio estaba conquistado por viracochas, blancos y[G73] barbudos, poderosos y fuertes. El imperio de los incas había desaparecido con la muerte de Atahualpa y, como consecuencia, el conquistador era dueño del gran país conquistado. El Ídolo, los dioses ofendidos, el Destino, no castigó a los usurpadores[G74] y si los castigó éste castigo fue demasiado tarde.

El capitán don Francisco Pizarro, queriendo encarnarse en algo tangible y que fuese para las generaciones posteriores como huella imborrable de su tránsito sobre la tierra, pensó en fundar una ciudad que hiciese centro a sus vastos dominios y señoríos y volvió sus ojos hacia el valle del cacique Rímac[G75] , al norte de Pachacamac, donde se elevara, en pasados tiempos, el oráculo.

El mismo Pizarro trazó en papel el plano de la nueva ciudad que luego fue aplicado al terreno donde se señaló las calles, las plazas públicas y las manzanas, cada una de las que, dividida en cuatro[G76] solares, debía ser repartida entre sus compañeros de armas y de conquista. Entre las donaciones que se hizo se señaló un solar para la iglesia, un solar para el cura, un solar o dos para los encomenderos de la Corona y cuatro solares, es decir una manzana, con frente a la plaza mayor o de armas, para casa del capitán Pizarro, encomendero de los Atavillos y el Guayas y para instalar en ellos el tribunal de los contadores mayores, el de la contratación de los oficiales reales, la casa de la Real Hacienda, la capilla Real y la sala de armas.

Terminada la distribución se señaló el plazo de un año para que los favorecidos levantaran sus mansiones, so pena de volver los terrenos a propiedad del gobernador; mas fue inútil advertencia, pues antes del año todas las construcciones fueron levantadas. Se hizo una ciudad triangular cuya base era la orilla del Río y fueron tantas las solicitudes posteriores de terrenos, que se vio el Gobernador en la necesidad de hacer nuevas concesiones mediante un impuesto de propiedad[G77] . Este original impuesto consistía en seis gallinas por solar, cantidad que aumentaba o disminuía según la mayor o menor virtud del terreno donado.

Así se adquirieron muchos de los solares sobre los que hoy se elevan casas maravillosas y confortables. Los aventureros españoles, estos hombres de bronce, olvidaron que eran guerreros. Al arcabuz sucedió la piqueta y a la lanza[G78] el arado y el azadón, y con ellos, jadeantes y ágiles, daban al valle un aspecto de colmena de la cual iba irguiéndose blanca, nueva y coqueta, la población que había de ser más tarde el asiento de los virreyes[G79] , y el centro de un país de 700 leguas de extensión cuyas calles se habrían de cubrir de arcos triunfales y sembrar en las fiestas solemnes con ladrillos de plata maciza. La mejor casa fue la de Pizarro, que fue edificada sobre bases incon-movibles y graníticas[G80] . «Tenía dos grandes patios con sus corredores y un muy grande y bien trazado jardín con todas las oficinas que pedía una casa acabada y perfecta para morada de tan gran señor». La frente que daba a la Plaza era de una hermosa galería y mirador de corredores hasta la mirada donde está la puerta principal, con una suntuosa portada de tierra y ladrillo que hizo labrar después el Virrey Manso de Velazco, y la otra mitad de esta acera fue de ricas ventanas. El mismo Pizarro plantó en su jardín los árboles frutales traídos espe-cialmente de España y que en el Perú eran desconocidos, tales eran los perales, los manzanos, los granados y los naranjos, y un árbol de higuera[G81] en cuyas hojas se enredó más tarde una sombría tradición.